Lorca para travestis

Crónicas de Allá

Lorca para travestis

En un viejo hotel de Buenos Aires, un grupo de travestis estrena a sala llena una versión de “La casa de Bernarda Alba”. Con un pasado de dolor, muchas de ellas recuperan la dignidad a través de la primera cooperativa de Arte Trans de Latinoamérica.

Eso pasó hace mucho tiempo. Daniela Ruiz lo recuerda ahora sentada en el mostrador de su florería en el microcentro porteño. Lo recuerda mientras chequea distraída el Facebook, como quien oye una música lejana. Como si el pasado no le dijera nada. O fuese una pena nostálgica más que un dolor punzante. Eso pasó hace mucho, cuando Daniela no tenía negocio propio, ni un marido que la quisiera y la celara ni una carrera artística como directora de teatro y fundadora de la Cooperativa Arte Trans, la primera de su tipo en América Latina. Hasta tanto ya, que ni siquiera se llamaba Daniela.

-Vengo de una familia salteña, evangélica protestante y pobre, que pensaba que yo tenía incorporado el espíritu de la homosexualidad y el travestismo. Todavía hoy siguen rezando para que me convierta en un hombre. Con la iglesia me pasó algo raro. No me sentía cómoda cuando predicaba la palabra de Dios con corbata. Ni bien me puse la pollerita me di cuenta de que El estaba conmigo -dirá en una mañana de luz generosa, mientras un tipo de traje lleva una docena de pimpollos. «Son colombianas, amor. Trescientos pesos la docena».

Su familia hizo todo lo posible para que se hiciera «bien hombrecito». La mandó a Gendarmería Infantil de Salta, donde los fines de semana hacía cuerpo a tierra y aprendía los códigos militares; la quemó con cigarros cuando hacía cosas de nena y la obligó a someterse al fútbol cuando a ella le encantaba jugar al elástico. Cuando vieron que era un caso perdido, la echaron de casa. Como muchas travestis, decidió que Buenos Aires era el lugar para vivir. Había visto de chica muchas novelas de Andrea del Boca y soñaba con ser una de esas heroínas llegadas del interior que triunfan en la ciudad.

Con su amiga del alma Luzclarita -así, todo junto-, alquilaron una habitación en Acuña de Figueroa y Corrientes, Capital Federal. Último piso de un hotel peruano, en un verano con un bochorno histórico. Pasó dos meses buscando trabajo sin éxito. Dice que no encontraba porque era «re marica». Lo dice con voz gruesa, fingiendo ser un gran macho cuando pronuncia ese re. Lo hará otras veces, como si la masculinización de la voz vulgarizara las cosas que toca. Comió de la basura hasta que dijo basta. Pensó en volver al norte, pero no lo hizo para evitar el más clásico de los reclamos parentales: ¿viste?yotedije.

Se vistió de mujer con la poca ropa que tenía y fue a la calle Godoy Cruz en el barrio de Palermo. Una de sus nuevas compañeras («una marica, como yo») se le acercó para decirle: «Mirá nena, vos cobrás 20 pesos la bucal y 50 en el hotel». Era mediados de los 90, plena fiesta menemista.

-¡Yo era flaquísima! La primera noche gané para tres meses de hotel. En unas pocas semanas junté para hacerme toda: cola, cadera, siliconas, prótesis, pechos, nariz, cara… Fui la más linda de la zona y la que más plata ganó ese año. ¡Fui la mejor! En esos meses me cogía -y también me cogían, viste cómo es esto- a unos 17 tipos por noche en unas cuantas horas.

Con el éxito económico también llegaron las detenciones en las comisarías 23 y 25 de Palermo. Se la llevaron una y otra vez. Algunas por una noche, otras por días e incluso por semanas. Nada tan grave como en Salta, donde la sacaron de un boliche y la metieron presa por dos meses. «Sólo por ser travesti».

Hasta que pasó eso que fue hace mucho pero que recuerda ahora, mientras le vende un ramito de jazmines a un pibe que quiere algo barato para la novia.

-Un día cayó un patrullero, como otras veces, con cuatro policías. Yo pensé que me iban a llevar a la comisaría. Seguimos viaje y en un momento fueron a un descampado. Ahí pensé: «Listo, Daniela, estás muerta». Era al lado de una vía. No recuerdo bien. Me sacaron del auto, me desnudaron y me violaron los cuatro. Sin forro. Mirá que yo viví cosas feas, pero eso fue horrible -dice y hace un silencio largo.

