Bitácora Zeta

Sobre el hombre que se enamoró en el colectivo y tuvo miedo

Da vueltas por la prensa argentina, la historia de un hombre que busca, con carteles en la vía pública, a una mujer que le gustó mucho en el colectivo, pero que cuando la vio no se le animó a hablarle. Cagón. Semejante cagón.

Amigo: deje la pegatina para gente que tiene algo más importante que buscar, un hijo, un abuelito enfermo o un cachorro que se escapó asustado. Porque si ni siquiera conoce el nombre de la señorita, qué va a saber si tiene novio, si está casada y feliz o, simplemente, si usted le importa más que un fósforo apagado ¿Ya se da cuenta de lo desubicado que anda?

Ojalá que no la encuentre. Hay que tomar nota: esto le pasó por cagón. Si se hubiera animado a hablarle la historia, ahora, tal vez sería otra. Pero no, mire bien donde está, preste atención al lugar del mundo en que se encuentra parado: usted no venció el miedo por la mujer que lo enloqueció. Sabía que esa era su única oportunidad y no se le animó. No la merece, no se ponga mal, pero no se la merece.

Voy a tratar de ser un poco más claro y más amplio en mis palabras: vivimos en el país de las mujeres más hermosas del mundo. Y por eso, quienes las pretendemos, debemos estar a la altura de la belleza de nuestras argentinas. Una argentina vale vencer cualquier miedo, una argentina vale soportar cualquier dolor, una argentina vale la maldita espera. Y esto no lo digo por usted, ni por su bien, lo digo por ellas: principalmente y antes que nada, ninguna argentina merece un cagón.

Sepa que en este país, todos los días, miles de hombres se enfrentan a ese miedo, al que usted le huyó. Lo hacen a cualquier hora del día y en cualquier lugar, porque cuando el amor te agarra de las patas no se anda fijando en el reloj. Los señores están ahí, en colectivos, veredas, teatros, bailes, bares, oficinas, son miles, muchos, les hablan, les regalan flores, las buscan, las invitan, hasta las pasan a buscar en carruajes y ninguno de ellos sale en los diarios ¿Y sabe por qué no salen en los diarios? Porque los diarios se están volviendo aburridos o se alimentan de historias patéticas como la suya y, para colmo, lo presentan como el último Romeo. Déjense de joder. Debería ocurrir todo lo contrario. Nada más urgente que la crónica de un beso, como pregona el mexicano Juan Villoro. Y lo suyo sería algo así como la crónica de un asustadito.

Ellos, los que se animan, son los que deberían ser reconocidos en la historia. Ellos deberían ocupar los pixeles de la pantalla y la tinta con que se imprime hoy su cara, sus anteojos oscuros que se quedaron en los 90 y su barbita larga. Por ellos empiezan las historias de amor, por los que vencen el miedo más importante que tenemos los hombres. Ellos son los valientes. Y usted es un cagón.

Pero no se ponga mal porque tiene la suerte de vivir en Argentina, donde, como decía el Negro Fontanarrosa, hay mujeres que cuando sonríen cambian el pronóstico del tiempo. Y tanta suerte tiene, que hay muchas. Quédese tranquilo. Guarde sus cartelitos, tírelos a la basura o mejor úselos para hacer un asado y comprenda que ya se le pasó el bondi. Sólo deténgase un poquito más y mire. Salga a la vereda y mire la belleza que nos rodea. Por Dios, amigo. En qué paraíso nos toca vivir.

No digo que uno se enamore de quien se le cruce. Digo que por este lado del mundo y en este continente, abundan las musas. Y entre tantas, habrá alguna que lo elegirá y le cantará un poquito más dulce que las otras. Ellas nos hacen creer que las conquistamos, pero no nos engañemos más: el hombre no elige nada, está preso del canto de la mujer. A nosotros nos toca actuar cuando ellas abren la ventana de su balcón. Desde ahí arriba se cepillan el pelo y entonces, a los hombres de bien, nos corresponde olvidarnos que podemos caer al abismo que tenemos bajo nuestros pies y subir, sin alas ni paracaídas que nos protejan, hacia el amor. Esa es nuestra conquista.

No hay hombre que no tenga miedo cuando se acerque a una mujer que le guste. Y de eso se trata, de vencerlo en el momento justo que aparece. Ahí está la verdad de lo que uno siente: porque pegar cartelitos días después lo hace cualquiera; mil veces más difícil es controlar esa nube de nervios que me aparece en el estómago cuando te veo, que se escabulle hasta las manos y las vuelve inquietas, torpes, que me hace temblar las rodillas y que me puede hacer caer, que me presiona los pulmones y le hecha nafta al corazón, que bombea sangre impaciente hasta hacerme tartamudear, y que yo delante tuyo, delante de esos labios deliciosos que tenés, tengo que disimular como un campeón y resumir el éxtasis de cuando te veo en una palabra tranquila y en mirarte a los ojos. Porque a la mujer que a uno le gusta, si de verdad le gusta, la tiene que mirar directo a los ojos. Y ese es otro miedo a vencer.

Verá amigo, no es mi intención condenarlo, si a fin de cuentas no escribo esto para usted. Escribo esto porque no quiero que a nadie más le pase lo que le está pasando a usted, algo que si es buena persona compartirá conmigo y estaremos del mismo lado. No quiero que alguien más ande con la desesperación que carga en el pecho ahora por no haberse animado. No quiero que nadie más se lamente por no poder volver el tiempo atrás. Por nada. A usted le pasó por una mina, pero ¿sabe la cantidad de personas que dejan pasar lo que quieren porque no se animan? Lo dice Silvio, bien clarito: “Los amores cobardes no llegan a amores ni a historias, se quedan ahí, ni el recuerdo los puede salvar”.

Porque vale mucho animarse. Vale mucho subirse a esos impulsos y dejarse llevar como si uno estuviera arriba de un carrito de una montaña rusa. Puede fallar, como todo puede fallar ¿Pero a quién carajo le importa si al animarse uno puede ganar tanto?

Y aquí le dejo algunos ejemplos de lo que puede llegar a ganar:

-Un encuentro a la madrugada que puede apurar el sol -o algo parecido- porque cuando abriste esa puerta causaste un eclipse en la esquina.
-Una habitación y el perfume de una cama y ubicarlo entre los cinco lugares más hermosos del mundo. Y estaba acá, cerquita.
-Un desconcierto: Uno puede perder la cuenta de los besos de una siesta (¿300? ¿400?), pero que a la vez se puede acordar de todos y cada uno.

Hágame caso amigo, olvídese de esa mujer que ni el nombre sabe. Ya empezó mal: las mujeres argentinas merecen historias de hombres que escalen montañas por ellas, no de hombres que les teman a ese primer encuentro tan delicioso, tan único, tan tembloroso, tan valiente.

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