Que estés sonriendo

Crónicas

Que estés sonriendo

A cinco meses del asesinato de Facundo Ferreira, no hay todavía ningún detenido. Los policías que participaron del hecho siguen libres y en funciones. Otro caso de gatillo fácil sobre los pibes de barrios populares.

“Enseguida vuelve, porque las picadas terminan a las doce”, le dijo una vecina a Mercedes cuando por tercera vez fue a preguntar por su nieto.

Esa noche del 7 de marzo hacía calor, pero no tanto como la semana anterior. Quedarse adentro de la casa era una opción, pero Mercedes, junto a su nieto Facundo y su hija Rita, salieron a la vereda a tomar unos mates. Sacaron la mesa más pequeña y se sentaron allí.

La calle de tierra del barrio Juan XXIII o La Bombilla estaba seca. De veredas pequeñas, la cuadra donde vive la familia Ferreira está llena de chicos que van y vienen jugando: algunos a la pilladita, otros a la escondida, otros en bici, otros al fútbol. Esa tarde había estado poblada de chicos. Aprovechaban algunos sus últimos días de vacaciones y otros sus primeros días sin tarea.

Facundo los miraba jugar mientras tomaba unos mates. “¿Qué vamos a cenar, abuela?”, le preguntó. Y como al pasar le comentó que tenía ganas de comer galletitas Oreo. Al rato, Mercedes dejó el mate y se fue al súper en busca de las galletitas y de algo para cenar. Cuando volvió, solamente estaba Rita con el mate y la mesita. Su nieto se había ido a la casa de al lado a jugar a la Play con otros amigos de la cuadra.

Mercedes fue a buscarlo y él dijo que ya iba. Ella lo esperó un rato más y se fue a dormir. A las 11 de la noche, el espacio en la cama que compartía con Facundo seguía vacío. Mercedes se levantó y fue otra vez a la casa de al lado para traerlo de regreso. Ahí le dijeron que se había ido con Juan a ver las picadas en el Parque 9 de Julio. Que seguro ya estaban por volver porque terminaban a las 12. “¡La paliza que le voy a dar cuando vuelva!”, dijo Mercedes aunque nunca le había levantado la mano al Negrito, como ella solía llamarlo. Volvió a acostarse, pero se quedó intranquila. Facundo nunca se escapaba, no se iba sin decir adónde y cada vez que salía era con permiso.

El día anterior, un pastor de la iglesia evangélica del barrio Viamonte le pidió permiso a Mercedes para invitarlo al templo junto a otros chicos. Él los llevó a la iglesia y los trajo de regreso. Cuando volvió, Facundo estaba contento y le contó a su abuela que le habían hablando mucho de Dios y que él había prometido entonces portarse muy bien este año y estudiar mucho a cambio de que le compren una moto. “Sí, claro, si te portás bien, vas a tener tu moto”, le prometió Mercedes.

Pasadas las doce de la noche llegó Rita, la menor de las hijas de Mercedes, con la noticia de que Facundo había tenido un accidente pero que no se preocupara, que estaba bien. Le dijo que se vistiera para que fueran al Hospital Padilla, donde lo habían llevado. En ese momento, ninguna de las dos se preguntó por qué lo llevaron a ese hospital, si Facundo era menor de edad.

Lo que hasta ahí era un mal sueño, se convirtió luego en una pesadilla. Apenas las mujeres llegaron al hospital el maltrato fue inmediato. Los policías que estaban a cargo le bloquearon el paso insultándolas y diciéndoles que al nene lo estaban reanimando, que ellas no podían entrar. Mercedes estaba nerviosa, asustada y débil. Rita, furiosa. A pesar de los insultos y las amenazas, a los empujones ella ingresó a la sala donde estaba el nene solo y tapado con un plástico. Cuando lo descubrió, Rita vio el hueco en la frente de Facundo.

