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Un combo que resulta encantador para las caderas que bailan cada vez que toca La Banda del Río Salí.
Cuenta la anécdota que un sábado de 2010, antes de saber que en esa vieja casona de Villa 9 de Julio ocurren cosas extrañas, los músicos del grupo de cumbia La Banda del Río Salí habían sido invitados a tocar por primera vez en ese lugar. El cielo estaba nublado y gris, y una lluvia amenazante los intimidaba mientras veían cómo avanzaba la noche sin que nadie se acercara a La Sodería, la casa de teatro de la esquina de Juan Posse y Pasaje 1 de Mayo donde todo estaba preparado para una gran fiesta. Ni la trayectoria de los integrantes de Civitas Dei – la banda anfitriona, fundada hacía más de diez años por Mariano Riccio- ni el desparpajo de una Banda del Río Salí que recién comenzaba a rodar con su cumbia por los escenarios tucumanos, podían calmar los nervios que ocasionaba ver el gran patio vacío.
Eran casi las dos de la mañana cuando Mario Ramírez, uno de los cantantes de La Banda del Río Salí, propuso algo inesperado:
-Bueno changos, va a haber que macumbear porque la gente tiene que venir- dijo.
La macumba es una práctica que combina elementos de religiones africanas y cristianas, fuertemente influenciada por el ocultismo y el espiritismo, y que mezcla danzas, tamborileo y cantos para venerar y atraer a los dioses.
-Va a haber que macumbear para que venga la gente y para que no llueva-, repitió Mario Ramírez en el eco deshabitado del patio.
Algunos compañeros sacaron sus tambores. Una suerte de ritual comenzó a tomar forma. No había velas de colores, ni santos ni animales sacrificados como en la macumba tradicional. Aquí la cosa consistía en cantar y bailar al ritmo de los repiques no sólo para relajar los músculos tensos sino para ahuyentar como fuera el fantasma de la frustración. Entonces a Mario Ramírez se le ocurrió hacer una bola de energía: que cada uno pusiera en la ronda sus necesidades y sus deseos, sus energías buenas y malas. Y que, con todo eso, hicieran una gran bola imaginaria para arrojar al cielo. Una vez en el aire, por acción de la inercia, la bola caería y se derramaría sobre los presentes con situaciones agradables e inesperadas.
Eso hicieron. Amasaron una bola, la sostuvieron entre todos con los brazos abiertos. Antes de tirarla hacia arriba y lejos, Mario Ramírez pidió que flexionaran las piernas para tomar impulso, que respiraran hondo y que, con todas sus fuerzas, la lanzaran al cielo de ese sábado indescifrable de Villa 9 de Julio.
Cuenta la anécdota que en el aire quedaron, lejos y para siempre, las energías negativas de los músicos danzando en otras órbitas, y que las positivas confluyeron y cayeron sobre el patio de La Sodería. También cuenta la anécdota que a las 2.30 de la mañana de ese sábado de 2010, la gente comenzó a llegar, que esa noche no llovió en Tucumán y que, en lo mejor de la fiesta, no cabía un alfiler. Desde entonces, es tradición que cada vez que La Banda del Río Salí está por subir a un escenario a cantar, sus integrantes hacen la macumbeada, o lo que ellos bautizaron para siempre como La Bola del Sabor.
*****
Seis años después de aquel episodio, me encuentro junto a los músicos de La Banda del Río Salí subiendo a oscuras por una escalera angosta que lleva a la terraza de La Sodería. Son las 2.15 de la madrugada de un sábado de marzo que tiene el mismo cielo amenazante de lluvia. En un rato, más de quinientas personas bailarán en el patio de tierra que, hace seis años y a esta hora, estaba vacío, el lugar donde más veces se presentaron desde entonces. Esta es su casa madre.
La Sodería es una casa de teatro independiente que nació en 1994 por el impulso de un grupo de actores y actrices liderados por Teresa Guardia, su actual directora. Ubicada en uno de los barrios más antiguos de Tucumán, a 50 metros del “Fortín de Villa 9 de Julio” -la cancha del club Sportivo Guzmán-, y a doscientos del parque 9 de Julio, atesora una parte importante de la cultura independiente de la ciudad. En 22 años de actividad, aquí se hicieron más de 1.000 funciones de teatro por las que pasaron más de 35.000 espectadores. Enclavada en las ruinas de lo que supo ser una vieja sodería, esta antigua casa de los albores del 1900 fue atrayendo desde 1994 no sólo a artistas del teatro sino también de la literatura, el cine, la poesía y la música. Por aquí pasaron, entre otros, grupos representativos de la movida local como Mano e Mono, Karma Sudaca, Ututos, Pechando el Camión, Euskadi, Son del Mate, Indio Cansinos, Leopoldo Deza y Volstead. Pero quizás nunca su patio embelesó a tanta gente danzante como cada vez que se presentó La Banda del Río Salí.
