Garrincha gambetea a la muerte

Bitácora Zeta

Garrincha gambetea a la muerte

Los restos de la leyenda del fútbol brasileño, fallecido hace 34 años, desaparecieron del pequeño cementerio de Magé, en los suburbios de Río de Janeiro y ahora nadie sabe dónde están.

El jueves 1 de junio me despierta un mensaje de Whatsapp a las 7.34 de la mañana. Es Inés, una amiga tucumana que me escribe desde Buenos Aires: “Desapareció Garrincha”.

Un poco incrédulo y dormido, leo su mensaje y pienso que es una más de las tantas noticias falsas que deambulan por internet. “Pasame el link”, le digo. Y me lo pasa. Me siento en la cama, me froto los ojos, leo la noticia: “Desaparece el cuerpo de Garrincha de un cementerio cercano a Río”. Miro la fecha: 31 de mayo de 2017. La fuente: el prestigioso El Mundo, de España. No puede ser, pienso, este hijo de puta se mandó una más de sus travesuras. La noticia es real, trágica, dolorosamente real, aunque digna de un cuento de García Márquez o de Jorge Amado. Garrincha murió hace 34 años de alcoholismo pero hoy, 31 de mayo de 2017, el mundo se entera que no está donde todos creían que estaba.

Garrincha es Manuel Francisco dos Santos, uno de los mejores jugadores de fútbol que Brasil le dio a la historia. Según Eduardo Galeano, nunca hubo mejor puntero derecho. “Él fue el hombre que dio más alegrías en toda la historia del fútbol”, dijo el escritor uruguayo. Según una estadística, fue el octavo mejor de todos los tiempos. Le decían Garrincha porque era feo y torpe -pero muy veloz- como un pájaro homónimo que puede verse en las selvas de Mato Grosso, en Brasil. Tenía los pies ochenta grados hacia dentro y la pierna izquierda seis centímetros más corta que la derecha, producto de una poliomielitis que lo maltrató cuando apenas era un niño de cinco años de edad. Son esas mismas piernas torcidas, que ahora bien podrían ser el blanco fácil de eso que llaman bullying, las que dejaban en ridículo a los rivales con sus amagues, gambetas y cambios de ritmos indescifrables, que lo llevaban de un lado a otro con extrema facilidad ante una hinchada extasiada de locura y veneración por su fútbol magnético, lleno de ingenuidad y alegría.

Galeano lo describía así en su libro El fútbol a sol y sombra: “Cuando él estaba allí, el campo de juego era un picadero de circo, la pelota un bicho amaestrado, el partido, una invitación a la fiesta. Garrincha no se dejaba sacar la pelota, niño defendiendo su mascota, y la pelota y él cometían diabluras que mataban de risa a la gente; él saltaba sobre ella, ella brincaba sobre él, ella se escondía, él se escapaba, ella lo corría. Garrincha ejercía sus picardías de malandra a la orilla de la cancha, sobre el borde derecho, lejos del centro; criado en los suburbios, en los suburbios jugaba. Jugaba para un club llamado Botafogo, que significa prendefuego, y ése era él; el botafogo que encendía los estadios, loco por el aguardiente y por todo lo ardiente, el que huía de las concentraciones, escapándose por la ventana, porque desde los lejanos andurriales lo llamaba alguna pelota que pedía ser jugada, alguna música que exigía ser bailada, alguna mujer que quería ser besada”.

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Mané, como le dicen en Brasil a los que se llaman Manuel, es Mané Garrincha, un hombre que nació y murió en la más pura miseria pero que en el medio el fútbol le regaló la oportunidad de escapar por un tiempo de su trágico destino. Jugó tres mundiales con la selección de Brasil (Suecia 1958, Chile 1962 e Inglaterra 1966) de los cuales ganó dos, algo que ni Messi ni Cristiano Ronaldo lograron todavía. En el de Chile, fue elegido de manera unánime el mejor jugador del torneo.

De él decían que era un débil mental no apto para juegos colectivos. En el examen psicofísico que se practicaba a los jugadores para competir en aquél mundial de Suecia, Garrincha obtuvo 38 de los 123 puntos necesarios. Tal vez alguien fraguó los papeles porque Garrincha viajó, jugó y fue campeón del mundo junto a Pelé aunque nunca supiera contra quién jugaba. Cuando Brasil ganó esa final en Estocolmo, preguntó qué pasaba, por qué había tanto festejo. Dicen que cuando le avisaron que el mundial había terminado y que eran campeones del mundo, se enojó porque quería seguir jugando a la pelota. Adicto al tabaco y al alcohol, tuvo catorce hijos de distintas esposas y amantes. Una de ellas, Rosângela Santos, ahora llora sobre lo que fue la tumba de su padre y dice sobre la desaparición de sus restos: “Mi papá no merecía esto”.

En octubre Garrincha cumpliría 84 años y el actual intendente del pueblo donde nació Garrincha, Rafael Tubarão, creyó que era una buena oportunidad para homenajearlo. Habló con la gente del cementerio para saber la ubicación precisa del nicho donde estaba enterrado porque quería construir allí un monumento. Fue ahí cuando se descubrió que los restos de Mané Garrincha no se encontraban en el lugar donde se habían enterrado y que tampoco existe ningún documento sobre una supuesta exhumación que, aparentemente, ocurrió hace unos diez años.

Diarios, historiadores y memoriosos dicen que Garrincha murió de alcoholismo, pobre y solo, a los 49 años, el 20 de enero de 1983. Que su velatorio fue en el estadio Maracaná, en Río de Janeiro, y su ataúd cubierto con una bandera del Botafogo, club en el que debutó profesionalmente. Sobre la piedra de mármol que cubrió su cuerpo todos estos años, reza la frase: “Aquí descansa en paz aquél que fue la alegría del pueblo”.

Pero ahora resulta que no está donde todos creían que estaba, ahora resulta que no descansa. Parece una broma macabra. Como si treinta y cuatro años después de su fallecimiento, el ángel de las piernas torcidas volviera a hacer una gambeta, esta vez a la muerte y al olvido. Me lo imagino escapándose del cementerio con su andar arqueado, metiéndose de nuevo en los andurriales donde creció mientras alguna pelota de fútbol pide por sus pies descalzos; me imagino un tercer tiempo regado de samba y aguardiente, en algún bar al paso entre amigos humildes que jamás le creyeron a la muerte. Si alguien lo busca, que busque por ahí. El mito ha resucitado. Ni la muerte pudo retenerlo.

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