Al contarlo, Rita arruga la frente y sacude la cabeza con el gesto de que jamás olvidará lo que vio esa noche. Su sobrino compinche, su sobrino fanático de las empanadas que ella hace, su sobrino amante de los guisos que cocinaba estaba tirado en una camilla con un tiro en la nuca. Era apenas un changuito. ¿Por qué matar a un nene? Rita salió sin saber qué decirle a su mamá. Buscando apoyo para su cuerpo, su ánimo y su vida. No le dijo nada. Para Mercedes, a esa altura las palabras sobraban. Horas después, cuando un tío fue a retirar a Facundo de la morgue le descubrió la espalda y encontró en ella al menos once balazos de goma.

 

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La Bombilla es uno de los barrios más populares de Tucumán. Su nombre es Juan XIII pero nadie le dice así. Rodeado por las calles Ejército del Norte, Italia, Uruguay y Lucas Córdoba se ubica a veinte cuadras de la plaza principal de San Miguel de Tucumán. El lugar fue el punto de llegada de muchos de los obreros que iban perdiendo su trabajo en los ingenios tucumanos. A medida que crecía, iba tomando las características de una “villa miseria”. En 1976, el entonces gobernador de facto Antonio Domingo Bussi lo cercó con una tapia para que esa parte de la ciudad no tenga mal aspecto. Esa tapia tal vez sea la que le haya puesto el sello final del estigma que hoy sigue padeciendo como barrio. Si sos de La Bombilla, seguro sos ladrón, paquero, vago, y seguro también que toda esa ropa que tenés puesta es robada. No hay vuelta, y todos los bombilleros sienten las miradas de reojo cada vez que dicen la dirección de su casa. Del barrio se dice que todos venden droga, que la gran mayoría están armados, que la policía no puede entrar nunca y que los chicos son pequeños pichones de delincuentes. Para la opinión pública no es lo mismo cuando se dice que la víctima de un tiroteo es de La Bombilla a cuando se dice que es de algún otro barrio. Una catarata de prejuicios surge en la cabeza del ciudadano tucumano cuando aparece el nombre Bombilla.

De acuerdo al último censo, en 2010, el barrio tiene 11 mil habitantes. Durante la década anterior, atravesó la crisis gracias a la ayuda de comedores que se instalaban estratégicamente en iglesias, escuelas y centro barriales. Los comedores fueron además un espacio de recreación para los chicos, lugares donde reciben formación artística, deportiva y escolar.

La abuela de Facundo Ferreira dice que con los años el barrio cambió para bien y para mal. Que el centro del barrio es más difícil, ahí venden drogas y quizá hay gente de mala vida, pero que ella no los conoce. Su casa está en las calles laterales, pero en la entrada del barrio. De allí salió Facundo con Juan la noche del miércoles 7 de marzo a ver las picadas ilegales que se realizan frente al parque 9 de Julio.

 

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La primera noticia de la muerte de Facundo se conoció alrededor de las siete de mañana en un programa de televisión abierta. Ahí contaban de un hecho policial, un enfrentamiento, con una supuesta banda del que quedó como víctima un niño de 13 años, que estaba estable con un tiro en la cabeza. “¿Está vivo y tiene un tiro en la cabeza?”, le preguntó el conductor del noticiero matinal al sub jefe de policía Francisco Picón. El policía no supo qué contestar.

Media hora después, Rita, la tía de Facundo, llamó a la producción del programa para salir al aire y aclarar que su sobrino no estaba en ninguna banda y para pedir que digan bien el nombre y la edad del niño. Tomaron las aclaraciones, pero no la habilitaron para salir al aire. Tampoco dijeron públicamente los datos que había pasado la tía por teléfono.

Nicolás González Montes de Oca y Mauro Díaz Cáceres son los dos policías que participaron de la supuesta persecución. En la primera versión que dieron, contaron que iban tras una banda motorizada de sospechosos, aunque en ese relato no se indica con exactitud cuáles fueron las características que despertaron las sospechas. Dijeron que se había desatado un tiroteo, que la moto con los dos chicos quedó atrás y que para poder huir les disparaban a ellos. Así fue como explican que dispararon a Facundo Ferreira.

