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Un sacerdote es encontrado ahorcado en su parroquia y todo un pueblo pide justicia. Juan Viroche, el cura del que todo el país habla.
Si se pudieran dibujar las facciones del dolor, ese dibujo coincidiría con los rostros de las decenas de chicos que forman en este momento una cadena humana con sus brazos, en la capilla Nuestra Señora del Carmen, en Delfín Gallo, a diecisiete kilómetros al este de la capital de Tucumán. Llevan puestas unas pecheras azules. Sus brazos se entrelazan con los brazos de los compañeros de al lado, formando un corredor humano entre los bancos de la capilla para que ninguna de las miles de personas que hoy están acá, entorpezca el paso del arzobispo de Tucumán y su séquito de sacerdotes y seminaristas que en pocos minutos más celebrarán la misa de exequias de Juan Viroche, el padre hallado ahorcado hace poco más de 24 horas en su parroquia de La Florida, a pocos kilómetros de este lugar.
Son chicos y chicas que no deben tener más de veintiún años, del grupo de la Acción Católica que trabajaba en la catequesis con el Padre Viroche. Se aferran como pueden del brazo del compañero o compañera; transpiran, lloran desconsoladamente, soportan los empujones de la gente que busca una baldosa libre donde ubicarse para participar acaso de la última misa del padre Juan. Sus gestos son gestos de dolor y desgarro, como de personas que hacen fuerza para no caerse pero que no pueden más. Un muchacho alto y morocho no puede secarse las lágrimas que le caen a borbotones porque si se suelta de sus compañeros de al lado, la gente puede romper la cadena y desbordar todo. Entonces deja caer su cabeza hacia adelante como para que la fuerza de la gravedad se chupe las lágrimas. En ese momento aparece alguien caminando por el medio del pasillo que lo ve y le seca el rostro enrojecido con un trapo blanco. A su lado, una chica, en la misma situación, le pide agua. El voluntario le da en la boca una botella verde y transparente de la que ella bebe sin soltarse de sus compañeros de al lado, bebe agua y acaso bebe también sus lágrimas. Arriba, en el coro, otros jóvenes cantan, y esa música hoy es la más triste de todas. Todos están de pie ahora en esta capilla con paredes de revoque fino y techo de chapas a la vista, con ventanas verticales y angostas a los costados por donde entra muy poco el aire y muchas moscas, en este mediodía a pleno sol de un miércoles caluroso de octubre que parece haber resquebrajado para siempre la apacibilidad de este pueblo. Afuera, en el patio de césped y tierra que rodea la capilla, hay cientos de personas que no pudieron entrar. En la calle, móviles de canales de televisión de todo el país están cubriendo la escena. Más allá, al frente de la capilla, en la escuela Wenceslao Posse, el arzobispo de Tucumán Alfredo Zecca y decenas de curas y seminaristas vestidos de blanco se aprestan a caminar en fila india hacia el altar.
Van entrando despacio, por largos minutos que parecen interminables, con gestos adustos de miradas perdidas y acompañados por el coro que repite la misma canción varias veces. Los veo de cerca porque estoy parado a un costado de la puerta principal de la capilla, del lado de adentro. Desde aquí alcanzo a ver las lágrimas que corren por sus rostros al entrar a la capilla y ver la cantidad de gente que llora, que grita, que canta o que reza.
Y allá, a los pies del altar, el féretro abierto con el cuerpo de Juan Viroche envuelto en una bandera papal y en otra de San Martín. Sobre sus manos que no se llegan a ver, hay un ramo de rosas rojas. Y envolviendo su cuello, estirándose prolija por los costados de su tronco inerte, una estola colorida de aguayo, esa que suelen usar los curas del campo.
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Juan Viroche nació en el barrio de la Ciudadela en 1969, año en que San Martín, el club del que era hincha fanático, salió campeón del torneo Regional.
Sus primeros seis meses de vida los pasó en el Pasaje Campo de las Carreras y Libertad, en la casa de un tío. Después, sus padres compraron un terreno en la calle Mateu, a tres cuadras de la Quinta Agronómica, también en la Ciudadela. De allí nace su pasión por San Martín y por el fútbol. En la cancha jugaba de siete. Pero cancha es un decir. Porque jugar, el cura jugaba en cualquier terreno. Tenía fisurados los dos tobillos por jugar en el ripio, en las piedras, en calles de barro y desniveladas. En los años del seminario, solía ir a jugar al penal de Villa Urquiza con los presos. Los amigos del barrio le decían “Yonino”.
