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Cuartetero, guarachero, tachero, con el cuero curtido bajo el sol de los rincones más picantes del ascenso, esta noche vive su partido más glorioso: la final contra River en Mendoza. Una provincia y todo el interior lo alienta: vida y obra de Gustavo Coleoni, director técnico de Central Córdoba.
Cuartetero él, guaracheros nosotros, cuando nos encontramos con el Sapo Coleoni los ferroviarios también encontramos al maquinista que supo conducirnos a una estación superior de la gloria. Nosotros sí pudimos ver la luz al final del túnel. En cien años de vida trajinamos mucha historia. Mucha ruta. Torneos del interior. Regionales. Nacionales. Mucho de esa comezón de andar. De ir a donde sea. A donde nos convocaran los campeonatos organizados por la AFA, la sangre nos empujaba sin preguntar ni medir. Y así fuimos a canchas imposibles, con climas imposibles, en las profundidades de un país mal estacionado que solo mira hacia el Río de La Plata. Somos ese andar. Nuestro humor está hecho de los ladrillazos recibidos en esas canchas, de las horas gastadas en esas rutas, de los cacheos prepotentes de canas provincianos. Pero también de los asados y el vino en caja compartidos en deshora. Y de los goles gritados lejos del pago. En los sótanos del federalismo, ahí conseguimos nuestras cicatrices. Y si bien era todo lo que necesitábamos para mantener el paso de la existencia, había algo que aún mirábamos por televisión.
Gustavo Iván Coleoni llegó a Central Córdoba en diciembre de 2016 con la misión de mantenernos en la B Nacional. No se pudo. El 30 de julio del año siguiente perdimos la categoría. Ese frío domingo, mientras miraba desde un hostel de Amaicha del Valle cómo caíamos por 2 a 1 con All Boys en Floresta, me pregunté si el Sapito se quedaría para dirigirnos en el Federal A. Esperando que sí, saludé a la Pachamama con un tinto fuerte de la casa. Él se quedó.
Acepté el desafío de venir a Central Córdoba porque creí que podía sacarlo adelante. Hicimos una campaña de sesenta puntos pero no nos alcanzó y descendimos por un punto. Los dirigentes ofrecieron renovarme el contrato y me quedé. También lo decidí porque me había quedado la bronquita de no armar mi equipo en un club que tiene mucha gente, que es muy pasional y yo me identifico con eso. Así es que pude armar el equipo y el grupo, que es mi mayor virtud como entrenador, y pudimos ascender rápidamente al Nacional B. Así es como llegué y me quedé en Central, un poco por el desafío y otro poco porque era trabajo y el trabajo siempre dignifica. Al final todo terminó bárbaro.
Como nosotros, el Sapo conoce de rutas, canchas y torneos de esa galaxia argentina llamada ascenso. De Formosa pasó a dirigir en Puerto Madryn, de Salta a Mendoza, de Tandil a San Luis. Dirigió ligas provinciales, Argentino B, Federal A, Nacional B. Lo que haya en el catálogo, él lo vivió. Sabe de postergaciones y trabajo de largo aliento. Como nosotros, se comió garrones propios del ascenso. No solo viajar en bondi “miles de kilómetros” por temporada sino también sufrir situaciones como las de Perico, Jujuy, dirigiendo a Racing de Córdoba: “La gente no nos dejaba entrar al vestuario después del partido. Y teníamos un equipo con muchos chicos de las inferiores del club, sin experiencia. Mirá si no es duro el ascenso”. Años después de ese aprieto, llegó a Buenos Aires para dirigir a Ferro Carril Oeste; de ahí, sin escalas, se vino a Santiago del Estero. Al barrio Oeste. “Sabía que iba a llegar a este club algún día” confesó. Nosotros también. Nos habíamos coqueteado en varios enfrentamientos. Nos conocíamos. Compartíamos el gen de las andanzas y el origen orillero del ferrocarril.
A mí siempre me gustó Central. Es más, en el 2012, estando en el Argentino A, había arreglado de palabra pero luego contrataron a Salvador Ragusa. Siempre que vine de visitante la pasé mal. Solo gané una vez, con Racing de Córdoba, y con gol del Negro Molina que es un ídolo aquí. Siempre me costó esta cancha. Me ganaban o me empataban sobre la hora. Una vez, con Juventud Antoniana ganábamos 3 a 1 y terminamos perdiendo 4 a 3. Los sufría mucho a Barreto y al Sacha Sáez, dos monstruos. Es una cancha muy difícil, siempre con mucha gente, y eso me gustaba.
