El maestro de la inclusión

Crónicas de Acá

El maestro de la inclusión

En una zona vulnerable donde pocos terminan la escuela, un profesor de artes plásticas logró revertir la deserción escolar pintando con sus alumnos murales a gran escala. Formó el grupo “Jóvenes Muralistas de Banda del Río Salí”, iniciativa única y premiada en el país.

A esta hora de la siesta, en la esquina de enfrente de la escuela República del Perú, en Banda del Río Salí, un grupo de adolescentes está fumando paco. Son cuatro pibes de unos quince años con gorras coloridas que esconden sus ojos infantiles sobrecargados de sangre. A pocos metros al frente, otros adolescentes pero con guardapolvo blanco ingresan a la escuela para aprender a leer y escribir, sumar y restar, dibujar y colorear, cosas que quién sabe les servirán para que sus destinos no sean los de esos chicos que fuman paco en la vereda de enfrente. Porque acá, en el barrio El Palomar de Banda del Río Salí, en la periferia de San Miguel de Tucumán, el horizonte de vida de un adolescente medio es tan corto como la distancia que hay entre estas dos veredas, las que separan a los que fuman paco de otros que entran a la escuela a estudiar. Para unos y otros, el futuro se debate entre esta delgada línea imaginaria que separa circunstancialmente la escuela de las drogas, aunque aquí todo se pueda encontrar en una misma esquina.

Algo debe significar que a pocas cuadras de aquí comience La Costanera, una de las villas más populares de Tucumán, ubicada a la vera del contaminado río Salí y conocida porque se vende y consume pasta base. El Palomar parece su prolongación al otro lado del río. De aquí y de otros barrios igualmente vulnerables como La Milagrosa, Antena y Santo Cristo, todos ubicados en el conglomerado urbano de la periferia de San Miguel de Tucumán, proviene la mayor parte de los doscientos alumnos que estudian en la escuela de nivel medio República del Perú. Aquí, seis o siete chicos de cada diez, abandonan sus estudios. Muchos lo harán vencidos por las drogas, siempre disponibles en los más de diez vendedores que hay en la cuadra de la escuela. Otros, empujados a la calle por las necesidades de sus familias.

Aquí, como las drogas, la deserción escolar también es un flagelo adolescente.

Son las dos de la tarde y, salvo por el mínimo movimiento de alumnos y maestros ingresando a la escuela, nadie parece querer estar mucho tiempo en esta calle vacía de esta siesta adormecida de viernes. Sólo Oscar persiste, apoyado en un poste de luz, saludando por el nombre de pila a los profesores que van entrando. Oscar, canoso y de piel ajada, cuida los autos de la cuadra a cambio de unas monedas. Con su ganancia comprará vino o cerveza, aunque ahora repite que ha dejado de tomar. Su presencia se debe a que hace un par de viernes atrás, corrió una voz que decía que iban a expulsar de la escuela a un grupo de alumnos con mala conducta e inasistencias repetidas. Nadie sabe de dónde salió el rumor pero la respuesta no tardó en llegar: los parabrisas de los autos de la cuadra aparecieron rotos. No era extraño que suceda. Rumores, corridas y violencia son comunes en esta zona donde la comisaría del barrio está a una cuadra de la escuela, aunque en realidad parece estar mucho más lejos. Por eso, ahora son pocos los profesores que se animan a venir en auto a trabajar. Por eso, ahora está Oscar.

Pero lo llamativo cada vez que algo así ocurre no es el desfiladero de autos heridos con rayones y vidrios rotos. Lo llamativo es el auto que siempre sale indemne. Hay uno con el que los pequeños agresores parecen haber firmado un pacto de inmunidad. A ése, por alguna razón, no lo tocan.

Y eso no es un misterio.

Todos conocen al dueño de semejante consideración. Es el profesor de Artes Plásticas de la escuela, Ariel Tomás Lucena, de 45 años, ganador en 2014 del premio “Buenos Educadores de Argentina”, la más alta distinción que el Ministerio de Educación de la Nación otorga cada año a 24 maestros destacados de escuelas públicas, uno por cada provincia del país.

Artista multifacético, Lucena –nacido y criado en Banda del Río Salí- trabaja hace doce años en esta escuela de El Palomar donde logró revertir muchos casos de deserción escolar a través de las artes plásticas. Primero entusiasmando a sus alumnos con pintar el escudo del club local Atlético Concepción, el León de la Banda, en el paredón de la esquina de la escuela. Después, apropiándose de las paredes de otros establecimientos e interviniéndolos con frases y dibujos que relatan la identidad de los adolescentes y de la zona. Así, Lucena destinó horas de sus clases a salir con los chicos a pintar. Les enseñó a expresarse a través del arte en muros de gran escala, eso que en el mundo se conoce como Muralismo. Así, se fue ganando el cariño de generaciones de alumnos, un cariño silencioso y de barrio que, quizás, ahora se lo demuestran exonerando a su auto de los rayones y los cristales rotos.

