Callar el fuego

Crónicas

Callar el fuego

El 4 de noviembre de 2007 murieron quemados 36 reclusos en el Penal de Varones de Santiago del Estero. Es, hasta hoy, la tragedia carcelaria más grave desde el retorno a la democracia en Argentina. 

La tensión va a mantenerse durante veinte horas, pero lo que pase adentro va a ser motivo de dudas y enconos durante diez años. En la mañana del lunes 5 de noviembre de 2007, uno de los changos se abre camino hasta el borde del enorme portón azul asediado por un enjambre de mujeres furiosas. La calle se ha llenado de madres, hermanas, esposas, novias. Todas amontonadas queriendo empujar una improvisada valla policial. Todas gritando o llorando. Todas pobres.

El chango es uno de los pocos varones en el tumulto. Esta vez a él le toca estar del lado de afuera. Pero como ya en su época ha pasado un tiempo guardado, sabe cómo era la cosa del otro lado del portón: conoce los aprietes de los guardias, los reclamos, los castigos. Esta vez algo se ha pasado de la raya, pero desde el exterior todavía no se puede saber cuán lejos ha llegado la cosa.

El chango está preocupado, porque adentro tiene a su hermano y a varios amigos.

La cosa empezó la tarde del domingo. Después de que se suspendiera abruptamente la visita de los familiares, las ventanas del primer piso del Penal de Varones de Santiago del Estero dejaron escapar las primeras columnas de humo negro que encendieron la alarma. Al atardecer, un cronista de la televisión había escupido en su reporte dos oraciones secas que relataban lo que, desde la vereda, se veía en lo alto y a lo lejos:

-Presos encapuchados se asoman quemando sábanas y colchones. Exhiben facas.

Santiago de Estero. Argentina. Noviembre 05 / 2007 En el Penal masculino de Santiago del Estero, continuan los incidentes que comenzarón en el día de ayer, en el pabellón número 2, en el mismo se origino un incendio donde 31 internos resultaron muertos y 11 heridos de gravedad.

Las facas, cuchillos improvisados con restos de metal, brillaron al sol blandidas por dos brazos huesudos y sin caras. Se sacudían desde el paredón intentando llamar la atención en un gesto que nadie entendió claramente. Al rato no hubo más  señas, y dos largas lenguas de fuego salieron de la ventana queriendo alcanzar el cielo. Pintaron de negro la pared exterior del Penal. Luego la noche, y un fuego que brillaba más fuerte.

Las mujeres habían empezado a apiñarse durante la madrugada. Y ahora, en esta mañana de furia, el chango se acerca al portón que separa los libres de los presos y ve salir a dos hombres de saco y corbata: en Santiago los abogados van siempre trajeados y abrochados hasta el cuello aunque hagan más de cuarenta grados de noviembre a marzo. El chango conoce a uno, le estira el brazo entre la gente, le aprieta la manga del saco y le pregunta qué ha pasado. En el forcejeo, el abogado le contesta por lo bajo una respuesta que se escucha apenas en el tumulto, pero a él le retumba como un trueno:

-Están todos muertos en el Pabellón Dos.

A las pocas horas, “todos” se convierte en un número de terror: treinta y seis. Los medios hablan de la tragedia más grave del sistema penal argentino desde el retorno a la democracia. Pero durante mucho tiempo a las muertes de los reclusos del Penal de Varones de Santiago del Estero la va a rodear un drama más sofocante que el fuego: el silencio.

***

Los últimos datos del sistema penal argentino que había al momento del incendio decían que en el país había 44.969 presos. Según los mismos números, 301 estaban alojados en el Penal de Varones N° 1 de Santiago del Estero. De todos esos presos, 182 estaban aún sin condena. Un informe preliminar del Sistema Nacional de Estadísticas Sobre Ejecución de la Pena en Argentina ofrece un perfil de los detenidos en el país, en el que se destaca que el 95% son varones, de los cuales el 70% tienen entre 19 y 34 años. El 46% son desocupados y el 38% son trabajadores de tiempo parcial. Hay un tipo social del preso argentino: changos pobres, de los cuales sólo un 18% está vinculado al mundo del trabajo formal.

