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¿Encontraré a la Maga? Cuántas veces había leído Rayuela desde mi pieza en la calle Congreso fascinado por el amor atormentado de la Maga y Oliveira, esos personajes entrañables a los que Cortázar dio vida en la novela más atrapante que yo haya leído jamás, publicada por primera vez en junio de 1963, hace exactamente cincuenta años.
La edición que yo leí era una barata editada por Clarín y Alfaguara, que me regaló mamá, y que al llegar al capítulo 56 se partía en dos como un pan crocante recién salido del horno. Había que ser un poco malabarista para retener las hojas que se salían y volaban por los aires al dar vuelta alguna de las 781 páginas del libro, y no perder el hilo de la cuestión. Esa edición, de tapa naranja con letras negras, es la que todavía tengo en mi mesa de luz y que cada tanto, antes de dormir, agarro para leer algún párrafo al azar que me haga olvidar un poco de la rutina devolviéndome a ése París donde transcurre gran parte de la novela.
No recuerdo cuántas veces leí Rayuela pero sí la primera vez. Tenía 20 años y desde entonces siempre quise ir a París. No para ver la torre Eiffel, ni subirme al Arco del Triunfo, ni mucho menos para entrar al Louvre; yo quería ir a París para ser Oliveira, el mismo de Rayuela, el argentino que cruzó el charco hacia París en los años 50 sin saber muy bien para qué, andando sin buscarla pero sabiendo que andaba para encontrar a la Maga (uruguaya, había ido a París sin una moneda con la intención de estudiar canto) saliendo de un café de la rue du Cherche-Midi, donde cruzarían unas primeras palabras y acabarían después en otro café del Boulevard Saint Michel donde, entre dos medialunas, se contarían un gran pedazo de sus vidas.
Yo quería bajar por la rue de Seine, atravesar el arco que da al Quai de Conti y ver si la luz que flota sobre el río es realmente de ceniza y olivo, como describió Cortázar en su novela. Y caminar un poco más hasta el Ponts des Arts para distinguir la silueta delgada de la Maga, “a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua”.
Tantas veces pensé, como Oliveira, en “cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo del dentífrico”.
Pero: ¿encontraría a la Maga? ¿Realmente la encontraría? ¿Por qué buscar a personajes que no existen sino en la ficción? ¿Qué clase de enfermedad mental es ésa, Bruno? ¿Quiénes son, en definitiva, la Maga y Oliveira sino esas mujeres y esos hombres comunes que se encuentran sin darse cuenta en una ciudad cualquiera para vivir una historia de amor que nunca deja de iniciarse y que nunca acaba de morir?
Fueron muchas las noches que me vi sumergido en esos lugares, viajando con la mente y la palabra, mientras mi cuerpo estaba aquí en Tucumán. Yo sabía que alguna tarde recorrería el Parc Montsouri buscando ese barranco en lo alto del parque, cerca del puentecito del ferrocarril, donde en un atardecer helado de marzo, la Maga y Oliveira sacrificaron ése paraguas viejo, ya todo roto, que ella había encontrado en la Place de la Concorde y usado muchísimo, “sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en el metro y en los autobuses, siempre torpe y distraída y pensando en pájaros pintos o en un dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche”.
Sí, todo eso quería de París. Y de muchos lugares más que Cortázar describió con hermosura, quizás sin darse cuenta que con su novela no sólo estaba revolucionando la narrativa en lengua castellana sino también construyendo un itinerario parisino diferente del que uno puede encontrar en los mapas convencionales. Todo esto vine a saberlo mucho tiempo después, cuando me surgió la posibilidad de venir a París y hacer realidad mi fetichismo literario.
Entonces comencé a dibujar mi propio mapa: releí (una vez más) la novela, anoté cada lugar de París donde sucede algo trascendente para la historia de la Maga y Oliveira, con la ayuda de internet ubiqué en la ciudad todos esos lugares y, finalmente, emprendí mi viaje con un anotador cuyas hojas se parecían a una tela de araña que unía esquinas, plazas y calles de una ciudad desconocida de hace cincuenta años donde transcurre una novela. Ciudad, por otra parte, que ahora, medio siglo después, no sabía si encontraría.
Pero mi fetiche, del que son víctimas mis compañeros de Tucumán Zeta, también incluía, cómo no, escribir. Cuando lo conversamos con la redacción, el Pollo, alias Exequiel Svetliza, me hizo notar algo que hasta ese momento se me había escapado: este año, 2013, se cumplen cincuenta años de la publicación de Rayuela.
En ese momento me di cuenta que lo que nació como un viaje personal o como un periplo de un fetiche literario que busca en una ciudad real personajes de novela, se convirtió en un hermoso trabajo para la revista: escribir un homenaje a uno de los tantos escritores que a diario nos inspiran en la mesa chica de nuestra revista; pero sobre todo, un homenaje a Rayuela, la novela que cambió para siempre la literatura latinoamericana.
Un homenaje en primera persona, a lo Tucumán Zeta, que será publicado aquí por partes, y cuya primera entrega estás leyendo ahora. Un homenaje en el lugar de los hechos, pero no desde cualquier lugar sino desde la París de Cortázar, desde la París de Rayuela, adonde fui ahora, cincuenta años después de su publicación. ¿Encontraré a la Maga?