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Un pequeño comercio de Villa Luján, saqueado y destruido por los delincuentes, vuelve a abrir sus puertas al público en tiempo récord gracias a una cadena de favores descomunal. Cómo la desesperación y el espanto se convirtieron en solidaridad y esperanza
Si ahora estuvieras caminando por la avenida Ejército del Norte al 200, en el barrio de Villa Luján, y decidieras entrar a un pequeño comercio que se llama “La Vía Láctea”, a comprar un poco de jamón y queso para tu sándwich, no podrías observar ningún indicio de que en este lugar, hace apenas unos días, todo estuvo destruido.
Si alguien te lo contara, no podrías creer que la batea exhibidora de fiambres frente a la cual estás parado, estuvo sin nada de lo que ves ahora, toda rota, con pedazos de vidrios manchados con sangre, con palos de madera olvidados por los delincuentes, sin nada de jamones, ni de quesos, sin nada de salamines y aceitunas; sólo restos de mercadería ultrajada que no estaban precisamente a la venta.
Te sorprenderías si te dijeran que esas góndolas a un costado que ahora ves repletas de panes y aderezos estaban tiradas en el piso pegajoso y mugriento como si fuesen esqueletos de alambres sobre un campo roído de pedazos de nada. Esas dos heladeras con jugos, leches y yogures que están justo detrás tuyo, de verdad que quedaron vacías con sus puertas sin vidrio arrancadas con furia, arrojadas a ese mar de restos de todo tipo en que se convirtió este lugar hace apenas unos días.
Casi seguro que al salir te llevarías contento, y con razón, tus ciento cincuenta gramos de jamón y queso para tu sándwich pero sin darte cuenta de que por esta puerta que ahora atravesás hacia la calle, el lunes nueve de diciembre a las diez de la noche aproximadamente, entraron más de cien personas a robar y arrasar todo lo que había en el camino.
Ni los barrotes de hierro soldados esa misma tarde con apuro para prevenir los ataques del malón, ni las pesadas heladeras puestas en contra de la puerta pudieron evitar que La Vía Láctea se convierta en uno más de los doscientos comercios devastados por la ola de delincuencia ocurrida a causa del conflicto de la policía provincial con el gobierno.
Nunca, en sus tres años de existencia, este negocio había sufrido un robo.
Y ahora, antes de comer tu sándwich, caminarás desprevenido por la avenida, verás sin mirar que hay gente por las calles, que los negocios están abiertos, que todo parece normal. No podrías imaginar que aquí, en La Vía Láctea, habitó el infierno. No podrías imaginar que aquí, en La Vía Láctea, sucedió un milagro.
*****
Habían venido en unas cincuenta motos por la calle Don Bosco. Eran casi las 10 de la noche del lunes nueve de diciembre.
Ahora todos sabemos que esa mañana un grupo de policías se había acuartelado en la Subjefatura policial pidiendo una mejora salarial. Que las calles comenzaron a vaciarse de seguridad. Que al igual que hace un año, la ola de rumores de saqueos se esparció por el centro de la ciudad. Que los comercios cerraron sus puertas a media mañana por precaución. Que el ambiente estaba enrarecido. Que algo grande y trágico se veía venir y que nadie pudo prevenirlo. Que a las 15.30 un saqueo en la avenida Kirchner al 2.300 en La Rotonda Lácteos fue el detonante de una cadena de robos que con total impunidad y violencia mantuvo en vilo a toda la ciudad durante dos días como nunca antes. Pero que esta vez no fue sólo un rumor. Con las calles vacías, sin policías trabajando, comenzó a producirse esa extraña situación de delincuentes transitando libremente por las calles mientras el resto de los ciudadanos se encerraba en sus casas, muchos con armas, a defenderse de lo que podía llegar a venir.
“Pensaba que era psicosis y paranoia de la gente como el año pasado. Nunca se me cruzó por la cabeza el paro de los policías”, dice Guido Castro, dueño de la fiambrería La Vía Láctea, sentado en la mesa de un bar mientras toma una gaseosa. La cara pálida, las ojeras, los rasgos caídos, lo dicen todo. Hoy no parece tener los 25 años que tiene. Parece tener muchos más. Cuenta que al enterarse del robo en La Rotonda Lácteos fue a su negocio, habló con sus empleados y que juntos comenzaron a prepararse para lo que se venía. Pusieron las heladeras contra las puertas de entrada que reforzaron con unos barrotes de hierro. Escondieron algunos elementos valiosos de trabajo en bolsas de basura. Ataron la cortadora de fiambres a la heladera con un candado para motos para que no se la llevaran los saqueadores.