De la esquina de Juan Posse y el Pasaje 1 de Mayo se adueña una fachada alta y roja que rompe la monotonía gris de casas bajas del barrio. Al ingresar por una puerta de madera, se llega a una pequeña sala de recepción. Luego hay que atravesar casi a tientas un pasadizo oscuro hasta llegar al gran patio de tierra que está resguardado por un bello y frondoso árbol al fondo.
Hoy, 5 de marzo de 2016, La Banda del Río Salí no es telonera de nadie. No necesita pergeñar ningún ritual supersticioso para que la gente asista a sus recitales, aunque lo siga haciendo sólo por tradición. Es un grupo autogestionado de música que rescata, desde su propio nombre, la topografía local y las raíces de la cumbia tucumana de los años 80’ combinadas con los colores y matices de otras regiones de Latinoamérica y un fuerte componente visual y teatral en cada una de sus presentaciones. Cumbias de ayer y de hoy, propias y ajenas, clásicos de otros géneros con aire bailantero, rumbas o candombes con vientito tropical matizados con relatos absurdos de personajes míticos que se teatralizan entre canción y canción. Un combo que resulta encantador para un público variado y diverso que no puede resistirse al baile, al baile hasta la extenuación.
Lo que no imaginé al venir a entrevistarlos en La Sodería fue que subiría a la terraza para ser partícipe directo del ritual que antecede a cada recital.
La terraza está iluminada por la claridad opaca de la noche y por una de las lámparas de alumbrado público de la esquina que, desde la calle, apenas nos acaricia. Es un espacio mediano, estamos solos. Los músicos empiezan a correr sin dirección. Algunos gritan, otros se dan ánimo. Saltan sobre el mismo punto. Mueven los brazos, la cabeza y los hombros. Parecen jugadores de fútbol por salir a la cancha a jugar una final. Son las 2.20 de la mañana. La música del Dj y el rumor de la gente se oye como cuando uno mete la cabeza debajo del agua: sonidos lejanos y amorfos que se amortiguan en el silencio filoso de un barrio que duerme a pesar de la música y de la gente -que no para de llegar-; y de las palmas y de los gritos de estos nueve músicos que parecen tomarse cada recital muy en serio.
Sonidos lejanos y amorfos que se amortiguan en el silencio filoso de un barrio que duerme a pesar de la música y de la gente -que no para de llegar-
-Lo seguimos al Manu; lo que haga el Manu hacemos todos- grita alguien para dar comienzo al calentamiento.
Y Manu -Manuel Tirso Carreras Rubio, 24 años, timbaletas, pantalón y tiradores negros, remera gris, pelo lacio y ojos castaños- comienza a correr de un lado a otro con movimientos zigzagueantes. El resto del grupo lo sigue durante unos minutos.
Otro, con la voz jadeante, vocifera:
-Es muy joven ese pendejo-.
Todos se ríen. Tiran comentarios chistosos, muletillas divertidas. Si alguien apareciese aquí de repente, sin saber qué está pasando, pensaría que esta gente está loca. Pero loca como dice Kerouac, loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, gente que arde, que arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas.
-Ahora síganlo al Wichi- propone otro.
Y Wichi -Facundo Nanni, 35 años, historiador e investigador, guitarra acústica, pantalón rosado, camisa clara, cabello crespo y negro- dice que está más baqueteado, pero sigue el juego.
-¡Guarda con el moho, guarda con el moho!- advierte para que nadie se caiga, el Pelao -Martín Chebaia, 35 años, congas, camisa floreada y boina.
-Ahora con el Javi, todos con él-, dice otro.
Y Javier Seco -36 años, flauta traversa, clarinete y saxo, jeans, camisa blanca, chaleco negro y vincha- corre de un lado a otro.
No hay tambores acá arriba pero el ritmo lo marcan el batir de las palmas, cada vez más acelerado. De pronto cuentan hasta diez, varias veces de distintas maneras.
