Ricardo Farías, padre de la noche

Crónicas de Acá

Ricardo Farías, padre de la noche

La vida íntima del hombre que inventó la bailanta en Tucumán. Boliches, mujeres, tentaciones y la historia de una familia que hizo de la joda un gran negocio.

El hombre que le puso su apellido a la movida bailantera tucumana no tiene el cabello hasta los hombros, no viste una camisa colorida abierta en el pecho, no luce anillos gruesos, ni ostenta una codiciada cadena de oro. Tampoco aparece rodeado por mujeres exuberantes, ni por un séquito de aduladores, ni por guardaespaldas. La persona que construyó un emporio de la diversión nocturna no baila ni toma alcohol. Ricardo Farías, el padre de la noche, es cualquier cosa menos un estereotipo: no jode, vende joda.

Es mediodía del martes y estoy en el bar del hotel Carlos V sentado frente a Ricardo Farías, el dueño de tres de los boliches más importantes de Tucumán (Metrópolis, Roof y Shampoo) y de dos bares emblemáticos (Café del París y El ABC). Un hombre de 60 años que tiene noches tan largas como las de Alaska en invierno. Su baja estatura parece justificar el apelativo con que la mayoría de los tucumanos lo conoce: Ricky. Tiene el pelo muy corto poblado de canas y barba de un par de días. Los ojos pequeños, medio tapados por unos párpados caídos; como si recién se levantara de dormir. Lleva puesto un buzo de algodón negro gastado por el uso, jeans y zapatillas. Ricardo llama a la moza por su nombre y le pide lo de siempre, una leche cortada. Conoce a los mozos porque vive a 20 metros del bar y ahí se reúne cada tanto con proveedores, empleados y amigos. Los conoce porque le gusta conversar con ellos. Farías habla lento, pausado. Parece que elige las palabras antes de pronunciarlas. Toma una servilleta de papel y con mi lapicera traza una serie de ecuaciones ilegibles. Me mira y dice:

– Voy a hacer algo que no hice nunca en mi vida, una cronología.

Las fechas y los sucesos se le irán enredando en la memoria. Insistirá con algunas operaciones matemáticas y descartará otras. Por medio de ese jeroglífico de números parece que busca descifrar nada menos que su vida.

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Los cálculos en la servilleta intentan decir que Ricardo Farías nació en San Miguel de Tucumán el 24 de febrero de 1952. Su madre era maestra y su padre un mecánico que tuvo su propia empresa de colectivos, se fundió y terminó como taxista. Debido a la frágil economía familiar, Ricardo tuvo que mudarse durante su adolescencia a la casa de una tía, en la localidad santiagueña de Frías, para poder terminar el secundario. Cuando regresó a Tucumán, en 1973, consiguió trabajo como empleado administrativo del banco Hipotecario.

El sueldo de bancario le permitió ahorrar suficiente dinero para comprarse un taxi, que manejaba todos los días cuando salía del trabajo. Con parte de la plata que ganaba como empleado bancario por las mañanas y como taxista por las tardes comenzó a pagar las cuotas de la universidad Santo Tomás de Aquino, donde cursó la carrera de Contador Público Nacional. Años después, obtuvo el título, aunque hoy le resulta imposible recordar con exactitud cuándo; como si fuera un hecho irrelevante.

