Una bala asesina cruza el pasillo

Crónicas de Acá

Una bala asesina cruza el pasillo

En la víspera de la Nochebuena de 2016,  un policía le disparó a un joven desarmado. Miguel Reyes Pérez falleció veintitrés días después. Una historia de marginalidad y gatillo fácil.

¡Llamen una ambulancia! El clamor se cuela entre el llanto de niños y el griterío de unas mujeres. En el pasaje Belisario López 900 un joven de 25 años se desploma sobre el pavimento caliente. Tiene un impacto de bala de goma en el rostro, a la altura de la ceja derecha. La ambulancia no llega. No llegará nunca. La humanidad de Miguel Reyes Pérez se escapa en silencio, a las sombras de una ciudad que se prepara para recibir la navidad. Son las cuatro de la tarde del sábado 24 de diciembre de 2016. Un policía le acaba de disparar a un joven desarmado.

-No tengo nada oficial, revisemé, si ya me ando portando bien. ¿Qué no me ve que ando hilacha?- vocifera Miguel aquella tarde excesivamente calurosa, cuando dos oficiales de la policía lo requisaron y le quitaron una pipa.

Se escucha un disparo seco. El oficial Mauro Navarro recibe la orden de su compañero, Gerardo Figueroa y respondió al instante: levantó su itaka y apretó el gatillo. El cuerpo flaco, flaquísimo de Miguel Reyes está tendido en el piso, a menos de veinte metros de su casa. Una posta de goma le impactó en el rostro y ya caído y sin posibilidad alguna de incorporarse lo remataron de un culatazo. Corrió por su vida a lo largo de un pasillo angosto y fue ultimado a poco pasos de su casa. Los vecinos arrastraron el cuerpo moribundo hasta el interior de la camioneta de la policía y lo dejaron caer sobre las piernas de Verónica, una de sus tres hermanas. Desde allí, Verónica viajó hacia el Hospital Ángel Padilla con su hermano ensangrentado y un policía apuntándole a la cabeza con una itaka.

Miguel había firmado su sentencia de muerte un tiempo antes, cuando se negó a robar para la policía.

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Cuando llegaron al Hospital, ingresaron a Miguel a una sala de operaciones.

-Perdió la vista de un ojo producto del disparo, pero tiene un fuerte golpe en la cabeza que complica su situación-, le dijo un médico a la familia. Al día siguiente Miguel fue trasladado a la sala de terapia intensiva del Sanatorio Luz Médica. Allí luchó por su vida hasta el mediodía del lunes 16 de enero, cuando finalmente falleció. Diez días antes había cumplido 26 años.

Son las 11 de la mañana del martes 17 de enero. Una compañera nos da la noticia: Miguel ha fallecido. Conocíamos el caso por un video que circulaba en las redes sociales donde se lo ve sangrando en el piso. Al lado de él está su hermana Verónica y una decena de vecinas gritando. Los policías Navarro y Figueroa aparecen tratando de alejar a las mujeres del cuerpo moribundo. Cerca del mediodía de ese martes llegamos a la casa de la familia Pérez. A un costado de la puerta de entrada hay un cúmulo de cajas de cartón de frutas y verduras. La familia se dedica a la venta frutihortícola, su medio de subsistencia. En el pequeño dormitorio matrimonial se encuentra el ataúd donde descansa el cuerpo sin vida de Miguel. Todo un barrio lo llora.

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-Tengo ganas de tirar todo a la mierda.

Ana Elizabeth Reales suelta el pensamiento en voz alta la mañana de un lunes soleado, sentada en un banco de la Plaza Independencia bajo la sombra del naranjo que la cobija. Son las 10 y acaba de llegar a la plaza. Apenas saluda en voz baja y se sienta. Revisa los bolsillos de su campera y con algo de dificultad saca un pañuelo con el que se cubre el rostro. Llora.

Es el lunes 16 de junio y se cumplen cinco meses del fallecimiento de Miguel Reyes Pérez, uno de sus siete hijos. Debajo de su campera viste una remera blanca con la imagen de Miguel y la leyenda justicia por Reyes

-Yo no lo voy a negar, mi hijo tenía antecedentes, pero era adicto y me lo mataron como un perro-, rezonga.

Ana es algo robusta, baja de estatura. Cara ancha, piel trigueña y cabello corto; mirada penetrante y sonrisa cerrada. De sus pómulos marcados nacen dos surcos que culminan en las comisuras de sus labios. Tiene manos grandes y usa anillos en casi todos sus dedos. Es fanática de La Mona Jiménez y los mates dulces.

Aquel 17 de enero, el día del velatorio, fue mi primer contacto con la familia de Miguel. Tardé unos días en enterarme que Reyes no era apellido, sino un sobrenombre que llevó desde niño.

-Miguel nació un 6 de enero, día de Reyes, por eso yo le puse Reyes de apodo-, me contó Ana una tarde en el patio de su casa, mientras me cebaba mates.