El profe Ariel -como lo llaman sus chicos- fue dando forma con los años a una experiencia única y premiada en el país, motivo por el que obtuvo el máximo galardón docente en 2014: Formó el grupo “Jóvenes Muralistas de Banda del Río Salí” y, desde entonces, llena de pinceles y colores las paredes y la vida de una de las zonas más temibles de Tucumán.

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*****

– Pueden romper todos los autos que quieran pero no el mío o el de mi mujer porque saben cómo somos. Ellos te respetan cuando no les tenés miedo y no los subestimás. Esos son los primeros dos códigos -, dice Lucena con voz firme antes de entrar a su clase en la escuela República del Perú.

Se hace difícil distinguir los espacios en este lugar en remodelación desde octubre de 2014. En algunas partes se parece a los restos de un edificio después de un atentado. No hay luz eléctrica. El polvillo de la obra está suspendido en el aire. Los escombros ocupan gran parte del patio y hasta sus árboles escuálidos parecen necesitar restauración.

La escuela ocupa gran parte de la manzana. Se ven andamios y albañiles trabajando con desgano. En las galerías hay baldosas y chapas apiladas entre residuos de construcción. Las paredes están escritas con nombres o apodos, e insultos mezclados con declaraciones de amor. Las puertas de las aulas tienen partes de vidrios rotos. Y en el medio del caos, el atropello de chicos que corren, juegan y gritan. Muy pocos llevan útiles escolares o guardapolvo blanco, lo que hace difícil distinguir quién es alumno y quién está ahí sólo por diversión.

En la sala de la directora, adonde entramos a saludar ni bien llegamos, los armarios y bancos están amontonados. La poca luz del lugar es la que entra por el hueco de la puerta de entrada. Así, como puede, la directora llena planillas y firma documentos. Dar clases aquí, pienso, se parece a una tarea humanitaria.

Si cerrábamos la escuela quince meses por esta obra, los chicos no iban a estudiar en otro lado. Perdían el año directamente. Ellos saben que en otros lugares los marginan, por eso nos quedamos acá, aún en estas condiciones -, dice Lucena y el crujir de los escombros se escucha clarito debajo de sus zapatos negros que el polvo convirtió en un gris ceniciento. Noto que al pantalón de vestir azul le sobra un poco el ruedo. Tiene puesta una camisa celeste y un chaleco gris, una mochila negra en la espalda, y en la mano carga una bolsa ecológica con pinceles y pinturas de colores. Usa unos anteojos gastados de marco grueso que le imprimen a su rostro moreno un aire distintivo. Tiene el pelo oscuro peinado hacia atrás y una sonrisa que, cuando aparece, le achinan los ojos grandes y negros.

Así camina Lucena, con paso decidido y saludando a colegas y alumnos cuando entra en la escuela. La primera en saludarlo es Rita. Una alumna de quince años, miembro del grupo Jóvenes Muralistas. Se queda colgada un largo rato en sus hombros. Él le da un beso. Parece que no se van a despegar más.

-¿Cómo estás mi amor?
-Bien profe.
-¿Tu familia está bien?
-Sí.

El ritual es el mismo con cada alumna.

Tengo la costumbre de abrazarme y besarme con los míos –dice Lucena -. Lo veo como una necesidad. A la gente le cuesta horrores darse abrazos si no se conoce. No está preparada para una palmada en el hombro.

También dice que con sólo mirar a la cara a sus alumnos, ya sabe si están bien o mal. Esa sensibilidad se la dieron sus múltiples lecturas de lenguaje corporal, inteligencia y educación emocional, psicología adolescente, y su experiencia de más de veinte años como docente en distintas escuelas medias de la Banda, Capital y el interior de la provincia.

Aron y Marcos, otros dos jóvenes muralistas, de pieles morenas y andar canchero, se acercan y, a diferencia de las niñas, lo saludan con un choque de manos. Lucena les da la bolsa ecológica con pinceles y pinturas, y les dice que vayan a reforzar los colores del mural de la entrada. Hoy es viernes, uno de los días fijos en que los jóvenes muralistas se reúnen a trabajar. Aron, Marcos, Rita y otros que irán llegando después, tienen una saludable razón para estar en la vereda: pintarán paredes, reforzarán los colores de sus murales de gran tamaño, pondrán sus nombres debajo de los dibujos y las frases que la gente del barrio leerá. Se sentirán artistas.