En el marco de las investigaciones que se realizaron durante el primer año posterior a las muertes del Penal santiagueño, una comisión de la Federación Argentina del Colegios de Abogados recorrió el lugar y elaboró un documento que se entregó al Gobierno de la Provincia y al Fiscal General Antonio Gómez. Se informaba que en 2008, el edificio que tenía capacidad para 220 reclusos, alojaba 375.

 

Santiago de Estero. Argentina. Noviembre 05 / 2007 En el Penal masculino de Santiago del Estero, continuan los incidentes que comenzarón en el día de ayer, en el pabellón número 2, en el mismo se origino un incendio donde 31 internos resultaron muertos y 11 heridos de gravedad, familiares de los internos se encuentran desesperados afuera del penal.

Un informe del fiscal Gómez presentado el 3 de agosto de 2009 describía el lugar así: “Es un edificio muy viejo, que se encuentra en un estado ruinoso, con instalaciones eléctricas deplorables, con cables externos al alcance de la mano, baños con afloramiento cloacal evidente y duchas mugrientas, inconcebiblemente destinados al uso de seres humanos, llenos de ratas y cucarachas en los pisos y en las paredes, con grandes tachos de basura repletos, malolientes, sacados una sola vez al día”.

Aquel informe prácticamente no tuvo visibilidad pública. Casi un año y medio después de la tragedia, la investigación judicial y la cobertura periodística del caso habían empezado a diluirse.

Durante los últimos meses de 2007 y los primeros de 2008, los diarios locales y nacionales construyeron una versión oficial, que tenía como protagonista al tucumano Clemente Nadotti, el más viejo y audaz de los presos del Pabellón Dos.

De 53 años, Nadotti era un ladrón de ojos saltones y bigotes puntiagudos conocido como el “rey de la fuga”.  En 2001 había escapado por un ventiluz del baño de los Tribunales de Tucumán, momentos antes de declarar en un juicio en su contra. Dos veces más huyó del Penal tucumano de Villa Urquiza. La última, el 13 de junio de 2004, disfrazado de anciano. Un año después fue apresado en Santiago cuando intentaba asaltar una oficina de correos. Desde entonces, permanecía detenido en el Penal de Varones. Su familiar más cercano era un hijo varón, cómplice de sus atracos, todavía detenido en Villa Urquiza.

La novelesca figura de Nadotti, muerto en el incendio y sin parientes cercanos, era una oportunidad para sumarle a su prontuario la causa de una revuelta cinematográfica que no estaba nada clara. Desde la cárcel de Villa Urquiza, por intermedio de un periodista de La Gaceta, el hijo de Nadotti habló públicamente, en contra de la versión oficial:

-A mi papá lo mataron los guardiacárceles.

Por esas horas los familiares de los otros presos que vivían en Santiago también empezaron a contarle sus historias a la prensa. Relataron los apremios y los excesos de los guardias, y contaron que venían de mucho antes. Cuando su voz se empezaba a escuchar más fuerte, se abandonó la idea de motín para dejarle al caso el título que lleva hasta hoy: La Masacre del Penal. Pero al mismo tiempo, el tema empezaba lentamente a dejar de ser noticia.

Santiago de Estero. Argentina. Noviembre 05 / 2007 Carta que los familiares de los presos del Penal de Santiago del Estero, pusieron a disposición de la prensa.

En la tarde del 5 de noviembre de 2007 la muchedumbre ha invadido la vereda de la morgue judicial. Los periodistas de los canales de Buenos Aires ya han recorrido los mil trescientos kilómetros que separa la Capital Federal de la provincia norteña, atraídos por la brutalidad del caso. Una de esas cámaras toma a un hombre de rulos negros y remera y gorra blancas que le dice:

-¡Mire! ¡Mire!_  Y le señala fuera del plano: la cámara temblorosa abre el ángulo y toma la llegada de cuatro mujeres que llegan a los tumbos, cargando un ataúd marrón.