Esa noche la dejaron tirada en un yuyal y se llevaron la ropa para no dejar rastros. No recuerda cómo llegó a una avenida. Sólo sabe que se paró en el medio del asfalto con los brazos en cruz y obligó a un taxista a parar tirándose encima del capot.

En el hotel se bañó. Se miró un largo rato al espejo. Se sintió la mujer más desgraciada del planeta, como nacida bajo un mal signo. Y pensó que nunca iba a ser la misma. «Mi historia hasta ese momento era como las de Andrea del Boca, pero con un sufrimiento demasiado real», recuerda y se ríe de su humor pesado.

A la noche siguiente, volvió a su parada habitual. Pasó el mismo patrullero con los mismos canas. Daniela levantó el mentón en señal de orgullo. Y les dijo con todo el odio del que era capaz.

-Esta soy yo. No me van a ver caída.

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Pero eso fue hace mucho. Tiempo después un cliente se enamoró de ella. Le dijo que la amaba y que la quería lejos de la calle. Ella le puso una condición un poco cara: un departamento a su nombre. El hombre solucionó todo en una escribanía en un par de horas y se fueron a vivir juntos. Daniela comenzó a vender flores en la calle. Con el tiempo, compraron la florería del suegro, que ahora se llama “Queen Rose”.

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Con una vida estable de ama de casa y empleada, comenzó a estudiar teatro y comedia musical. Había tenido una experiencia en la escuela secundaria en Salta haciendo del gaucho Juan Moreira. «Una Juan Moreira recontra mariquita», recuerda, engrosando de vuelta la voz. En Buenos Aires, nadie le daba trabajo como actriz.

-No me llamaban. O me llamaban para trabajos que no me gustaban. Una vez, me ofrecieron hacer un quilombo en «Intrusos» con Jorge Rial. Tenía que decir que me había cogido a un famoso. No quise entrar en esa porque tenía una profesión, aunque nunca me elegían en los casting. Alguna vez, (el actor del off) Mosquito Sancineto me contrató para hacer de presentadora en una fiesta, pero eran cosas aisladas. Entonces pensé: si no hay fórmula, yo invento una.

Escribió dos obras de teatro. La primera se llamó «Presas de la vida» y se dio en varias cárceles de la ciudad. Después, tomando como base las experiencias en el Hotel Golondín, el palacio travesti de Villa Crespo, hizo «Hotel Golondrina». Algunos consideran que esa obra es el abc del teatro trans. Cuenta la historia de tres travestis que llegan a Buenos Aires y habla de sus códigos. «Estaban todas divinas. Fue un éxito total, que terminamos haciendo en calle Corrientes».

En el momento en el que estaban de moda los «Monólogos del pene» y «Monólogos de la vagina», ella hizo «Monólogos de las tetas con pene». «Tenemos pija. Es una parte de nuestro cuerpo que hasta nosotras negamos. ¿Qué nos pasa con el pene? Están las que les gusta penetrar, las que no les gusta, cómo usamos nuestro pene, cómo hacemos cambios de siliconas… Tenemos un empoderamiento absoluto de la sexualidad porque conocemos las dos sexualidades».

Hace unos años, Daniela pensó que era hora de salir del mundillo de espectáculos gay y del estereotipo de los papeles para travestis. Con otras ocho travestis y con una chica a la que todas apodan La Concha, fundó en 2010 la Cooperativa Arte Trans. La mayoría de sus integrantes todavía ejerce la prostitución. Hay algunas con HIV. Según una encuesta del Equipo Multidisciplinario de Investigaciones en Género y Trabajo del CONICET, un tercio de las trabajadoras sexuales tiene secundario incompleto. El porcentaje entre las travestis es aún mayor.

Ahora están aprendiendo un texto complejo. Quieren estrenar una obra seria, la primera como cooperativa. Un clásico, como en el San Martín y en esos teatros del centro. «La casa de Bernarda Alba», de Federico García Lorca. A unas pocas cuadras, en el Teatro Regina, están dando otra versión de la obra. Una mirada pop de Lorca, con María Rosa Fugazot como Bernarda y actrices conocidas, como Florencia Raggi y Florencia Torrente, la hija de Araceli González. Todas dirigidas por José María Muscari, un director que hace un tiempo fue vanguardia y ahora coquetea con Tinelli. «La nuestra no tiene nada que envidiarle», desafía Daniela, desde el off del off.