-Con la voz aguda- ordena Benja -Benjamín Guardia, 35 años, arquitecto, bongós, camisa verde oscura y alpargatas.
Y todos cuentan hasta diez con voz de pajarito.
-Ahora con la voz muy bajita – pide Beto – Roberto López, 34 años, actor, guitarra eléctrica y voces, pantalón negro, camisa naranja, anteojos.
Todos susurran bajito hasta diez y la terraza se convierte en un jardín de infantes atravesado por un eco silencioso y desafinado de voces.
También están Alejandro Nicolau -33 años, acordeón, artista plástico, poeta- y el Negro Abel -Abel Nassif, 30 años, bajo, psicólogo, zapatillas negras, pantalón y camisa gris.
Las pulsaciones se aceleran. Hace rato que dejé de observarlos desde un costado y me encuentro agitado entre ellos. Poco a poco me iré entregando al juego y seré parte de la cosa más extraña que haré en los próximos tiempos: jugar a que amaso una bola de energía que arrojo al cielo, con personas que acabo de conocer, en una vieja terraza enmohecida de Villa 9 de Julio que tiembla bajo mis pies -de verdad que tiembla-, y que pienso que puede derrumbarse en cualquier momento, a esta hora de la madrugada de un sábado que, a priori, parecía un sábado más.
Terminaré, claro, encantado.
-Changos, tomamos aire. Clavamos las raíces bien profundas en el piso, bien abajo, bien abajo del suelo tucumano. Vamos a traer lo dulce de la caña y lo amargo de los palos, y lo vamos a transformar en sabor, ¿está bien?- indica Mario Ramírez, 37 años, actor, cantante y compositor, pantalón claro y camisa verde clara.
Todos estamos en círculo, respirando hondo, mirándolo a él.
-Pongamos la energía acá compadre; en este lugar, la mezclemos y la convidemos- pide.
-Así mezcladita me gusta, cuando viene con un poco de todo- dice Facundo Nanni.
-¡Como un pico dulce!-, exclama Manu.
-La vamos amasando así, dándole forma- apunta Mario Ramírez y hace una bola con las manos.
-Está pesadita, eh- replica Martín Chebaia.
-No se asusten, es la primera del año, por eso está pesada- explica Facundo Nanni.
-Ahora vamos, eh, vamos de abajo, a tirarla bien alto -grita Mario- vamos a la cuenta de uno, dos, treeeeeees.
Todos decimos: uuuuhhhhhh, mientras estiramos los brazos y arrojamos bien alto la bola de energía. Yo me quedo observándolos a ellos que permanecen en esa posición unos segundos, como niños que ven por primera vez un volantín surcando el cielo de un parque en una tarde de domingo, con la boca abierta y los ojos llenos de asombro.
– Ahora ya está girando la bola de energía. ¡Mirala de hermosa que se ve, allá arriba!- teatraliza Mario, señalando el cielo- Todos la miremos, la imaginemos atravesando las nubes, volviendo a nosotros con sabor a miel, con sabor a miel de caña que se derrama por nuestros cuerpos.
Desde un costado pienso que, si en esta vieja casa de Villa 9 de Julio suceden cosas extrañas, esta es una de ellas. Y aunque sea un ejercicio que Mario Ramírez adaptó del tai chi y que sirve a los artistas para unificar sus energías y subir a un escenario conectados entre sí, la Bola del Sabor ya está entre nosotros.
Eso significa que La Banda del Río Salí está lista para convidar, y convidar en abundancia, el sabor de su cumbia a una Sodería repleta de caderas y piernas dispuestas a bailar.
Pero antes de bajar por la escalera y atravesar el patio lleno de gente hasta el escenario, los músicos se hacen algunas indicaciones estrictamente técnicas y escénicas.
-Muchachos, es muy importante que todo lo que hagamos en el escenario esta noche, sea chiquito o grande, esté proyectado hacia la gente; pensemos que irradiamos eso, esa mirada. No la tiremos para adentro, sino para afuera.
Los músicos se unen en un solo abrazo. Son las 2.45 de la mañana y la última arenga que se escucha en la terraza es la siguiente:
-Y muy importante loco, el que no sonríe esta noche, se la están untando a la hermana.
-Y muy importante loco, el que no sonríe esta noche, se la están untando a la hermana.