Cerca de las 19.30, unas veinte motos aparecieron por el lugar. Esas motos con delincuentes portando palos y armas, algunos con la cara tapada con remeras, otros al descubierto. Esas motos con un sonido ensordecedor de escapes libres y bocinas que Guido y sus empleados no olvidarán jamás. Esas motos de las que se bajaron cuatro personas primero, y empezaron a empujar la puerta, a darle patadas. Guido adentro, solo, refugiado en su propio negocio, con un matafuego y dos cuchillos. Sintió miedo, mucho miedo de que entraran. Cada golpe en la chapa era una amenaza cruel, cada patada en las chapas le dolía como si le dieran en el estómago. No sabía cómo podía reaccionar si es que lograban entrar. Pero no entraron. Los delincuentes dejaron las puertas flojas pero no pudieron entrar. “Ya vamos a volver”, amenazaron cuando se fueron, haciendo tiros en el aire. Caía la noche y no había nadie en las calles. La ciudad comenzaba a ser presa de a poco del miedo y la inseguridad.
Guido mandó a los empleados a sus casas, a que no se queden en la calle a esperar a los delincuentes que prometieron volver. Dos de ellos querían quedarse pero Guido los disuadió. Llevó a la única mujer del negocio, Anita, a su casa en el auto. Y les pidió a los hermanos Pigu y Esteban Gramajo, sus otros dos empleados, que por favor se fueran a sus casas. “No tengo armas, si las tuviera no las podría usar”, dice Guido cuando le pregunto por qué no se armó como hicieron otros comerciantes. “Sentía que me tenía que ir de ahí, dejé el negocio en las manos de Dios”, repite ahora.
Pero Esteban, 24 años, del barrio Ojo de Agua, no se fue. Se quedó parado en la esquina de Don Bosco y Ejército del Norte cuando vio, una hora más tarde, unas cincuenta motos viniendo por la Don Bosco, tocando bocinas y gritando todo tipo de insultos. Quien pudiera recordar en ese instante que esa esquina está a tres cuadras de la comisaría séptima de Villa Luján. Esteban los vio venir y cruzó la avenida. Se paró justo al frente del local donde trabaja de lunes a lunes hace casi tres años y se quedó con los vecinos mirando el espanto.
Ahora habían regresado y eran más, muchos más, quizás cien o ciento cincuenta personas.
Puedo ver la espantosa escena a través del celular de Guido. Un vecino la filmó desde un balcón del edificio de enfrente. Guido sostiene su celular con una mano y me muestra el video. Vistos desde arriba, los delincuentes parecen hormigas o pequeños bichitos de luz que se mueven para todos lados intentando saquear y destruir lo que encuentran en el camino. Vistos desde cerca, son la parte más dolorosa de un Tucumán hundido en el infierno. Puedo ver cómo patean las puertas una y otra vez. Puedo ver cómo entran, ahora sí, y comienzan a sacar la mercadería y lo que podían por entre los barrotes de hierro soldados en la tarde. Puedo escuchar al vecino que filma el video cómo grita desde lo alto: “¡Los voy a matar, hijos de puta!”, “¡chóquenlos, por favor, chóquenlos!”, “los quiero matar, la puta madre, ¡¿por qué no tengo un arma?!”.
Guido se había ido cinco minutos antes de que entraran a su comercio. Sólo Esteban pudo ver el saqueo con sus propios ojos desde el frente. “Me quise meter pero no pude. Dejé mi moto en lo de un vecino y al salir llegaron más de cien personas. No me quedó otra que ver cómo se llevaban todo y llorar, llorar mucho”, me contó Esteban, días después.
Eran casi las diez de la noche del lunes nueve de diciembre. Cuando Guido se enteró de que ya habían entrado a su negocio, fue hasta ahí, vio a Esteban hundido en el llanto en la vereda. Se acercó a él, lo abrazó fuerte y le dijo: “Vamos a volver a abrir, de una u otra manera nosotros vamos a volver abrir, vas a ver”.
Y se quedaron abrazados.