Con el título bajo el brazo, Ricardo escaló posiciones en el banco. Su vida era la vida de un hombre común, una meseta plácida sin sobresaltos ni emociones extraordinarias. Se había casado a los 28 años y un año después fue padre de su primer hijo, al que llamó como él. Tenía un trabajo que lo hacía feliz y había alcanzado una relativa prosperidad económica. No podía pedir más. Sin embargo, cuando unos inversionistas lo tentaron con la idea de crear un boliche no lo pensó demasiado: “Fue el destino, porque a mí, como a cualquier chico pobre, me gustaba la música. Yo no tenía ni idea, pero hice el boliche. Lo diseñé entero y me salió bien”. Ese boliche estaba ubicado en el pasaje Padilla, en el mismo lugar donde luego funcionó la discoteca Bulldog, y se llamaba Cocktail. El nombre se inspiró en una película protagonizada por Tom Cruise donde un mesero de Nueva York sueña con tener su propio club nocturno y hacerse millonario. Cuando le pregunté a Farías si, ahora que se había convertido en un reconocido empresario de la noche, veía reflejada su vida en la historia de aquel personaje, me contestó que no lo sabía porque, en realidad, nunca vio la película. Esa primera experiencia como bolichero fue un fracaso. A menos de un año de inaugurar Cocktail, Ricardo tuvo que vender el boliche por diferencias con sus socios.

Poco tiempo después de su decepcionante incursión en la industria de la noche, Farías experimentó una situación que partiría su vida en dos. En los comienzos de la década del 90 – él no recuerda si fue en 1991 o 1992 y las ecuaciones en la servilleta poco ayudan a resolver la cuestión – el Gobierno de Carlos Menem, como parte de su política neoliberal, había optado por reducir las empresas estatales; la mayoría de las cuales privatizó después. Como consecuencia, el banco Hipotecario decidió despedir a muchos de sus empleados, entre ellos, Farías. Después de casi 19 años como bancario, Ricardo debía buscar una nueva forma de sustento para él y su familia. Esa tranquila vida de hombre común ahora se estremecía en una tormenta de incertidumbres: “Quedé en la vía. Estaba hecho mierda mentalmente, ya tenía casi 40 años y me había dedicado toda la vida al banco”.

La memoria de Farías funciona de manera muy particular: mientras se olvida de algunos datos que parecen importantes, como el año en que se recibió de contador o quiénes eran sus socios en Cocktail. A su vez, recuerda con precisión hechos, en apariencia, triviales; como el instante en que se le ocurrió poner su primera bailanta. Cuando revive el episodio, habla de ese momento como si se tratase de una revelación. La anécdota cuenta que Ricardo escuchaba la radio mientras manejaba su auto y empezó a sonar una cumbia de ritmo pegajoso. Ese tema era Yerba Buena, de Jorge Daniel, y sería la luz al final del túnel; el arco iris después de la tormenta. Entonces tampoco dudó: su futuro sonaba a música tropical. Con los 32.000 dólares que el banco le pagó como indemnización alquiló un amplio galpón en la avenida Solano Vera al 100, en Yerba Buena. Lo acondicionó, compró equipos de luces y de sonido, y abrió Fantástico; el primer boliche de música tropical de la provincia. En ese momento, la cumbia comenzaba a convertirse en un género popular y los tucumanos la bailaban sólo en los bailes que se organizaban en clubes como Estación Experimental, Banco Provincia, Floresta y Belgrano. El emprendimiento de Farías estaba organizado como una empresa familiar, con su hermano mayor, Juan, como socio y su madre a cargo de la cantina. Si bien el éxito fue casi inmediato, los comienzos fueron difíciles, ya que el dinero de la indemnización no alcanzó para cubrir toda la inversión. El hombre que ahora es dueño de los mejores boliches de Tucumán, recuerda que entonces, para tener el hielo con que enfriaba las bebidas a la noche, tenía que ir por las tardes a cargar el freezer de Fantástico con vasos a los que llenaba con agua de la canilla.

En poco tiempo Ricardo Farías dejó de ser aquel empleado que se levantaba de lunes a viernes a las seis de la mañana para ir de traje y corbata al banco y se convirtió en un nombre reconocido en la movida tropical. Ricardo llenaba todos los fines de semana el enorme galpón de la avenida Solano Vera con gente que bailaba cumbia hasta la salida del sol. Se acostaba a las nueve de la mañana, luego de administrar la diversión de miles de tucumanos. El hombre de 60 años que tengo sentado enfrente, había dejado de ser el chico pobre al que le gustaba la música para transformarse en un empresario de la noche:

– ¿Considera que su incursión en la noche fue un poco por casualidad?

