Showmatch: la ficción detrás de la ficción

Crónicas

Showmatch: la ficción detrás de la ficción

Un cronista de Tucumán Zeta metido entre las luces y el flash del debut de Gladys, La Bomba Tucumana, en el programa más visto de la televisión argentina.

La ficción tiende a desbordar los estrechos límites del cuadro. Nada nuevo, lo sabemos desde que Diego Velázquez pintó Las meninas en el siglo XVII. Lo que se sale del rectángulo luminoso que contiene al mayor show mediático de la TV argentina no escapa de esa lógica donde nada es como parece y donde (a)parecer puede ser todo. Salirse del marco puede ser un viaje tan fascinante como aburrido. Ahí vamos.

Hay que estar dos horas antes del comienzo del programa en la puerta del estudio para mezclarse en la fila heteroclita que encabeza una travesti totémica susanezcamente platinada. Antes, hay que estar en una lista que nos confiere el don de espectador ¿privilegiado? Estamos y entramos. ¿Somos o seremos en la pantalla?

Adentro, el techo poblado de aparatos de iluminación y las luces incandescentes de las pantallas que hacen las veces de escenografía le dan al ambiente una atmósfera de ficción espacial. Mientras las cámaras descansan abúlicas, adolescentes arregladas para salir, cuarentonas acicaladas para triunfar y padres que acompañan a un grupo de niños discapacitados inician una pugna para acomodarse en los puestos de vanguardia. Se ubican detrás de las vallas que separan a los visitantes de los protagonistas del show. Pierdo esa primera batalla casi sin dar pelea. Me coloco en el medio de un grupo de púberes rubias extasiadas de selfies y justo detrás de los levantadores seriales de carteles. Veo poco pero me siento refugiado; al amparo de los brillos más hirientes.

Un poco más atrás, separada por otra valla, la tribuna mayor comienza a llenarse con los estudiantes secundarios que han llegado en dos colectivos, como en un viaje de egresados. El clima se parece al de la matinée de un boliche.

Ahora es momento del ensayo y está prohibido sacar fotos o filmar, no vaya a ser que se anticipe el misterio y la ficción se revele como tal. Desfilan con sus danzas bailarinas ágiles, ergonómicas. También algunos personajes que el público parece reconocer al instante: El Dipy, una tal Chechu Bonelli y la por el momento célebre y celebrada chica del clima: escultural, aerodinámica, excesiva. Tiene la ropa adherida al cuerpo como una tenue segunda piel; acaso una fina capa de ficción en una figura desnuda. El pronóstico indica un calor impúdico que contrasta con la gélida noche exterior.

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Mezclada entre todos ellos, hay alguien que, a priori, parece no encajar en el show: más petisa, más morocha, más gordita y retacona que el resto. Las carnes, enfundadas en brillo del strass, parecen prontas a desbordarse de los límites de su cuerpo. Gladys, La Bomba, se mueve por la pista con pasos más lentos y pesados que el resto, pero una sonrisa amplia y cálida le ilumina todo el rostro. Mientras, una coreógrafa repite frente a ella los movimientos como si manejara un títere. No habrá aplausos efusivos por el momento, algunos acompañarán con un gesto de fascinación y otros con indiferencia las coreografías que se repiten cíclicamente en ese show que todavía no es el show.

De pronto, Gladys ocupa el centro del set y suena un ritmo que los espectadores reconocen al instante y acompañan con movimientos que parecen un reflejo pavloviano. Lo que se escucha es la pollera amarilla y el clima ahora es festivo, con palmas y bailes espontáneos. Los cuerpos se mantendrán en movimiento el tiempo que dure la canción. Después, ella cantará un tema con Santiago, su hijo. No hay baile esta vez, pero las púberes rubias murmurarán incrédulas: “che, estos cantan bien”.

Faltan apenas unos minutos para que todo comience en miles de pantallas. Llegan al set Marcelo Polino y Moria Casán, que parece una vetusta Lady Gaga inflada con helio. También uno de esos personajes que integran los programas de chimentos y Pampita, que se ubica a tan solo a un par de metros de donde me encuentro. Me detengo en su perfil anguloso y en su figura que se me ocurre lívida, frágil, demasiado escasa en contraste con ciertas apetencias desbordadas que genera. Sin embargo, bastará apenas una de sus sonrisas perfectas para que los ríos cambien su curso natural.

Llega también una troupe de actores secundarios: Larry de Clay, El mago sin dientes, el imitador de Sandro, entre otros ignotos personajes que se formarán a un costado del escenario, como si fueran un ornamento más del decorado. Al final, aparece Marcelo Tinelli y la tribuna se vuelve un coro de gritos de admiración desmedida. No lo veré reír a cara ancha hasta tanto la imagen de su sonrisa no se replique en miles de televisores y en decenas de teléfonos , como los de las rubias que no pararán de filmar y sacar fotos.

Acaban de anunciar que falta un minuto. Hombres conectados a sus intercomunicadores acomodan a los niños que forman la primera línea del público. Son los mismos que manejarán las sucesivas acciones en el escenario conforme las fluctuaciones del rating, como si fueran operadores que especulan en alguna bolsa de valores. Ya no queda nada. Los carteles están en alto y los ánimos y las gargantas expectantes.

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Se prenden las luces. Suenan los Beatles. Durante el tiempo que las cámaras permanezcan encendidas todo será más grande, más bello, más pulcro del otro lado. De este, hay muchos que esperan que esa magia los roce aunque sea por un instante y que las pantallas les devuelvan su propio rostro dentro de un marco.

Se apagan las luces. El calor y la comodidad de esa placenta artificial nos expulsa hacia la realidad. La pesada carga del tedio me dobla la espalda y el viento fresco me cachetea. En la calle, Larry ya sin traje se parece a un colectivero y el falso Sandro carga con una mochila escolar en sus espaldas. Se aleja lento y encorvado como una sombra entre tantas otras que se pierden ahora en la vehemencia implacable de la noche. 

Fotografías: Prensa Ideas del Sur – Twitter Marcelo Tinelli

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