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El Bauen fue un hotel de lujo hace varias décadas. Ahora es un modesto tres estrellas en la avenida Callao. En una de sus paredes, hay un afiche de promoción de «La casa de Bernarda Alba», con la foto de las actrices, todas vestidas de negro. Todas con una mirada desafiante que parecen tener incorporada, como un fantasma de la costumbre.

La sala es de una oscuridad pareja, con capacidad para unas 50 personas, y las butacas son de un marrón viejo, de otra época. El escenario presenta una escenografía tan pobre como la de cualquier obra del off porteño: seis sillas, con sus espaldares vestidos con tela negra; una mesa con mantel celeste con volados; una jarra con agua y vasos. Minimalismo forzado por falta de presupuesto.

La fila para entrar al teatro va creciendo sin pausa. Hay parejas gays de 17 y 18 años. Algunas travestis. Actores que quieren ver cómo es esta versión de Bernarda Alba. Ellas mismas, las actrices, se ríen de su público. Una de las chicas, detrás de bambalinas, dirá: «Son todos putitos los que vienen. Saco una pija y me la arrancan de la mano».

En una ciudad con un promedio de 20 estrenos por fin de semana, que produce más teatro del que la gente puede ver, ellas llenan la sala. Se apagan las luces. Justo ellas, travestis expulsadas de sus casas, están por contar la historia de una viuda que impone ocho años de luto y encierro para ella y sus hijas Angustias, Magdalena, Amelia, Martirio y Adela. Todas en edad de merecer. El contexto es la España profunda de las primeras décadas del siglo XX. Fanatismo religioso hard core, como el de la familia de Daniela Ruiz en el norte argentino. A la directora le gusta imaginar que si Lorca estuviese vivo, si decidiera volver a la Argentina para estrenar otra de sus creaciones, estaría ayudándolas a montar la obra.

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-Si la García estuviese acá, estaría pintándonos la cara para salir al escenario. Armó la obra pensando en nosotras. Está todo. La represión, la sumisión, la ambigüedad… Nosotras, al igual que las hijas de Bernarda Alba, sufrimos por el encierro. En nuestro caso, fue estar encerradas en un cuerpo ajeno. Querer a un hombre y no poder mirarlo. ¡Es lo que nos pasaba a nosotras! -dice Ruiz sobre la elección de la obra.

Bernarda Alba sale a escena. En las primeras funciones, las chicas estudiaron la letra y se largaron a hacerla. Con poco ensayo y sin experiencia. Luego se fueron moviendo con más soltura. En esta función, la vieja Bernarda está más agria que nunca para imponer su voluntad.

-En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo. Mientras, podéis empezar a bordaros el ajuar. En el arca tengo veinte piezas de hilo con el que podréis cortar sábanas y embozos. Magdalena puede bordarlas.

-Sé que yo no me voy a casar. Prefiero llevar sacos al molino. Todo menos estar sentada días y días dentro de esta sala oscura -contesta Magdalena con desdén.

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Mar Morales es Magdalena, la segunda hija de Bernarda Alba. Ahora no está vestida de negro y acaba de llegar a una pizzería de avenida Corrientes. Los pómulos firmes como labrados a mano. Lentes de sol. Jeans ajustados. A medida que avanza por una de las sucursales de Kentucky va dejando una estela de miradas: los mozos, los clientes y yo. Todos, con mayor o menor disimulo, la miramos con la rareza de quien descubre un unicornio. Una mirada que es ladrido humano, odioso, feo.

Mar llegó de Salta hace tres años. Allá había trabajado como ayudante de enfermería. Acá entró a una cooperativa textil impulsada por travestis. Conoció a Daniela Ruiz en un cumpleaños, quien la llamó para un reemplazo en la obra «Hotel Golondrina». En «La Casa de Bernarda Alba», ella dice la frase favorita de casi todo el elenco: «Malditas sean las mujeres».

-Me gusta mucho la obra. Pero más me gusta formar parte de una cooperativa, expresarnos y salir del gueto. No quiero hacer más los estereotipos de travesti prostituta, travesti cómica, travesti vulgar y travesti drogadicta.

-¿Qué es lo que más te gusta de hacer teatro?

-Ser otra. Estar en un escenario y que la gente me aplauda. Hacer algo que no me dé vergüenza ni asco. Y que no me canse.

Mar dejó hace un tiempo el trabajo en la cooperativa textil. Pudo alquilar un departamento en el que vive y trabaja como prostituta por horas. Dice que nunca hizo la calle porque las zonas rojas son un círculo de drogas, robos y policía.