No tuvo la suerte de tener una niñez acompañada por su padre, ya que éste falleció cuando Juan tenía seis años. Su madre murió tiempo después tras una larga convalecencia. Viroche estaba en el seminario -entró a los 23 años- y decidió suspender su formación para cuidar a su mamá. Un amigo de esa época afirma que fue una decisión difícil de tomar para él, pero que la tomó sabiendo que la entrega de su vida a Dios no sólo era cosa del seminario sino también de su mamá, que ahora lo necesitaba a su lado.
En la vocación sacerdotal de Viroche tuvieron mucho que ver los sacerdotes Guillermo Benzi, Pepe Abuin, Jorge Blunda y Carlos Sánchez.
-Ellos me mostraron un camino, no distinto pero sí real y comprometido desde el trabajo y la promoción humana y social, desde comprometerse por el más necesitado, por el pobre. Fueron marcando en mi vida algo distinto. Yo siempre digo, mi pasión es el ministerio, mi pasión son los pobres, aquellos que son vulnerables.
Así hablaba Juan Viroche en una entrevista que le realizó el programa partidario de San Martín, “Planeta Santo”, hace unos años.
En 2001, Viroche se ordenó sacerdote junto a cuatro compañeros en una celebración realizada en el Palacio de los Deportes presidida por el hoy cardenal Luis Villalba, ex arzobispo de Tucumán. Su primer destino fue Bella Vista, luego San Cayetano, Trancas, El Manantial, Villa Angelina y Banda del Río Salí, jurisdicción que abarca barrios vulnerables como la Costanera, Antena, Piloto, Nueva Esperanza, Palomar, La Milagrosa y Soldado Tucumano.
-Yo la camino a la Banda, desde las realidades de los asentamientos, las ocupaciones, de la tristeza y el dolor de ver a niños, adolescentes y jóvenes que no podrían, no pueden llegar a cumplir sus sueños porque ya el paco y otras realidades les ha quitado el sueño y la esperanza. Esto hace que uno día tras día se ponga en movimiento. No puedo, no podemos llegar a todos, pero a los que llegamos uno le brinda hasta lo que no tiene. Desde poner el oído a ponerle el hombro para llorar, hasta poner algo en la mesa para compartir. (…) Yo de la única manera que puedo mirar al otro desde arriba es para extenderle la mano y hacerlo que se levante, sino no hay otra -, afirmaba Viroche en “Planeta Santo”.
Quienes lo conocían lo definían como un “cura de campo”; un “pastor con olor a oveja” por su cercanía con el pueblo, su rebaño. Siempre hablaba de “mis changos” para referirse a los jóvenes con quienes trabajaba en las parroquias. Alegre y entrador con la gente, entre los chistes más conocidos se le conoce éste que solía repetir.
– ¿Comiste hoy?
– Sí, padre, ¿por qué?
– Porque no se te nota.
A Viroche le encantaba comer asado, tocar la guitarra, el folclore y el rock nacional. Bailaba muy bien la chacarera, y en algún tiempo usó el pelo largo y campera de cuero. Andaba en una moto que se parecía a una Harley-Davidson. Gustaba de las canciones de protesta y era un apasionado lector de Leonardo Boff, ex sacerdote y teólogo brasilero, uno de los fundadores de la Teología de la Liberación, corriente teológico-cristiana nacida en América Latina que exige la opción por los pobres.
Hace cinco años, Viroche llegó a La Florida, localidad ubicada al este de San Miguel de Tucumán, de poco más de 5.000 habitantes. El ingenio azucarero del mismo nombre, en torno al cual se formó el poblado, fue fundado en 1894. Hacia el oeste del ingenio se fue configurando el pueblo de manera ordenada, hacia el este un caserío que hoy se conoce como Ingenio La Florida, y otras colonias en las cercanías como Virginia, Luisiana o Alabama, curiosos nombres que recuerdan a algunos estados norteamericanos. Por gran parte de los caminos aledaños al ingenio, se puede recorrer el pasado y el presente del azúcar, primera industria pesada que generó el país, y la principal de la provincia. Pero también el pasado y el presente de una pobreza estructural que con los años y el paso de gobiernos de distintos signos políticos, sigue estando ahí. El arribo de la droga, la prostitución infantil y la trata de personas en los últimos años, según comentan los vecinos de la zona, cambió la fisonomía del pueblo. Hoy, la mayor parte de los habitantes de La Florida vive del ingenio y de la comuna rural (intendencia).