*****
Las veintitrés canciones que tocó La Banda del Río Salí durante casi tres horas, o las que tocan en cualquier otro lugar, se cocinan a fuego lento todos los miércoles en un viejo y caluroso garaje de un PH de la calle Suipacha al 1100, a metros del club Tucumán BB y el Puente de los Suspiros. Por su largo pasillo descascarado se distribuyen tres casas donde viven, respectivamente, Beto López, Mario Ramírez y Javier Seco. Aquí me encuentro ahora. Es un espacio cerrado y húmedo de techo alto, iluminado por un pequeño fluorescente, donde apenas cabría un Renault 12. En un pizarrón negro están anotadas con tiza las canciones que se ensayarán.
Podría decirse que el ochenta por ciento de la música que La Banda del Río Salí hace en vivo es de autoría propia. Músicas y letras con un tono humorístico, bizarro y sentimental, que apelan a personajes y lugares de acá, como la improbable reina de la peatonal, una cita amorosa en El Bajo para tomar una cerveza o una canción dedicada a Famaillá.
Del único micrófono que observo en la sala cuelga una bolsita blanca de plástico con algunas tortillas.
Tres ventiladores no dan abasto para tanto calor. Somos diez personas en una pieza de seis por tres metros. Todo el calor de la ciudad parece encerrado aquí, junto a viejos trastos y telas que cuelgan de las paredes quizás para amortiguar el sonido de tantos instrumentos sonando a la vez. Unas cuantas cervezas heladas pasean de mano en mano. Además de lo estipulado, los músicos se permiten aventurar clásicos ajenos como “El conductor” (qué le pasa qué le pasa a mi camión/qué le pasa qué le pasa que no arranca), inmortalizada por Los Wawanco; un lento conocido de los 80 o el bolero de Maurice Ravel bailable que se convirtió en un clásico de sus espectáculos.
Sentado en uno de los pocos espacios libres, me resulta imposible no mover los pies o la cabeza, no seguir el ritmo con las manos. Pienso que es el calor de la cumbia entrando al calor de este garaje, un calor que parece empujarnos a todos desde adentro hacia algún movimiento instintivo y sensible. Es el calor de una cumbia que desde la costa de Colombia se fue derramando hacia el sur por todos los países latinoamericanos, recogiendo tintes y tonalidades de cada región, agrupando al negro, al blanco y al indígena, incorporando aderezos y sabores en cada pueblo por el que pasó, porque no hay lugar en Latinoamérica adonde no haya llegado su cadencia errante. Argentina no es la excepción desde que en la primera mitad de los 60 aparecieron Los Wawancó y El Cuarteto Imperial. Luego, las “orquestas típicas” que pasaban del chamamé y el jazz a la cumbia. En los 80, la movida tropical, que en algunos casos incluye el cuarteto y la cumbia y otros subgéneros surgidos desde entonces.
Desde sus inicios en la primavera de 2010, La Banda del Río Salí se interesó en estudiar la música popular argentina y tucumana. Augusto Salado, uno de los miembros fundadores que ya no está en el grupo, propuso apropiarse de la obra de grandes tucumanos del género cumbia, como el Maestro Avelino, Los Trotes -de quien versionan “Rita” y “A Salvarse” o el mítico Don Carlos (“Río Loro”). Al principio, la propuesta era intervenir espacios públicos de la ciudad con su cumbia desprolija de entonces, pero de amplia aceptación en todo tipo de público. Así tocaron en El Piletón del Parque Avellaneda, en el Mercado del Norte, en la ex terminal de ómnibus de El Bajo, en las plazas Urquiza, Belgrano y San Martín, en ferias y en barrios como El Sifón o La Bombilla. Luego comenzaron a crear su propio circuito organizando fiestas de cumbia en espacios culturales como La Sodería, Robert Nesta, Leticia o Aureliano Buendía. En 2014 grabaron un disco e incluso se dieron el gusto de arrebatarle al teatro Alberdi toda su solemnidad, convirtiendo sus distinguidos palcos en recintos de algarabía y sabor.
-En nuestros comienzos sonábamos horrible. Para poder tocar en los espacios públicos compramos un generador eléctrico al que pusimos por nombre Rogelio; lo llevábamos a todos lados- recuerda Abel Nassif después del ensayo, desde la terraza del PH de la Suipacha. Es una noche agradable y despejada.