-No es un trabajo fácil, pero te genera plata rápida. Me permite manejar mis tiempos.

Dice que sus padres fueron respetuosos con sus elecciones. Lo dice con una voz dulce, abreviando los ojos. En su voz límpida y tranquila se nota algo de ese amor.

Hace poco aceptó hacer una performance en la que representaba a la Virgen María. Al final había un desnudo total. Mostrar a una travesti en pelotas es, a veces, el punto de partida para empezar a hablar de otras cosas.

-Era una especie de cuadro religioso, que sucedía mientras un músico tocaba la armónica. Fue genial hacerlo porque hay muchos prejuicios incluso dentro del colectivo trans. Tenés que ser femenina. Tenés que estar siempre depilada, con grandes tetas, culos, labios… Yo no sé si voy a ser mujer. Tampoco voy a ser hombre. No sabría cómo definirme. Soy esto. Soy Mar, con este color de piel, con lo que pienso, con mi pene. Desnudarme representaba todo eso. Venir al mundo como Dios me trajo.

-Es preferible no ver a un hombre nunca. Desde niña les tuve miedo. Los veía en el corral uncir los bueyes y levantar los costales de trigo entre voces y zapatazos, y siempre tuve miedo de crecer por temor de encontrarme de pronto abrazada por ellos. Dios me ha hecho débil y fea y los ha apartado definitivamente de mí.

En la obra de Lorca, esos versos le pertenecen a Martirio, quizá la hija más resentida de Bernarda Alba. Mahia Moyano escupe esas palabras con odio en el escenario del Bauen. Por momentos, deja de recitar y el personaje alza vuelo por su cuenta. Su mala es muy mala. Y le encanta serlo.

Es tucumana y cuenta que las chicas de su provincia tienen fama de bravas. Se fue de su ciudad a los 17 años. Al poco tiempo estaba trabajando como prostituta en El Rosedal de Palermo. Se puso de novia con un pibe, que quedó loco con esos labios carnosos y esa mirada altiva. Tanto le gustaba Mahia que quería que se quedara en casa todo el día. Nada de andar circulando por ahí. Después de convencerlo, comenzó a cursar en el Mocha Celis, un bachillerato popular trans que funciona en un edificio ferroviario abandonado de Chacarita. Ese centro de formación se llama así por una travesti tucumana y guapa como ella. Tan guapa que enfrentaba los abusos de los policías de la Comisaría 50 de Flores. Una noche, uno de los canas le dijo: «¡Ya vas a ver, puto de mierda, vos vas a terminar con tres tiros!” Fue asesinada y el crimen aún no está esclarecido. Un día, en una feria del «bachi», Mahia tuvo que hacer una obra de teatro. La hizo a desgano, pero después recibió un llamado que le dio curiosidad.

-Yo había escuchado la historia de una cooperativa trans de teatro. A los 15 días, recibí el llamado de Daniela (Ruiz), que me dijo que necesitaba un reemplazo para Bernarda Alba. Imaginate. Quedaba un mes para el estreno. Me puse las pilas, me aprendí el texto de memoria y terminé siendo Martirio.

-¿Te gustaría ser actriz?

-Jamás se me cruzó por la cabeza. Se dio así. El teatro no es mi pasión. Mi pasión es otra cosa. No sé bien cuál… Por ahí maquillar y peinar. Pero el teatro me gusta, me distrae, me saca de mis problemas. Es el gran momento de descarga y liberación.

-¿Qué tenés en común con Martirio?

-El papel es muy natural, es muy yo. ¿Entendés? Martirio es irónica y mala, como yo cuando me enojo. Con la lengua comienzo a buscar pelea. A veces, me dicen: ¡Ojo con vos! Seguro que me clavás un cuchillo o un cabezazo. La obra me encanta. Sentir que estás encerrada y que no vas a poder salir. Y luchar por la libertad. Es lo mismo que uno vive cuando empieza a darse cuenta de que es diferente a las demás. Yo me acuerdo de esa represión que tenía en la cabeza y la llevo al escenario. Como que Bernarda es la voz de tu conciencia cuando eras chica, cuando estabas reprimida. ¿Me explico?

-Sí, claro. Estabas en pareja y estudiando. ¿Por qué volviste a trabajar a la calle?

