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Un sanador de habilidades legendarias en Los Córdoba, una comuna rural a noventa quilómetros al sur de San Miguel de Tucumán, y un viaje que comienza con un dolor.
Para ir a lo de Brizuela hacemos unos cinco quilómetros al sur por la ruta 38 y nos desviamos a la izquierda por un camino de tierra que atraviesa fincas de caña de azúcar. En esta zona de Tucumán la cosecha y molienda de la caña – la zafra – terminó hace pocos días. En algunos campos se ve la mancha verde de algún rebrote, pero el resto es gris y polvoriento, producto de una sequía de meses. De vez en cuando cruzamos alguna construcción: un almacén, un galpón que protege un tractor desarmado, una casa con rosales secos en la puerta. Por ahí otra camioneta pasa en dirección contraria, hacia la ruta. Falta media hora para las cuatro de la tarde, pero hacemos bien en ir temprano, me dice mi hermano. Va gente de todas partes, se llena. Y cuánto habrá que pagarle, le pregunto. Es a voluntad, me dice. Piensa un momento; saca su celular y marca. “Che Gordo”, dice, “¿sabés cuánto es la voluntad para Brizuela?”. Cuelga. Treinta pesos, más o menos, me dice.
Encontramos un desvío con un cartel pintado de rojo que dice “A la capilla de la Virgen”. Hacemos unos cien metros por ese camino y llegamos. Hay un sendero flanqueado por árboles; un patio de tierra de unos treinta metros de lado con una higuera enorme al medio. A mano izquierda, una construcción de material a medio hacer, con una especie de torre de ladrillos al lado –la capilla, me indica mi hermano–; a mano derecha, cuatro ranchos de adobe con techo de chapa en diverso estado de deterioro. Todo el predio está rodeado de campos de caña de azúcar. Estacionamos la camioneta detrás de un auto en el que dos personas escuchan la radio; debajo del árbol hay una mujer de unos sesenta años, y más adelante una pareja en una moto. Una oveja camina entre la gente, pasa bajo la higuera y se para en dos patas, como un perro, para morder las hojas más bajas. La sequía, me dice mi hermano. No tiene qué pastar.
Cinco minutos después de las cuatro un hombre de pantalón negro y camisa blanca pasa por detrás de los ranchos; un rato más tarde se escucha “pase nomás”. La mujer del árbol se levanta, camina lentamente hasta el rancho más cercano, que está a unos metros del patio, y entra. Cerca de las cinco ya entraron los de la camioneta –cada uno por separado – y la pareja de la moto – los dos juntos–. A las y cuarto salen, arrancan la moto y se van levantando una nube de tierra. “Pase”, escucho. Dudo un segundo, me levanto y voy.
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El viaje que va a llevarme a esa puerta comienza a gestarse un par de años antes, con un dolor. Un dolor como una aguja en la boca del estómago, que me aparece luego de un viaje por trabajo a México y que ya no se va. Un dolor que me lleva por clínicas y especialistas, que requiere exámenes que van desde lo inocuo a lo intolerable, que me obliga a tomar drogas que no ayudan y cuyos efectos secundarios suelen ser peor que los síntomas. Un médico me dice: no se preocupe, esto es un problema funcional. Otro me dice: no se preocupe, de esto usted no se va a morir. Cuando estoy resignándome a que voy a convivir con ese dolor por los próximos cuarenta o cincuenta años, hablo con mi hermano, que me dice (y es casi una orden): “tenés que venir a verlo a Brizuela”.
Brizuela es un sanador de habilidades legendarias que atiende en su casa en Los Córdoba, una comuna rural de Tucumán ubicada a noventa kilómetros al sur de la capital y a diez de Aguilares, la ciudad donde nací y donde aún vive mi familia. Hace años que escucho hablar de Brizuela en mis visitas a Tucumán: se dice que es infalible diagnosticando y que puede curar cualquier cosa. Pero la sola idea de poner mi salud en manos de un personaje como este me causa una desconfianza y un temor enorme, que disimulo con una risa y una respuesta irónica. “Te digo en serio”, responde mi hermano. Un par de meses después algo que como o bebo desata una crisis y por unos días el dolor es casi insoportable; el gastroenterólogo que estoy viendo en ese momento – el cuarto o quinto desde que comencé con este problema – me impone una dieta espartana cuyo único efecto es hacerme bajar un kilo en una semana. Hablo con mi hermano y él insiste: “es un hombre grande, cualquier día de estos deja de atender, o se muere, y vos te vas a quedar pensando si te podría haber curado. Te vas a quedar con la duda“, me dice, y es esa la palabra que germina y crece mientras el dolor me mantiene despierto. Al otro día compro un pasaje y llamo para avisar que voy.