El ingenio es presidido por el empresario Jorge Rocchia Ferro, hombre de la industria azucarera con influencias políticas, también dueño de los ingenios Aguilares y Cruz Alta. Comparte su fortuna con su esposa, Catalina Lonac, con quien posee estaciones de servicios, hoteles y una universidad privada. En 2015, Rocchia Ferro fue procesado, en distintas causas, por evasión tributaria agravada y por contaminación ambiental.
Por su parte, la comuna rural de La Florida es gobernada por una sola familia desde 2007. Arturo “Chicho” Soria fue delegado comunal de La Florida por dos mandatos, entre 2007 y 2015 -durante gran parte de la gobernación de José Alperovich-. Al dejar su cargo, lo sucedió su esposa, Inés Gramajo.
Los Soria son una familia conocida en La Florida. El hermano de Chicho, Jorge “Feto” Soria estuvo vinculado a varias causas en la justicia a fines de los 80 y principios de los 90’ cuando formaba parte del denominado Comando Atila, un grupo clandestino parapolicial que se enfrentaba con la banda de Los Ale, entre otras. También fueron dirigentes del club de fútbol local, La Florida, cuando éste militó en la tercera división del fútbol argentino a mediados de 2000.
En enero de este año, un grupo de trabajadores de la comuna de La Florida denunció ante los medios locales que los Soria los obligaban a dejar parte de su sueldo en la sede comunal. Viroche apoyó públicamente a esos trabajadores en su reclamo. Por su parte, Soria y su mujer negaron las acusaciones ante las cámaras con lágrimas en los ojos.
Días después, mientras Viroche estaba en un campamento con jóvenes, entraron a robar a la parroquia. No era la primera vez que ocurría. El 23 de enero de este año, Viroche escribió en su Facebook:
-Seguro que hay personas que no les agrada lo que se viene haciendo desde la parroquia y en varias capillas, no les agrada que se levante la voz, no les gusta que se despierte en los jóvenes esa conciencia crítica para discernir y optar por lo mejor, no les gusta que el pobre pueda organizarse y llenar el corazón y la inteligencia de razones para vivir.
Meses antes, en noviembre de 2015, Viroche decidió salir a la calle con las armas que tenía a mano. El martes 17 de noviembre de ese año, improvisó un altar en la calle a la altura de la capilla Nuestra Señora del Carmen, en Posse, Delfín Gallo, y celebró una misa que fue acompañada por decenas de personas, entre las que había víctimas de la inseguridad y el narcotráfico.
-La misa la celebramos para pedir por nuestro pueblo, en un momento delicado de nuestro presente, en la capilla robaron en tres oportunidades, también lo hicieron en la escuela, Caps de Luján, en la capilla de Luján, en el centro de jubilados, roban en la calle, quiero aclarar que no es una protesta (…) Debemos cuidarnos, y volver a descubrir la dignidad que tengo como ser humano, es muy triste ver cómo a los chicos y chicas se les quita la libertad, esa libertad de poder decidir y optar libremente sin ser esclavo de la elección. (…) Gracias a todos los que participaron y de un modo sencillo queremos hacer historia, no queremos que sigan envenenando a nuestros adolescentes y jóvenes-, escribió en Facebook a propósito de esa misa simbólica.
Muchos de los que lo conocieron, lo describen así como se lo puede leer, como una persona apasionada, combativa, revolucionaria, lúcida y comprometida con la realidad a la que le tocaba enfrentar, sin pelos en la lengua para denunciar los males que veía en su realidad cotidiana. Pero también, algunos le indilgan cierta ingenuidad para denunciar flagelos como el narcotráfico, la prostitución infantil y la trata de personas, casi en solitario, sin protección de las instituciones, como un loco que grita a los cuatro vientos palabras que se lleva el aire pero que quedan en los oídos de sus enemigos. Según explican personas allegadas a la Iglesia que prefieren no dar su nombre para esta crónica, no es un problema de Viroche, sino de falta de preparación. “Hay mucha pasión y poco conocimiento de algunas cuestiones políticas, muchos curas no están preparados para entender el entramado de poder contra los que a veces se ven obligados a luchar en los lugares donde trabajan”, afirman.