-Dejé de trabajar y volví hace un mes. Estaba con un hombre que no me dejaba hacer nada. Vivía totalmente encerrada y drogándome. Ya no sentía nada por él y decidí dejarlo. Trabajar en la calle no me afecta tanto. Lo hice y lo puedo hacer de nuevo. Tiene que ver con mi personalidad: yo soy muy sexual y me gusta coger. Por eso, no lo sufro tanto. No es que salgo todos los días. Salgo a la calle dos o tres veces por semana. Voy una cierta cantidad de horas y chau. Me gusta pasarla bien y la charla previa. Y odio cuando creen que porque te está pagando te está comprando. ¡Pagan por un servicio! Punto final. Si el tipo no te gusta, te ponés el cartel de diva y le aumentás el precio hasta que se vaya. A veces le decís doscientos, trescientos o cuatrocientos y te dicen que sí. En esos casos tenés que hacer tripa corazón. Pero después, cuando te presentan la cara de Roca, te olvidás de todo y tenés una sonrisa de oreja a oreja.

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«Yo soy La Concha», dice, riéndose, Paola Silva, asistente de dirección, sonidista, coordinadora general y única mujer de la Cooperativa Arte Trans. En un rato tiene que entrar al nuevo ensayo del colectivo, que está haciendo las funciones de «La Casa de Bernarda Alba» y preparando «La irredenta», un grotesco de Beatriz Mosquera que cuenta la vida de cuatro prostitutas enfrentadas a la desolación de su trabajo.

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Paola trazó los palotes prolijos de cualquier provinciana que quiere hacer una carrera teatral en Buenos Aires: estudió con Lito Cruz, hizo cursos, se vinculó con gente del ámbito. Al tiempo ya estaba participando en pequeñas obras del circuito alternativo e hizo algunas participaciones en el programa de Peter Capusotto en la TV Pública. Una de esas obras era un infantil en el que Daniela Ruiz hacía de Cenicienta y ella de Sirenita. Cuando contó en casa que iba a sumarse a una cooperativa de teatro trans lo tomaron con naturalidad, como si el destino fuese una sucesión de infinitas partículas que un día forman un todo.

-A mí me crió un tío gay y un poco trans. O sea que me crié rodeada de travestis. El me llevó por el lado de las artes, por la fantasía de las plumas, por los desfiles. No es ninguna casualidad que yo esté aquí trabajando. Me hace muy bien formar parte de la cooperativa porque yo soy una inclusión dentro de la inclusión. Somos diez, un montón de gente. Y todas con historias fuertes -dice, mientras cierra el puño para darle crudeza al discurso.

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Los ensayos de La Casa de Bernarda Alba no son cosa fácil. Muchas chicas tienen dificultades para leer y los faltazos son más frecuentes que en cualquier otro grupo amateur. Un día, alguna aparece apuñalada u otra recae con las drogas. Varias veces, camino al teatro, Paola Silva tuvo que convencer a las chicas para que hicieran la función.

-Iba con ellas al teatro. Todas cargadas con el vestuario y la escenografía. De repente llamaban los clientes. Y ellas les decían: «No, no puedo. Estoy actuando en una obra de teatro. Estoy haciendo Lorca en el Bauen». Me pareció hermoso que lo dijeran porque estaban priorizando otra cosa, aunque perdieran una guita importante. Claro que otras se preguntaban si convenía hacer algo por lo que no cobrarían ni un centavo. El espacio artístico es hostil para todos. Imaginate si sos travesti, con poca formación y pobre. Siempre les digo que tienen que definirse como actrices e invitar al teatro a todo el mundo. Es ganarse un respeto porque ser actriz implica estudiar mucho y tener un entendimiento de lo popular muy grande.

Daniela Ruiz dirá que el impacto del teatro en la vida de las chicas va más allá. Que esa chica que se «reventaba en (el boliche) Amerika y se pasaba de merca en la Costanera» un día decide hacer otra cosa. En los ensayos, la directora suele ser tajante con sus actrices. Si alguien le quiere contar un asunto extra teatral, la directora le dice: «Mirá marica. Yo ya viví todo lo que me vas a decir, así que no me vengas con historias. Sé muy bien lo que se siente y yo pude salir».

-Hay una recuperación de la dignidad. Antes, en el perfil de Facebook, ponían cómo me gusta la lechita y cosas así de guarangas. Ahora, al lado del nombre, escriben la palabra actriz. Pasaron de poner fotos en bolas a otras vestidas de negro promocionando una obra de Lorca. Algunas llevan los textos para estudiar en la calle mientras laburan. O les dicen a los clientes que son artistas, que van a salir de la prostitución. Cambiaron la manera de hablar y de leer. Tuvieron roce con otro tipo de gente. Al final de la obra, se acercan artistas plásticos o fotógrafos a invitarlas a ver sus muestras.