-¡Paralo!_ grita una de las mujeres, y sin esfuerzo, con las otras tres lo ponen de pie.

En la tapa del ataúd hay una cruz de metal y una hoja blanca con un nombre escrito con lapicera: González, Luis René.

Salta entonces la bronca de otra de las mujeres, que parece ser la que da las órdenes:

-Movela a la caja… a la tapa.

Cuando el féretro está de pie, una entra en la pantalla desde el costado con una foto del muerto: es un chico de veinte años, pintón, peinado para atrás, con una remera azul y un tatuaje en el brazo derecho. Desde el papel, los ojos del muerto miran fijo a la cámara de televisión. La mano estampa la fotografía sobre el centro de la tapa del féretro. Por el golpe, la cruz, apenas aplicada sobre el material, se despega y queda colgando invertida. Todo en la escena parece aflojarse. El hombre de los rulos negros y la gorra blanca agarra la tapa del ataúd con las dos manos y la retuerce como si fuera un cartón:

-¿Ve cómo se dobla? – le pregunta al periodista, que no se ve _Ese es el cajón de primera que dicen ellos que nos han dado.

El en patio de la morgue judicial hay decenas de cajones como ese brillando al sol, formando una hilera de pie junto a la pared. Decenas de cuerpos han llegado sin vida desde el Penal, cargados en ambulancias y en camionetas de la policía. Julio Roldán, médico jefe de la morgue, le cuenta a un periodista:

-Nunca tuvimos que hacer tantas autopsias juntas.

Después Roldán va a informar que la mayoría de los presos murieron asfixiados por el humo y con el interior del cuerpo quemado. Tras resistir varios días, otro recluso va a morir en el Hospital Independencia y cuatro van a sobrevivir con graves heridas.

Mientras se velan a los muertos, el diario porteño Página 12 publica las palabras de Gladys Sosa, tía de una de las víctimas de la masacre. Presidenta de la Asociación Madres Unidas del Pacará, esta mujer a la que nadie parecía haber oído antes, venía denunciando apremios en el Penal desde hacía dos años. Al día siguiente de la Masacre, le habla a los medios porteños:

-Nosotros lo habíamos denunciado en tiempo y forma ante el Superior Tribunal de Justicia. Los jueces sabían muy bien cuál era la situación en el Penal y no han hecho nada. Ahora, en vez de ayudarnos, nos entregan los cuerpos calcinados y nos dicen que murieron por asfixia.

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Argentina tiene una larga tradición de motines y tragedias carcelarias. La más dramática tuvo lugar en 1978 en el Penal de Villa Devoto, donde murieron 61 internos. En 1990, otra revuelta se cobró la vida de 33 presos en el Penal de Olmos en la ciudad de La Plata. En 2005 murieron más de 40 presos en distintos casos en las cárceles de Magdalena, en Buenos Aires, Coronda en Santa Fé, y de la capital de la provincia de Córdoba.

Todos tenían en común el uso del fuego, la quema de colchones, las muertes contadas de a decenas. El caso santiagueño no era aislado, pero sí el más sangriento ocurrido en el país en los últimos treinta años.

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El barrio Pacará no aparece en los planos ni en los mapas. No existe en los papeles. Le quedó ese nombre a principios del siglo XX, cuando se asentaron las primeras familias, en el extremo marginal noroeste de capital santiagueña. Fue bautizado así por la arboleda de pacarás que lo cubría de punta a punta en sus orígenes: árboles altos de corteza cenicienta y hojas grisverdosas le daban al lugar un aspecto selvático. Los vecinos que se asentaron ahí, trabajaban en un matadero que estaba mitad camino al centro de la ciudad, hasta que en 1951 se lo cerró para instalar en ese edificio el Mercado de Abasto. Entonces pasaron de matar y cargar pedazos de vacas, a hacer changas transportando frutas y vegetales para los comerciantes del lugar.