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Mauro Navarro y Gerardo Figueroa son oficiales de Patrulla Urbana. Aquel 24 de diciembre prestaban servicio en la Comisaría Cuarta de San Miguel de Tucumán. Esa tarde un operario de la Compañía de Circuitos Cerrados denunció el robo de sus herramientas de trabajo en el Barrio San Cayetano. Desde hace tiempo, Navarro y Figueroa hostigaban con frecuencia a Miguel y a sus amigos. -Te vamos a empapelar- era la amenaza recurrente con la que los policías obligaban a Miguel y a otros chicos del barrio a robar celulares y entregar dinero, de acuerdo a testimonios de familiares y vecinos. Empapelar un chico significa detenerlo, trasladarlo a la comisaría y armarle una causa por contravenciones. Esta metodología perversa es utilizada con frecuencia por la fuerza policial en señal de represalia contra aquellos jóvenes que se niegan a ser requisados o a robar para la institución.

Miguel delinquía, y la relación hostil con sus verdugos se tornó una cuestión personal. Los policías castigaban con saña a Miguel cada vez que se cruzaban en una esquina. Cuando lo encerraban en la comisaría cuarta la rutina de torturas se repetía una y otra vez. Ana recuerda una en particular, una de las tantas veces que cayó: primero le aplicaron corriente eléctrica en los testículos con una picana, después le echaron detergente en los ojos. “Una vez que lo fui a buscar a la comisaría no podía caminar, andaba así (hace un gesto con las manos), con las piernas abiertas porque lo había picaneado”, recordó Ana una tarde bajo la sombra de la morera de su casa.

 

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El 19 de enero, tres días después de la muerte de Miguel, abogados de la ONG Andhes (Abogados y Abogadas del Noroeste Argentino en Derechos Humanos y Estudios Sociales) presentaron la denuncia en sede penal. La misma ingresó en la Fiscalía III a cargo de María del Carmen Reuter. Al finalizar la feria, la denuncia recayó en la Fiscalía X, que tiene fiscal subrogante. Mauro Navarro, el oficial señalado como el autor del disparo, fue imputado por homicidio agravado el 18 de mayo. Navarro tiene además una orden de restricción de acercamiento al barrio. Por su lado, Gerardo Figueroa fue imputado por el mismo delito el 8 de junio y el martes 13 prestó declaración en Tribunales Penales.

-Se trata de una ejecución extra judicial en la medida en que intervienen agentes de seguridad del estado. Hay un uso de la fuerza que es desproporcional, irracional e ilegal. Desproporcional a la resistencia que ofrecía Miguel Reyes; irracional porque no hay ningún objetivo que justifique un accionar de estas características e ilegal porque el uso de la fuerza bajo determinados parámetros y aspirando a determinados objetivos tiene una razón de ser, pero en este caso no- dijo en un programa de televisión local Florencia Vallino, integrante del cuerpo de abogados que litiga en el caso.

De acuerdo al último informa anual de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI), en Argentina muere un joven cada 25 horas en casos de gatillo fácil. Desde diciembre de 1983 hasta el mismo mes de 2016, las víctimas suman 4960. Sólo en 2016 murieron 259 jóvenes en manos de la policía. A lo largo de este año, en la provincia de Tucumán, 16 jóvenes fueron asesinados a manos de las fuerzas de seguridad. Se trata de una problemática social que afecta a los jóvenes de los barrios populares de todo el país. El estado, a través de sus instituciones, no solo persigue, hostiga, detiene y asesina a jóvenes pobres, el mecanismo es más perverso y sutil. El estado se hace de herramientas legales para justificar las detenciones arbitrarias: la Ley de Contravenciones es un claro ejemplo de ello. Con la excusa de combatir el delito, la policía realiza razzias periódicas en los barrios y detiene jóvenes por portación de rostro. Las familias son extorsionadas a pagar determinadas sumas de dinero y los detenidos son obligados a robar para la policía. Así, quedan encerrados en una trampa mortal: el estado, del que se esperan respuestas y soluciones a las problemáticas de los más vulnerables, es el mismo que actúa como garante y gestor del delito.

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El barrio San Cayetano está ubicado en la zona sur de la capital tucumana, a 15 minutos del microcentro. Un pequeño asentamiento emplazado frente al cruce de avenidas General Roca Y Sáenz Peña. Una geografía desprolija: pasillos angostos y construcciones en bloques de cemento y tablas sobre terrenos que nadie sabe dónde empiezan ni dónde terminan.

Ana vive con su esposo, tres hijos, dos hijas y cuatro nietos en una casilla de tablas y piso de tierra, cercada por una pared medianera improvisaba sobre un terreno de límites imprecisos.

A los 17 años Miguel se inició en el consumo de pasta base de cocaína, paco. La droga sintética penetró en los barrios humildes de todo el país durante la crisis económica, política, social e institucional del año 2001, que acabó con la renuncia del entonces presidente Fernando de la Rúa.

