Entre las tumbas del Oeste

Crónicas de Acá

Entre las tumbas del Oeste

El cementerio más antiguo de la ciudad tiene quien lo cuide por las noches. Un hombre sin miedo, acostumbrado a las tumbas y a la oscuridad, en el corazón del barrio El Bosque.

Para Juan Carlos Medrano cuidar por las noches el cementerio del Oeste es el trabajo más normal del mundo. Cada vez que le toca hacer la guardia – dos o tres veces por semana- llega a las nueve en punto en su Honda Storm negra con la tranquilidad de quien llega a su casa. Ya nadie transita por Asunción al 100, en el corazón del barrio El Bosque. Las floristas de la plaza de enfrente se han ido y ya nadie visita a sus muertos. El enorme portal de madera maciza de la entrada está cerrado. Juan Carlos accede por una puerta lateral donde un pasillo angosto de paredes cremitas e iluminado por dos tubos fluorescentes lo conducen hasta una de las calles internas del cementerio. Ya rodeado de las primeras tumbas, camina veinte metros sosteniendo la moto negra con sus manos grandes y fuertes. Apenas un farol ilumina sus pasos y si levanta la vista hacia los costados sólo encuentra esa callada oscuridad repleta de muertos.

Tres perros se acercan, lo huelen, lo acompañan en silencio hasta el sector de administración. Allí se encuentra con el compañero del turno tarde, con quien hará el relevo; cruzan unas palabras, se despiden. Después, deja la mochila y el casco en una silla, se quita la campera y ve cómo los tres canes se recuestan plácidamente en las baldosas frías del hall de entrada, entre la capilla y una escultura en tamaño real de la virgen con Jesús muerto.

La noche, la soledad y la muerte, rodeadas de tres perros holgazanes, son parte inseparable del trabajo de Juan Carlos Medrano.

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Estamos sentados en uno de los escritorios del sector de administración, ubicado en el ala derecha de la entrada, sobre la calle Asunción. Es de noche y hace un frío helado. Lo primero que se ve al entrar aquí es una jaula con un pájaro. Tiene el pecho blanco, las alas grises y la cabeza roja. “Es un cardenal”, me dice Medrano. Alguien se lo regaló a la directora del cementerio, Alicia Belmonte, y lo colgaron ahí.

También se ven varias computadoras y escritorios.

El techo es alto, atravesado por vigas de madera lustrada. Las paredes son blancas, parecen recién pintadas. De ellas cuelgan varios cuadros: uno con la imagen del intendente Domingo Amaya; otro similar junto a la directora; otro con un dibujo de una virgen que abraza a Juan Pablo II, y más allá, en lo que es el sector de tesorería, la virgen de Guadalupe junto a una foto, muy grande, de la fachada neocolonial del cementerio.

Hasta aquí, es una más que digna oficina municipal que funciona a pleno durante el día y que de noche es el refugio de Medrano desde 1996, cuando empezó como sereno en el cementerio del Oeste.
Una sola cosa la distingue de las demás oficinas de la provincia, ésta está rodeada de cadáveres, en las más de 2.780 tumbas que alberga el cementerio más antiguo y hermoso de la ciudad de Tucumán.

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El miedo a pasar la noche solo rodeado de sepulcros no es algo que un sereno como Juan Carlos sienta y controle. Es algo que directamente no está, no debe estar. No se permite el terror. Sino, no podría convivir con ese lúgubre maridaje de oscuridad y muerte que para cualquiera sería insoportable. Para él, en todo caso, es otra cosa, tal vez una conciencia débil del lugar en el que trabaja pero que la necesidad y la adaptación normalizan con el paso del tiempo. Incluido el miedo. Incluida la muerte.

Lo de ser sereno empezó para Medrano en el cementerio del Norte, que también administra el municipio de la ciudad. En ese entonces, la guardia nocturna estaba compuesta por cuatro personas y personal policial. Dice que no le fue fácil adaptarse. Que en las primeras noches no podía comer, ni tomar agua ni café. Que sus compañeros preparaban comidas en la cocina y que él los miraba a un costado, sin probar bocado. Y que estuvo así por varias semanas. “No se qué me pasaba pero tenía mala impresión, era feo para mí”, cuenta y se agarra la panza. “Pero miedo nunca tuve –se defiende-. No porque sea macho. Sino porque simplemente hago un trabajo, no le hago daño a nadie. Más le tiene miedo uno a los vivos que a los muertos. Los muertos no te molestan”, sentencia ahora.