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Llego a las diez de la mañana; el sol pega con fuerza en la terminal de ómnibus de San Miguel de Tucumán, que bulle con el trajín del sábado. Subimos al auto de mi hermano y en minutos estamos cruzando la provincia hacia el sur por la Ruta 38, que atraviesa campos amarillentos y secos. La cosecha de la caña de azúcar –la principal actividad económica de Tucumán– está casi terminada, pero en la ruta hay todavía decenas de carros tirados por tractores que llevan su carga de caña a los ingenios. Los tractores, cuyas luces en general no funcionan, marchan con sus rastras de carros a veinte kilómetros por hora y generan tras ellos colas de quince o veinte vehículos; en cuanto hay una chance los autos pasan por la izquierda, por la derecha, por la banquina. Haciendo un alarde de ingenio los medios tucumanos bautizaron a la 38 como “la ruta de la muerte”, debido a la cantidad de accidentes fatales que se registran aquí cada año; un sinnúmero de cruces y pequeños santuarios esparcidos al costado del camino marcan los lugares de los choques. Una nueva traza de la ruta, paralela a la vieja y en la que no se permite la circulación de tractores y carros cañeros, se abrió en el 2010; las estadísticas de accidentes fatales de tránsito en Tucumán siguen siendo más o menos las mismas (unas 240 muertes al año en promedio), pero el viaje al sur se acortó casi a la mitad.
Esa misma noche se organiza un asado en la casa de mis padres para recibirme, y yo invito algunos amigos. Hace calor. Por el quincho desfilan botellas de vino, costillas doradas que escurren grasa y jugo sobre tablitas de madera. Ya tarde, después de la comida, comento que voy a ir a verlo a Brizuela y la discusión se arma inmediatamente –una discusión apasionada, en la que cada una de las ocho personas que todavía se sientan a la mesa a esa hora tiene una opinión fundamentada–. Los que creen en los sanadores cuentan cómo se hicieron curar dolores de cabeza persistentes, problemas en los riñones; los que no creen conocen nombre y lugar de atención de más de un sanador. La cuenta entre escépticos y creyentes es pareja. Brizuela es el celebrity local de la sanación y sobre él, es evidente, se sabe mucho: me cuentan que por su casa pasan decenas de personas todos las semanas; que se dice que ha curado a cientos de personas; que a alguna gente que no puede llegarse hasta ahí la ha tratado y diagnosticado a distancia mediante cartas o fotos –eso sí, para que en estos casos la cura funcione hay que tener mucha fe–. Brizuela es devoto de la Virgen; con el aporte de sus pacientes está construyendo en su casa una capilla en la que todos los años organiza una multitudinaria celebración mariana.
Con respecto a su eficacia hay opiniones diversas: para algunos Brizuela es el mejor; para otros no hay como un curandero que atiende en La Tipa, un pueblo vecino, al pie de la montaña. Alguien me dice que si realmente quiero curarme tengo que ir a ver a un hombre que vive en Simoca, que atiende sólo por recomendación y estrictamente con turnos. Si querés yo lo llamo y te recomiendo, me dice, te dará turno para dentro de un mes más o menos, porque la gente lo busca mucho. Después se sirve vino hasta el borde del vaso. Yo tomo agua mineral.
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En el interior de Tucumán el sanador es una institución, parte de la cultura popular. Las madres llevan a sus hijos a curarse del empacho o de la ojeada con absoluta naturalidad; si alguien se tuerce un tobillo jugando al fútbol no es raro que la primera opción sea hacerse “acomodar el hueso” con un curandero. Los pacientes de los sanadores provienen en su mayoría de las clases bajas; las clases medias y altas también los visitan, aunque con menor frecuencia. Los primeros parecen ser llevados al sanador por la tradición y la costumbre, los segundos por la falta de soluciones en el sistema médico, aunque también por la fascinación que causan los testimonios de los curados.