Gladys Sosa es nieta de uno de los primeros vecinos del barrio, llegados en la década del 30. Ella recuerda su infancia como “tiempos de una pobreza feliz”. Y relata:

-Aunque nos faltaba todo, era una pobreza sana, que yo me sentía hermanada con mi vecino, era el patio grande en que nos juntábamos todos. Esa era la pobreza de mi juventud. Así tengamos un hueso para hacer hervir. Ahora es diferente.

En 1977 el gobierno provincial construyó 116 viviendas de material para reemplazar a los

ranchos. Pero el barrio, donde a principios del siglo XXI viven algo más de cuarenta familias, sigue estando al margen de casi todo, y se ha ganado la mala fama de ser uno de los rincones más temibles de la ciudad.

-Vos aquí no podías ir al centro a trabajar ni de mucama ni de niñera porque si decías que eras del Pacará te tomaban como que eras peligroso- dice Gladys,  y aclara: -Era un barrio muy sumido en la pobreza, en el alcohol, en los delitos. Pero hoy está cambiado.

Santiago de Estero. Argentina. Noviembre 05 / 2007 En el Penal masculino de Santiago del Estero, continuan los incidentes que comenzarón en el día de ayer, en el pabellón número 2, en el mismo se origino un incendio donde 31 internos resultaron muertos y 11 heridos de gravedad, familiares de los internos se encuentran desesperados afuera del penal.

En 2015 Gladys habla cansada, pero segura. Mira siempre para un costado y las arrugas de la cara le hacen surcos oscuros hacia abajo. Está sentada en el salón de la Cooperativa Textil Pacará, uno de los tantos emprendimientos que han llevado adelante desde 1999, cuando con un grupo de mujeres del barrio fundaron la agrupación Madres Unidas del Pacará.

Primero hicieron un comedor para los chicos, luego talleres de capacitación para mujeres y prevención de las adicciones y de la violencia policial. Después de que el país superó la crisis de 2001 y la economía despegó a mediados de la década, organizaron la cooperativa con la que se dedican a la producción textil. Pero el flagelo de la violencia continúa.

En una de las paredes del salón hay una tela colgada con las fotos de trece de las víctimas de la Masacre del Penal. Cinco vivían en el barrio y otros iban con frecuencia o eran sus amigos. Arriba, se lee: “Por la masacre del penal habrá justicia popular”.

El primero en la fila de fotos es Claudio Corvalán, el sobrino de Gladys. En el Pacará le decían Congo, y en el cartel tiene ese nombre solo y nada más. Lleva una gorra con la visera para atrás y mira distinto al resto de los muertos.  En las fotos, algunas a color y otras blanco y negro, cinco sonríen y siete tienen la expresión inquieta: con los ojos perdidos o los labios fruncidos. Congo no. Él tiene los brazos cruzados, y la mirada confiada debajo del ceño afilado. La foto parece sacada un instante antes de sonreír. Congo era distinto a los otros. En el Pacará, a sus 27 años, era casi una leyenda.

***

El año de la masacre, Marcelo Argañaraz tenía treinta y seis años y trabajaba en un periódico semanal que cerraba los miércoles y se publicaba los jueves. Fue uno de los primeros que llegó a la vereda del Penal la tarde del domingo 4 de noviembre. Diez años después, recuerda ese día como uno de los más duros de su vida de periodista:

-El domingo a la tarde se decía que había un motín, y aunque parecía que se iba a arreglar, a la noche se empezó a poner todo más confuso con el fuego, y más cuando uno de los familiares agarró la paloma.

En la jerga carcelaria una paloma es una forma de meter o sacar cosas del penal. Lo explica Marcelo:

-Se envuelve con una piedra, y se tira a uno u otro lado del muro. Usualmente para meter drogas, pero en este caso era para mandar una comunicación desde adentro hacia el exterior.

La paloma cayó el lunes temprano, cuando empezaba a aumentar el número de familiares a la vuelta del edificio. La piedra iba envuelta en un papel que tenía cuatro apellidos: Salomón, Leiva, Cuellar, Cisneros. Los familiares los conocían. A continuación se leía una nota donde los presos contaban que habían sido reprimidos por esos guardias.