De la persecución a la banda no se obtuvieron demasiados datos. Tampoco de la persecución a la moto de Juan y Facundo. Pasó bastante tiempo hasta que los policías dieron cuenta del hecho. Mientras tanto, el cuerpo de Facundo permaneció tirado en el pavimento mientras Juan lloraba desesperado rogando que por favor llamen una ambulancia. “A vos te va a pasar lo mismo, callate”, le dijeron los efectivos. El momento está registrado en un video que les hicieron llegar a la familia: Facundo está en un charco de sangre, se lo escucha sollozar a Juan, amenazar a los policías y comentar a más de una persona. “Es un changuito”, se oye a lo lejos.

Cuando llamaron al servicio de emergencias, dijeron que había sido un accidente de tránsito. Curiosamente y a pesar de que el orificio en la cabeza de Facundo era notorio, el médico que llegó en la ambulancia creyó en la versión de la policía y lo ingresó al hospital como un accidente. En el ingreso, también consta que tenía 18 años cuando tenía 12. El médico apenas supo explicar por qué procedió de esa manera. Solamente dijo que tomó los datos que le había pasado la policía y no indagó mucho más. Días después, la fiscal de la causa, Adriana Giannoni, confirmó que el nene había llegado con vida al establecimiento de salud.

En el mismo hospital, en la puerta cuando la familia de Facundo salía totalmente desorientada se acercó un señor. “No fue un accidente, yo vi lo que pasó”, les dijo. Y les contó que los chicos intentaban huir de la policía. Que los oficiales dispararon más de una vez y que después, cuando cayó Facundo, lo patearon mientras apuntaban a Juan. Fue el primer testigo que se animó a decir lo que se supone mucha gente vio, pero que se niega a contar por miedo a las represalias de la policía.

 

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Los policías que dispararon contra Facundo y Juan siguen en libertad y en funciones, a pesar de su participación en el hecho y de que están imputados en la causa. De acuerdo a los análisis, se comprobó que uno de ellos había consumido cocaína: se trata de Nicolás González Montes de Oca, el efectivo quien iba conduciendo la moto. De las pistolas usadas por los oficiales salieron once balas. Antes, habían disparado diez balas de goma, todas impactaron en la espalda de Facundo.

Cuando se recolectaron las pruebas, se encontró supuestamente allí un arma calibre 22 de la que según la versión policial, habían salido los disparos de los chicos hacia ellos. El revólver no tenía ninguna huella. Tampoco se encontraron proyectiles en la escena del crimen que pudieran comprobar que los chicos hayan disparado. De acuerdo a las pericias recolectadas no se pudo determinar la existencia del tiroteo.

El momento más esperado para la familia de Facundo fue la etapa de la indagatoria a los policías. Tardó en llegar. La primera citación fue en abril y se concretó los primeros días de julio. Para la fiscal las jornadas fueron largas. El primer día, declaró Díaz Cáceres, quien efectuó el disparo que mató a Facundo. Cuando terminó la indagatoria, la fiscal Giannoni pidió que quedara detenido. El juez Victor Manuel Rougés a cargo de la causa en ese momento, rechazó la detención. Al otro día, cuando fue el turno de Nicolás Montes de Oca, pasó lo mismo.

Desde que mataron a Facundo, los policías no le dejaron un momento de descanso a la familia ni al barrio. El día que los Ferreira volvían del entierro del nene junto a sus vecinos los esperaron con una razzia. A la semana, después de una marcha, la situación se repitió. Las amenazas y los hostigamientos se convirtieron en moneda corriente a los Ferreira y su entorno. En mayo, presentaron una denuncia dejando constancia de cada una de estas amenazas que eran físicas, pero también virtuales en las redes sociales a algunos integrantes de la familia.