Tras varias semanas de amenazas que pudieron comprobarse en su celular y en su cuenta de Facebook por sus denuncias públicas contra el narcotráfico, el martes 5 de octubre por la mañana, Juan Viroche fue encontrado ahorcado en el interior de la capilla Nuestra Señora del Valle, de La Florida. En el lugar se encontraron un Cristo roto, manchas de sangre y dos bancos volteados. El pueblo salió a la calle y no dudó en manifestar, ante cada micrófono que le acercaban a la boca, que al cura lo mataron. El fiscal Diego López Ávila caratuló la causa como “muerte dudosa” y en la tarde del mismo día en que Viroche apareció muerto, anunció que los resultados de la autopsia ya estaban listos y que daban a entender que el cura se había suicidado; aunque no descartó “seguir trabajando para determinar si el padre Juan fue inducido a quitarse la vida”.
También el fiscal citó a declarar a una mujer que afirma haber tenido una relación sentimental con el cura, lo cual prendió como reguero de pólvora y produjo todo tipo de elucubraciones. Que no andaba con una, sino con seis; y que a otra la había dejado embarazada, que no soportó la presión de lo que eso causaría en la gente y en la Iglesia y que, por eso, se suicidó.
Suicidio, suicidio inducido y asesinato son las tres hipótesis que sigue la causa, aunque el pueblo de La Florida ya dictaminó su sentencia y no parece que haya nada ni nadie que lo haga cambiar de opinión.
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En los doce minutos que duró la homilía de la misa de exequias del Padre Juan Viroche, el arzobispo Zecca no mencionó ni una vez la palabra justicia. Sólo mencionó tres veces la palabra dolor y apenas recordó una anécdota con el padre Juan una vez que hace unos años visitaron juntos a una familia “en un estado de pobreza como yo nunca había visto en mi vida”, según dijo el pastor de la Iglesia Católica de Tucumán.
Al parecer, la palabra justicia oída de la boca del obispo era un deseo de los fieles que asistieron a la misa ese mediodía. Cuando llegó el momento de las peticiones, algo que en las misas católicas se hace inmediatamente después de la homilía y del rezo del Credo, Zecca comenzó a leerlas sin que la palabra justicia tampoco apareciera en ellas. Entonces una mujer se levantó ofuscada de su asiento y con los brazos en alto interrumpió la celebración gritando a viva voz: “¡Justicia, pedimos justicia por el Padre Juan!”. Visiblemente incómodo, Zecca levantó el volumen de su voz y siguió leyendo las peticiones como si no oyera el clamor de la mujer.
Pese a que minutos atrás, había manifestado que “nada le importa más a un obispo que sus sacerdotes”, Zecca no pudo evitar la andanada de abucheos y reclamos que se le vinieron encima un rato después de salir de la capilla al terminar la misa. La gente le reclamó haber dejado solo al cura en su lucha contra el narcotráfico y la inseguridad, pese a los pedidos reiterados de traslado de Viroche por la situación que estaba viviendo. Ante los medios, transpirado, visiblemente nervioso y parado en el medio de la calle que separa la capilla de la escuela, Zecca afirmó que el viernes 28 de septiembre había firmado el traslado de Viroche y que éste no se movió de su capilla porque quería esperar primero a que pase la Novena, período de tiempo de nueve días consecutivos en los que se reza a una advocación religiosa. Días después, sin que haya terminado la Novena, Viroche apareció muerto.
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-Nosotros queremos pedirle a Juan que nos enseñe en este momento a ser pastores, a que podamos entregar la vida hasta el final; no solos, sino acompañados, no solos-, dice desde el altar el Padre Abel, amigo personal de Viroche con el que convivió cuatro años en la parroquia San Francisco Solano de la Banda del Río Salí. Su declaración arranca los primeros aplausos que se oyen en la capilla. Estoy ubicado en la parte de atrás, justo debajo de uno de los parlantes, y ante mis oídos la frase “No solos, sino acompañados”, suena más como un reclamo que como un deseo.