Con un solo gesto, Farías me hace saber que dije algo indebido, una mala palabra. Se apresura a contestarme:

– No fue casualidad, fue necesidad. Al dejarme sin trabajo el banco tenía que hacer algo y busqué la actividad de la noche.

– Pero usted no era una persona de la noche…

– Nooooo. A mi me gustaba la música, pero una cosa es que te guste la música y otra muy diferente es agarrarla como negocio. Para todas las cosas de la vida tenés que tener suerte. Una pisquita de suerte y saberla aprovechar.

– En su caso ¿cuál fue esa suerte?

– En realidad, hay que decir que la suerte tiene que estar acompañada por la responsabilidad. Yo vendo joda, no jodo. Nunca he jodido. ¿Vos viste los pendejos esos que ponen un boliche para estar rodeados de minas? Bueno, yo nunca hice eso. Yo agarré la noche como negocio, como medio de vida. Yo nunca en mi vida he tomado alcohol ¿entendés? Por eso te digo que la suerte tiene que estar acompañada por la dedicación y yo me he dedicado de lleno a esto.

– En la noche está el diablo. Está con la manzanita en la mano y te la muestra a cada rato – dice con aire filosófico Ricardo Farías.

Le creo. He visto a las manzanas bailando sensuales en su boliche. Hermosas manzanas.

Para Farías, el principal secreto de su éxito se encuentra en no caer en las tentaciones que la noche le ofrece en bandeja de plata. Aunque me cuesta creerlo, hace más de 20 años que todos los fines de semana Ricardo triunfa ahí donde fracasó el primer hombre en la tierra: “El negocio de la noche es como cualquier negocio de día sólo que tiene más tentaciones. ¿Sabés todas las propuestas que tengo de minas que se me acercan? Y no porque sea pintudo, es para sacarme un trago. Si vos entrás en esa no salís más. Como en todo orden de la vida, tenés que ser serio y responsable. Si sos blandito vas cagado”.

Ricardo no es un asceta ni un anacoreta ni mucho menos un misógino. Para él, la mujer es lo más bello de este mundo y se encarga de dejarlo en claro: “A mi las minas me encantan. Me gustan todas las minas. De las que pasan no dejo una sin mirar, pero las miro nada más”. Farías no es un viejo lobo que ha perdido los dientes, es un hombre que prioriza sus negocios. Donde trabaja, no jode.

Ricardo es divorciado y hace cinco años está en pareja con una mujer quince años menor que él. Con esa mujer tiene una hija de cuatro por la que se desvive.

– Debe ser muy difícil mantener una relación estable viviendo de la actividad nocturna

Farías larga aire y ensaya una respuesta general, una respuesta teológica.

– Las mujeres son todas problemáticas. La mujer bíblicamente no existe. No la nombran. La biblia habla de él, de Dios, del hombre. ¿Cómo nace la mujer? Le sacan la costilla a Adán y de ahí forman a la mujer. Por eso cuando dicen que la mujer vive a costilla del hombre es verdad. Escuchalo bien a este viejo, son todas iguales. La única mujer que siempre va a estar a tu lado, que nunca te va a traicionar, que te va a amar y que no te podés culiar es tu mamá.

Pero la culpa no es de la mujer, ni de la noche, ni del diablo y sus manzanas. Según su forma de entender el mundo, la tentación es una debilidad del hombre. Una debilidad de la que Dios es responsable: “El hombre por naturaleza no vale nada porque le gustan todas. Si la tenemos a la mejor no nos quedamos conformes. Cada uno es culpable de lo que le pasa – se queda un segundo largo en silencio y corrige – Dios es el culpable por haber creado a la mujer tan linda”.