Los sanadores han tenido una relación cambiante con el estado: en la época de la colonia y durante las décadas posteriores a la independencia el curandero o hábil era en general la única alternativa de atención médica para las clases populares, y era en consecuencia aceptado como practicante de un oficio útil y necesario. A fines del siglo XIX y principios del XX, y bajo el influjo del positivismo reinante en el mundo y en el país, se crean en la provincia los primeros hospitales modernos y el Consejo de Higiene Pública, un organismo estatal con amplias competencias en el naciente sistema de salud. En la misma línea, se reforma en 1900 y en 1915 el marco que regula la medicina, y se permite ejercerla solo a aquel que tenga un título habilitante expedido por una universidad nacional. Los curanderos y sanadores pasan a ser perseguidos: el Consejo recibe denuncias (mayormente sobre la actividad de parteras), impone multas y castiga con severidad a los reincidentes. Con la masificación del sistema de salud moderno que se da en la primera mitad del siglo, y la proliferación de hospitales públicos durante el primer y segundo gobierno de Perón, el sanador pasa a ser un personaje marginal, si bien siempre presente. Cerrando el círculo, la legisladora tucumana Marta Zurita propuso en el 2013 un proyecto de ley (que hasta el momento no prosperó) para incorporar a los sanadores al sistema de salud público.
Los seguidores fieles de algún sanador encaran a los que dudan con una actitud proselitista. “Brizuela te va a curar, seguro, vas a ver” me dice Camila, que trabaja como empleada doméstica en una casa de Aguilares y me conoce desde chico. “A mí me curó del asma”, dice. “O sea, me dijo que mi asma era nervioso, que no se me iba a curar nunca. Pero me dio unos yuyos para tomar y ahora estoy de diez”. Algunas experiencias que se cuentan llegan a lo sobrenatural. Guillermo, capataz de una finca cañera de la zona y fiel seguidor de Brizuela, se lastimó un hombro y estaba tan dolorido que no podía salir de la cama. Decidió enviarle un mensaje con un conocido que iba a hacerse curar; el sanador le respondió que le envíe una foto y así, con la imagen, lo diagnosticó y le indicó el tratamiento. Ahora, me dice, está perfecto.
Fuera del núcleo duro de los médicos, es difícil encontrar personas que estén en contra de la práctica de la sanación. Los escépticos mantienen una actitud neutral, que no aprueba ni condena; una puerta entreabierta. Eduardo, un ingeniero agrónomo de unos cincuenta y cinco años, toma un sorbo de vino y me cuenta su experiencia con Brizuela. Hace unos años, dice, su mujer estaba con un problema en los bronquios que no se le iba. Un colega del trabajo le recomendó ir a Brizuela; Eduardo y su mujer, cuyo problema no mejoraba, decidieron hacer la visita. “Cuando entramos nos sugestionamos un poco, por la oscuridad y todo el santerío que tiene a la vuelta, y por esos ojos de sapo que te miran como si te vieran por dentro”, dice. Hasta ahí cuenta la historia bastante serio; luego toma otro trago de vino y, ya con una sonrisa en el rostro, sigue. “Resulta que el tipo la mira a Mary y le dice usted está mal del estómago, y ella dice no, estoy bien, entonces Brizuela le dice usted tiene muchos dolores de cabeza, y ella realmente no, para nada. Estuvimos así un rato largo, el tipo diciendo algo que no tenía nada que ver y Mary diciéndole que no era eso. Al final nosotros lo ayudábamos porque ya estábamos todos incómodos, pero ni así. Le dejé unos pesos y salimos porque ya no nos aguantábamos la risa”. Pero fuiste a verlo, le digo. Claro, me responde, mirándome sorprendido, como si le hubiera dicho una barbaridad. Claro, repite, fui por las dudas. ¿Cómo no voy a ir?
Camila insiste: me dice que vaya y haga lo que Brizuela me diga. “Total, esas cosas que te da no te pueden hacer mal, son solamente unos yuyos. Lo importante es que vos creas. Que tengas fe”.
