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Una de las cosas que más me atrapa de la crónica es la posibilidad de compartir momentos con personas desconocidas. Uno se convierte en un descarado que se pone a caminar con ellos a la par, a tomar mate de la misma bombilla, a sentarse en el living de sus casas y preguntarles cosas como si hubiéramos compartido toda una infancia con ellos. Uno está ahí escarbando con preguntas sus intimidades, adentrándose en sus vidas sin remordimiento alguno, con la premisa de llegar, en algún momento, a sentir o vivir, a respirar o mirar, como ellos. A entender y desentrañar, de alguna manera, por qué hacen lo que hacen, por qué sienten como sienten, qué es lo que los ha llevado a hacer aquello por lo cual uno está ahí interesado en contar el cuento.
Me gusta pensar que la crónica, además de un género periodístico, es la ruta de lo impensado. Siempre te lleva a lo desconocido. Por mucho que hayamos usado el archivo antes de abordar un personaje o un hecho, la oscuridad de la incertidumbre ante lo que ocurrirá cuando lo abordemos, es una adicción. Es una aventura sin regreso. Porque no se sabe qué puede pasar en todos esos minutos y horas y días y noches que compartimos con ese personaje. Pero sí sabemos que cuando volvamos a casa después de haber vivido esos momentos, ya nada es igual. No somos los mismos. Compartir, vivir la vida de los otros, inmiscuirse en paisajes remotos que si no fuera por la crónica jamás pisaríamos, indefectiblemente te cambia la óptica de tu propia vida. O al menos, la matiza. Te hace ver que todo tiene un por qué. Y en encontrar ese por qué es que nos pasamos el tiempo compartiendo con nuestros entrevistados. Y cuando uno encuentra el por qué de algo, de algunas conductas o comportamientos humanos o sucesos, ocurre algo maravilloso que es el entendimiento. Algo que, por otra parte, muy pocas veces nos pasa en la vida. Bien. La crónica se trata bastante de eso. De entender al otro. No de juzgarlo. De entender un hecho, no de opinar sobre él. De eso, de esto que hablamos, es decir, de vivir un poquito en los pies del otro, de olvidarse un rato de ser uno –ah qué alivio-, de tratar de entender un por qué, de eso trata bastante la crónica. Y eso, en algún momento me hace ser un poco más tolerante o, para no caer en sentencias moralizantes, al menos, un poco más humano, un poco mejor tipo. Si preferís, un poco menos basura.
Eso es lo que tanto me atrapa de este género que hace tres años cultivamos y practicamos en Tucumán con un grupo de locos maravillosos que sienten algo parecido. Por supuesto, hay mucho más. Las técnicas que nos enseñaron del periodismo de investigación, las de la literatura, las del cuento, las de la poesía, las de la narrativa y el buen periodismo en general, y todos los manuales que queramos agregarle. Por supuesto que hay mucho más. Pero esa posibilidad, como decía Alma Guillermoprieto, de vivir, como los gatos, siete vidas en una sola, caminar por paisajes que embelesan, conversar con los que más han sufrido o más alegrías han dado, todo eso, es un privilegio y una maravilla.
Para mí, la ruta de lo impensado es, por ejemplo, caminar por un cementerio de noche y encontrar ahí a un tipo que en año nuevo, cuando todos nosotros chocamos nuestras copas rebalsadas de bebidas espumantes, está solo rodeado de cadáveres sin nadie con quien brindar porque ése es su trabajo y su responsabilidad en ese momento. La ruta de lo impensado es revivir con un chico que está cuadripléjico hace catorce años los últimos momentos en que su vida era una vida normal, en que podía caminar como cualquiera de nosotros por la calle, ir al kiosco, visitar un amigo, hacer las compras en el almacén de la cuadra. La ruta de lo impensado es compartir un set de fotografía con mujeres bellas completamente desnudas porque el personaje de tu crónica es un retratista del desnudo femenino. La ruta de lo impensado es caminar por barrios inseguros, ver adolescentes fumando paco, y ahí, en ese entorno gris, encontrar a un tipo que saca a los chicos de las drogas a través de la pintura y los colores y las artes plásticas porque dice que eso puede salvar vidas.
¿Es que uno puede ser tan cabrón de seguir siendo el mismo después de vivir cosas así? ¿Puede uno negociar esa sensibilidad a cambio de una mal pretendida objetividad? ¿No templan, estas vivencias, el carácter del más pintado? ¿No matiza la mirada de las cosas y de las personas?
Y además de todo esto, está la posibilidad de que otros puedan vivenciar, a través nuestro, lo mismo que uno vivió. Y que por eso nos puteen o nos aclamen, eso no importa, pero sí que conozcan algo distinto que antes no conocían. Que conozcamos un poquito más al otro.
Eso tiene de maravilloso la crónica, la posibilidad de relatar lo impensado, lo desconocido, lo que pasa por nuestros ojos todos los días y nunca nos detenemos a mirar. Así fue cuando nació hace quinientos años y así sigue siendo ahora.
Al fin y al cabo, Guillermoprieto tenía razón. Esto de vivir, como los gatos, siete vidas en una, es un privilegio y una maravilla. Pero siempre habrá, allá escondida y agazapada, una historia por contar.
Eso querrá decir algo. Quizás, que todavía tenemos mucho por caminar. Mucho por descubrirnos. Mucho de qué hablar entre nosotros. En fin, mucho que aprender.