El Sapo nació en Talleres de Córdoba, otra entidad futbolera del interior surgida a la vera de un ferrocarril. Se crió debajo de la tribuna de “La boutique”, la cancha que la T atesora en el Barrio Jardín, donde Tonito, su padre, administraba el bar del club junto a su madre Juana Victoria. Brilló en las inferiores. Fue una promesa de crack que no se cumplió por su falta de crecimiento a causa de un problema hormonal. (Sí, como el de Messi). La dirigencia de Talleres le bancó unas hormonas traídas desde Europa. También probaron con métodos más caseros: “Los profes me colgaban de la tabla de hacer abdominales, me agarraban del cuello y me estiraban en las camillas, me colgaban pesas. Me da vergüenza contarlo, pero era así.” No hubo caso. Se quedó en el metro sesenta y con sueños de fútbol en la sangre. Luego de un último intento como futbolista en Perú, volvió a Córdoba y se puso a laburar en un taxi mientras estudiaba periodismo deportivo. Aunque se desenvuelve más que bien con los micrófonos y las cámaras, la sangre le tiraba por la cancha y el vestuario. Y decidió convertirse en director técnico: “Jugué en ligas del interior de Córdoba; Matienzo de Monte Buey, Central de Río Segundo, Atlético de Río Tercero, Belgrano de La Para, Bella Vista y Las Palmas. La remaba. Y en Perú no tenía para comer, eh?! La luché en todos lados. Todo ese sufrimiento y esa batalla me sirvió a la hora de ser DT. Yo puedo mirar a la cara y decirle a un jugador lo que significa no llegar.”
– ¿Cómo definirías tu historia de vida futbolera en una frase?
– La carrera es de resistencia, no de velocidad.
Tras el descenso al Federal A, armó un equipo con jugadores de experiencia para ascender rápidamente. Trajo a Alexis Ferrero, César Taborda, Diego Jara y Alfredo Ramírez para que comandaran con su veteranía al Tren del Oeste en este tramo. Se logró el objetivo en menos de un año: el 22 abril de 2018 retornábamos a la B Nacional. El paso por el Federal A fue impresionante: 15 partidos ganados, 11 empatados y 4 perdidos. Metimos 53 goles en 29 partidos. El Sapo destiló estrategia, conocimiento y rigor. Y la siguió en la B Nacional. Mantuvo a los comandantes del equipo y trajo al Bicho Rossi, histórico goleador del ascenso. Los mezcló con jugadores jóvenes para balancear la batalla en la durísima B Nacional, donde otra vez arrancábamos peleando el descenso. La dimos en todos los frentes. Por Copa Argentina, en la temporada 2018 eliminamos a equipos de primera como Vélez Sarsfield y Tigre hasta que nos paró Gimnasia de La Plata por penales, en cuartos de final, en la cancha de Atlético Rafaela. En la presente edición del torneo, el 16 de octubre pasado superamos esa instancia ante el otro equipo platense, Estudiantes, pero ya siendo de primera como ellos. Le ganamos 1 a 0 en la cancha de Instituto de Córdoba, donde el Sapo jugó de local con sus amigos cordobeses alentándolo desde atrás del banco de suplentes. Esa barra, junto a la hinchada que se llegó desde Santiago, festejó otro paso histórico del ferroviario al clasificar a semifinales de la Copa Argentina 2019. La prensa porteña habló de sorpresa. Nosotros sentimos otra cosa: con el Sapo nos acostumbramos a meter esta clase de partidos.
“Creo que la gente vino a la cancha a ver el segundo o tercer gol de San Lorenzo, pero nosotros sabíamos a qué veníamos a esta cancha” le había marcado a esa misma prensa, una semana antes, tras golear 4 a 1 a San Lorenzo en el Bajo Flores por la Superliga. “No se olviden que somos de los equipos que más situaciones de gol generamos en el torneo” remató. Las estadísticas dirán lo suyo pero para quienes vivimos el fútbol desde el tablón y sin agenda, una buena sensación nos abraza en cada partido de Central Córdoba en su aventura superliguera. Y los hinchas del ferro sabemos de sufrimiento. Con el Sapo ya compartimos un descenso y varias batallas por el promedio del descenso en la B Nacional. Ahora también pagamos el mismo precio en esta primera incursión por la Superliga: por el sistema de promedios, ese grillete que no te deja volar, volvemos a ser presencia obligada en los últimos puestos del descenso. Zorro viejo, al Sapo esto no le preocupa y se saca el casete para aclararle a la prensa: “Esto es así, vamos a estar entrando y saliendo de la zona roja del descenso por todo el torneo. Lo importante es estar afuera en la última fecha. Por eso, no me pregunten más del tema.” Acostumbrados a sufrir, incluso en los triunfos, los hinchas ferroviarios nos relajamos un poco y alentamos. En la cancha, el Sapo para el equipo; en los barrios de Santiago, nosotros desplegamos los trapos y metemos la fiesta.