Más tarde empezó a correrse la voz de algo que a los visitantes de los presos ya se les había hecho costumbre. Al mediodía del lunes las cámaras de un noticiero de Buenos Aires tomaron a una mujer gritándole a un policía con pinta de autoridad:

-¡No se puede vivir en el Penal! ¡A los familiares nos revisan, nos desnudan, nos meten las manos en el cuerpo! ¡Si nosotros entramos y no nos encuentran nada ¿Cómo hay droga adentro del penal?! ¡Las visitas en medio del sol y de la tierra! No les importa nada. Es inhumano. Todo se ha tenido que incendiar para que les lleven el apunte.

Cuando pasaron las horas de ese lunes, después de que se confirmaron los muertos y la bronca se trasladaba del Penal a la morgue, Marcelo Argañaraz recibió un llamado de Gladys Sosa. Alguna vez habían hecho juntos una capacitación en derechos humanos y él había proyectado películas en el barrio. Gladys no confiaba mucho en los periodistas, pero Marcelo era de fiar. Le pidió que fuera a verla y llevara una cámara.

En el Pacará ya se estaban haciendo tres velorios. Marcelo no demoró en llegar a la casa de Congo, que estaba adentro de uno de los cajones blandos en una piecita en penumbras donde entraban hasta cinco personas si se apretaban. Los vecinos se turnaban para pasar. El patio de tierra que antecedía a la casa, coronada por un toldo de nylon negro, estaba lleno de vecinos en remeras y ojotas que lloraban y se abrazaban. Otros, resignados, se sentaban en sillas de plástico rojo que se apilaban y dispersaban a lo largo de la entrada.

En Vimeo todavía puede verse un video tomado ese día por la cámara de Marcelo, en el que un hombre alto abraza a una mujer que llora, y dice:

-Congo era mi cuñado, una excelente persona. Muy querido por mis hijos, para mi señora obviamente era lo máximo. Nadie es perfecto en este mundo. Todos tenemos errores. Él siempre ha sido muy bueno y de buen corazón. Para todos. Grandes, chicos. A lo mejor un poco cerrado en el diálogo pero el corazón muy grande y muy bueno.

En el mismo video, otro vecino dice que Congo ha sido una persona muy querida por todo el barrio, que nunca ha hecho mal a nadie. Congo era famoso en el Pacará porque repartía lo que robaba:

-Era una especie de Robin Hood – dice Marcelo – todos sabían que se dedicaba a robar, cosas menores, pero repartía con los chicos del barrio. Era muy querido.

Congo Estaba preso desde 2003 y el 6 de diciembre, un mes después de la Masacre, tenía fecha para salir del Penal. Sus tías llevaban un año denunciando los malos tratos que sufría él, los demás presos y los familiares cuando iban a las visitas.

En un alto del velorio, las madres cerraron las puertas y abrieron los cajones.

-Me pidieron que sacara fotos de los cuerpos – cuenta Marcelo – de la piel, del cuerpo, de las manos. Me impresionó la capacidad de ellas de hacer eso, en medio de esa situación.

El procedimiento se repitió en las otras dos casas. Las madres querían registrar algo que ellas habían visto, y no confiaban que fuera a ser consignado en las autopsias. Además de quemaduras, los cuerpos tenían puntazos, moretones y agujeros de bala.

Santiago del Estero. Argentina. Octubre 06 / 2007 Se llevan a cabo los velorios de los internos fallecidos durante el incendio registrado en el penal de varones de la provincia. Germán Sebastian Alvarez (25), una de las víctimas.

El tucumano Julio César Barrionuevo es un hombre clave. Es un preso común, pero el 4 de noviembre de 2007 había ido a parar a la celda de castigo, en la planta baja del Penal. Cuando empezó a escuchar los gritos y las corridas, estaba en el calabozo minúsculo con otro recluso de apellido Leguizamón. En 2015, cuando relata lo que ocurrió ese día, se transporta y siente otra vez como aumenta el calor a su alrededor.