-Pero ha sido necesario tropezar con eso para decir “no loco, tenemos que avanzar y decidir tocar con otro tipo de sonido”- aclara Beto López, a un costado.
Estamos en la terraza del PH conversando sobre los comienzos de la Banda mientras Niño, el perro salchicha y marrón de Javier Seco, corretea y juega entre nosotros.
-Ahora estamos empezando a trabajar más en sala de ensayo. Estamos tratando de deshippear un poco la banda, sin que pierda ese color. Antes todo era más intuitivo. No había la gestión. Había menos gente, era más under todo- dice Facundo Nanni, apoyado en uno de los muros.
-Siempre está la idea de autosuperarse y de hacer las cosas mejor. También ha habido búsquedas estéticas. Hemos ido profesionalizándonos. Son cosas que pasan en todos los grupos. Esto ha empezado a tornarse un trabajo y nosotros a sentirnos contentos porque nos está dando posibilidades económicas, una ayuda para vivir a fin de mes- cuenta Javier Seco mientras acaricia a Niño.
Los techos de las casas aledañas se ven como sombras en la penumbra de la terraza. Algunos estamos sentados sobre los muros bajos y raídos, otros están de pie. Por ahí algún rostro se ilumina por la pantalla de un celular mientras conversamos acerca de dónde creen que reside el éxito actual de la banda.
-En el ida y vuelta con la gente- responde Manu sin dudas-. A nosotros no nos beneficia tener un escenario alto o alejado del público. Intentamos tocar a una altura normal. No hay una banda y la gente, sino una sola cosa que está ahí.
-Para mí la banda tiene una cosa y eso es que no tiene figuras. Cuando se habla de La Banda del Río Salí se habla del grupo; hay gente que ni sabe quién la compone, y nosotros generamos eso también. En los afiches no hay fotos nuestras; hay dibujos que son un montón de monos, esa es la cara visible de la banda- explica Beto López.
-Yo me siento orgulloso de que hemos generado una movida que, si bien estaba ahí latente, hemos terminado de solidificarla -confiesa Javier Seco-. Estamos tratando de que eso se expanda. Han aparecido un montón de bandas del género, ¿viste? Y eso es buenísimo. Por otro lado, la gente se ha copado porque la banda propone bailar. Yo soy de Salta; Beto también. Y por ahí cuando voy a Salta todavía noto el prejuicio de la gente con la cumbia. En los 90, ser cumbiero era ser un negro choto. Después eso se ha ido transformando y la gente empezó a aceptar que le gusta la cumbia. Acá en Tucumán la gente es más abierta y aceptó más rápido eso. Me parece que nosotros justo estuvimos ahí en ese lugar, y ha fluido porque la gente quería cumbia.
-La gente quería cumbia -aclara Beto López- pero también quería encontrarse en un ambiente no hostil, como para poder divertirse tranquilos. Nosotros no tenemos ningún antecedente de peleas en nuestras presentaciones. También buscamos eso.
-Y dados el público y los lugares en los que tocan – pregunto- ¿es La Banda del Río Salí una banda de cumbia intelectual o de chicos bien?
Beto López toma la palabra luego de pensar unos segundos:
-Capaz que esa acepción se le pone a bandas de grupo de gente que está como acomodada económicamente; yo lo interpreto así. Pero nosotros somos bien reos, nuestra formación es más ecléctica, no somos un grupo de gente que se conoce de la Facultad y que por conocerse de un mismo circulo comparte una banda de música. Algunos círculos tienen su impronta social pero nosotros somos todos de lugares distintos, cada uno tiene su espacio.
-¿Y cómo aparece la cumbia en la banda, por qué este tipo de cumbia?
– Muchas historias de amor pasan a través del baile. Es un ritmo que junta a la gente. Y más la cumbia antigua, digamos; ese lado es al que apuntamos nosotros. Muchas veces pasa que la gente cree que nosotros hacemos reggaeton o base sincronizada, y nos van a ver y nos dicen “yo pensaba que iba a ser como el Polaco”. Ese es el imaginario de la cumbia; nosotros tenemos otro- explica Beto López.
-¿Puede decirse que hay una cumbia tucumana?
– Sí, sin duda. Siempre mencionamos a Los Trotes, Don Carlos, el maestro Avelino… Pero no sé si hay una cumbia tucumana como un estilo así marcado como por ejemplo la cumbia santafesina que la escuchás y decís “eso es santafesino”- dice Javier Seco mirando a sus compañeros, quizás buscando aprobación.