Este será el mural más grande de la Argentina -, me dice Lucena acercándose al paredón de más de setenta metros de largo. La vereda está llena de escombros, matorrales y basura. Pero lo que más impacta son las frases, esas que se conectan unas a otras con dibujos de tallos de rosas, duendes verdes con sombreros rojos y guantes blancos, y personajes caricaturescos que asoman por detrás de cada palabra.

Estoy solo en la vida, qué lástima

Mis versos salieron, se los llevó el viento

Mis manos no pueden con tanta belleza

Si sabés tanto de mí, ¿por qué no me valorás?

Soy feliz y no tengo vergüenza

Dios dame la mano.

Leo estas frases y las imagino como un grito. Como un grito desesperado y adolescente que busca un otro que lo entienda, que lo acompañe, que lo escuche. Tal vez un grito de abandono, de desamor, de soledad. Tal vez un grito enronquecido de alguien que lucha contra el olvido, aquí, en la tierra de la exclusión.

Lucena interrumpe mi pensamiento sin saberlo y me dice que este mural que estamos viendo hizo volver a muchos chicos a la escuela. “Eso indica que el arte puede abrir puertas y caminos, no es sólo un pasatiempo”, dice. Después pide permiso para entrar a dar clase porque ya es la hora.

Me quedo con los chicos en la vereda. Conversamos.

Aron habla poco pero dice que le gusta ser muralista porque hace buenos amigos y disfruta mucho pintar. Tiene catorce años y vive en el barrio Antena, en Alderetes, donde hace poco un grupo de vecinos se organizó para detener a los transas. Ha sido, lo que se dice, un chico de la calle. Pedía en los semáforos y entregaba tarjetitas en los colectivos. Su diversión hasta hace poco era ir al patio de comidas del Shopping de la Terminal de Ómnibus a comer lo que sobrara en las mesas. Sus padres nunca terminaron la primaria y lo consideran una celebridad por haber llegado a tercer año del secundario. “Yo quiero terminar y seguir estudiando en la universidad”, dice ahora mirándome a los ojos.

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Facundo cuenta que desde que era niño ya andaba con lápiz y papel dibujando. “Me encanta dibujar”, dice con timidez y una mueca parecida a una sonrisa. Tiene quince años y vive en El Palomar. Es el menor de siete hermanos. Su hermano mayor, Nicolás, también forma parte de Jóvenes Muralistas y fue el primero, en tres generaciones de su familia, en terminar el secundario. Ahora estudia en la Facultad de Artes de la UNT. “Todo gracias al profe Ariel –dice Facundo-. Yo quiero seguir por ese mismo camino”. Tiene un lápiz entre los dedos.

Seguimos pintando y no vamos a parar – interrumpe Marcos con convicción-, no vamos a parar. Vamos a seguir como sea -, y los demás asienten con la cabeza, como si seguir adelante para ellos fuera una lucha más pesada que para cualquiera.

Muchos chicos tienen vergüenza de acercarse, pero cuando estamos pintando, todos se nos amontonan para vernos y nos sacan fotos -, dice Rita con su voz suave. Tiene tres hermanas mayores que a su edad quedaron embarazadas y tuvieron que dejar la escuela. Si todo va bien, Rita también será la primera de su familia en terminar el secundario.

Ahora caminamos hacia la esquina, donde está el escudo del club Atlético Concepción que pintaron hace unos años y que fue una de las primeras intervenciones del grupo Jóvenes Muralistas. Es un escudo grande que nadie se atrevió a hacerle daño. Una marca indeleble que los chicos muestran con orgullo.

Mientras tanto, en la esquina de enfrente, un grupo de chicos ajenos a la escuela nos silban y nos gritan cosas que no se llegan a entender bien. Empiezan a moverse con gestos amenazantes. Deben tener la edad de Aron, Facundo, Marcos y Rita. Apuramos el paso de regreso a la escuela.

En el camino me doy vuelta para mirarlos otra vez. Son cuatro pibes con gorras coloridas que esconden sus ojos infantiles sobrecargados de sangre.

Siento ese olor.

Están fumando paco.

Clase de Plásticas. Segundo año. Chicos que gritan, entran y salen del aula. Hay veinticinco bancos pero son catorce los alumnos presentes. En donde me siento, en la última fila del aula, veo un corazón dibujado que dice “Trapito y Upita”. Un chico bajito y veloz con una camiseta raída de River Plate se escapa de la clase. Al rato vuelve.