*****
El local quedó arrasado. Como en tantos otros comercios de la ciudad, los ladrones no dejaron nada en el camino. Aquí se llevaron fiambres, quesos, leche, salchichas, gaseosas, yogures y hamburguesas. También se llevaron la computadora, la cortadora de fiambres, dos ventiladores, una balanza digital analítica y una termo selladora. No se llevaron las heladeras ni el freezer porque no pasaban por entre los hierros de la puerta. Guido calcula que entre mercadería y materiales de trabajo perdió entre 70 y 90 mil pesos.
“Sacamos lo que pudimos hasta las dos de la mañana, rescaté la poca mercadería que pude, las fui dejando en las casas de distintos vecinos, lo mismo hice con el freezer, en cualquier momento podían volver”, cuenta Guido.
Pese a estar muy cansado, esa noche durmió poco. Dice que tuvo pesadillas, que por momentos lloró sin que nadie lo viera. Sentía mucha bronca e impotencia pero no odio. “Yo tuve familia, mis viejos me inculcaron valores y agradezco a la vida por eso. Esa gente no tuvo educación, no tuvo familia ni muchas posibilidades que yo sí tuve. Lo que pasó viene de arriba, del gobierno, y alguien tiene que hacer algo”, reflexiona Guido con una serenidad inusual para quien lo ha perdido todo en manos de ladrones.
-¿Sabés quiénes pueden haber sido?, le pregunto.
– No, no sé… no quiero hacer juicios sin saber. Uno queda dolido porque siempre uno se portó bien.
– ¿Qué sentís al ver el video del saqueo?
– No se, me siento bien de haberme ido. Podía haber pasado cualquier cosa si me quedaba.
– ¿Qué es lo que más te duele de todo esto?
– Me duele mucho el abandono del gobierno que yo sentí en estos días. Tucumán ha llorado, sufrió mucho todos estos días. Y lo de la presidenta me dolió mucho (se refiere a la celebración de los 30 años de democracia en Plaza de Mayo, Buenos Aires), es como hacer una fiesta al lado de un velorio, no da, tenés que tener un poco de respeto por el dolor ajeno. Todos nos dejaron solos.
– ¿Tenés miedo?
– Sí, tengo mucho miedo. Algunos me dicen que compre armas, yo no quiero usar. Estoy viendo cómo puedo defenderme mejor.
Víctor Piccione tiene una empresa que se dedica a la instalación de canaletas. Vive en el barrio Ejército Argentino, donde los días de caos se vivieron con más miedo e inseguridad que en muchos otros barrios de la ciudad. Durante los días de terror, no pudo trabajar, estuvo en su casa mirando los mensajes que la gente dejaba en Facebook. Todo era queja, insulto, protesta. Entonces decidió escribir lo siguiente:
“Me ofrezco a colaborar con herramientas eléctricas (soldador, amoladoras, taladros, etc) para poder arreglar destrozos por los saqueos, a pequeños comerciantes, poseo movilidad propia”.
La publicación comenzó a compartirse de tal manera que pronto lo llamaron de los medios de prensa. Su foto con una pequeña entrevista apareció en la versión online del diario La Gaceta de Tucumán, y su voz se oyó en radios de Buenos Aires, Mendoza y Santa Fé. Dice que lo que lo movilizó a ofrecer su ayuda gratis fue ver tanta gente deseándole la muerte a otra.
“Eso fue el desencadenante –me cuenta Piccione en la vereda de La Vía Láctea-, ver tanto esto de que “hay que correrlo a Alperovich”, que la “Cristina no vale una mierda”, que “hay que matarlos a todos los negros de mierda”; era una cosa que te cargaba de odio. Cuando vi todas esas publicaciones me dije algo tengo que hacer”.
Jamás hubiera imaginado Piccione que un pequeño ofrecimiento en su Facebook llegaría a los ojos de Guido, que todavía atribulado y confundido por lo que le había pasado, el martes vio la entrevista a Piccione en su computadora y decidió comunicarse con él.
Nunca antes se habían visto las caras cuando el miércoles a las once de la mañana se encontraron en una estación de servicio de avenida Ejército del Norte y Mendoza. Piccione estaba con su hermano y socio Ariel y un grupo de voluntarios que se le habían sumado a través de las redes sociales para ayudar a comerciantes damnificados. Yo estaba ahí con ellos cuando fuimos al negocio todavía destruido. La escena era de posguerra, con un olor intenso de las mercaderías pisoteadas y desparramadas por todos lados. Todo estaba destrozado. El grupo tomó nota de lo que hacía falta para reparar los y movilizaron contactos y amigos para conseguirlo. Todos sabían que cada día que La Vía Láctea estuviera sin abrir al público era una pérdida económica más que Guido y sus empleados no se podían permitir.
