Compartir:
Se ven por las calles de Tucumán personas que se sientan en una mesa con amigos y se pasan las horas, las cervezas y las charlas con los ojos y los dedos clavados en el teléfono celular. Miran el aparatito cada minuto y medio y, por ahí, lo sueltan rápido y lo dejan reposar en la mesa para pispiarlo con ganas y levantarlo cada dos por tres como tostadas que se están por quemar.
No les alcanza la presencia para escuchar bien ni para opinar con juicio de lo que se hable en la mesa porque ya ni siquiera esperan que suene para mirarlo. Entre tanto programa de jueguitos y de mensajes instantáneos, han tomado la decisión de quitarle el volumen a los timbres de aviso. Pero así como el cerebro hace sentir ese vacío en la panza como señal de que necesitamos comida, parece que en los últimos meses, la cabeza de varios comprovincianos y comprovincianas ha desarrollo una alerta silenciosa, interna e insistente que sólo deja de inquietarlos cuando levantan el teléfono celular.
Yo no soy quién para decirle a alguien si está bien o está mal lo que hace. Pero cualquiera que tenga más de dos dedos de frente se dará cuenta de que hay algo que no está bien si una persona está más pendiente del aparatito ese que de lo que tenga por contar un amigo. Con el escaso tiempo con que se ven los amigos hoy.
Digo que hay algo que no está bien, pero digo mal: hay alguien que no está bien. Si usted es una de esas personas que necesita mirar el celular cada dos minutos, sepa que se está perdiendo de mucho. Se pierde, por ejemplo, de los detalles de quien está hablando en la mesa. Y mire si es una de esas historias únicas, las que se repiten cuando se encuentran los amigos, una de esas narraciones que crecen o se modifican cada vez que alguien la cuenta de nuevo. O bien, si es que alguien tiene la magia de distraerlo así de la mesa, sáquele el jugo a esa persona y que su contacto no sea apenas una conversación de palabras escritas. Por eso decídase: participe bien en la mesa o váyase con quien lo atrae tanto por teléfono. Empiece con un abrazo y un beso, una conversación genuina, cara a cara. Verá que hay mucho que no se puede decir con palabras, ni con auto fotos (mejor así, es más bonita que selfie y no contribuye a que desaparezcan algunas palabras de nuestra lengua). Y si lo que lo distrae es un juego, para la próxima vez que se siente en la mesa, cargue en su mochila el Carrera de Mente así participan todos, que para algo se juntaron. No sea tan Preguntonto.
Habrá notado que en estas palabras me refiero a cuando el celular le gana a una mesa de amigos o de familiares, porque también sabemos que la maquinita perseguidora esa se mete en el auto, a 100 kilómetros por ahora, a metros de cruzar una esquina, de donde viene otro conductor que también mira el teléfono. O se la puede encontrar en las manos de una mamá que pasea a su bebé en el coche, por la vereda despareja con saltos bruscos mientras se aproxima un cordón repentino. Y ni qué hablar de lo hace en nuestra fuerza policial ¿Usted cree que habrá algún policía que deje de guasapear para ayudar a una ancianita a cruzar la calle, por ejemplo? Mire: tampoco vamos a ser tan ilusos de pedirles a los policías la increíble acción de que conozcan a los vecinos de la cuadra o que los saluden por lo menos. Mucho es para alguien que se pasa todo el día en el Candy Crush.
Si hasta en la cama se mete el teléfono. Una barbaridad de estos años: hay personas que duermen con su pareja, pero lo último que acarician en el día es la pantalla de su celular.
Y pensar que hay quienes llaman a esto comunicación, por favor. Pero el celular no tiene la culpa porque nosotros determinamos su uso. Así como una naranja puede ser la materia prima de un dulce, puede ser también un objeto perfecto para arrojarle al referí. Todo depende del uso y de la puntería, decía un amigo que jugaba a encestar ladrillos en un aro de básquet.
Me encanta el celular. Me parece un invento maravilloso. En las últimas semanas recibí mensajes de audios que registran las primeras balbuceadas de mi sobrino Camilo que vive en Mendoza. También lo usé como herramienta de viaje para contar con fotos y textos el camino desde Tucumán hasta Machu Picchu, mediante el feisbuc. Lo uso también para mandar y recibir palabras cariñosas, para anotar ideas, para coordinar encuentros, para reírme en los grupos, para fotografiar, para lo que usamos todos. Bueno, casi todos: porque una cosa es que alguien use el celular para mandar saludos de buenos días y otra es que el celular lo aleje de las suelas de sus zapatillas.
El otro día escuché que el futbolista Juan Román Riquelme comentaba de algo parecido a esto, pero desde otro enfoque. Decía Riquelme que, cuando Carlos Bianchi habla en el vestuario, los jugadores dejan en el bolso el teléfono celular, a diferencia de cuando habla otro director técnico en estos tiempos modernos. Y que eso se debe al respeto que le tienen. Riquelme, quien debería estar en la lista de Sabella, tiene razón. Porque todo esto también tiene que ver con el respeto. Por lo menos es una falta a la amistad estar más atento al celular que a un amigo presente.
Hay algunos bares de la ciudad que pusieron un cartel que dice más o menos así: Acá no hay conexión Wi –Fi para que conversen entre ustedes, así que ya hay varios que estamos atentos a esta invasión, este retroceso del afecto entre los seres humanos.
Porque lo que está pasando es eso: por un lado el teléfono y sus nuevas posibilidades nos acercan a quienes tenemos lejos, nos ayuda a registrar momentos y a comunicarnos cuando queramos. Pero por otro, puede volvernos preso de su universo y alejarnos del presente que tenemos ante nuestros ojos. Puede sacar a alguien de una conversación entre amigos.
Imagínese un hombre corpulento de dos metros de alto, rapado, de remera roja sin mangas, cara de malo, que aparece por detrás de la mesa. Por la espalda, toma a un amigo suyo de la remera y lo levanta mientras todos continúan conversando con naturalidad. Su amigo queda suspendido en el aire, en las manos del grandote, pero para él también es normal. Bueno. Eso es lo que pasa con el celular: así lo arranca de la mesa. Que no se vuelva normal.
Hay casas donde la televisión tiene la palabra a la hora de almorzar, en el momento que se encuentran hermanos y padres. Si el celular se mete tan así en la mesa del bar, estaremos hasta las manos. Porque en los bares, paradas de colectivo, bailes, casas o donde sea que nos encontremos se hablan cosas importantes, cosas que no se dicen por teléfono.
La semana pasada uno de mis amigos míos y de mi alma, me contó cómo fue la primera noche que tuvo a su hija recién nacida en casa. Había música, poca luz y gente por todos lados, pero cuando él hablaba todo lo demás bajaba el volumen.
Bueno, eso nomás. Cuando hablo de lo hermoso de la vida, a esas conversaciones me refiero, al otro extremo del mensajito de texto.