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Hay una puerta baja, por la que uno tiene que agacharse para pasar. No hay ventanas; sólo un tubo fluorescente en la viga del techo a dos aguas, que no debe tener más de dos metros y medio de alto. Brizuela, vestido de camisa blanca y pantalón oscuro, está sentado frente a una mesa que está justo a la mitad del rancho. Es una única habitación de tres por tres metros. El piso es de tierra; las paredes de ramas cruzadas con caña tacuara. Además de la mesa, hay al fondo de la habitación un mueble con varias imágenes de la Virgen y otros santos, estampitas, rosarios y algunas flores. Brizuela me hace un ademán para que me siente en la silla que está frente a la suya, del otro lado de la mesa. “Qué le anda pasando”, me dice. Es bajo; tiene el pelo blanco y la cara oscura, curtida y arrugada; los pocos dientes que le quedan en la boca no están sanos. Imagino que debe tener alrededor de setenta años, aunque es difícil estimar la edad de la gente que vive en el campo tucumano. Sonríe levemente, como un buda. Y los ojos: claros, casi transparentes, escondidos tras unos párpados caídos. Recuerdo la mirada vengativa de una gitana que maldecía a su pareja en la puerta de mi casa cuando yo tendría unos cuatro o cinco años; me siento súbitamente desprotegido, indefenso. Dudo, estoy a punto de irme; le digo que antes de contarle sobre mi problema me parecía importante decirle que soy escritor y que quiero conversar con él sobre lo que hace, si no es hoy mismo el día que él pueda.
Sin preámbulos, como si le hubiera dado pie para que entre en escena, Brizuela comienza a hablar: describe la construcción de la capilla, relata las dificultades para hacer llegar energía eléctrica hasta su casa. Dice que estudia mucho; saca de un cajón debajo de la mesa una fotocopia anillada del código civil, un volumen del código penal, un diploma que lo acredita como benefactor en un curso de parapsicología. Habla sin pausa, saltando de un tema a otro, como si hubiera estado esperando mucho tiempo que alguien viniera a hablar con él de algo que no fuera el remedio para un problema. Después de varios intentos logro preguntarle sobre su oficio.
“Yo hace veinte años que trabajo aquí”, dice, y asegura que atiende a todo el que llegue y que jamás pide dinero: cada persona deja lo que quiera o lo que pueda, según le parezca. La impresión es que Brizuela no hace lo que hace por dinero: todo en el lugar – el rancho, su ropa, los pocos muebles – son de una humildad extrema. “Aquí viene gente de todos lados a que los atienda; de Tucumán, de Buenos Aires, de Córdoba, de Bahía Blanca han venido. Me viene a ver gente que nadie le puede encontrar el problema y yo les digo, usted tiene tal cosa y va a hacer esto para curarse, y se curan”. Brizuela dice que va a verlo gente de todos los estratos sociales y profesiones. “De vez en cuando me han venido a ver doctores, por cosas de pacientes, y a veces por problemas de ellos”.
Brizuela no tiene un tiempo fijo para atender a cada persona; a cada quien el tiempo que haga falta. Atiende de lunes a sábado de siete a doce y de cuatro a ocho, y los domingos por la mañana. Tiene reglas para la atención de parejas en las que se percibe un sesgo machista que es común en los tucumanos. “Yo los atiendo de a uno”, dice. “Primero que pase el hombre y después la mujer. Porque yo cuando los veo entrar, ya me doy cuenta si uno le anda a la espalda del otro; les digo y se pelean aquí mismo. Y a la mujer cuando entra, la veo y ya sé qué ha andado haciendo. Hay mujeres que vienen y les digo ¿qué le vas a decir a tu hijo cuando te pregunte quién es el padre? Por eso muchas mujeres no quieren venir con los maridos, vienen solas.”
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Curiosamente, en las charlas tucumanas sobre sanadores se debate su efectividad, se los pondera o rechaza, pero no se habla sobre el potencial peligro de, como se dice por aquí, hacerse curar. Es curiosa la ausencia de una mirada crítica sobre este tema en una provincia cuyos índices de mortalidad infantil –aun teniendo en cuenta las mejoras de los últimos años– siguen estando por arriba de la media del país y donde es práctica habitual llevar a chicos (y hasta bebés de meses) a sanadores para curas que van desde el empacho y el mal de ojo hasta diarreas y estados gripales. A la excepción a esta omisión sorprendente la constituyen, desde luego, los médicos. Un traumatólogo del Hospital Padilla, de San Miguel de Tucumán, recibe frecuentemente casos de personas que después de un golpe que duele y se inflama van a sanadores a “hacerse masajear”, y llegan a la guardia del hospital con una fractura desplazada. Al final, estos casos se operan: los problemas traumatológicos que generan los sanadores suelen requerir solo un trabajo de reparación. En otros casos la consecuencia puede ser mucho más seria.