Una chica menudita y de pelo teñido y recogido atrás, entra apurada e increpa a Lucena: “Usted me tiene que hacer un dibujito a mí porque le ha hecho a ella y a mí no”, poniéndole el dedo índice casi en la cara, como si tuviera ganas de pelearle ya mismo. Es costumbre que las chicas requieran cosas como ésas: algún dibujito, sus nombres con florcitas, un corazón con las iniciales del chico que les gusta, un feliz cumpleaños. Lucena echa mano de su talento como ilustrador y con un marcador o lo que tenga, conquista con dibujos la simpatía de sus alumnos.

Otras dos, ubicadas en la fila de la pared, mastican chicle con fuerza y conversan. Una tiene a su hijita en brazos. La joven mamá debe tener unos catorce años. En su muñeca izquierda tiene una pulserita morada del grupo británico de música One Direction. La otra no habla, grita y grita todo el tiempo hasta para pedir una lapicera prestada. En sus bancos, un celular escupe un cuarteto del cordobés Damián Córdoba que salpica el aula como si fuese una radio vieja.

Y desde el día en que te vi me enamoré,
como no te lo digo, loco me voy a volver
que poco a poco pasa el tiempo
y sé que te puedo perder

Lucena está parado mirando el pizarrón. Toma una tiza y escribe la consigna del día: Ejercicio de Claroscuro. Dibuja varios paisajes y explica: “Lo hacen con lápiz o lapicera, según lo que tengan, siempre es oscuro y clarito, oscuro y clarito” y empuja con fuerza la tiza blanca sobre el pizarrón negro. Después, se sienta en su escritorio y empieza a corregir carpetas y controlar trabajos prácticos mientras los alumnos dibujan, con sus cabecitas sumergidas en el papel.

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Son casi las tres de la tarde de un viernes en Banda del Río Salí y Lucena está sentado en un aula sin luz eléctrica corrigiendo carpetas de dibujos. Pienso que este mismo hombre sentado a pocos metros de mi banco, al que veo ahora con los dedos llenos de polvo de tiza, los zapatos sucios y una paciencia infinita ante el bullicio incontrolable de chicos inquietos, es el que estuvo el año pasado caminando en las pulcras baldosas del Palacio Sarmiento de Buenos Aires, recibiendo de las manos del Ministro de Educación de la Nación, Alberto Sileoni, un premio como maestro destacado del país. Pienso si eso habrá sido suficiente para él. O si alcanzará para que estos chicos que me rodean puedan terminar la escuela.

“Porque aquí –me dirá Lucena después en una conversación telefónica – seis o siete de cada diez alumnos dejan la escuela. Y los que se quedan, estudian de manera irregular”.

Pero ahora, lo que escucho es una voz pícara y adolescente gritando fuerte:

Profeee, no me sale ése -, señalando la montañita con nieve en la cumbre dibujada en el pizarrón.

No sé si lo dice porque realmente no le sale o porque busca una excusa para no hacer el trabajo. Lucena lo escucha. No deja de hacer lo que está haciendo. No levanta la cabeza de las carpetas que corrige y dice con voz paternal:

– No me voy a fijar si le sale bien o mal, no se preocupe, yo quiero que usted lo intente nada más.

El chico no dice más nada. Baja la cabeza y parece intentarlo. Entonces, comienzo a comprender algo sobre por qué Lucena recibió aquélla distinción.

*****

Cuando Ariel Lucena tenía dos años y vivía en el barrio Alberdi de Banda del Río Salí, justo al lado de lo que ahora es El Palomar, nadie dibujaba en papeles de trescientos gramos como él los personajes de Super Hijitus, la historieta argentina creada por el dibujante y caricaturista Manuel García Ferré. Mucho menos habían visto los lápices marca Faber Germany ni los sacapuntas de dos cabezas que él usaba.

En aquélla época, como ahora, muy pocos terminaban la primaria. Las drogas quedaban lejos de las escuelas. Los chicos se adueñaban de las esquinas tirándose piedritas o salpicándose con barro. Sin embargo, antes de los seis años Lucena ya hacía caricaturas y sabía leer. En su adolescencia se sentaba en la plaza de la Banda a dibujar para la gente. A cambio, los transeúntes le daban una moneda, un sándwich, una golosina.