– Hay algo que nos pertenece a todos y que es nativo -comienza a explicar Mario Ramírez, quien hasta ahora escuchaba atentamente a sus compañeros desde un costado-, y que es auténticamente nuestro, que es esa cumbia tucumana. Y de ahí para atrás y de ahí para adelante. Nosotros somos eso y somos un montón de otras cosas más.
-Tratamos de hacernos cargo de nuestra identidad y de no copiar lo de afuera. Tratamos de encontrar nuestro camino. Siempre influenciados porque ya está todo hecho, pero no queremos comer pan viejo, queremos amasar nuestro propio pan- ilustra Beto López con su voz grave y articulada justamente antes de bajar a su casa a comer con sus padres lo que acaban de cocinar.
Son las doce de la noche de uno de los últimos miércoles del verano tucumano y Niño se apresura a bajar por la escalera y nos acompaña hasta la puerta que da a la calle.
*****
Los orígenes de La Banda del Rio Salí en la primavera de 2010 están atravesados por dos cosas: el pasillo de la calle Suipacha y el teatro.
En la primera casa del largo corredor del PH vivía entonces -y vive aún- Mario Ramírez. Allí escribía y ensayaba con Beto López una obra de teatro que, de alguna manera, es una pieza fundacional del grupo.
La obra se llama Amor de Músico, una comedia que cuenta la historia de dos músicos que preparan un recital para el Club de Abuelos del barrio El Bosque. Los dos personajes, interpretados por Beto y Mario, ensayan, componen, cantan, poetizan, deliran, se enamoran y hasta invitan a los espectadores de la obra a ser los asistentes al recital, un recital que, por otra parte, nunca se va a concretar, lo que no impide que ellos sigan ensayando.
-Al armar la obra nos preguntábamos con Mario por qué el músico es tan cerrado en la ejecución de su instrumento durante un recital. Hay como una pared muy evidente ahí, que nosotros en el teatro llamamos la cuarta pared. Y pensábamos que había que hacer una obra que reflejara eso-, me comenta Beto López un mediodía, mientras tomamos café en la vereda de un bar de la avenida Mitre y Santiago.
De hecho, en muchos pasajes de esta comedia tierna y melancólica a la que pude asistir una noche de julio en la Facultad de Derecho, los personajes suman al público a cantar sus canciones y lo convierte en cómplice y partícipe de sus risas y exclamaciones. Se derriba en serio esa pared imaginaria con una delirante interpretación que hace de los espectadores y la obra una sola cosa.
-Una sola cosa como cuando toca la Banda, ¿no?- le pregunto a Beto López.
-Sí, eso lo hacemos en la Banda, encontrarnos con el público de esa manera y producir ese feedback. Ahí trabajamos un poco con Mario. También hay otros recursos propios del teatro como por ejemplo que a todos los músicos se nos vea en escena. Si te fijás, la Banda tiene una formación semicircular, que es muy simple, pero que evita que dos o tres estén tapando a los que están atrás en el escenario. A todos se nos tiene que ver; tenemos una propuesta visual también. Son detalles del teatro que a nosotros nos suman.
El estreno de Amor de Músico se produjo en el living de la casa de Mario, en el PH de la Suipacha, antes de que ambos se incorporaran a la Banda en 2010. Esa noche habían ido a ver la obra 23 personas. En 2011, Amor de Músico ganó el primer premio de la Fiesta Provincial del Teatro. Luego, recorrió el país.
Por otro lado, en la casa del fondo del largo corredor vivía entonces -y vive aún- Javier Seco, quien ya ensayaba los primeros acordes de la Banda con Augusto Salado, Facundo Nanni y Benjamín Guardia. Unos y otros se encontraron en los sonidos que se escapaban por detrás de las puertas de ese pasillo poblado de música. Los teatreros que ensayaban su obra se sumaron a la banda de cumbia en formación y fueron incorporando con el tiempo esos recursos propios del teatro que convierten a La Banda del Río Salí en una particular y pequeña orquesta-compañía de artistas.
Mario Ramírez, el otro actor integrante de la Banda, opina que pareciera algo así como una entelequia eso de que los teatreros llegaron a la banda.
