Compartir:
Recuerdo el cajón de la mesa de luz que había en mi habitación cuando era niño. Vivíamos en el barrio Viajantes y compartía la pieza con mi hermano Daniel. Teníamos una cucheta y como él era el mayor, naturalmente, la cama de arriba era la suya.
Desde abajo, yo tenía cerquita la mesa de luz. Antes de dormir vaciaba los bolsillos y guardaba en el cajón todo lo que consideraba importante: un boleto capicúa, un cajita de cigarrillos extraña, una calcomanía, una tapita de gaseosa, un autito sin ruedas o una bolilla japonesa. Iba a parar ahí todo lo que puede tener valor para un niño.
Algunas veces el cajón se llenaba y no podía cerrarlo. Entonces lo sacaba y lo volteaba sobre la cama. Y entre las sábanas de mi infancia quedaban desparramados objetos de distintos colores, formas y sabores (había también caramelos o bolsitas de juguito). Los miraba y me ponía a recordar de dónde los había sacado. O quién me los había regalado. O dónde los había encontrado. Me acordaba el origen de todos. Sentado en la cama, ahora me doy cuenta, reconstruía la historia de cada uno.
Me acordé de esto hace unos días, luego de leer un exquisito texto de mi amigo Sebastián Lorenzo Pisarello, quien, para su dicha, se había reencontrado con su cajón. “Encontré muchas cosas más. Entre ellas, que el pasado no es solo pasado. Es presente”, escribió en su relato.
Pensé en mi cajón y me pregunté qué contendría ahora. Me di cuenta que no sé dónde está. No me acuerdo si mi hermana María Luz se lo llevó a su departamento o si mi mamá lo puso por algún lado de la casa, adornado con flores, como tanto le gusta. Pensé que, por el pasar de los años, no tendría la misma suerte que mi amigo y que el cajón no contendría recuerdos de cuando era niño. Pensé, también, que cuando guardaba todas esas cosas tenía la misma edad de Micaela, mi sobrina, mi ahijada, mi reina. Pensé en ella. La quise cerca.
La llamé y no estaba en su casa. Se había ido a jugar. Es una hermosa sensación cuando uno le dicen que un niño no está porque se fue a jugar. Mientras la esperaba, abrí Facebook y me dieron ganas de leer la última conversación que habíamos tenido en la red social. Abrí su ventana y encontré que Micaela, con sus ocho años, había escrito: “cuando es lo de la revista”.
A mí, que tengo 30 años, que no tengo hijos, que considero que el cariño es lo más importante en la vida y que la felicidad es el único éxito de cualquier proyecto -inclusive de esta revista- esa pregunta sin signo de interrogación me hizo feliz.
Empecé entonces a subir con el cursor, a leer las conversaciones pasadas, lo que habíamos chateado antes, días antes, meses antes, un año antes, hasta el 21 de julio de 2011, el primer día que se me apareció en la ventanita del chat.
Encontré que el 23 de mayo Mica izó la bandera. Que el 25 de abril a las 7 de la tarde estaba saliendo para el dentista porque le dolía una muela. Que el 22 de marzo preparó su disfraz Hannah Montana para la fiesta de mi cumpleaños. Que el 2 de marzo le tocó sentarse en el colegio junto a su mejor amiga, Sol. Que el 23 de diciembre de 2011, me explicó que Noche Buena no es lo mismo que Navidad y que me escribió: “ya estas grandesito para no saver”. Que el 17 de octubre del año pasado nos juntamos a comer panchitos en mi departamento. Que el 14 de septiembre se pasó la tarde inventando canciones. Y así. Los recuerdos, uno tras otros, todos guardados en el archivo de nuestras conversaciones de Facebook.
También ocurre esto en la formación de Tucumán Zeta. Todo el origen está ahí, archivado, día por día, hasta hoy. Y continuará así, con este maravilloso equipo, hasta el momento que deje de hacernos felices. Pero eso le tiene que importar poco a usted, que tiene motivos más interesantes para vivir. Y yo le doy una ayuda por dónde encontrarlos, si tiene una cuenta de Facebook.
Métase en las conversaciones y espíelas una por una. Busque entre los mensajes de sus amigos, primos y compadres. Relea lo que se escribió con sus amores fugaces, eternos o fracasados. Zambúllase en los comentarios del día después de un casamiento, de un partido de fútbol o de las vacaciones. Tómese un tiempo y recuerde cuándo escribió de lejos y vea quiénes le escribieron de lejos. Y no le esquive al dolor: Anímese. Vuelva a las conversaciones tristes, las que le siguen a la muerte, a las separaciones, a los finales. Véalas hoy, de lejos, y recuerde que ya pasó, que todo pasa. Y que su vida sigue, que es una hoja en blanco lista para ser escrita.
Le digo, sin más, que tome sus conversaciones y las desparrame sobre la cama. Sáquelas del cajón y recuerde, disfrute y construya su propia historia.