Así fue que, una vez que hicieron la denuncia y Criminalística tomó fotos y pruebas del lugar, comenzaron a trabajar. Piccione y una veintena de voluntarios consiguieron en poco tiempo una computadora y un monitor, una balanza, los vidrios para reparar las heladeras y la batea, pintura, mercaderías para volver a empezar y donaciones de dinero que venían de personas de todos los lugares. Decenas de vecinos y voluntarios se turnaban para limpiar el negocio, sacar los destrozos, acomodar los muebles y volver a empezar.
Guido Castro, sus empleados y sus familias nunca habían visto a estas personas ni semejante muestra de solidaridad. Apenas conocían sus nombres. Sólo tenían que aprender a recibir.
El miércoles por la tarde y todo el jueves trabajaron a destajo para poner en pie de nuevo su trabajo. Cada donación que llegaba era una sonrisa más que se veía, un susurro lento pero convincente de que, pese a las dificultades, iban a volver a abrir.
*****
Son las once de la mañana del sábado. Llego a La Vía Láctea a buscar a Guido para entrevistarlo. El negocio destruido de dos días atrás ahora es un negocio renovado, con clientes que esperan su turno para ser atendidos y con empleados sonrientes que trabajan sin parar. Aquí nada parece indicar lo que sucedió días atrás.
Cuando aparece Guido, dos señoras lo abrazan y le dicen palabras de aliento. Puedo ver en las casas y comercios aledaños unos carteles improvisados a mano pegados en las puertas pidiendo colaboraciones de 100, 50 o 20 pesos a los vecinos para La Vía Láctea. “Podría habernos tocado a cualquiera de nosotros”, reza el papel. Caminamos juntos con Guido hacia un bar para esta crónica y una mujer lo intercepta en la vereda. Guido no la conoce, ni siquiera sabe si alguna vez fue una clienta. La mujer le toma la mano y le deja un bulto de billetes apretados. No deben haber sido más de 30 pesos. Guido se ruboriza, se pone incómodo. Sonríe, agradece con mil gestos y palabras, sabiendo que no le queda otra que recibir la colaboración.
Después de la entrevista volvemos al negocio. Patricio Avellaneda, uno de los voluntarios que más se movilizó junto a Piccione y compañía, aparece en una bicicleta con una caja de hamburguesas, carbón y verduras. Por lo que veo, hoy se celebra la reapertura del negocio. De a poco llegan los otros: Piccione y los demás voluntarios, la familia de Guido, todos con el gesto alegre, aunque cansado por tanto trajín. Rodolfo, el verdulero de al lado, dejó su negocio y está soldando las puertas de la Vía Láctea que todavía quedaron flojas. Un vecino se acerca y lo ayuda. Aquí adentro hace un calor infernal. Y afuera los demás celebran con una parrilla improvisada en la vereda.
Esteban, el joven de 24 años que lloraba hace unos días desolado ante el saqueo, parece haber encontrado las palabras para explicarse a sí mismo lo que sucedió. “Hoy la desesperación se convirtió en esperanza y el llanto en gozo”, me dice apoyado en una pared mientras come una hamburguesa. Piccione habla por teléfono cuarenta minutos con funcionarios de la Federación Económica pidiendo más ayuda para Guido y su negocio, y viendo de ayudar también a otros damnificados. Sueña con cerrar su barrio con barricadas antes de fin de año, pero no para defenderse de nadie sino para hacer un evento que fomente la paz. Su hermano Ariel junto a otro muchacho están instalando los vidrios nuevos de las heladeras. Cada tanto descansan y toman un poco de aire. Graciela, la mamá de Guido, me dirá en un momento y sin ningún dejo de duda que lo que está sucediendo en este momento es un milagro. Y agradece a todos por eso.
Ahora, Guido está hablando con otros comerciantes damnificados para tratar de hacer lo mismo que hicieron con él. Ya tiene dos comercios agendados para ayudar. Rodeado de nuevos amigos, y agradecido por la ayuda recibida, no puede olvidar que hay otros que la están pasando muy mal. Y dice:
“Hoy puedo recibir y gozar el cariño de la gente. Está muy bueno que haya pasado toda esta cadena de solidaridad. Si este saqueo tuvo que ocurrir para que nos despertemos y queramos ayudar, bienvenido sea”.
* Fotos gentileza Patricio Avellaneda