Luego de la declaración de los policías, se presentó a la justicia un colega de ellos que relató cómo lo apretaron para que fuera a tirotear la casa de la familia y les exigiera que dejen de pedir justicia. El agente cuenta que estaba en su moto y se le acercó un auto. “Te la hago corta, no tengas miedo ni nada, no venimos por vos, te vengo a hacer una proposición. Sé que andás con todo el quilombo, que querés volver a la Policía y tenemos la solución”, le dijeron desde adentro. “Hablemos a calzón quitado, decime de qué se trata y ahí te voy decir”, respondió él. “Es “por el tema del pendejo este que están ‘enquilombizados’, que lo han matado en El Bajo”, según consta en la denuncia realizada en la Fiscalía de Instrucción en lo penal VIII de Tucumán.

Por un chaleco es que el policía identificó a quienes lo hablaron desde el auto. El efectivo tiene una causa por lesiones graves con arma de fuego y le ofrecían limpiar ese historial de su carrera. Él no sólo no aceptó, sino que también puso la denuncia que consta en la causa y cuya gravedad no tuvo peso para el juez Rougés.

Hoy “la causa va lenta, pero va bien”, según cuenta Mercedes que le dijo la fiscal el mismo día que se cumplieron cinco meses del asesinato, el 8 de agosto.

 

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“Los chicos de acá ya no saben qué hacer, sienten una impotencia enorme”, dicen los vecinos del Juan XXIII o La Bombilla. La policía nunca fue muy amable con la gente del barrio y parece odiar a los chicos. El aval social empodera la violencia de la policía y los uniformados aprovechan para desatar toda la furia institucional en los menores.

A medida que pasaron los meses, los amigos de Facundo construyeron una gruta para homenajearlo. El martes 7 de agosto, la abuela acababa de recibir el alta médica luego de haber estado internada algunos días por una abrupta crisis diabética, y quiso ir a prenderle velas a su Negrito. Como es costumbre, apenas la vieron, los chicos se acercaron. En los últimos tiempos, cada vez que la ven los amigos de Facundo corren a abrazarla, a saludarla, a retener para sí un pedacito de él. Y ella acepta sonriente los abrazos, hay en ellos un poquito de su nieto.

Cuando estaban en la gruta, comenzaron a dar vueltas motos policiales y autos. Eran los efectivos de GOM (Grupo Operativo Motorizado) y del 911. Al parecer venían de otro operativo y los vieron en la gruta. Aprovecharon una vez más para hacerles saber que hoy son una fuerza impune, avalados por el mismo gobierno de la provincia. “Ahí está la vieja apañadora”, le dijeron a Mercedes. “Ya van a ver ustedes”, les contestó ella. Fue suficiente para orientar las motos hacia donde estaban e intentar atropellarlos. Para cubrirse, alguno de los chicos, les arrojó una piedra, y ellos empezaron a disparar balas de goma.

Alcanzaron a correr y protegerse en las casas vecinas. Ella llegó hasta su casa, corriendo también y cubierta por su hija Rita. Entraron pero se les escapó el Sultán, el perro que tenía Facundo. A él le dispararon con balas de plomo. Cayó muerto inmediatamente. Para comprobar que estaba muerto, pasaron por sobre él con la moto.

El ataque fue denunciado ante la fiscal Giannoni quien había recibido otra versión desde la policía. Según dijeron, los habían atacado a pedradas y no habían tenido otra opción que disparar. Como la versión era completamente distinta, la fiscal pidió una autopsia sobre el perro. “Es algo que nunca vi”, dijo al día siguiente Emilio Guagnini, abogado querellante en la causa e integrante del equipo de abogados ANDHES. “La fiscal quería saber si efectivamente el perro había muerto de un tiro y si el tiro era de la policía”, dijo.

 

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“¿Perdurará la justicia como ley sin pasiones? ¿Surgirá la justicia en la conducta que mueve las conductas al conmoverlas? ¿Una sensibilidad en la punta de la lengua que primero se opaca y después se escapa?/¿La primera piedra la tiró el miedo? Y detrás del miedo, ¿quién abrió las puertas? Nuestras almas que todo lo podían, ¿cuándo sucumbieron? ¿Cuándo nuestra gloria se desvaneció entre los ronquidos de la agonía bajo la ciénaga de la naturalización?/El niño de la pobreza ya está muerto, solo espera una palada de tierra. La resignación siempre. ¿Alguien besará esos labios fríos?”