Alejadas del centro de la capital y sin los muros que ahora las protegen, las cinco hectáreas al descubierto del cementerio del Norte, donde Medrano empezó como sereno, eran las más peligrosas de los camposantos de la ciudad: entraban con mayor facilidad personas que hacían brujerías, ladrones en busca de oro, bronce y huesos, adolescentes ardientes deseando un refugio para descargar su pasión. Cuatro veces por noche la guardia se dividía en dos y recorría la negrura de las calles internas, revisaba monumentos y mausoleos, vigilaba cada centímetro para chequear que todo estuviera bien. Era el final de la década del 80 y esa zona estaba mucho más desprotegida y despoblada que ahora.

– Varias veces hemos sacado gente haciendo daño.
-¿Y qué encontraban?
– Personas haciendo brujerías, otras cosas… botellas, bebidas, velas de colores.
– ¿Alguna vez vieron algo extraño?
– Era común escuchar ruidos, silbidos. Otros compañeros contaban que veían siempre a la viuda, a una mujer vestida de blanco. Pero yo en el tiempo que estuve ahí, desde el 87 hasta el 96, nunca vi nada raro. Mucha gente contaba, pero nunca lo he visto.

Lo que sí vio una noche fue un cadáver con el tórax totalmente abierto al que le estaban practicando una autopsia. Dice que vio varias de éstas y que no olvida cómo queda el hígado de un tomador y el pulmón de un fumador. “Es como espuma”, cuenta.

En ésa época las autopsias se hacían en salas ubicadas al fondo del cementerio donde estaba la morgue y un depósito para cadáveres no reconocidos. A fines de la década del 80 dejaron de existir. Hoy, son salas para guardar herramientas, y oficinas.

La vida de Juan Carlos Medrano es como la de muchos tucumanos que vienen del interior en busca de un futuro mejor en la capital. Nació en Tres Pozos, Leales, a 57 kilómetros al sudeste de San Miguel de Tucumán, casi en el límite con Santiago del Estero. Sin saber lo que el destino le tenía preparado, se crió correteando entre las tumbas con flores de plástico del cementerio de su pueblo, a pocos metros de la casa donde nació. Creció escuchando todo tipo de historias sobre apariciones, mitos y relatos misteriosos. De esas que se cuentan en el campo y que siempre les ocurren a los otros.

Terminó la primaria y nunca comenzó la secundaria. A los 18 años llegó a la Banda del Río Salí sin saber nada. Unos primos trabajaban en el ingenio Concepción e intercedieron para que entrara. Empezó como ayudante en la zona de las calderas cortando y arrastrando hierros. Cuando hacía frío, el hierro estaba helado; cuando hacía calor, estaba ardiendo. Sus manos se fueron forjando con el trabajo pesado y con el tiempo perfeccionaron la soldadura de cobre y bronce en las cañerías de alta presión del ingenio. Todo lo que aprendió, dice que lo aprendió observando. Después pasó a ser ayudante de albañil en una empresa constructora. No dejaba de preguntar nada y así fue entendiendo la diferencia entre un revoque fino y uno grueso, entre una mezcla para contrapiso y otra para hormigón. A los quince días llegó a ser medio oficial de albañil; después, oficial; hasta que llegó a ser capataz en la construcción de la torre de control del aeropuerto tucumano. Ése, afirma, fue su mejor trabajo como albañil.

Una tarde de 1984, cuando salía de una de las obras donde trabajaba, un compañero le contó que estaban anotando gente para ingresar como empleado en la Municipalidad de Tucumán. Fueron y se anotaron. Poco tiempo después, a Juan Carlos le cambiaría la vida. Todavía recuerda la fecha: el 15 de mayo de 1984 le salió el nombramiento como empleado municipal. No era mucho lo que ganaría pero era un primer paso, un trabajo seguro, una obra social; el comienzo de ese futuro que vino a buscar sin descanso, como tantos otros tucumanos del interior, desde su pueblo perdido en medio del campo.

Ya como empleado municipal empezó en la repartición de Limpiezas Públicas. No duró mucho ahí. A los tres meses lo trasladaron al cementerio del Norte para hacer trabajos de albañilería. Pasó tres años reparando mausoleos, haciendo remodelaciones, nichos y todo tipo de obras de mantenimiento hasta que en 1987 le ofrecieron quedarse por las noches. “A mí me convenía y acepté. Lo poquito que ganaba acá a mí me sumaba”, recuerda con su voz delgada y tranquila.

