Bitácora Zeta

¡Qué hace Drexler en mi casa!

El tipo entró a las cuatro y media de la mañana bailando, arrastrando los pies, levantando las manos. Atrás venían los otros, sus compañeros de gira y, por lo visto, de fiestas. Yo los ví, aunque era tarde y tenía unas copas encima, juro que vi a Jorge Drexler y a sus músicos acompañados de mujeres bellas entrar juntos, en filita india y bailoteando, por la puerta de mi casa. En ese momento sonaba la canción Last Nite, de The Strokes, y recuerdo que las primeras palabras que pronunció al entrar fueron “qué buena música”.

Lo esperé en el balcón. Se bajó del lado del acompañante delantero de un Siena negro. Tenía puesto un jean gris, zapatillas negras con tres rayas blancas, una campera de cuero negra y una chalina gris que envolvía su cuello. Llevaba un morral marrón colgando de los hombros. Al bajarse del auto, lo miré desde mi tercer piso y no entendí muy bien esos designios misteriosos de la noche que traían a Jorge Drexler de after a mi casa, en una noche fría de mayo en Tucumán. La avenida Soldati, el parque, tan cotidianos para mí, no encajaban con él en el medio. ¿En qué momento este tipo, que le ha puesto letra y música a varios momentos de mi vida, que ha recorrido el mundo con sus canciones y ha llegado, incluso, a levantar un Oscar, estaba entrando a mi casa?

Tenía dos actitudes posibles: la del cholulo que cree que porque el tipo cayó a su casa ya es amigo y tiene derecho a romperle las pelotas pidiéndole fotos para publicarlas después en el muro; o bien tragar como sea ese nudo en la garganta que se genera ante las cosas más inesperadas y hacer de cuenta que es un invitado más, decirle apenas las palabras justas y no joderlo demasiado. Por más que al verlo me dieran ganas de contarle que lo vi cantar por primera vez en España junto a una amiga mexicana, conociendo sólo el tema de la sopa (ese que dice me haces bien, me haces bien, me haces bien) y que unos años después, de paso por Buenos Aires, lo vi también en el Gran Rex, con banda y todo. Claro que tenía ganas de contarle eso, incluso mi enamoramiento por su señora esposa, actriz y cantante, Leonor Watling. Quizás esto último no le hubiera gustado del todo. Callar a veces es bueno. Por eso creo que al llegar a casa y no sufrir ninguna avalancha sobre su cuerpo, Drexler, parado en el medio de la sala, preguntó:

-¿Quién es el dueño de esta casa?
– Soy yo, Jorge, me llamo Bruno. Bienvenido. Es un gusto tenerte acá.
– Bruno, gracias por invitarnos y abrirnos las puertas de tu casa. Tus vecinos estarán contentos ¿no?
– Que se jodan los vecinos esta noche, le dije.
– Que se jodan entonces,- rió con esa sonrisa tan uruguaya.
– ¿Te traigo algo para tomar?
– Un fernet podría ser.

De las treinta personas que estaban, yo sólo conocía a seis o siete. El resto era gente del staff, músicos y productores, colados y groupies, varias groupies muy hermosas que, lamentablemente, sólo tenían ojos para él. Pasábamos buena música y el ambiente era agradable. Algunos bailaban, otros charlaban. Yo me movía de un lado a otro viendo que todo esté bien, que a nadie le falte un vaso. Después me quedé charlando con unos españoles que habían venido con Drexler. Él merodeaba y hablaba un poco con todos, se reía siempre. Jamás hizo un movimiento brusco, un llamado de atención, esas cosas que podrían hacer un Charly García, un Pity Alvarez. El tipo estaba ahí, como uno más. Como cuando lo vi parado en la puerta del baño, esperando su turno para mear. Ahí lo miré sin fama ni gloria, sin premios ni flashes, como un pibe más parado en la puerta de un baño de una fiesta, esperando su turno para entrar. Me acerqué y lo hice pasar al baño de mi habitación, más grande y privado. No quiso primero, pero insistí. El que hace un rato nomás estaba en un escenario del teatro San Martín cantando lejos de mi butaca, ahora está meando en el baño de mi casa.

***

Unas horas antes, Drexler entraba a un bar ubicado en la zona norte de Tucumán. Acababa de terminar su show, en mayo del año pasado. De casualidad, yo estaba sentado ahí con un amigo con el que había ido al mismo show. Detrás de él vi venir a un grupo de amigas mías que estaban dispuestas a acompañarlo a todos lados esa noche. Cuando Drexler pasó por mi mesa, sentí que tenía una oportunidad que difícilmente se volvería a repetir. Le extendí mi mano. Él se detuvo, amable, y me extendió la suya. Le dije que había disfrutado mucho de su show. Me agradeció con una sonrisa. “Yo también lo disfruté muchísimo”, dijo. Y siguió caminando. Entonces no había nada ni nadie que pudiera prever lo que vendría.

Al rato, las mozas del bar corrieron las mesas a un costado. Alguien bajó las luces y otro cerró la puerta de entrada. Pusieron música y se armó una fiesta. Drexler, contento y animado, había propuesto esta idea a los dueños y ellos habían aceptado. Así que de un momento a otro, me sacaron la mesa y me vi parado rodeado de groupies, humo, calor y música.

A la hora en que todo cierra en Tucumán, había que buscar otro lugar para seguir la fiesta. Mis amigas conversaban entre sí, analizaban opciones, miraban a la gente, a ver si alguno se animaba a poner la casa. La noche no podía terminar ahí. Nunca puede terminar ahí. Y con tal de que no termine, uno termina haciendo cualquier cosa. Bruno, te van a destruir el departamento, pensé. Drexler, como si nada, seguía disfrutando de su fama. No conocía la absurda ley tucumana de las 4 AM que dictamina que todo debe cerrar a esa hora. No sabía que mis amigas estaban buscando un lugar para seguir. No sabía que el chico que lo saludó hace un rato, ofrecería su departamento. No sabía que pronto estaría meando en el baño grande de mi habitación.

***

Al bajar la tapa del inodoro y tirar la cadena, Jorge Drexler recorre la sala y se arrima al balcón. Eran como las seis de la mañana. Yo me ilusioné con que en algún momento pasaríamos a las guitarras y veríamos el amanecer cantando alguna de sus canciones. Pero cuando los músicos habían entrado más temprano y visto mi guitarra paradita a un costado, la escondieron presumiendo que quizás Drexler, si la veía, tendría la misma pretensión. Al parecer, cuando el tipo agarra la guitarra no la suelta fácilmente. Así que a Drexler no le quedó otra que irse despidiendo de a poco.

Lo acompañé hasta abajo para abrirle la puerta y nos dimos un abrazo como si al día siguiente nos volviéramos a ver.

– Chau Jorge, que descanses, le dije.
– Adiós Bruno, gracias, gracias por todo, me dijo.

Nadie lo acompañó. Lo vi irse de mi casa, caminando solito por la avenida Soldati esas cuatro cuadras que lo separaban del hotel, con las manos en los bolsillos de su pantalón y la mirada perdida en el suelo. El hombre que ha sabido caminar con hidalguía sobre la alfombra roja hollywoodense, que ha cantado a capela con un Oscar en la mano en el atril donde todos los premiados hablan de más, ahora camina por una avenida roída e insegura de una ciudad adormecida y sola de Argentina. Y yo no tengo foto ni autógrafo ni filmación que certifique la veracidad de estos hechos. Como suele sucederme, tan sólo tengo el recuerdo, ahora hecho crónica, de verlo entrar y bailar en el living de mi casa.

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