-Yo creo que se trata de cómo la identidad de cada uno de nosotros, en este caso el teatro, nos ha construido al igual que otras expresiones artísticas, científicas o sociales ha construido a cada uno de los otros changos. Desde ese lugar entra el teatro a la banda. No es que hacemos teatro en escena. Tiene que ver con nuestra identidad y con nuestra formación, algo que aparece y se cuela.
Si de identidad y formación se trata, La Banda es un aglomerado de profesiones y oficios por donde pasaron un arquitecto, un historiador, un biólogo, un instrumentista de orquesta, músicos de academia y músicos de la vida, actores, escritores, pintores y poetas. Una constelación de mortales cuya primera aparición en público se produjo en el Psiquiátrico San Juan, ubicado en la localidad de la Banda del Río Salí -al que deben, de alguna manera, el nombre de su agrupación-. Antes o después -los recuerdos de los músicos son difusos en este punto- hay una tocada inicial en Casa Managua, en Dionisio y en el cumpleaños de una hermana de Facundo Nanni, donde hacían versiones de La Nueva Luna, La Farra, Don Carlos y Karicia.
Pienso en la música y en el teatro filtrándose por este viejo pasillo de Villa Urquiza como tantas otras expresiones artísticas se deben estar filtrando ahora por otros pasillos y casas de Tucumán y el mundo. De esa estrechez y de esa libertad, nacieron y crecieron cosas tales como Amor de Músico y La Banda del Río Salí.
*****
-Para mí lo más lindo que puede pasar es que nuestros temas, ponele, el día de mañana, vos los escuches como si fuesen un clásico tucumano, que lo pueda silbar cualquiera.
Eso me dice Benjamín Guardia acodado en el tronco del árbol de La Sodería, a las 12 de la noche, antes de que llegue la gente, antes de que subamos por la escalera angosta y oscura que lleva a la terraza para hacer La Bola del Sabor, antes de que se termine este vaso de un litro de cerveza que circula ahora de mano en mano entre los músicos y yo.
Después de la prueba de sonido, todo está listo para recibir a la gente que, poco a poco, comienza a poblar el patio hechicero de esta casa. Mientras tanto, estamos sentados debajo del árbol añoso en un banquito de madera. Lo que iba a ser una entrevista entre ellos y yo, se convierte en una conversación donde no parece haber cronista y entrevistados. Les sale bien esto de derribar fronteras entre las personas.
Mario Ramírez me cuenta que desde el primer recital que hicieron hasta hoy, la Banda es otra, musicalmente. Aunque el efecto que vibra y el interés sigue siendo el mismo: “que esto sea un baile, un lugar adonde vos no venís a escuchar música sino a construirla con nosotros, con tu cuerpo”.
Y yo le creo.
Porque cuando comienza el recital, la gente no puede resistirse al baile. Hay algo indescifrable que está ahí, entre la gente y la banda, que va y viene como van y vienen los pies descalzos de una chica que miro ahora bailar desenfrenada muy cerca de los músicos. No hay tarima ni escenario en este lugar. Sino un mismo piso de tierra para todos los pies posibles, de todos los tamaños y colores, sobre el cual ahora dos mujeres se besan, una pareja baila apretadita una milonga cumbiera, Mario regala chupetines y dice “si tienen las caderas y las rodillas en su lugar seguimos, si no, no”, y después sortea una baraja de cartas usadas, una caja de doce lápices de colores y un sacapuntas, cosas así; estudiantes que bailan con botellas de vino en la mano celebrando haber aprobado una materia, adultos con niños en brazos que requiebran la cintura, un grandote rubio que camina buscando alguien para bailar (o besar), pies de todos los tamaños y colores que siguen el ritmo contagioso y vibrante de la cumbia, casi pisando los cables, casi rozando los instrumentos. Aquí no hay cuarta pared que valga ni que separe nada; aquí hay una sola cosa que se mezcla y se convida y se vuelve a convidar entre los músicos y la gente, algo así como un ritual, un encuentro, un festejo, una ceremonia donde todos jugamos a que amasamos una bola gigante de sabor, que va pasando de mano en mano y danzando por los aires humeantes y cálidos de este patio insondable para hacernos sentir, a los que estamos acá, este estribillo hermoso de Sin Boleto, una de las canciones más conocidas de la Banda del Río Salí, que ahora suena y todos cantan enardecidos, ese que dice que el momento está acá, no se va; el momento está acá, no se va; y ahora ya no está, ya se fue.