En el calabozo, dos metros sobre sus cabezas hay una rendija que da al suelo del primer piso. Desde allí se puede ver, al final de un pasillo de diez metros, la base del Pabellón Dos, y los pies de los que pasan por ahí. Escuchan los gritos y a pesar de que los dos están esposados, Leguizamón se ingenia para poner las palmas de sus manos en forma de escalón, para que Barrionuevo pueda pisar y elevarse.

Alcanza a ver por la rendija la escena de terror. Ve a sus compañeros quemándose.

Barrionuevo se baja y pide auxilio a los gritos. Estira los brazos y saca las manos entre las rejas. Le dice a Leguizamón que vio que los muchachos se están prendiendo fuego, pero Leguizamón no reacciona. En vez de eso, le dice a Barrionuevo que tiene a su hermano y a su tío en el Pabellón Dos, pero que no importa, que no se meta. Barrionuevo cree que su compañero tiene miedo. El humo del segundo piso es como un fantasma que se agranda y se acerca. Se expande por todo el lugar y se empieza a colar por la rendija. A Leguizamón y Barrionuevo los rodea un calor espeso que les abre los poros. Les transpiran descomunalmente los brazos y el cuello. Los dos presos se tiran al piso boca abajo temiendo la amenaza del fuego y los gases tóxicos. No pasa un minuto hasta que Barrionuevo siente un chorro helado que le da en la espalda. Se abraza a Leguizamón y le dice tranquilo hermano ahí está el agua. Un grupo de rescate ha llegado a socorrerlos. Uno de adelante, que lleva la misma ropa negra y la misma máscara negra que los otros, corta con una pinza el candado de la puerta de la celda de castigo y con la ayuda de un segundo empieza a patear la reja. Le dan una vez. Le dan dos. No cede. En medio de los gritos que bajan del pabellón en llamas, Barrionuevo intenta hacerse oír. Les hace entender que la puerta se abre hacia afuera. Entienden. La abren. Los dos presos castigados son arrastrados hacia afuera, y se salvan.

***

En junio de 2015, Julio César Barrionuevo cuenta su historia en los Tribunales santiagueños frente a nueve guardiacárceles que han sido llevados al banquillo, acusados de homicidio culposo. El juicio comenzó el 13 de mayo y entre aquella fatídica tarde del 2007 y ese momento ha pasado mucho tiempo y pocas cosas. Las Madres del Pacará marcharon en las calles durante el mes de noviembre exigiendo justicia, pero antes de fin de año empezaron a perder el acompañamiento popular.

El gobierno decidió destituir al director del penal, Rodolfo Camaño, y al Subsecretario de Justicia, Santiago Nassif. Los medios de comunicación de la provincia dejaron de hablar del caso. Sólo la presión de algunos familiares en los pasillos de Tribunales logró que la causa fuera elevada a juicio, casi ocho años después. En el proceso sólo se acusa a los guardiacárceles y no hay testimonios de funcionarios políticos. Pero se logra reconstruir la tragedia: hartos de los malos tratos, y ante la suspensión abrupta de la visita dominical, los presos empezaron a protestar contra los guardias. Prendieron fuego colchones y mesas del pabellón, y los carceleros respondieron a los golpes y a los tiros, encerrándolos hasta que murieron quemados o intoxicados.

***

El juicio duró cinco meses. Entre el 13 de mayo y el 2 de octubre de 2015. Ese día, Carlos José Salomón, Mariano Arturo Cuellar, y Manuel Orlando Ocampo fueron condenados por la Justicia a las penas de cinco, cuatro y tres años de prisión. Además de la imposibilidad de ejercer cargos públicos en el futuro. Los guardias Osvaldo Martín, Carlos Sánchez, Segundo González, Adrián Bellido, Juan Coronel, y Andrés García fueron declarados inocentes. Todos ellos habían pasado ya dos años y medio detenidos en la Escuela de Policías.

Al comienzo de la audiencia final, algunos de los guardias hablaron por primera vez en todos estos años. Ocampo se defendió a él y a sus compañeros, y se quejó del estado del Penal:

-Ese día hemos dado nuestro mejor esfuerzo, pero ahí trabajamos en condiciones infrahumanas. Y los familiares lo saben.

