Mamita, qué fuerte que estás

Bitácora Zeta

Mamita, qué fuerte que estás

Apuro el paso y el muchacho, no conforme con mostrar su trofeo, me saca la lengua no precisamente para hacerme “leru, leru”.

Tengo siete, ocho años. Voy con mi hermana por la avenida Sarmiento hacia la plaza Urquiza para encontrarme con mi papá y mi mamá. Me siento muy adulta yendo casi sola porque hay que cruzar una calle y eso me sabe a responsabilidad. Un chico de pelo cortito está parado en la esquina apoyado en una bici. Tendrá veinte, veinticinco años. Tiene un short blanco deportivo. Me mira un segundo, baja la mano, se corre el short hacia el costado y me muestra su trofeo. Mi hermana, cuatro años más grande que yo, me dice “apurá, vamos” y yo tengo el vago -pero intenso- recuerdo de ese miedo mezclado con incertidumbre y falta de comprensión. Apuro el paso y el muchacho, no conforme con mostrar su trofeo, me saca la lengua no precisamente para hacerme “leru, leru”. La saca y la mueve rápido hacia los costados. Yo no entiendo mucho pero sé que eso no está bueno, sé que no está nada bueno.

Estoy en el último año de primaria. Voy a gimnasia con un short y una remera con el escudo del colegio, medias blancas y zapatillas impecables (vieron que importa mucho cómo una se viste). Estreno corpiño Caro Cuore deportivo (me lo compró mi mamá de pura generosa porque ya “todas usan” y le daba pena). Felices caminamos mi pre adolescencia y yo por la 25. “Chiquita -léase chequeeeetaaa-, lo que te vas a poner cuando crezcas”. Me lo dice un señor (que para mí es un anciano en ese entonces pero debe tener cerca de treinta) de traje y corbata, con una sonrisa de oreja a oreja. Me cuentan y escucho por ahí que esos se conocen como piropos.

Ya soy más grande. Calculo que estoy en la secundaria avanzada o arrancando la facultad. Bajo del bondi y empiezo a caminar hacia mi casa. Semáforo en rojo. Freno antes de cruzar. Un tipo baja la ventanilla de su camioneta y me mira con esa mirada de mierda que sólo nosotras podemos entender. Bajo los ojos hacia el suelo. ¿Y saben qué piropo me dice? Y pido perdón por la grosería -pero es justo y necesario-. “Te bato el flujo con la lengua flaquita hermosa”. Ya soy más grande y no aguanto, y lo sobro con asco y bronca pero no me salen las palabras. “Enojada te la chupo más todavía”. El semáforo da luz verde y el señor se va a la casa, sonriente. Y yo a la mía, pensante.

Otra vez me tocan el culo unos chicos mientras juegan al carnaval con bombuchas de colores entre risas y al compás de “tocale vos, tocale vos”, “tocale el culo vos, Juancho”, “no seas puto, tocale vos, Pepito”. Puras risas. No sé si es Juancho o Pepito pero me lo tocan y salen corriendo divertidísimos. Alguna que otra vez me lo tocan en el boliche pero en parte es mi culpa porque tengo una pollera cortísima, qué pretendo yo…

Podría seguir. Seguro tengo algunas minis historias por año. Seguro todas las tenemos desde que tenemos ¿cinco, seis, siete años? Y mamita y qué fuerte que estás y todo lo que te haría y no sabés cómo te daría y no te das una idea lo que te voy a hacer y te saco todo mami y te pongo todo hermosa y que se la banque por trola y esa puta de mierda que fue infiel y esa otra loca perdida que se acuesta con cualquiera y no llorés así que parecés una nena y no jugués con eso que es de re puto y te meto mano entera porque puedo, porque sos mujer y yo puedo, yo tengo derecho sobre vos.

Tuve suerte hasta ahora: nunca me violaron ni me empalaron ni me mataron. Pero sólo por eso: tuve suerte. No digan que Ni una menos es sólo un slogan vacío, por favor, no lo digan.

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