Juan Carlos dormía poco y trabajaba mucho. De noche, cuidaba el cementerio del Norte hasta las 7 de la mañana junto a otros tres compañeros. Al amanecer, se iba derecho a trabajar como albañil en construcciones privadas del centro tucumano. Sólo así, con dos trabajos y pocas horas de sueño, le alcanzaba para vivir.

Casi diez años después, en 1996, lo trasladaron al cementerio del Oeste.

*****

El cambio le vino bien. Dice que es más tranquilo. Por ser más céntrico, hay menos vandalismo y sus noches son más calmas. Las guardias ya no son grupales como antes. Ahora está solo, solo entre las tumbas junto a los mismos tres perros que lo acompañan noche tras noche desde hace años. Pero estar solo no le molesta.

Cuando sale a recorrer, revisa los candados de las puertas de los monumentos para ver si sus compañeros de la tarde cerraron bien. Nunca usa linterna en sus recorridos y elige, a propósito, las calles más oscuras cuando vigila. “Porque si alguien anda en la oscuridad y vos estás en la luz, te ve rápidamente, ¿entendés?, y te puede atacar o se escapa. Yo prefiero caminar por la oscuridad”, afirma sin miedo.

Hace dos años iluminaron la plaza de enfrente y los alrededores, y en febrero instalaron cámaras de seguridad en la zona. Ahora es más fácil detectar a un intruso, dice. Pero se sabe, el ingenio popular todo lo puede: hace unos días, cuenta Medrano, entraron dos parejas. Las cámaras las captaron trepando por un árbol que está pegado al muro y la policía se acercó al cementerio. Él y los oficiales recorrieron durante una hora las diez hectáreas y no encontraron a nadie. “Siempre uno tiene las de perder acá. Es tan grande esto que es muy fácil esconderse”, afirma. Al cabo de la búsqueda, consultaron con el sector de cámaras si habían visto salir a algunos y sólo vieron a dos.

– ¿Y los otros dos?
– Nunca los pudimos encontrar.

Nadie supo si pudieron escapar y no los vieron, o si, literalmente, se los tragó la tierra.

*****

Juan Carlos vive con su mujer en el barrio Santo Cristo, en la Banda del Río Salí. Tiene cincuenta y ocho años, once hermanos, dos hijos y cuatro nietos. A medida que pudo, los fue trayendo al barrio. Son tan unidos que hoy la familia Medrano vive toda junta en una sola cuadra, incluida la madre de Juan Carlos, de setenta y tres. Para él, ellos son especiales. Dice que muchas veces tuvo que pasar las navidades o algún cumpleaños de sus hijos solo en el cementerio. Y que eso es lo más duro que le tocó vivir en este trabajo.

-Si te toca, te toca –dice- pero de esto vivís y lo tenés que aguantar. Hay veces que uno lagrimea aquí, solito.

El hombre que está sentado frente a mí, el que no le tiene miedo a nada, el que se crió hondeando en el campo rodeado de tumbas y de historias misteriosas, mira hacia el piso y se le quiebra la voz.

Es de madrugada y hace un frío helado. Por una ventana se ve la avenida principal. Ahí están los muertos más ilustres de la ciudad pero no se ve demasiado. Las luces se prenden y se apagan cada tanto. Los perros descansan y de un momento a otro ladran como si percibieran algo que de pronto los inquieta. Después, vuelven a callar y duermen.

Me pregunto cuándo llegará el momento de hacer el recorrido por todo el cementerio mientras Juan Carlos recuerda ésa noche que encontró a una pareja de hombres desnudos sobre una tumba, uno de pie y el otro de frente y de rodillas. O esos alumnos de medicina que golpeaban la puerta de entrada y le pedían ver cuerpos, a lo que Juan Carlos contestaba que se vayan a la morgue. Aunque reconoce ahora que si hubiera querido, los habría hecho pasar.

– ¿Y vos sabés dónde hay muertos destapados acá para ver?
– Sí, claro. Uno conoce los lugares. Hay muchas tumbas que quedan abiertas. Algunas por abandono, otras porque los que roban las dejan así.
-¿Y entran mucho a robar?
– Ya no tanto, pero antes sí. Buscan anillos, aros, dentaduras de oro en los ataúdes. Pero esos vienen de día, cuando el cementerio está abierto. Nadie sabe quiénes son.

Le pregunto qué piensa de los muertos, de los espíritus, si cree que acá hay algo más.
– Yo creo que los muertos se van pero aquí quedan cosas. Muchos se quedan acá. No se si serán los espíritus pero uno siente esas cosas.
– ¿Qué pasaría si ves algo alguna noche?
– Nunca he pensado en eso. Trato de no pensar. Seguramente no lo encaro.
– ¿Y adónde creés que vamos después de la muerte?
– Cuando nos llegue la hora sabremos dónde nos toca.