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La cumbia surgió en el caribe colombiano como resultado del virulento mestizaje cultural entre los indígenas nativos, los esclavos negros traídos de África y los colonizadores españoles. Con el tiempo, ese ritmo folclórico caribeño se transformó en un género musical que penetró en distintos países latinoamericanos fusionándose con otros ritmos locales. En argentina, ese origen exótico se vislumbra en la denominación de música tropical, que se usa hace ya tiempo de manera imprecisa y general para referirse a la cumbia. A este estilo musical se lo ha identificado históricamente con los estratos sociales más bajos. Recién en la década del 90, la cumbia se popularizó; dejó de ser música de pobres y se extendió como un fenómeno cultural masivo. Ese fue el comienzo de la llamada movida tropical y no por casualidad fue también la etapa más próspera de Ricardo Farías en la noche.

Cuando comenzó el auge de la cumbia, Fantástico se convirtió con rapidez en uno de los principales escenarios para los artistas del género en Tucumán. Por la bailanta de Farías pasaron todos los músicos tropicales del momento: Grupo Orly, Jorge Daniel, el Negro Videla, Chunchulas, Karicia, entre otros. Pero la movida seguía creciendo y reclamaba más y mejores espacios. Entonces, Ricardo supo aprovechar la oportunidad que se le ofrecía y se asoció con Daniel Coronel, el dueño de Tokio. La discoteca de la esquina de 9 de Julio y General Paz tenía una gran infraestructura pero era un fracaso, no atraía al público. Ahí Farías montó Metrópolis, el boliche de música tropical que hasta el día de hoy es su marca registrada. El éxito fue inmediato. Metrópolis acompañó la explosión de la cumbia en la clase media tucumana y fue el lugar donde recalaron los principales referentes de la movida: Gilda, Rodrigo, Lia Crucet, Los Charros, Leo Matioli. El boliche era el único en Tucumán que abría viernes, sábados y domingos con una convocatoria de 12.000 personas por fin de semana. Sin embargo, Farías no se conformó y fue por más. Un par de años después de inaugurar Metrópolis y con Fantástico aún vigente, compró La Fábrica, una discoteca ubicada en la calle 24 de Septiembre al 900, la remodeló y abrió Konga, otro boliche de música tropical. Para ese entonces, el apellido Farías ya se había convertido en sinónimo de bailanta. “La movida tropical daba para eso y mucho más. Movilizaba unas 40.000 personas sólo los días sábados. Era algo impresionante. Cuando vino el grupo Sombras a Metrópolis, a Daniel Agostini hubo que esconderlo dentro de un bafle para meterlo al boliche porque de otra manera era imposible por la cantidad de gente que había”, cuenta Ricardo.

Con Metrópolis, Fantástico y Konga repletos de gente todos los fines de semana, Ricardo Farías era el hombre fuerte de la movida tropical. Pero al poco tiempo empezaron las diferencias con sus socios y se le hizo cada vez más difícil mantener vigentes los tres boliches sin descuidar ninguno. Entonces decidió cerrar primero Fantástico y después Konga, para concentrarse en Metrópolis, que ya era completamente suyo y de su hermano. El éxito del boliche se mantuvo y con las grandes ganancias que generaba, Farías puso cinco de los principales bares de la provincia: Cinema, Café del París, El ABC, Café de la P y Café del Jardín. Además, compró varios departamentos y autos de lujo. Aunque él no quiere parecer soberbio, en la década del 90, al final de cada noche de boliche, Ricardo y su madre se tenían que quedar durante horas contando montañas de billetes.

Hoy Metrópolis abre sólo los días domingos y los Farías parecen cada vez más alejados de la movida tropical. Ricardo tiene claro que sus logros como empresario de la noche se los debe a la cumbia y no reniega de eso, pero reconoce que el género ya no vende como antes: “A mi la clase media-baja me ha permitido crecer en el rubro porque es consumidora de la música tropical, pero las costumbres han cambiado. Me parece que la cumbia ha llegado a un momento de saturación. Ahora, el que la gente llama negro, el consumidor de ese tipo de música, aspira a otra cosa, quiere ser bolichero”.