 

El poeta Vicente Zito Lema se hace esas terribles preguntas en el documental Pibe Chorro, dirigido por la cineasta Andrea Testa. La película se ocupa de mostrar el alto grado de estigmatización que pesa sobre los chicos de los barrios populares en la Argentina.

La sociedad responde y sostiene esos estereotipos. El prejuicio y la violencia ganaron el caso Facundo Ferreira en las primeras semanas. Después, cuando empezó a saberse la responsabilidad de la policía, los dedos acusatorios hacia Facundo se bajaron, pero también se llamaron a silencio. Nadie más habla del caso.

Dijeron que dos años antes, había violado a una nena que luego se había matado. Dijeron que había fotos de él con armas diciendo que iban a matar policías. Dijeron que de noche salía a robar. Dijeron que era un delincuente juvenil que tenía bajo amenaza a medio Tucumán desde hacía al menos un año. Nada de lo que se dijo se comprobó. Por el contrario, no tenía ningún tipo de antecedente, ni denuncia ni nada similar. En los análisis, se dedujo que tenía pólvora en una de sus manos por lo cual podría haber disparado. Lo cierto es que los análisis en ese sentido no prosperaron y que la pólvora estaba en la mano derecha, mientras que Facundo era zurdo.

El caso tuvo una trascendencia a nivel nacional. Desde el poder provincial, el ministro de Seguridad Claudio Maley sólo atinó a preguntar: ¿dónde estaban los padres del niño que salió a esa hora? Desde el poder nacional, la ministra Patricia Bullrich dijo que si a los policías les disparan, iban a tener que disparar.

Fue tan polémico el caso que la semana siguiente del asesinato, la fiscal tuvo que dar una conferencia de prensa para aclarar todos los rumores que en horas habían trascendido. Paradójicamente, los rumores que pesaban sobre Facundo no tuvieron ningún sustento. Los que pesaban sobre los oficiales, sí. Por ejemplo, que el oficial Díaz Cáceres tenía ya tres demandas por abuso de poder.

En la opinión pública hubo un antes y un después del caso Facundo. Tal como si fuera un partido de fútbol, los amantes de las grietas aun cuando se trata de una vida, eligieron creer la versión policial sostenida en un principio por algunos medios de comunicación. En estos tiempos las verdades no se comprueban, se construyen. A pesar de que la Justicia avanzó sobre el caso y determinó la responsabilidad policial, una parte de Tucumán, sigue poniendo en duda la inocencia de Facundo.

Desde la llamada doctrina Chocobar hasta el asesinato de Facundo Ferreira, hubo en Tucumán cinco casos de gatillo fácil. En diciembre de 2017, en Capital Federal el policía Luis Chocobar mató a Pablo Kukoc, uno de los dos ladrones que acababa de asaltar y de apuñalar diez veces al turista norteamericano Joe Wolek. El oficial pasó dos días en un calabozo acusado de homicidio en ocasión de usar exceso de violencia, luego fue liberado pero apartado de sus funciones y con un embargo de 400 mil pesos.

El presidente Mauricio Macri lo recibió en Casa Rosada. Junto a la ministra de Seguridad, el presidente opinó que Chocobar había cumplido con su deber y que se necesitaban policías con esa valentía. Dos días después, gracias a un video en el que se ve que Kukoc está de espaldas en el momento de recibir el disparo, el juez determinó que Chocobar era culpable. El aval político y social del caso marcó un antes y un después para la vida institucional de los argentinos y los casos posteriores de gatillo fácil pasaron a encuadrarse en eso que se llamó doctrina Chocobar.