Para hablar de esos otros casos voy al Hospital de Aguilares, uno de los más importantes del sur de la provincia. Por el paro de los médicos del sistema de salud provincial, el hospital, que recibe pacientes de todo el distrito de Río Chico, pasó de atender cuatro mil quinientas a mil consultas por mes; Elena Abraham, su directora, está preocupada. Me cuenta la historia del conflicto y la poca perspectiva de solución (el enfrentamiento entre el grupo de médicos autodenominado “autoconvocados” y el gobierno tucumano se solucionará unos meses más tarde pero seguirá aflorando con frecuencia, fogoneado por la inflación y por las campañas electorales). Después de unos diez minutos se la ve más tranquila y comenzamos a hablar sobre sanadores y curanderos: lo que la sorprende del fenómeno es que la gente que se “hace curar” proviene de todos los niveles culturales, cuando el sentido común indica que sólo los sectores populares y con menor acceso a la educación deberían ser los consumidores de estos servicios. No hay, sin embargo, estadísticas que confirmen o refuten esta percepción.
La doctora Abraham es pediatra, y conoce el efecto de los sanadores en la población que considera de mayor riesgo. “A los chicos los llevan por cosas muy comunes, como curar el empacho, el mal de ojo y otros por el estilo. Generalmente les dan para tomar algún té de yuyos, cosa que para un adulto puede ser menor pero que para una criatura puede llegar a ser muy peligrosa”. Me cuenta algunos casos: un bebé de meses muerto, intoxicado por un té de aloe vera; criaturas con diarrea tratadas con infusiones de yerbas que terminan produciendo una parálisis intestinal. “Es común que le den hierbas a la gente pero sin indicarle como infusionar. Mucha gente hierve el yuyo en lugar de hacer infusión, y se pierde totalmente el control de la dosis”. Pero los adultos no están exentos: “hay curanderos que ven a un enfermo diabético y le indican que deje de tomar la insulina y que ponga una caña de azúcar bajo la cama; le dicen que cuando la caña esté seca va a estar curado. Y después nosotros lo recibimos con un coma diabético”. Ese es el riesgo mayor: sanadores que suspenden medicación prescripta por médicos, o que directamente prescriben medicamentos. La acción del sanador, sentencia la médica, trasciende el riesgo y se convierte en delito, en ejercicio ilegal de la medicina.
La doctora Mazocco, subdirectora del hospital y también pediatra, cree que los médicos, y en particular los pediatras, tienen que trabajar para concientizar a sus pacientes. “Sabemos que la gente va a seguir yendo a los sanadores, antes o después de ir al médico. Yo trato de que las madres no les den de tomar nada a los chicos; que vayan, que les recen, que les enciendan velas, pero que no les den nada. Y las madres aprenden”. En una experiencia en un pueblo en el pie del monte, hace unos años, se logró llegar incluso un paso más allá. “El único médico que atendía por la zona no era del lugar, y estaba solamente los días hábiles a la mañana” cuenta. En una urgencia la gente, sin otra opción, recurría a la curandera local. Cuando comenzaron a darse cursos sobre atención médica básica se logró que la misma curandera los atendiera. Ahora no receta más yuyos ni infusiones; tiene incluso sales hidratantes y sabe cómo administrarlas en un caso de diarrea.
No puedo dejar de pensar en el té de aloe vera: un líquido viscoso, fétido, que sin embargo es tomado con la esperanza con que se toma un antibiótico. Le pregunto a la doctora Abraham por qué teniendo a disposición un hospital como el de Aguilares –moderno, bien equipado, impecablemente limpio –una madre llevaría a su hijo a un curandero. La respuesta me sorprende: con el sanador se genera una relación de confianza que los pacientes no llegan a crear con el médico. En el sistema público de salud un profesional tiene que atender una persona en dos o tres minutos, cuando una consulta de calidad requiere al menos quince. Se recurre en general directamente a prescribir medicación, una solución rápida pero innecesaria en un altísimo número de casos. “El sanador, en cambio,” dice la doctora Abraham, “los escucha, y probablemente los atienda en cualquier momento”. Confianza, pienso: esa sensación de que alguien no va a engañarnos, de que va a obrar a favor nuestro. Pienso en mi peregrinaje por consultorios de los últimos dos años: debo haber tenido no menos de veinte consultas con seis médicos distintos. No recuerdo una que haya durado más de cinco minutos. No recuerdo que un médico me haya preguntado por mi familia, por mi trabajo. No recuerdo que alguien me haya dicho, o siquiera sugerido, que iba a hacer todo lo posible para que mi problema se solucionara.