Su padre, empleado bancario, y su madre, ama de casa, recibían todos los meses una encomienda con las hojas de dibujo, los lápices y sacapuntas importados que su abuela Rebeca le enviaba desde Buenos Aires, donde vivía.

Ella fue el motor de todo -, me dice Lucena sentado en el comedor de su departamento en Coronel Suárez al 900, mientras absorbe la última gota de su especialidad culinaria: mate con yerba sabor naranja de oriente mezclado con café molido. En la mesa hay un canastito con panes y bollos.

En una pared, cuelgan algunas distinciones que Lucena recibió como docente a lo largo de su carrera. Hay una del 2005: Maestro destacado de la provincia por un mural llamado “Docencia Tucumana” que pintó en la sede del Ministerio de Educación provincial. Es un premio que, según él, le abrió las puertas del muralismo escolar. Hay otro de la Legislatura Provincial, año 2014, entre algunos más. Y allá, en un rincón, la plaqueta plateada que dice “Premio a los buenos educadores de Argentina” de Presidencia de la Nación con su nombre.

– Mi abuela Rebeca logró verme triunfar. Para lo que ella soñaba, logró verme donde yo tenía que estar.-, dice Lucena.

– ¿Y qué soñaba ella para vos?

– Que sea un tipo reconocido como artista y como docente, un tipo del que hablaran bien.

María Rebeca Díaz estaba cansada de pelar caña en Tucumán en los sesenta cuando se fue a Buenos Aires a trabajar, convencida de poder mantener a su familia desde allá. Su marido no la entendió y se fue a Santiago del Estero. Ariel recuerda poco a su abuelo pero de Rebeca tiene los mejores recuerdos porque gracias a ella el arte se metió en su vida.

Ella era empleada doméstica y le pedía a sus patrones que le compraran en Europa lápices y papeles para mí. Después me los mandaba por encomienda. Tenía su ficha puesta en que yo iba a llegar a ser alguien. Siempre me lo remarcaba -, recuerda Lucena con el mate plateado y gastado en la mano.

Todavía no asumo su muerte -, dice.

Rebeca falleció el 12 de septiembre de 2004, un día después del día del maestro.

Cecilia, hija menor de Lucena, diez años, se acerca a mostrarle un dibujo que hizo esa tarde en la escuela.

Qué buenísimo que está, mi amor.

– Sí pá, ya se me hace fácil dibujar así. Lo hice en cinco minutos.

– ¿Y quién es el personaje de tu dibujo?, le pregunto a Cecilia.

– Una princesa atrapada – contesta -. Hicimos una historia en el colegio y nos pidieron ilustrarla. Así que hice mi versión.

Cecilia toca la trompeta y es una apasionada de los libros de Vincent van Gogh. Paula, su hermana, de doce años, toca el saxo. “Me lo pidieron y tuve que dárselo”, dice su padre. Ambas están en la sala haciendo tareas junto a su mamá, Ana María, también docente de Artes Plásticas y pilar fundamental en las anónimas hazañas de su esposo.

Me elegí una mujer igual que mi abuela -, dispara Lucena señalando con la cabeza a su mujer.

Ella sonríe y contesta desde un extremo de la mesa:

Pasa que su abuela era de conservar mucho los vínculos y eso nosotros tratamos de llevarlo a las aulas.

– ¿Cómo lo llevan a las aulas?

– Hace falta que el docente se comprometa más desde lo emocional. Es donde más tenemos que trabajar. Hay alumnos que tienen muchas falencias emocionales porque los padres tienen situaciones especiales y separaciones que no pueden asumir, y eso se refleja mucho en ellos. Hay mucho abandono en ese sentido. A partir de ahí, uno busca métodos y estrategias para hacerlos salir de esa situación.

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Ana María y Ariel se conocieron estudiando en el profesorado de la escuela de Bellas Artes. Ella es restauradora y oriunda de Romera Pozo, Leales. Enseñó Artes Plásticas en la primaria de la escuela República del Perú y aunque ahora enseña en el centro de la capital tucumana nunca se separó de sus alumnos. Ariel, además de la docencia, tiene una vasta trayectoria como dibujante, ilustrador y narrador. Es miembro fundador de la Unión de Historietistas y de la Unión de Humoristas Gráficos de Tucumán. Produce espectáculos de stand up, humor absurdo, música, literatura, teatro experimental y títeres para niños con el grupo La Jaula de las Artes, colectivo de artistas que visitan escuelas, centros culturales y barrios con sus presentaciones.

Así, Ana María y Ariel comparten una misma pasión por el arte y la escuela. Se mueven en bloque e idean las maneras de sacar a los chicos de sus situaciones de vulnerabilidad. Para ellos, el desafío como docentes no es académico sino emocional. Humano.