*****

Los comienzos del cementerio del Oeste, hace 150 años, coinciden con los años dorados de la industria azucarera local. Buena parte de la historia de la ciudad está enterrada aquí, donde las familias más tradicionales y los inmigrantes prósperos construyeron los monumentos más imponentes que hayan sido capaces de construir, con tal de resistir el olvido de la muerte. Catorce ex gobernadores, reconocidos empresarios industriales, dueños de ingenios, artistas, propietarios de grandes extensiones de tierra y militares, entre otros, forman parte de la pléyade que aquí descansa. Basta con caminar por su avenida principal adoquinada o por algunos de sus pasillos internos para ver esos insignes apellidos en bronce, decorados con relieves y alegorías de todos los estilos, cúpulas que miran el cielo, y toda esa arquitectura funeraria símbolo del oro de ayer y, en algunos casos, del abandono de hoy.

Poco se ve de todo esto cuando empezamos a recorrer el cementerio. La oscuridad es total. El contraste de las cruces de cemento de los sepulcros en lo alto, con el cielo azul y claro de la luna, se convierte en un guía inesperado que orienta nuestros pasos. Hay una ciudad dentro de la otra y es ésta que caminamos ahora donde los ruidos parecen apagarse. Juan Carlos va a mi lado, conversando como si paseara en una playa. No es miedo lo que siento, sí una inquietud desgastante. Algo que se parece a un gato surge de golpe y vuelve a desaparecer, y ese sonido de veloz movimiento acalambra los nervios. Al poco tiempo, la vista y los oídos parecen acostumbrarse a la falta de luz y a los ruidos insospechados. Pero a lo que no se acostumbra uno es al olor de los muertos, dice Juan Carlos.

-Se siente seguido, sobre todo en verano. También cuando hay humedad. Todo eso potencia el olor. A veces llega hasta la entrada.
– ¿Y cómo es?, le pregunto.
Piensa unos segundos, mira a un lado y al otro, como si buscara algo.
-¿Has visto cuando los perros tienen sarna y despiden ese olor? Bueno así es, como perro con sarna.

Muchas veces, al identificar un mal olor en un sector, Medrano deja una nota para que en la mañana siguiente el personal especializado verifique si las urnas tienen alguna pérdida. En ese caso, la administración se pone en contacto con los familiares para proceder a lo que en la jerga de los sepultureros se conoce con el nombre de desagote, procedimiento mediante el cual se abre la urna funeraria y se cambia la chapa de cinc que está en el interior. Si el difunto lleva ahí más de 20 años por ejemplo, es muy probable que sólo queden sus huesos. Entonces, se lo traslada a una urna más pequeña. Este procedimiento se llama reducción.

-He visto un montón de veces este tipo de cosas. Incluso cómo descarnan los huesos y los limpian para ponerlos en la urna nueva. No se cómo se animan. Jamás podría tocarlos. Verlos sí, pero tocarlos nunca.
Medrano habla como si su trabajo fuese el más normal del mundo. Y se lo hago saber.
– Yo aquí me siento como en mi casa, con esa tranquilidad estoy acá.

Sin darnos cuenta, hemos atravesado todo el cementerio y llegamos al otro extremo de la cuadra, en Paso de los Andes. La luz de la calle apenas nos toca y se siente como un alivio. Juan Carlos señala un pasillo interno donde una compañera suya, recién llegada a trabajar una mañana, vio una mujer de espaldas, a las 6.50. “Mi compañera estaba en ése cañito sacando agua para el café cuando la vio. Se preguntaba qué podía hacer tan temprano ahí. Pero inmediatamente después, la dejó de ver y no apareció más”, cuenta.

Por fin damos la vuelta, ahora por unos caminos internos que se estrechan tanto en un tramo que casi no hay espacio para que penetre siquiera la luz. Me guío por el oído, escuchando por dónde van los pasos y la voz de Juan Carlos. Ahora doblamos y bajamos por otra calle, más ancha, donde hay un poco más de claridad. Alcanzo a ver las siluetas de los ángeles, ésas cruces y estatuas que no dejan de mirarnos y, más allá, como un punto de luz lejano, la oficina de la entrada donde cada noche, a las nueve en punto,

Medrano llega con su Honda Storm negra, deja la mochila y el casco, se saca la campera y comienza, rodeado de tumbas, el trabajo más normal del mundo.

 

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