Nos despedimos y de pronto la doctora Abraham se queda pensativa, como si hubiera olvidado o recordado algo. Me dice, mientras me acompaña a la puerta de su oficina, que más allá de la cuestión médica hay un pensamiento mágico en la gente, que está muy arraigado; la frase queda resonando en mi cabeza mientras camino de vuelta al centro. El hospital nuevo está en un predio ubicado en lo que hasta no hace mucho era el límite de Aguilares, sobre el camino que lleva al pueblo vecino de Los Sarmiento. El límite ha sido desdibujado por el crecimiento de la ciudad; el hospital, una sede de la Universidad Nacional de Tucumán y una multitud de nuevos barrios y urbanizaciones han ido comiéndose las canchas de fútbol y los cañaverales que marcaban la frontera entre ciudad y campo. Recuerdo haber salido en bicicleta con unos amigos, hará unos veinticinco años, por este mismo camino para ir al remanso de un río de montaña, a unos pocos quilómetros. Ese día encontré unas puntas de flecha y restos de un martillo de piedra pulida, que todavía están guardadas en un cajón en la casa de mis padres. En esta zona las reliquias de los habitantes aborígenes, descendientes de los Diaguitas y los Lules, se encuentran así, apenas moviendo un poco la tierra. Hay vestigios de esa cultura aborigen en la música folclórica local y en el lenguaje (los tucumanos decimos “chuy” cuando hace frío y “chuschar” por tirar el pelo, entre muchas otras palabras que heredamos del quechua.) Pienso que la doctora Abraham tiene razón: que de manera similar, la tradición de los sacerdotes brujos –o en todo caso, la idea de la curación como un proceso místico– sobrevive en los sanadores. Pienso también que en Tucumán ese pensamiento mágico trasciende hacia otros ámbitos de la vida cotidiana: es la única manera de explicar por qué los tucumanos, vaya a saber uno esperando qué mágico resultado, elegimos como gobernador a Palito Ortega. Y a Bussi.
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En un momento Brizuela me pregunta mi nombre y lo anota en un cuaderno anillado. Después escribe otras cosas con una letra despareja que no logro leer. Tres líneas en total; arriba hay un renglón en blanco y otras tres líneas, luego otro blanco y otras tres –un paquete de tres líneas por cada persona que lo visita–. Me pregunto qué registrará en ese cuaderno: una bitácora de lo que diagnostica en cada paciente, de lo que recomienda o prescribe, o una simple impresión (este tenía pinta de ladrón, este no dura dos meses.) Brizuela me pide que repita mi apellido, y me dice que recuerda a un miembro de una vieja comisión directiva del Club Jorge Newbery de Aguilares. “Esa era una gran comisión”, dice. “Yo trabajé mucho tiempo para el Club, hace más de veinte años. Lo hice ascender cuatro años al Torneo Regional”. Cómo, digo, ya casi sin animarme a preguntar, porque Brizuela cuenta sin mirar ni escucharme, como si estuviera hablándole a alguien sentado cincuenta metros detrás de mí o a una cámara de televisión. “Trabajaba desde la tribuna, con la mente. Desde ahí controlaba todo. Yo viajaba con ellos a todas las canchas, siempre. También los hacía venir a los jugadores; ellos se paraban en esa esquina y yo les decía vas a jugar así, te van a hacer esto, y ellos me hacían caso”. Nombra jugadores del equipo campeón que fueron a su casa, a dirigentes. “Y nunca les cobré un peso. Después vino otra comisión y ya no me querían llevar a los partidos, decían que no podían. No fui más. Y ahí les comenzó a ir mal. Cuando estaban por descender me vinieron a ver, y yo les dije que los iba a ayudar, pero esa vez si les cobré. Para que aprendan”.
