Bitácora Zeta

Las cuatro cosas que hoy te quiero decir, mamá

Es como si toda la alegría de Brasil viviera en ella. Porque Ilma es brasilera, brasilera y alegre. Pero además, una mujer dulce. De las que te acaricia el alma cuando te toca las manos o te habla; de las que tienen un optimismo inquebrantable, incluso ante las peores adversidades. Cuando todavía era jovencita, dejó su amado Brasil alejándose de sus padres, hermanos, trabajo, auto y perro para venirse a vivir a la Argentina y formar su familia. Y aunque de eso ya pasaron casi 40 años, todavía conserva en su forma de hablar dulces terrones de ese idioma portugués que tanto ama. Incluso hay palabras del castellano que sigue pronunciando mal hasta hoy, como cuchillo o zanahoria: “pasame el cutillo”, dice, o bien: “hoy hice ensalada de zanoria”. Pero en el fondo, yo creo que nunca quiso hablar perfectamente el castellano porque su lengua natal es lo último que estaría dispuesta a perder de su país. El desarraigo del idioma ya sería demasiado para una inmigrante apasionada como ella.

Ahora que soy grandecito, empiezo a darme cuenta de algunas cosas: de las nostalgias que habrá escondido cuidadosamente, del extrañar en el silencio, de los padecimientos que nunca quiso mostrarnos para no hacernos preocupar. Será por eso que siempre la recuerdo sonriendo. Siempre sonriendo. Porque mamá no deja de reír ni cuando llora. Y eso que llora por cualquier cosa: la asunción de un Papa, una escena emotiva en una novela brasilera, escuchar una canción que le recuerde su juventud.

Mis hermanos y yo a veces tenemos la costumbre de sentarnos sobre su regazo. Ella todavía aguanta el peso de alguno de nosotros sobre sus piernas. Nos sentamos ahí, la abrazamos y le conversamos. Eso ocurre casi siempre en alguna sobremesa. Y es verdad que sus piernas ya no aguantan como antes. Ahora le duelen un poco, pero no dice nada. Ella aguanta, siempre aguanta aunque estemos grandes y pesados y no seamos esos niños cara sucia que éramos.

O esos sanguchitos de besos que más que aguantar, los disfruta. En cualquier situación, a veces en el ascensor mirándonos al espejo, a veces en un pasillo, en cualquier lugar donde haya dos más que le llenen los cachetes de besos. Porque en eso consiste el sanguchito de beso. En que, sin miedo a la ridiculez, ella disponga bien grande sus cachetes rosados de algodón para que quepan todos los besos que tenemos para darle. Entonces se ríe a carcajadas y esos ojos hermosos con todos los tonos de verdes posibles se achinan ante la única opresión que no duele, la de esos besos desprolijos que apretamos contra su piel todavía suave como la de un niño.

Cada vez que algo me cuesta mucho, cada vez que la vida me golpea y estoy triste, escucho adentro mío su voz afable que me dice: “Vai fundo, meu filho, vai fundo que voçe consegue”. Una expresión que siempre nos dice y que significa algo así como “Métale para adelante, hijo mío, métale para adelante que usted lo consigue”. Y eso me ayuda a seguir. A seguir adelante y conseguir lo que me proponga.

Cuando empecé la primaria, ella me llevaba al colegio. Yo no quería entrar solo a ese patio frío, gigante y desconocido. Lloraba, lloraba horrores. Como si se me estuviera desgarrando el pecho. Me aferraba a sus piernas, le apretaba la ropa, le gritaba que no quería entrar ahí. Hacía escándalos muy teatrales ante unas maestras cada vez más preocupadas por mi conducta esquizofrénica. Una tarde, mamá hasta se quedó en la puerta de mi aula lo que duró una clase entera. Se quedó ahí, paradita en la puerta, dejando que yo la viera desde adentro. “Yo estoy acá, vos tranquilo, no me voy”, me decía. Y yo sabiendo que ella estaba ahí, no lloraba. Hasta el día de hoy tengo este recuerdo clavado en mi memoria y no dejo de sentir remordimiento por haberle hecho eso. Ella ahora se ríe, como se ríe siempre de todas esas anécdotas de mi infancia, pero yo aún no he podido pedirle perdón por haberla obligado a que estuviera ahí parada, varias tardes de insoportable calor tucumano, en la puerta de un aula donde un niño, por capricho, excesivo vínculo maternal o pelotudez, no quería separarse de ella.

Cuando mi abuelo, su padre, estaba muy enfermo en Brasil, ella viajó a pasar las últimas semanas de su vida con él. También ese recuerdo me duele porque podría haberla acompañado y no lo hice. Yo era un pibe de 8 años que sólo quería jugar con sus amigos y que, en ese momento, no pudo ver que su madre sufría quizás el peor dolor de su vida. No la acompañé, no estuve con ella. Elegí quedarme acá sin que me importara que esa separación podía agregarle un poco más de dolor a ese momento de por sí angustiante.

Tampoco pude pedirle perdón por eso. No me animo, no me da la cara.

Entre las muchas virtudes que tiene, la que sigue es muy curiosa: recuerda con exactitud la fecha, hora y lugar de cualquier acontecimiento que ella juzgue importante. El día que saqué mi carnet de manejo por primera vez, aquel acto donde icé la bandera, el color de la corbata que usé en mi cena de egresado, el día que me rompí el tobillo jugando al fútbol. Y ni hablar de las fechas de cumpleaños de toda la familia. Será por eso que yo soy todo lo contrario. Quizás porque sé que el resguardo de la memoria está siempre disponible en ella.

Mi vieja es así, está siempre ahí, aunque yo no la vea. Recuerdo las noches interminables en que, siendo un niño, volaba de fiebre, me ponía en la frente paños humedecidos en agua helada con vinagre, y se quedaba ahí quietita en la oscuridad hasta que yo me durmiera.

Si todavía es capaz de quedarse quietita y callada mirando en la televisión un partido entero de fútbol de Argentina o de Atlético con nosotros. Aunque no entienda nada, ella está ahí, dándonos apoyo, sabiendo de nuestro sufrimiento futbolero. Cuando la cosa se pone difícil en la cancha, se va a la cocina. Al rato vuelve, trae unas galletitas, una gaseosa, un café, cualquier cosa que pueda calmar nuestras angustias futboleras. Aunque a veces en el intento se cruce justo por la pantalla en el momento de un gol. Pero qué carajo importa. A una madre que hace eso por sus hijos hay que perdonarle todo, incluso que nos tape un gol de Messi en el próximo mundial.

Una vez, hace un tiempo, alguien me enseñó que los homenajes, los te quiero, las disculpas, hay que hacerlos en vida. Que después es demasiado tarde, que después ya no sirve. Y yo no sé si esto es un homenaje, un te quiero o varias disculpas. Pero Ilma, mi vieja, hoy cumple 68 años, la tengo aquí conmigo, y no quiero esperar más para decirle estas cuatro cosas:

Feliz cumple mamá.
Perdón por lo del colegio y lo del abuelo.
Te amo.
No llorés.

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