A alguien se le ocurrió que, finalizado el proceso de producción de cocaína, se podía comercializar a muy bajo costo los residuos de las cocinas para no desperdiciar nada. Así, la industria del narcotráfico logró introducir en el mercado sus desechos y convertirlos en una mercancía altamente adictiva y preciada por los jóvenes marginados del sistema: lógica capitalista llevada a los extremos más perversos.

 

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Uno nunca se acostumbra a la muerte de un ser querido. La muerte genera pánico y siempre deja la sensación de ser profundamente injusta. Está cerca y a la vez muy lejos. Nadie está preparado para morir, mucho menos para ver morir. Esta regla, que parece universal para todos los mortales, no se cumple en los barrios populares.

Allá, en los márgenes de la urbanidad, la percepción de la muerte dista mucho de la nuestra. ¿Por qué aquí, en la ciudad, las personas lloran en los velatorios? ¿Por qué se dejan caer sobre el féretro y le suplican al fallecido que vuelva al plano terrenal? ¿Por qué allá, en las villas, los velatorios se parecen más a una reunión familiar de domingo? ¿Por qué allá los velatorios son eventos cada vez más cotidianos?

En las ciudades, la vida se estructura sobre proyectos individuales y colectivos (aunque cada vez menos). Ninguno de nosotros se despierta todas las mañanas pensando en la posibilidad de morir. En mayor o menor medida, y dentro de las concesiones que nos otorga el capitalismo, planificamos nuestras vidas a corto, mediano y largo plazo. Llenamos hojas de cuadernos y agendas con actividades, pensamientos y deseos. Proyectos académicos, compromisos laborales, una futura mudanza, la posibilidad de una vida en pareja ocupan nuestro tiempo y nuestras acciones. Aquí, en la turbulencia de la rutina, nadie tiene tiempo para pensar en la muerte.

En las villas, la premura por sobrevivir se comió gran parte de la rutina de los vecinos. La vida se convirtió en una pelea por lo inmediato. El liberalismo, esa maquinaria ideológica que nos coacciona, les hizo creer a los pobres que sus vidas, su realidad, es la única posible; que ellos son responsables de su propia miseria; que lo mejor, las otras formas de vida, siempre son ajenas; que el progreso es individual y el estado nada pueda hacer por ellos.

Cuando las necesidades son básicas y urgentes resulta imposible pensar a largo plazo, porque hacerlo implica no sólo romper las barreras materiales sino también (y lo que es más difícil aún) las simbólicas.

En los barrios más vulnerables la vida se redujo al sentido más estricto de la palabra supervivencia: miles de jóvenes que se levantan todos los días pensando si van a comer; pensando como escapar de las balas asesinas de los transas y la policía. Sobrevivir.

Así, con esas condiciones materiales y simbólicas, con esa cosmovisión del mundo, resulta cuanto menos absurdo proyectar una vida digna de ser vivida.

Desde hace algunos años, la edad de inicio en el consumo de paco disminuyó considerablemente. En las zonas más vulnerables, donde la pobreza estructural asfixia a los vecinos, los chicos se inician en el consumo a los ocho años. El suicidio adolescente es el último eslabón de una cadena de desidia y abandono al que los somete el sistema.

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Martes 21 de febrero. Ana cumple 49 años, pero siente que no tiene motivos para celebrar. Acaba de inaugurar un mural con la imagen de Miguel en una de las paredes del barrio, detrás de su casa. Sobre una cocina desvencijada Verónica prepara una salsa para hacer pizzas.

Junto a la imagen de Miguel, un fragmento de la canción Madre Soltera de La Mona Jiménez refleja sin metáforas el amor inconmensurable que sentía por su madre:

 

Oh mamá, mamá, mamá

Yo te amo más que a nadie

Porque me diste la vida

Me aceptaste ignorando el qué dirán

Oh mamá, oh mamá, oh mamá

Siempre te voy a amar

Oh mamá, oh mamá

Te defiendo con mi vida hasta el final

 

De repente una vecina, escondida entre la muchedumbre, comienza a entonar tímidamente el feliz cumpleaños. Después del primer verso, los demás vecinos se acoplan al homenaje entre risas y aplausos cerrados. Ana llora sobre el hombro de una mujer. En la intimidad de la humilde vivienda se respira un aire extraño. Los hijos de Ana preparan pollos y pizzas para celebrar los 49 años de su madre, pero ella no se muestra muy entusiasmada con la idea.

A través de la ventana del dormitorio matrimonial se puede ver un cuadro con una foto de Miguel, arriba de la cama. Ana se muestra fuerte y entera, y hasta por momentos esboza una sonrisa exigida, pero todo se desmorona cuando habla de su hijo. -Cuando llegaba drogado a la casa se sentaba en mi cama, yo le acariciaba la cabeza y se dormía como un bebé. Era muy bueno, pero lo llevó la mierda de la droga-, me contó una vez.

Esta noche, como todas las noches desde aquel 16 de enero, Ana prenderá un cigarrillo y esperará paciente que Miguel cruce la puerta. Después de resignarse, volverá a su cama y se zambullirá en un sueño profundo. Mañana será otro día, una nueva oportunidad para amortiguar el dolor.

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