Pienso en esa frase, “con la mente”; le pregunto qué necesita, que tiene que mediar para que él entienda lo que falla, para que comprenda donde está el problema. “Yo de ver a alguien caminar, nomás, ya me doy cuenta de que problema tiene”, me dice, impávido, con una convicción y una seguridad que dejarían sin palabras al equipo de interrogadores de Guantánamo.
Brizuela habla sin pausa, sin necesidad de (ni atención a su) interlocutor. Por más que insisto esquiva la pregunta sobre el origen de su habilidad como sanador, pero las imágenes del rancho y la capilla del patio me sugieren que le debe su don a la Virgen. Cuando habla de la capilla sonríe, se le agrandan los ojos. Comenzó a construirla él solo hace veinte años, y al verle las manos –gruesas, habituadas al trabajo– es fácil imaginárselo en su terreno cavando cimientos y levantando paredes. Dice que al principio no tenía luz y que tuvo que comprar él mismo los cables para hacer traer la electricidad hasta el lugar. Todo, repite, está hecho solo con la colaboración de la gente que lo visita. Me explica que la capilla ya está casi terminada y que solo le faltan los últimos toques, aunque antes de entrar me pareció que al edificio le falta todavía mucho trabajo. La capilla va a ser para la gente que viene a verlo, que reza o prende una vela mientras espera; pero sobre todo para la fiesta del día de la Virgen. “Vienen setecientas, ochocientas personas. Tengo tres hornos; ese mismo día carneamos una res y hacemos empanadas para todo el mundo. Aquí viene la gente, come empanadas y escucha música. Tengo un disco del padre Mario, y también música para la Virgen. Y se da misa también, viene el padre a dar misa. Es una fiesta. Ahora estoy construyendo un escenario, ahí en el patio”.
Todos los que llegan son bienvenidos, dice Brizuela, insistiendo en que la fiesta es para la gente y no se le cobra nada a nadie. Me recomienda que venga ese día, que evidentemente es para él el evento más importante del año. Y dice, advirtiendo, marcando su cancha: “Lo único que no permito es que se tome. Al que venga borracho lo echo enseguida”.
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El teléfono del padre José María Rossi, obispo de la diócesis de Concepción, suena constantemente; primero el celular, después el de su escritorio. El padre se disculpa, atiende, vuelve a sentarse, cruza las piernas y debajo de la sotana asoman los pies enfundados en unas sandalias bastante gastadas. Cuando le pregunto sobre los sanadores sonríe detrás de su barba canosa. “San Pablo habla de los carismas, entre ellos la capacidad de sanar, como dones del espíritu santo para el bien común”. No hay una condena de la Iglesia a la capacidad de sanar, al contrario. Y el padre Rossi piensa que los sanadores tienen una función positiva. “Los sanadores”, dice, “que tiran el cuerito, curan el empacho y cosas como esas, hacen un trabajo que es bueno para la gente. Generalmente dan consejos sobre hábitos de vida, o usan conocimientos de las civilizaciones originarias; le dan en definitiva un bienestar espiritual a quienes los visitan. Y muchas veces hacen esto en zonas rurales, donde no hay médicos o la atención médica es mínima. Por supuesto, no van a curar un cáncer, y no tienen que llegar al ejercicio ilegal de la medicina. Mientras se limiten a recetar un yuyo o poner ventosas no veo problema”. Para el padre Rossi la cuestión ética es el límite. “Si el sanador convierte lo que hace en un negocio – y no hablo de que no se les deje algo, como a los médicos de campo a quienes se les dejaba gallinas o huevos –, eso ya es algo malo. También si la práctica del sanador se convierte en algo egocéntrico, en un culto a su personalidad”.
La Iglesia no condena los sanadores, es claro; yo sugiero que algunos como Brizuela, con su capilla, podrían alejar a los fieles de la Iglesia. “No, para nada”, me dice el Padre. “Los sanadores que rezan o hacen rezar a la gente, o les prenden una vela, trabajan sobre la fe. Hacen que la persona termine sintiéndose bien de arriba”, dice, señalándose la cabeza, “y la salud en gran medida pasa por ahí. Hay muchos profesionales que deberían tratar de entender eso”.