Otro padre toma el micrófono y recuerda:
-Yo sabía quedar en el arco y jamás nadie me había hecho un gol de tiro libre en el seminario. Él me lo hizo y me lo gritó en el alma. Me dijo “¿viste viejo que te iba a meter un gol de tiro libre?”. Me lo gritó en la cara
Algunos sonríen entre lágrimas, otros aplauden, otros bajan su cabeza con resignación. Los clamores de justicia y la tensión de una misa cargada de dolor comienzan a dar paso a un recuerdo apaciguado.
-Cuando él llegaba a mi parroquia, me decían: “¿de dónde ha sacao ese cura roquero, en moto y con campera de cuero?”.
Todos se ríen. Se ríen y aplauden en el dolor. Entonces una persona se levanta y grita: “Viva el Padre Juan”.
Y todos responden:
-Viva el padre Juan.
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Estoy a pocos metros del féretro del padre del que todos los medios hablan. Acaba de terminar la misa de exequias y la mayoría de la gente salió a tomar un poco de aire. Son las doce del mediodía y aunque la temperatura indica unos moderados veinticinco grados, adentro y afuera de la iglesia parece verano. Desde donde estoy parado, alcanzo a ver la maraña de cables, micrófonos y cámaras que, afuera, persigue al arzobispo Zecca, persigue a la señora que lo insulta, persigue al tipo que defiende a Zecca, persigue a todo aquél o aquélla que levante la voz y tenga algo para decir sobre el caso Viroche. La dinámica de los móviles televisivos, radiales y gráficos en su máxima expresión. La noticia parece estar allá, en la calle, en la declaración de los protagonistas que acaparan la atención de los medios y de los curiosos. Sin embargo, la persona de la que todos hablan está muerta del otro lado de ese lugar, a pocos metros de mí, apenas acompañada ahora por sus familiares y algunos amigos que no se separan del cajón en ningún momento, inmóviles, mirando y acariciando el rostro frío del cura como tratando de creer lo que no pueden creer.
Un chico con una camisa blanca y un micrófono del canal Telefé en la mano, se acerca a la hermana y sobrina de Viroche que están apostadas junto al cajón de su ser querido muerto. El chico les dice algo y ellas parecen negar con la cabeza, en lo que pareciera ser una negociación para salir al aire. Al rato se acerca otro con una cámara en la mano del mismo canal y le hace una seña a su compañero para salir. La negociación parece haber fracasado.
Luego todo estuvo tranquilo por unas horas hasta que a las 15 la capilla se volvió a poblar de gente y de medios. Es la hora de retirar el cuerpo y del sepelio. Entonces otra vez los llantos desconsolados, los gritos, los desmayos, el último adiós, vuelven a aparecer; la tristeza y el dolor dibujadas en las facciones de cada persona que entra y sale de este lugar. Otra vez la cadena humana de brazos entrelazados para que la gente permita el paso del féretro que ahora sale sostenido por varias manos que tambalean entre la multitud. Los aplausos, los gritos, el llanto, las flores arrojadas hacia el cajón, las cámaras que empujan, todo se parece a una película tristemente real.
Cientos de motos tocan bocinas y encabezan el cortejo fúnebre. Mientras avanza, la gente sale de sus casas a saludar al padre Juan con pañuelos en alto. Algunos incluso sacaron sillas y esperaron sentados el paso de su cuerpo que, antes de ser llevado al cementerio municipal de la Banda del Río Salí, es llevado a la capilla Nuestra Señora del Valle, en La Florida, donde Viroche vivió y murió.
Por una larga avenida atestada de camiones cañeros que esperan su turno para descargar la caña en el ingenio, ubicado a pocos metros de la capilla, el cortejo se abre paso entre la gente hasta llegar a la puerta de la casa parroquial, clausurada y acordonada por la policía. El cortejo se detiene. Suenan las bocinas y sirenas; los aplausos y los gritos y los llantos de dolor contrastan con un cielo hermosamente azul.
Éste es el lugar donde Juan Viroche vivió los últimos años. Éste es el lugar donde dejó su vida. Son casi las cuatro de la tarde del miércoles seis de octubre de 2016 y por esos misterios de la vida, observo que el reloj de la capilla marca las nueve menos diez. Las agujas están quietas. Nadie parece haberlo notado. El tiempo se detuvo en el pueblo donde murió el padre Juan Viroche.