A partir de noviembre Metrópolis volverá a abrir los sábados, pero en sus pistas ya no se bailará sólo cumbia. Ricardo asegura que el nuevo Metrópolis será el mejor boliche del país. Farías también aspira a otra cosa.

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La noche del 26 de febrero de 2006 Paulina Alejandra Lebbos bailó con sus amigas en un boliche de El Abasto. Estaba feliz porque ese día había aprobado un parcial de la materia Publicidad en la carrera de Comunicación Social. A las seis de la mañana, la joven de 24 años salió del boliche y tomó un remise junto a su amiga Virginia en la avenida Alem. Virginia se bajó en su casa y de Paulina no se supo más. Once días después, unos baqueanos encontraron su cuerpo al costado de la ruta que conduce a Raco. Ese crimen cambiaría la noche tucumana.

En mayo de ese año, el Gobernador José Alperovich decretó el límite de la noche para los tucumanos: las 4 AM. A esa hora todos los bares y boliches de la provincia debían cerrar sus puertas. El decreto fue casi una sentencia de muerte para el negocio de Ricardo Farías. La gente no se acostumbró de inmediato al nuevo tope horario y el público de Metrópolis, como el del resto de los boliches, bajó considerablemente. Desde un principio Farías se opuso a la medida, no sólo porque había generado una crisis financiera en la industria de la diversión nocturna, sino también porque la consideraba un remedio más nocivo que aquellos males que pretendía curar. Ricardo tiene su propia teoría al respecto y la explica de forma didáctica: “Cuando surgió la ley de las 4 AM yo dije que estaban cometiendo un grave error porque la gente iba a tomar más ¿porqué? El chico que estaba acostumbrado a ir a un boliche llevaba, por ejemplo, 100 pesos. Con eso le alcanzaba para tomar cuatro fernet y se los tomaba, a las dos, a las tres, cuatro y cinco de la mañana. Ahora, con la ley, también se toma esos cuatro fernet, con la diferencia que se los toma en dos horas. Entonces, la gente sale más borracha que antes porque toma la misma cantidad pero en menos tiempo”.

Para Farías, desde entonces, la noche tucumana se ha vuelto no sólo más corta sino más peligrosa debido a la emergencia de los afters, esas fiestas que se organizan después de las cuatro de la mañana cuando cierran los boliches. Fiestas que el gobierno aún no sabe cómo controlar. Junto con los afters tomó protagonismo el IPLA (Instituto Provincial de Lucha contra el Alcoholismo), el organismo estatal encargado de hacer cumplir la ley de tope horario al que Ricardo define sin eufemismos como un ente cagador-recaudador: “El IPLA recauda pero nunca se preocupó por decirle a los chicos que no tomen porque la bebida hace mal. Ellos controlan a los boliches pero en los videopoker se vende alcohol las 24 horas del día, los 365 días del año. Pareciera que lo único perjudicial que hay acá son los bolicheros”.

Ricardo Farías está convencido de que el comienzo del ocaso de Metrópolis es anterior al crimen de Paulina Lebbos y a la ley de tope horario. El declive se inicia en el año 2004 con el surgimiento de El Abasto como zona bolichera. A partir de entonces comienzan sus problemas para retener a un público que, según Ricardo, buscaba en los boliches de El Abasto lo que él prohibía en Metrópolis. Esa filosofía que le había permitido mantenerse durante muchos años como un referente de la diversión nocturna tucumana era ahora el principal obstáculo: “Yo la he corrido a la gente. Por ser moralista y tratar de imponer una línea de conducta que yo consideraba que era la normal. Yo agarraba a un tipo dentro del boliche con un pitillo y lo sacaba cagando, pero vos te ibas a El Abasto y estaba todo el mundo drogándose. Por eso decae Metrópolis, porque yo me he querido hacer el moralista ¿entendés? Las cosas no son así, te tenés que adaptar a la realidad. La moraleja es esa: a la moralidad te la tenés que perder en el culo”.