En mayo, se realizó la sesión 78 del Comité por los Derechos del Niño de la ONU. Allí se evaluó la situación de la infancia y la adolescencia en la Argentina y puso los ojos especialmente en el caso de Facundo. A partir de varios testimonios, mostraron preocupación por la cantidad de detenciones arbitrarias a niños por su aspecto. Cada detención está acompañada de malos tratos, torturas, simulacros de ejecuciones, causas inventadas, involucramiento en actividades delictivas y muertes por gatillo fácil. El artículo tres del código de conducta de la ONU para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley expresa que el uso de armas de fuego es una medida extrema y que los agentes deben hacer todo lo posible por excluir su uso en especial contra niños.

Lo cierto es que en La Bombilla los chicos le tienen pánico a la policía. Y los policías parecen odiar, sobre todo a los adolescentes. De niños, los papás amenazan con llamar a un “rati” para que los chicos se porten bien. Las fuerzas eligen no entrar a las zonas más difíciles del barrio, pero cuando lo hacen aprovechan para insultar o generar pánico entre los chicos. Los vecinos intentan todo el tiempo demostrar que en el barrio vive gente trabajadora, que los chicos estudian y trabajan y que juegan como en todos lados. Tampoco eso quiere creer la opinión pública.

 

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Mercedes se despierta gritando y se da cuenta que tiene la cara mojada. Ha llorado. En los sueños apareció el Negrito diciéndole que estaba bien, que está tranquilo, que ella se cuide y trate también de estar bien.

Cuando cuenta el sueño, Mercedes llora sin consuelo. No hay palabras de alivio para su llanto. Mientras habla, a través del teléfono, se escucha cómo la voz empieza a quebrársele de a poco hasta que no da más. Solloza, apela al silencio y vuelve a la carga con la pena hecha palabras. “Yo sé que no estoy sola, porque hay mucha gente que ha estado en estos tiempos con nosotros, hay mucha gente que se acerca a ayudarnos, a preguntarme por el Negrito, y yo lo valoro, pero por dentro me siento sola. Yo ya no soy la de antes”.

A días de cumplirse los cinco meses del asesinato de Facundo, ella estuvo internada por una suba en el azúcar. La diabetes, que la tenía antes pero que estaba perfectamente controlada, después del crimen de su nieto se desató con más fuerza. Además, algunos problemas de presión y una catarata en un ojo que debía ser operada el 12 de marzo pero, dado su estado emocional, no se la operó. “Veo poquito de este ojo, pero es que la presión ocular sube bastante por los nervios”, dice y por dentro pareciera repetir “yo ya no soy la de antes”.

Mercedes Ferreira nació en el barrio Juan XXIII. Allí creció y allí formó luego esta familia que tiene. Tuvo diez hijos, dieciséis nietos y dos bisnietas. El primero, un varón, murió cuando era apenas un bebé. Algunos de sus hijos viven en Buenos Aires y dos de sus hijas en Sunchales, Santa Fe. Romina, la mamá de Facundo y Malvina, madrina del nene.

Mercedes fue quien se ocupó de criar a Facundo. Él le decía La Pachona. Desde chiquito se ocupaba de que le vaya bien en la escuela y de que no se enferme nunca. “¡Un premio para esta abuela!”, cuenta que le dijo una vez, durante uno de los controles en un Centro de Atención Primaria de la Salud (CAPS), la doctora que lo atendió. Facundo estaba sanísimo y tenía al día todos los controles. Algo similar pasaba con la escuela. Era un buen alumno, hacía las tareas, se portaba bien y nunca durante la primaria (único nivel que llegó a cursar), hubo que lamentar llamados de atención de algún docente.

La gran familia de Mercedes tenía otro domicilio, “en esa casa estábamos todos amontonados”, cuenta, hasta que hace 20 años por un plan del gobierno los reubicaron en donde viven ahora. Allí, más cómodos, pudieron hacer otra construcción, con más habitaciones dentro del mismo terreno. “Acá vivía mi hijo con mis dos nietas, pero ahora están en otra parte. Fueron tantas las amenazas de la policía en estos meses que tuvo miedo de que les pase algo a las chicas. Se fue por seguridad, porque es lógico que tenga miedo con todo lo que nos hace la policía”, dice Mercedes y aclara “yo ya no les tengo miedo”.