El cura y la médica coinciden casi plenamente en este punto. Camino hacia la parada del ómnibus que me lleva de vuelta a Aguilares y pienso si esta idea podría de algún modo insertarse en el camino que tomó la medicina en Argentina en los últimos veinte años (el modelo de los ’90, de libre opción de obra social y transferencia masiva de fondos al sistema privado.) Imagino a un médico sonriéndole a una chica embarazada, tomándose su tiempo para atenderla en un sanatorio en el que los resultados se miden en unidades de atención por hora, como en una fábrica. O en un hospital en el que la gente no cabe en la sala de espera. La imagen, inverosímil y naif, me recuerda a esas películas de Sandrini de los sesenta. Y hasta me causa un poco de gracia.
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Ahora que Brizuela murió y su hijo tomó la posta de su – ¿cómo llamarlo?, ¿consultorio?, ¿clínica?–, me pregunto si la gente seguirá yendo a atenderse a la casa de Los Córdoba, si seguirán esperando horas en el patio que una figura se asome a la puerta del rancho y llame en voz baja al que sigue. Me pregunto si el hijo habrá heredado la reputación del padre, o si el gran sanador del sur tucumano vivirá ahora en Graneros, en Alberdi, en otro pueblo vecino. Me pregunto qué habrá sido de la capilla, si habrá quedado a medio construir, si será ya el embrión de una ruina que amenaza con derrumbarse sobre un mar de cañaverales. Me pregunto si al viejo se lo recuerda con cariño o con desprecio; si un enfermo de artritis pensará “ojalá pudiera ir a que me atienda don Brizuela”, si la madre de un hijo intoxicado maldecirá su memoria. Me pregunto si lo olvidaron.
Pero ese día Brizuela todavía está vivo y sentado frente a mí y, finalmente, después de hablar sin parar más de una hora, hace una pausa larga y me pregunta qué problema tengo. Le cuento del dolor en la boca del estómago, de los exámenes, de las dietas. Me mira fijo y me dice: “Usted sufre del hígado. Tiene barro y cálculos en la vesícula”. Me da un pedazo de papel y una lapicera. “Pero se va a curar. Va a tomar lo que yo le digo. Escriba.” Yo anoto: Un té de tres yuyos (marcela, palo amarillo, carqueja), aceite de ricino, una infusión de hojas de naranjo para los nervios. Del aceite tengo que tomar tres gotas diluidas en jugo de limón a la mañana, en ayunas, cada seis días. El té a diario. La infusión de hojas de naranja cuando haga falta.
Dejo el dinero que traje –mi voluntad– sobre el escritorio. Brizuela me agradece y sigue hablando. Me dice que ya han venido a verlo dos escritores, o periodistas, pero, me aclara, no hicieron las cosas bien. A mí en cambio me augura éxitos: “Yo lo miro a usted y sé que le va a ir bien en esto y en lo que haga”. Me despido y salgo del rancho; afuera la luz me enceguece. Camino hacia la camioneta en la que me espera mi hermano, tapándome el sol con las manos; cuento unas veinte personas esperando. Debe hacer por lo menos treinta y cinco grados, y no hay más comodidad en el patio que un par de sillas y la sombra de los árboles. Estuve casi una hora y media con Brizuela; imagino los ataques de furia que una situación similar generaría en un hospital público, las quejas indignadas en un sanatorio privado. Los que van a ser atendidos por Brizuela, apoyados en un árbol o sentados en el piso de tierra, sin un vaso de agua que tomar, esperan tranquilos, en una calma absoluta. La oveja se alejó y descansa en una franja de sombra que proyecta la capilla.
Leo las indicaciones de Brizuela y pienso en el bebé intoxicado con aloe vera, en los consejos de Camila, pero sobre todo pienso en la aguja que ahora mismo se ensaña en ese lugar justo a la mitad del torso, en el dolor que se irradia hasta la garganta y la espalda y no me deja en paz. Veo la lista otra vez y de golpe me doy cuenta de que le falta algo. Vuelvo y entro al rancho; Brizuela, que está sentado detrás de su mesa, se queda en silencio esta vez. Estoy deslumbrado y no puedo ver más que la camisa y las manos en la oscuridad. Entonces le pregunto, mostrándole la nota, hasta cuándo tengo que tomar estas cosas, y ya puedo ver los ojos y la sonrisa cuando contesta, con firmeza:
– Hasta que se cure.
* Esta crónica resultó finalista de la primera edición del Premio La Voluntad, otorgado por la Fundación Tomás Eloy Martinez, e integra el libro Otra Argentina (Editorial Planeta, 2013).