Son las ocho de la noche y por el balcón del departamento de Lucena alcanzo a ver las siluetas de los árboles ubicados detrás del autódromo, en esa zona del Parque 9 de Julio que, a esta hora, comienza a llenarse de oscura soledad.

¿Ustedes creen que eso que pintan puede ser una necesidad para la comunidad? -, le preguntaron a Lucena unos docentes de visita en Tucumán.

Y Lucena contestó:

No sólo de pan vive el hombre.

Me lo cuenta mientras caminamos por un mural gigante en la escuela Crisóstomo Méndez, sobre la avenida Monseñor Díaz, la arteria más importante de Banda del Río Salí.

Hay gente que entiende que esto es trabajo de inclusión social. Y otra que no -, dice levantando la voz para que el ruido de los autos y las bocinas no lo tapen.

Este mural de sesenta metros fue hecho en distintas etapas por los Jóvenes Muralistas en 2010.

Son murales de gran tamaño. Vas a ver por ahí murales escolares pero son de dos por tres. Aquí hacemos procesos creativos grandes, el muralismo real es así -, dice Lucena.

El muralismo real es así.

Desde tiempos remotos cuando se pintaban las paredes de las cuevas. Los muros de las catacumbas de los primeros católicos, en Roma. Los murales interiores de los palacios de la aristocracia y la burguesía entre el siglo XV y XIX. El Movimiento Muralista Mexicano de Rivera, Orozco y Siqueiros, donde la obra se sitúa al servicio del pueblo. Las “escuelas al aire libre” de José Vasconcelos, Secretario de Instrucción Pública mexicano, donde los artistas pintaban escuelas y compartían el proceso creativo con la ciudadanía, alejándose de la solemnidad de los museos. Quinquela Martin pintando escuelas y edificios públicos en La Boca, Buenos Aires.

El muralismo real es así.

Una exposición permanente al público. Un museo a cielo abierto donde veo dibujos de las chimeneas del ingenio Concepción, postal inequívoca de la Banda. Una pared con el mito del perro familiar, las guitarras norteñas, la luna tucumana, el río Salí. Todos elementos que identifican a esta ciudad tan violentamente dinámica y desordenada del conurbano tucumano.

Vos y yo más allá de todo

La escuela es mía

Sin la pasión de enseñar y el sueño de aprender es imposible la escuela

Jóvenes Muralistas, cuna de artistas

Como ves, aquí no hay una cosa estructuradísima. Por eso es un hecho artístico. Son medios de expresión, las frases y los dibujos se les ocurren a ellos y yo los voy guiando -, dice Lucena.

Así comenzó la idea de formar el grupo Jóvenes Muralistas de Banda del Río Salí. Primero motivando a los chicos a pintar las paredes interiores de las escuelas. Después pintando las de afuera. Ahí descubren que la gente no dañaba sus murales. Entonces deciden expandirse a otras escuelas como la República del Perú, la Crisóstomo Méndez, la República del Paraguay, la Juan Larrea y la Ramón Paz Posse. También a escuelas en Lomas de Tafí y en Colombres, Cruz Alta.

Son chicos que necesitaban una esperanza. Que descubren que a la calle también se la puede conquistar desde otro lado. Que les tenías que dar la posibilidad de que ellos demuestren que son alguien. Que son algo a nivel social.

Lucena es obstinado con sus proyectos. Presentó carpetas en distintos programas educativos que otorgan fondos de la Nación. En algunos casos se los daban, en otros sacaba de su bolsillo para comprar materiales y pintura. Cuando vio que los chicos estaban dispuestos, que estaba en sus naturalezas pintar e intervenir paredes, descubre que comienzan a integrarse, a tener un proyecto y un objetivo en común. Y que eso los hacía mantenerse en la escuela y a la vez alejados de los riesgos siempre latentes de sus barrios.

– Llevaban pegado el rótulo de delincuentes, de marginados. Sabían que eran los excluidos, los postergados, los ausentes. Siempre eran los otros, referidos en tercera persona, nunca protagonistas. Siempre relacionados al lado oscuro de Banda del Río Salí.

– Les cambiaste el rótulo de delincuentes por el de artistas.

– Siempre se ha dicho que esto es cuna de delincuentes, por eso yo le puse cuna de artistas a la firma de nuestro grupo. A ellos les quedó grabadísimo eso. Lo tienen como una credencial. Están orgullosos de lo que son. Y eso no tiene precio. Su rótulo ahora es positivo. Hoy son dueños de una autoestima muy grande. Ya creen en ellos.