Todo ha sido idea de Ricky, mi hijo. Él me dijo que hagamos un boliche, algo lindo. Esa ha sido una doble tarea por la imagen de bailanteros que teníamos los Farías. Había que cambiar esa imagen. Por eso el trabajo ha sido el doble, pero el éxito también. ¿Farías qué es? Sinónimo de bailanta y música tropical ¿entendés? Entonces la gente se pregunta cómo es que este negro bailantero hace un boliche como Roof. Porque supuestamente somos negros, si sos bailantero sos negro. Ha sido muy duro eso de pasar de bailantero a bolichero.

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Más que el sucesor, Ricardo Farías hijo es la versión moderna de su padre. El Farías de 32 años tiene igual nombre, apodo, estatura y lema que el Farías de 60: no jode, vende joda. Sorprende encontrarse con la misma mirada en esos dos pares de ojos pequeños. Los de Ricky brillosos, los de Ricardo opacados por el tiempo, pero una mirada que, si pudiera traducirse en una palabra, en ambos caso sería: astucia.

Ricky creció con la noche. A los 14 años ya era los ojos que ayudaban a los de Ricardo en Fantástico. Transitó la adolescencia entre los desvelos de los boliches y el sueño en las aulas. Faltaba mucho al colegio, por eso quedó libre y tuvo que cambiarse del instituto Herman Hollerith al San Miguel para poder terminar el secundario. A los 19 años le propuso a su padre hacerse cargo de las noches de los viernes en Metrópolis y comenzó a organizar bailes de colegios ahí. Eran tiempos en que el ritmo cuartetero de Rodrigo movía tanto a los estudiantes como a los invitados de los casamientos más aristocráticos. Su idea tuvo un éxito rotundo. Con el dinero que ganó se compró a los 20 años su primer auto descapotable, un BMW Z3.

Ricky trabajó durante cinco años con los bailes de colegios hasta que el público pareció agotarse. Entonces comenzó a estudiar el mercado de la noche y le pareció que hacía falta una oferta bolichera en el centro de la ciudad. Para desarrollar su proyecto, primero tenía que convencer a sus socios, que eran su padre y su tío: “Fue toda una lucha porque para ellos era un sacrilegio que yo abra un boliche en el que no iba a pasar cumbia, que era la música con la que habían hecho la plata”. En el año 2006 finalmente los Farías mayores le dieron el visto bueno y compró un boliche que funcionaba en la calle 24 de septiembre al 1060. Comenzó a remodelarlo inspirado en Pure, un nightclub de Las Vegas, y en noviembre de 2007 inauguró Roof; el boliche por entonces más lujoso de Tucumán. Los Farías, que habían empezado su historia en la noche vendiendo sangrías enfriadas con hielos caseros en un galpón, ahora tenían un club nocturno con arañas de cristal en los techos y televisores de plasma en las paredes; un boliche donde la gente brinda con champagne.

Muchos de los que fueron a Roof no pasaron de la puerta y, por más contradictorio que parezca, esa fue una de las claves del éxito. El concepto de Ricky Farías fue crear un club nocturno en el cual, para poder ingresar, hay que estar registrado en una lista. En poco tiempo el efecto fue el que esperaba, todos querían ser parte de ese grupo privilegiado. Si prohibir había sido el error de su padre en la bailanta, para él fue un acierto: “El boliche tuvo una aceptación tremenda porque lo prohibido generaba una histeria colectiva para ver cómo entrar”. Roof se mantuvo con algunos altibajos de público y en octubre de 2010 Ricky redobló la apuesta y abrió Shampoo; un boliche pequeño pero fastuoso para personas mayores de 25 años en la esquina de avenida Roca y Congreso.