Central Córdoba va a quedar marcado para toda mi vida a fuego. No en todos los clubes que estuve cumplí más de cien partidos. Sólo en Santamarina y aquí. Central me demostró que los sueños se hacen realidad. Y que el que persevera triunfa. Me dio la chance de ganar dos finales cuando venía de perder cinco. Ahora voy por la octava y nada menos que contra River Plate. Central es ese lugar en el mundo donde Dios me puso para saber que los sueños se hacen realidad.
Tras el último penal errado en Rafaela en cuartos de final de la Copa Argentina del año pasado, volvimos a casa en bondis llenos de nosotros: con otro paso histórico cargado en la mochila. Como quien pisa la luna y de a poco empieza a enterarse de ello. Pero sabíamos que la pelea más importante estaba todavía abierta: zafar del descenso en la B Nacional. El Sapo, ya uno de los nuestros, afiló el lápiz. Cerramos el año con tres triunfos en fila, salimos de zona roja y encaramos el 2019 con otro panorama. Como un tren, pasamos estaciones sin dar marcha atrás. El Sapo conduce. Otea el horizonte, huele sangre. Clasificamos al reducido en la última fecha de la temporada regular. Dejamos afuera a Platense y Almagro, ganándoles de visitantes en el conurbano bonaerense. Metemos final con el gran favorito: Sarmiento de Junín. También en pago ajeno, Junín, la tierra natal de Eva Perón, cerramos este tramo de la historia: el 8 de junio de 2019, cinco días después de cumplir los primeros cien años de vida, Central Córdoba de Santiago del Estero gana la final por penales y asciende a la Superliga Argentina. “Miro la Superliga por televisión, la tengo en el control remoto. Y ahora tal vez yo pueda estar adentro de ese control remoto. ¿Me entendés?” había comentado el Sapo un día antes. Tras 48 años sin jugar con equipos de la élite -lo habíamos hecho en los viejos torneos nacionales-, los ferroviarios volvíamos a la escena mayor del fútbol. Al Sapito Coleoni le llevó 412 días conducir al Tren del Oeste desde el Federal A a la Superliga. Toda una hazaña. Eso que mirábamos por televisión y que habíamos soñado en una canción de Koli Arce, el ferroviario más popular:
Un gran amor como el que ves en la televisión
Sueñas con él, pides a Dios que sea tu gran amor
Para que así seas feliz y ya no sufra tu corazón
Para que así seas feliz y ya no sufra tu corazón
Koli lo repite en el estribillo. Y para que no sufra el corazón, el Sapo armó para la Superliga un plantel completamente nuevo. Empezó por bajar el promedio de edad por la intensidad física de la categoría. Así es que tomó la difícil decisión de liberar a los comandantes del ascenso. Todos ídolos ferroviarios. Trajo jugadores con experiencia en primera y algunas jóvenes promesas de otras categorías. Se bancó muchas críticas por eso. Tras eliminar a Vélez en cancha de Temperley de la Copa Argentina 2018, había manifestado que “el jugador de primera tiene otro biotipo.” No lo decía para resaltar la hazaña de haber superado al equipo del Gringo Heinze con uno del Federal A sino porque lo tenía claro. Como cada concepto que expresa. Los nuevos jugadores fueron conociéndolo con el paso de los partidos y se amoldaron a su forma de sentir el fútbol. El Kily Vega, nuestro héroe local, capitanea y Meli, el Yacaré Nuñez y el Ruso Rodríguez interpretan con su experiencia. Intensidad, compromiso y despliegue con buen pie es lo que el Sapo pregona. Ya lo sufrieron consagrados como el Chacho Coudet, el Ruso Zielinski y Juan Antonio Pizzi. No se casa con los sistemas ni con los apellidos. Estudia y exige como el gran estratega que es. Eso lo convierte en uno los técnicos más rigurosos de la nueva generación. En medio del humo de la élite futbolera, la prensa porteña empieza a descubrirlo y su personaje se los va ganando de a poco.
La semifinal de Copa Argentina se jugó en La Rioja el 14 de noviembre a las cinco de la tarde. Los 40˚ de calor agregan locura a la programación. El Lanús del legendario Pepe Sand es el rival y el historial sentencia que nunca le ganamos. Nos venimos cruzando desde el Nacional B de los ochenta y nunca rescatamos más que un empate. Como ese 1 a 1 de local en el barrio Oeste, bajo una lluvia torrencial y jugado en un barrial tan hermoso como prohibido por la corrección impostada que hoy gobierna el fútbol argento. No como este calor riojano modelo siglo XXI que es tan pintoresco para la tv y sus titiriteros. Cargando con nuestras cicatrices, fuimos a la tierra de Felipe Varela por otro Pozo de Vargas. Unos siete mil espíritus ferroviarios desafiamos al sol con canto y baile durante los noventa minutos. Los chorros de agua que los bomberos regaban sobre nosotros convertía todo en una escena digna de Mad Max: la lluvia nos incitaba a una danza tribal y suicida que le hacía frente a una térmica que pisaba los cuarenta y cinco grados en el hormigón. De milagro, nadie murió. Ni con el gol del Kily Vega, un cañonazo fulminante que se clavó en el ángulo izquierdo del arquero Rossi, ni con el saludo interminable del Sapito Coleoni que, como un ídolo cuartetero, salió dos veces del vestuario a pegarse de nuestro alambrado. Nadie murió pero más de un curtido lloró.