– ¿Hacer esto en Banda del Río Salí tiene un valor diferente para vos?

-Sí, porque he pintado murales en otras escuelas pero fue una acción que quedó en una pared. Y aquí es una acción que quedó en las personas. Traspasó el hecho artístico. Aquí se consolidó una familia.

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Nacido formalmente como grupo en 2010, Jóvenes Muralistas de Banda del Río Salí fue creado por Ariel Lucena con decenas de chicos provenientes de los barrios más humildes que encontraron en el arte una manera diferente de vivir, de pasar el tiempo, de pensar el futuro. Chicos que gustan de la murga, el rap, ser DJ’s en las fiestas que hacen en sus casas. Les gusta bailar música urbana y callejera. Les gusta tatuarse cosas importantes en sus cuerpos: el nombre de algún pariente, la fecha de una pérdida, el escudo de sus clubes de fútbol. Son los símbolos de sus identificaciones personales que necesitan transmitir todo el tiempo. Lo necesitan ver palpable, en sus cuerpos o en una pared. Crudamente, como la vida los ha tratado.

– ¿Y has tenido alguna mala experiencia con ellos en estos años?

– Sí, he tenido. Y sigo teniendo. Muchos han muerto por las drogas o escapándose de la policía. Se dan muchísimas situaciones que no olvido.

– ¿En cuánto te afecta eso?

– Me afecta muchísimo pero al mismo tiempo me compromete. De cien alumnos, capaz que me toca salvar a uno. Y voy a pretender que ese uno se salve pero se salve en serio. Que su futuro sea un futuro de verdad. Y de ahí voy a ir viendo cómo salvo uno más y uno más. Sé que no alcanza. Pero quiero acostarme y tener la cabeza tranquila porque hice mi mejor versión.

– Lo tomás como algo muy personal.

– Sí, para mí si se meten con ellos, se meten conmigo. Siento que aunque salvara a mil chicos, el que yo veo perdido y la vida me lo muestra destruido por las drogas o muerto, siento que ‘por qué no le he llegado’. Veo la generación actual de adolescentes destruida en ese chico. Porque cuando veo uno así, pienso que cualquiera puede terminar en la misma situación. Lo veo todos los días. Nos pasa con Ana María que muchas veces los vemos drogados en la calle y nos reconocen. Ellos se paran y nos saludan, nos conversan. A veces los encontramos con bebés en brazos, pidiendo en la calle.

– ¿Qué es lo que más te duele?

– A mí me mata ver droga en el varón y las chicas embarazadas antes de los dieciséis. Me parte la cabeza. Me supera por entero ver al varón drogado, verlo un escracho humano y a mis alumnas con trece o catorce años embarazadas. Es como si me hicieras así mirá -Lucena hace un gesto como si se estuviera cortando el pecho con las manos- pero no me abrís el corazón sino todo entero, a la mitad.

– Sin embargo no lo demostrás cuando estás ahí con ellos.

– No, porque voy con la convicción de que tengo que dar lo mejor. Entonces no me doy el lujo de hacer ni pausa, ni mala onda, ni quitar una sonrisa, siempre con pilas. Nunca me vas a ver buscándole peros.

– ¿Y al quiebre dónde lo hacés?

– En mi casa. Las miserias las ven en mi casa. Las ven, las comparten y las lloran conmigo. Mi esposa Ana María cree y vive lo mismo que yo.

– ¿Para vos el arte puede salvar vidas?

– ¡El arte da vida! Hay muchas personas que socialmente están muertas. El arte resucita personas así. Es una caricia, un medio de expresión. El arte me ha hecho grande, grande de corazón, grande de alma. Y encima es contagioso, se vuelve expansivo, vos tenés un sueño y si sos capaz de llevar a otros que crean en tu sueño eso no tiene precio. Podés mostrar tu lado noble, tu lado no egoísta. Si alguien no tiene un sueño, ¿por qué no vas a compartir vos el tuyo con ellos?

A Lucena se le amontonan las palabras y las emociones cuando habla del arte y de sus alumnos. Se le nota en los gestos, en el tono de la voz, en sus cejas que se levantan para enfatizar una oración, en las manos que atrapan el aire con fuerza como si fuese una pelotita de trapo imaginaria. Lucena es un puñado de gestualidad y emoción auténtica cuando habla de su vida y de la de sus alumnos.

Lucena es un tipo apasionado. Pero no es feliz.

– No, no me considero una persona feliz. El día que sea feliz me voy a aburguesar.