La diferencia más notoria entre Ricky y su padre es el ritmo. Ricky habla rápido, muy seguro y convencido de sus palabras. Siempre parece ocupado, como si el tiempo no le fuera a alcanzar nunca. A Ricardo, en cambio, el tiempo parece sobrarle y no por pereza, sino porque sus movimientos tienen otra velocidad; una suerte de tranquila parsimonia. Uno habla como empresario, el otro como una persona que ha vivido mucho. Por eso a Ricky le cuesta discutir con su padre aspectos relacionados al negocio de la noche. Más de 20 años en el rubro le confieren a las palabras de Ricardo un halo casi sagrado. Sin embargo, supo ganarse el respeto suficiente para que él entienda sus ideas. “Nos fusionamos de tal forma que su experiencia se combina con mi manejo del negocio. Creo que eso es parte del éxito, que se hayan juntado esos dos factores: la experiencia y la picardía”, reflexiona Ricky.

La otra gran diferencia es que Ricky no quiere repetir la historia de su padre. Aspira a jubilarse antes que la noche lo jubile a él. Se imagina a los 60 años en su casa, con su familia, y dueño de una cadena de boliches que funcionen sin su presencia. Quizás eso explica tanto apuro.

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Con el auge de Metrópolis en los 90 y los Farías paseando en sus autos descapotables por la ciudad, los tucumanos no tardaron demasiado en hablar de ellos como los dueños de la noche. Para explicar ese éxito que a muchos se le ocurría repentino y a otros exagerado, comenzaron a tejerse mitos en torno a esos empresarios bailanteros demasiado famosos para una provincia tan chica.

Ricardo Farías es el hombre que puede confirmar o destruir esos mitos y lo tengo enfrente en una mesa de café. Me tomo un segundo, revuelvo el cortado y pregunto:

– ¿Sos o fuiste millonario en algún momento de tu vida?

– He llegado a manejar mucha plata, pero millonario no. He podido comprar quince departamentos porque soy coherente con esas cosas, nunca he despilfarrado. Millonario es un político. Hacerse millonario a partir de una actividad como la mía es difícil. Lo que pasa es que yo empecé de cero. Toda la plata que tenía la fui invirtiendo. Hoy si no trabajo un fin de semana se resienten las finanzas. No te digo que me voy a quedar sin comer, pero se siente. Ahora se trabaja sólo dos horas por noche y hay que pagar el alquiler del boliche.

– Sin embargo, si salís a la calle la gente te dice que los Farías son ricos.

– Yo les inculqué a mis hijos que anden en buenos autos. A diferencia de los políticos, mis hijos pueden andar en esos vehículos. A la par de Alperovich soy como un granito de azúcar, pero mis hijos tuvieron los autos que sus hijos no tuvieron. Los políticos no tienen cara para poder mostrar. Yo no he cagado a nadie, ni le debo plata a nadie. La gente siempre habló cagadas. Por ejemplo, que nosotros manejábamos la noche y vendíamos droga. Precisamente a mi me decae el boliche por nuestros principios. Por ser moralista, por no dejar fumar porro ni dejar chupar a menores me quedó vacío Metrópolis. Si yo hubiese estado en la droga y el descontrol sería exitoso.

– ¿Te parece que es propio de los tucumanos eso de hablar de los demás?

– La gente siempre habla. Si estás mal porque estás mal y si estás bien porque estás bien. El ser humano no vale un pingo, es envidioso. Todos se están fijando qué es lo que hacés y lo que tenés. Pero yo no le doy bola a eso.

A las dos de la mañana del viernes Shampoo comienza a poblarse de chicas muy producidas que huelen bien, de chicos bien peinados que tienen sed, de chicas que bailan entre ellas, de chicos que miran como las chicas bailan entre ellas, de chicas que hablan de otras chicas, de chicos que hablan de esas chicas que hablan de otras chicas. Ricky los recibe a todos con una sonrisa detrás de la gruesa soga roja que separa a la noche de la noche de los Farías.