En el entretiempo les hablé a los jugadores: ‘Muchachos, hace un calor bárbaro. El que resista, gana’. Por eso lo ganamos al partido, porque resistimos y nos adaptamos mejor a ese clima tan difícil. Saber que estamos en la final de un torneo de más de cuatrocientos equipos, y más con toda la gente que nos acompañó a La Rioja, es una emoción muy grande.
Se identificó con Central Córdoba desde el primer día que llegó al barrio Oeste. Empezamos descendiendo para que el vínculo no fuera casual. En adelante, el movimiento andariego fue también comezón de felicidad. Aquél ascenso a la B Nacional del 22 abril de 2018, fue también su primera conquista como director técnico. Antes había perdido cinco finales. También nos debemos esa: compartir una primera vez.
Es casi medianoche y faltan menos de cuarenta y ocho horas para la final frente al River del Muñeco Gallardo en Mendoza. Equipo tremendo. Pido otra cerveza y trato de recordar la primera vez que mi viejo me llevó a la cancha de Central Córdoba. El recuerdo es difuso y no estoy seguro que haya sido la primera vez. Camino de la mano de mi padre por la San Martín y antes de cruzar la Colón ya escucho el murmullo de la multitud. Boca y River juegan un amistoso en la cancha del ferro. Es de noche y las copas de los árboles de la plaza Absalón Rojas brillan. Entramos a la platea y tratamos de ubicarnos en una tribuna tubular armada especialmente para la ocasión. No podemos, la multitud lo impide. Entre los cuerpos apretujados al alambrado, apenas pude vislumbrar un par de camisetas que pasan fugazmente. El mozo deja la cerveza en la mesa y un mensaje de voz entra al celular. Es el Sapo Coleoni hablándome de su familia.
Mi madre es la luz de mis ojos. Si me sale laburo para ir a otro lado, lejos, por ella diría que no. Me refiero a Europa, Chile o Ecuador, lugares así. No podría estar más de un mes sin verla. Santiago me da hasta esa posibilidad de ir a verla en mis días libres. En mi familia le decimos Maradona porque es irremplazable. Mis hijos y mi nietita también le dicen así. Ella es futbolera de antes; con tantos años viviendo debajo de la tribuna de Talleres, ella sabe. Mi cábala es llamarla veinte minutos antes de los partidos y está pendiente de eso. Por ahí me preocupa un poco cuando perdemos porque a ella le hace mal y está grande ya. Pero está disfrutando mucho todo esto, igual que mi viejo. Fue un largo camino el mío. Hoy charlaba un poco con él y me dijo: ´Nunca te lo quise decir pero yo sabía que de una u otra manera con el fútbol ibas a vivir esta alegría.´
No se olvida de nombrar a sus hijos Emanuel Iván, el Mono, y Franco Giuliano, padre de su nietita María Pía, la Pipi, y a una persona “muy importante” en la familia, su hermana Viviana Roxana, quien fue “el sostén de mi familia cuando tuve que irme por mi trabajo y que también hoy se ocupa de mis viejos.” Es el mundo con el que se rodea cuando Central Córdoba le da un respiro.
Para nosotros es el más grande técnico de nuestra historia. El gran Sapo del Oeste. Uno que parece salido de las lagunas de Cantarrana, a donde nuestros padres se escapaban de nuestras abuelas para darse un chapuzón en plena siesta santiagueña. De esa clase de travesuras está hecha su ilusión: “No podemos privarle al hincha de soñar. Que sueñen, que disfruten, que se chupen” nos recomendó. Y en eso andamos, gracias a él y a sus equipos, embriagándonos hace tiempo.
Yo resistí. Perdí cinco finales, gané las últimas dos y ahora voy por la octava. Cuando le ganamos a Lanús fue una emoción muy grande. Jugar una final de un torneo de AFA con Central Córdoba de Santiago del Estero, equipo recién ascendido, es algo indescriptible. Es como el nacimiento de un hijo, no lo podés contar ni describir. ¡Te pasa! Es una sensación única de satisfacción que te lleva a mirar atrás. Ojalá el viernes pueda ser igual o mejor.
Miro atrás. Las líneas del asfalto se desdibujan en la velocidad que las devora. Estoy camino a Mendoza. Resistir es un largo camino.