– Pero encontrás felicidad en algunas cosas…

– Encuentro placer, confianza y grandes responsabilidades por todo lo que me han dado. Pero sería muy vacío de mi parte pretender ser un artista en serio y al mismo tiempo me justifique diciéndote que soy feliz. Entraría en una mediocridad terrible. Estaría creyendo que he logrado todo. Y ese riesgo no lo quiero correr. Quiero quedarme en la marginalidad. Vivir de buscar nuevos desafíos y creer que puedo encontrar respuestas para muchas cosas. Pero feliz no. Es muy riesgoso ser feliz.

*****

El 11 de septiembre de 2014, Ariel Lucena se despertó en un lujoso hotel del centro de la ciudad de Buenos Aires. Había dormido poco. Desayunó temprano y partió junto a otros veintitrés maestros del país hacia el Palacio Sarmiento, sede del Ministerio de Educación de la Nación.

Ahí fue recibido por el Ministro de Educación junto a su gabinete y otros funcionarios. Se conmemoraba el día del maestro y el 126 aniversario de la muerte de Domingo Faustino Sarmiento. Pero Lucena estaba ahí por otra razón.

Pocas veces había estado en un palacio así, tan imponente y lujoso como el Sarmiento –también conocido como Palacio Pizzurno por la calle donde está ubicado- con ese estilo ecléctico francés y reminiscencias del palacio real de Versalles. Ahí no había escombros, ni vidrios rotos ni faltaba luz eléctrica. Lo que sí había en ese monumento histórico nacional eran veinticuatro plaquetas plateadas que iban a ser entregadas a veinticuatro docentes destacados del país, elegidos entre los más de 825 mil que hay en Argentina.

Una de esas plaquetas tenía el nombre de Ariel Tomás Lucena.

«Siéntanse en la casa de todos ustedes – dijo en ese discurso de apertura el Ministro –. La gran mayoría de los maestros son maestros ilustres”.

Entre los docentes destacados había de todas las áreas: lengua, literatura, ciencia, arte y educación física, de todos los niveles del sistema educativo. Había quienes trabajan en contextos de encierro, en educación hospitalaria, en una escuela técnica o en un establecimiento intercultural bilingüe; estaban los que se desempeñan en instituciones de 140 años y otros en escuelas rurales a las que se accede tras más de catorce horas de caminata. Sus propuestas innovadoras los llevaron a una distinción que no es mucho más que simbólica. Porque además de la plaqueta conmemorativa, recibieron materiales educativos y colecciones de libros, y un subsidio de diez mil pesos para la institución en la que se desempeñan.

En el acto de entrega, cada uno pronunció un discurso. Lucena cerró la ronda con una presentación que duró treinta minutos. “Hay docentes con pasión y comprometidos que son una raza, una estirpe. Hoy, mi mejor obra son mis alumnos”, dijo ante una sala repleta.

Aplausos de pie.

Ahora, en su casa y a la distancia de aquéllos hechos, le pregunto qué sintió al recibir el máximo galardón docente.

– A mí me da lo mismo sentarme con vos o con el presidente de la Nación. Yo me fui a divertir. Esto pasó por mi vereda de casualidad. Me tocó a mí. Lo único que vi en el premio fue la oportunidad de abrirles más puertas a mis chicos. Es importante el premio y uno lo valora, pero esto no es indispensable. Lo más importante es el reconocimiento de tus alumnos. Eso no tiene precio-, dice.

Será por eso que el viernes 12 de septiembre al mediodía, al bajarse del avión de regreso a Tucumán, Lucena se fue con el premio bajo el brazo a su escuela República del Perú. Saludó a todos, recogió abrazos, besos y felicitaciones. Y después quiso celebrar con sus alumnos.

Los llevó a comer.

El lugar elegido no fue al azar.

Fue el patio de comidas del shopping de la Terminal de Ómnibus de Tucumán. Ahí, en ese mismo lugar donde Aron y otros más iban a comer las sobras de la gente, o a pedir una moneda o a mirar con antojo lo que pensaban que jamás iban a poder tener. Ahí se sentaron. Era una mesa grande. Pidieron pizzas y gaseosas. Escucharon música. Se sacaron fotos y se divirtieron toda la tarde.

Ariel Lucena podrá decir que no. Que no es feliz. Que es muy riesgoso ser feliz. Pero tal vez, esa tarde de septiembre de 2014, en ese patio de comidas de la Terminal de Ómnibus de Tucumán celebrando junto a sus alumnos, la felicidad se le acercó bastante.

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