Salomón, dueño uno de los apellidos que había aparecido escrito en la paloma que cruzó el paredón del Penal la mañana del 5 de noviembre, se quejó al final del juicio porque tenía su obra social y el sueldo suspendidos hacía ocho años.

El tercero en hablar fue Bellido:

-Todos hemos estado esperando con ansias este día, porque tenemos nuestros proyectos de vida suspendidos.

Los familiares se estiraron en las sillas y resoplaron al escuchar estas declaraciones.

Antes de condenar a los tres guardias, los jueces José Luís Guzmán, Elida Suárez de Bravo y Federico López Alsogaray, rechazaron un pedido de cambio de carátula a homicidio calificado que había hecho la abogada Luisa Cárdenas de Infante, representante de dos familias querellantes.

Después de la lectura de la sentencia, y mientras se desalojaba el salón, Salomón, Cuellar y Ocampo hicieron un círculo junto a su abogado César Barrojo. Tratando de mantener la voz baja y contando con los dedos de la mano, calcularon los pocos meses en los que podían salir en libertad: considerando que se computarían los años que ya habían pagado, y la posibilidad de excarcelación ante el cumplimiento de dos tercios de la pena, los tres podrían dejar la Escuela de Policías muy pronto.

Santiago del Estero. Argentina. Octubre 07 / 2007 Familiares de las víctimas del incendio que cobró la vida de 34 internos del penal de varones, marchan hasta casa de gobierno, pidiendo justicia y mayor seguridad al gobernador, Gerardo Zamora.

La Masacre del Penal desnuda una problemática que no hace a Santiago más o menos especial: el hacinamiento y las pésimas condiciones en que se encuentran los presos en toda Lationamérica. En la región murieron más de un millar de presos en los últimos veinticinco años. Cada uno de ellos era alguien en su ciudad y en su barrio. Los casos se repiten y los que son maltratados y mueren son delincuentes pobres y marginales. Mientras el sistema da muestras cabales de su ineficacia y peligrosidad, sobrevuela la pregunta: ¿Quiénes son los criminales?

Esta semana se cumplen diez años de la Masacre, y aunque algunos prefieren darlo por cerrado, el caso aún está rodeado de dudas.  La abogada María Luisa Cárdenas de Infante presentó una apelación a la sentencia, donde pide considerar la responsabilidad penal de los funcionarios políticos. Hay un grupo de familias que se propusieron insistir y, con paciencia, lograr que el caso supere las instancias locales y llegue a la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

Otras familias aceptaron los pagos por daños, que rondan entre los 150 y 300 mil pesos por víctima, y abandonaron definitivamente el litigio.

Gladys Sosa, que no fue aceptada como querellante, todavía da batalla. Hoy, diez años después, insiste:

-Nosotros seguimos haciendo lo nuestro. Trabajando en la cooperativa y seguimos con los talleres, y cuidando a los jóvenes y tratando de mejorar la seguridad en el barrio. Pero seguimos reclamando justicia. En el juicio no nos han dejado ingresar como querellantes. Hemos intentado hacerlo con la Liga de los Derechos Humanos, con Luis Santucho, pero de Tribunales no nos han contestado nunca. El juicio ha sido asediado por los pedidos de nulidad y recursos judiciales que impidieron la declaración de algunos testigos presenciales.

Lo que hay es un abandono del Estado a los hijos de las víctimas. Un quilombo. No está preso  ninguno de los responsables. No hay nadie preso. Nosotros vamos a seguir pidiendo justicia. Por todos los presos, y como tía de Congo y de Sergio. A algunos familiares que han presentado demanda civil les han empezado a pagar, a otros no. Pero la vida de Congo no es un valor. No tiene precio. Ellos tendrían que estar vivos.

*En 2015, mientras se realizaba el juicio, esta crónica fue finalista del Premio Internacional Nuevas Plumas, organizado por la Universidad de Guadalajara y la Escuela de Periodismo Portatil. No había sido publicada hasta ahora, que se cumplen diez años de la masacre.

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