Ricky es la cara visible de Shampoo, el que todos buscan saludar. Se puede decir que es famoso, tan famoso como es posible en la acotada farándula tucumana. Cuando el boliche está casi lleno abandona su lugar en la puerta y el rol de relacionista público para moverse de un lado a otro. Se lo puede ver inquieto dando instrucciones en alguna barra, o haciendo señas como de director técnico desde el vip a la cabina del disc jockey. Él Juega su propio partido: “La gente entra a las 2.30 y se va a las 4. Entonces yo tengo 90 minutos de acción en los que sucede todo. El boliche es como una bomba de tiempo, puede explotar en cualquier momento”.

Ricardo llega siempre un poco más tarde que su hijo. Le gusta sentarse un rato en algún café y tomar algo antes de ir al boliche. Estaciona su auto en la calle y pasa casi inadvertido entre los jóvenes que esperan por entrar. En el camino mira una que otra mina y me hace un gesto de ¿podés creer? Mi respuesta tácita es no, se trata de un culo increíble.

Aparece bien afeitado, con una campera blanca, remera roja y jeans. El Farías de la noche parece mucho más joven que aquel que conocí de día. También más despierto. Me contará después que en una barra se pueden vender hasta 20.000 pesos en bebidas en sólo dos horas, eso exige que tenga todos sus sentidos en estado de alerta.

Una vez adentro del boliche, Ricardo me pregunta qué voy a tomar. Le digo que nada. Insiste. Le digo entonces que una gaseosa, para no desairarlo. Aunque él parezca no creerlo y yo no termine de convencerme, estoy trabajando. Caminamos entre la gente hasta el vip, un sector unos cuantos escalones más elevado y separado de la pista principal del boliche por un cordón rojo estilo Hollywood, donde un tipo ancho nos franquea la entrada. Ricardo se sienta en un diván y se prepara para las fotos mientras una manzanita vestida de moza se me acerca:

– Dice el señor Farías que pidan lo que quieran.

– No, gracias. Estoy bien – contesto sin mucho énfasis.

Me mira extrañada y se queda unos segundos como a la espera de una respuesta distinta. Se va. Sin dudas, debe pensar que soy un boludo.

Ricardo no tarda en desaparecer del espacio de la pista. Las relaciones públicas ya no son lo suyo, asegura que está pasado de moda. Se va a la boletería a controlar la recaudación, o donde están las pantallas de las cámaras de seguridad para vigilar a cualquiera que pueda generar problemas. Ahora su noche es mucho más tranquila. En sus tiempos de bailantero, en cambio, él solía meterse en las trifulcas y no sólo para separar a los pendencieros. El dedo anular de la mano derecha torcido como una raíz es una marca que atestigua aquel pasado.

 

*****

Los mejores días en la vida de Ricardo Farías fueron aquellos doce que pasó con sus tres hijos mayores en las playas de Miami hace un par de meses. Hacía más de 20 años que los cuatro no compartían juntos un día completo. Ahora, siente que puede morir tranquilo.

Piensa que sus hijos son lo mejor que le ha dado la vida. Sólo cuando está con sus hijos se siente completo, se siente feliz. Le gustaría pasar más tiempo con ellos, viajar, aconsejarlos, pero, por ahora, no se le cruza por la mente la posibilidad de dejar los boliches. No es que se crea irreemplazable – para él los cementerios están repletos de gente que se creía imprescindible -, sólo que no podría hacerlo. Su relación con la noche es ya un vínculo orgánico. Dice que muere si le sacan la noche.

Hace más de 20 años que Ricardo Farías vive desvelado. Sin embargo, cuando piensa en su vida, la piensa como un sueño:

– He cerrado los ojos y se me ha pasado la vida. Yo estudiaba, trabajaba, manejaba el taxi. Ese es el correr de la vida.

Al hombre de las noches largas la mirada se le pierde lejos, demasiado lejos como para saber dónde.

 

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