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Algunos van más allá. Creen que se está creando un nuevo teatro, con lenguaje propio. Un teatro con pocos referentes, varios de ellos muertos, como Cris Miró, y otros que recién están saliendo del estereotipo para contar otras historias, con dramaturgia propia. Paola Silva, coordinadora general de la Cooperativa Arte Trans, creen que cualquier obra que tomen estará atravesada por la problemática travesti.

-Así como hay un teatro del pánico y de la improvisación, se está gestando un teatro trans. Ellas hacen de mujeres y el hecho de que no lo sean genera un impacto visual. Hay algo con el tono de voz que fueron modificando a lo largo de sus vidas. Ellas también son actrices de sus propias personas porque transformaron su cuerpo.

Martín Marcou piensa algo similar. El dramaturgo y productor del Festival DesTravArte, que muestra la labor de artistas travestis, transexuales, transgéneros y transformistas, cree que lo ideal es pensar en una sociedad en la que las travestis puedan ser abogadas, médicas, arquitectas o actrices.

-Además de teatrista, soy activista y militante. Si me preguntás por los referentes me vienen a la cabeza activistas. Es muy prematuro hablar de un teatro trans porque son construcciones que devienen con el tiempo a partir de la mirada de los otros como vos, que venís a hacerme esta nota. Sí es innegable que la figura trans comenzó a habitar el teatro como antes no sucedía. Lo importante es no seguir pensando en el destino trágico del puto, de la trava o de la torta sino activar esta serie de emprendimientos, como el de Daniela Ruiz y su cooperativa.

Directora de la revista El Teje y coordinadora de la organización Futuro Trans, Marlene Wayar es otra de las referentes trans. Y cree que es la primera vez en muchos años que las travestis se están contando a sí mismas.

-Hay mucho escrito sobre nosotras, pero muy poco en primera persona. Hasta principio de siglo estábamos alojadas en la cultura oral, sin registros. Las obras de Daniela Ruiz y otras que vi son preparatorias para lo que puede llegar a ser un teatro trans. Debemos salir de la cuestión ombliguista. Lo trans está en una disputa hegemónica y no cumplimos ni diez años de reconocimiento del estado.

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Última función de La Casa de Bernarda Alba. El teatro vuelve a estar lleno. Ellas se relajan en el rol que manda el texto. Son hijas, madre y sirvienta. Las palabras del gran Lorca bajan desde el escenario llenas de imágenes, de aire gitano oprimido, de elogios a los señoritos e insultos a las putas. Los gestos de ellas logran dibujar, por momentos, un dolor preciso por el destino trágico que está por llegar.

Sentada al borde de la platea, Daniela Ruiz las mira orgullosa achinando los ojos. Recuerdo una historia que me contó hace unos días en su florería, mientras le vendía fungicida a un cliente preocupado por una planta enferma.

-Yo venía de la escuela hecha una diosa allá en Salta. Me peinaba o me levantaba el delantal como si fuese una pollera. Mi mamá me llevaba al fondo para pegarme con una manguera.

Mientras sentía el ruido seco del plástico en el cuerpo, Daniela repetía como un mantra: «No tengo que llorar. No tengo que llorar. No tengo que llorar». La madre seguía dándole latigazos: «No digas nada que los vecinos van a escuchar. Por puto. Por puto. Por puto».

En el Bauen el silencio es perfecto. Se podría saber con cierta exactitud qué interés despierta una obra por la cantidad de veces que los espectadores cambian de posición. Las butacas viejas no se quejan: es buena señal. El personaje de Adela ya se convirtió en la deshonra de la casa. Su madre se acaba de enterar de su romance prohibido con Pepe «El Romano», el prometido de su hermana mayor. Bernarda echa al hombre a escopetazos. Adela va a su cuarto y se ahorca.

El resto del elenco está tirado en el piso. Son almas muertas desgarradas de dolor. Bernarda Alba ordena con furia y con los ojos fuera de órbita.

No quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! ¡A callar he dicho! Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!

 

* Esta crónica fue seleccionada finalista en el 1er Premio de Crónicas «La Voluntad», organizada por la revista Anfibia, Fundación Tomás Eloy Martínez y Editorial Planeta en diciembre de 2013.
* Fotos gentileza Fuentes Fernández Photography, Carlos Brigo (Télam).

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