Todos los días, Mercedes se levanta a las seis de la mañana para ir a trabajar en una casa de familia que está a cuadras de su casa, apenas saliendo de La Bombilla. Hace 40 años que trabaja ahí como empleada doméstica. Es una de las personas de confianza de la familia. Cuando le tocó atravesar la muerte de Facundo, le dijeron que se tome el tiempo que quiera. Volvió a las semanas, pero ahora trabaja menos horas, ya no puede. En quien sí mantiene la atención es en su mamá que tiene ya 92 años.

Mercedes es pequeña. Su pelo largo y lacio va siempre atado cerca de la nuca. Habla con frases cortas y en voz baja. Los ojos, pequeños, se iluminan cada vez que trae a la memoria alguna broma de su nieto. Pero el chispazo se apaga pronto y vuelve a perderse en una pena profunda. De esa noche fatal, ella recuerda todo como con una nube. Que no sabe cómo caminó, cómo movió sus piernas, que Rita la llevaba del brazo y ella apoyaba su cuerpo en ella. “No recuerdo si me arrastraba o si caminaba. No sé cómo fue”, dice.

Hoy su compañía permanente es Mauro, su nieto de 8 años que no se va de su lado, la acompaña la mayor cantidad posible de horas. “Él está conmigo todo el tiempo, me da conversación, me acompaña mucho. Pero después paso el día acostada todo lo que puedo. Mis hijos pasan y me compran los remedios y yo estoy en la cama”, cuenta. “Cómo será que mi vida era trabajar”, dice con voz entrecortada. “Y yo ya no tengo ganas de trabajar, ni de comer, ni de nada. A mí me han destrozado”.

 

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“Mamá, ¿cuándo vas a venir? Tengo ganas de que le hagamos un asadito para la Pachona”, le dijo por teléfono a Romina, su mamá que vive en Sunchales. Le había pedido 30 pesos a su abuela para llamarla. Quería decirle que la extrañaba, pero también quería exigirle que vaya a Tucumán. El lunes 5 de marzo había cumplido años Mercedes. Los hijos que viven en Tucumán fueron de sorpresa con unos sánguches y festejaron. Pero faltaba la fiesta. La celebración iba a ser ese fin de semana cuando llegaran Romina y Malvina. Era una sorpresa para Mercedes.

Facundo tenía la contextura física de un nenito. De piel morena y ojos negros, sus amigos cuentan que era divertido, vivía haciendo bromas y pensando en el fútbol.

Ese miércoles 7 de marzo, Facundo preparó todo para ver Elif con su abuela Pachona. Era la rutina diaria. Veían juntos la telenovela turca que estaba de moda ese verano, cenaban y se iban a dormir. A veces él se quedaba un ratito más con los chicos de la cuadra. Si hacía mucho calor se quedaba hasta pasadas las once de la noche, pero si no a las diez ya se iba a la cama.

Era un día especial, dicen sus amigos que Facundo había dado su primer beso a una noviecita que tenía y que todavía lo llora sin consuelo. Mientras él preparaba la mesa para el mate, su abuela calentaba el termotanque con agua para que se bañe. En el barrio, el gas natural y por lo tanto el agua caliente, todavía es una deuda. Él se bañó y volvió a la vereda. Ella se fue al súper y no se vieron nunca más.

Facundo había sido criado por Mercedes junto a tus tías Rita y Malvina. Malvina se fue a Sunchales mucho después de Romina, la mamá de Facundo. Necesitaban trabajar y en Tucumán no había manera de encontrar empleo. Para Malvina, Facundo es otro hijo. Lo recuerda siempre bromista, siempre chistoso, siempre haciendo reír a los demás y siempre jugando en su bicicleta. Dice que le encantaba andar en bicicleta desde muy chiquito y que iba y venía en la misma cuadra ensayando piruetas. Ella estaba muy contenta cuando su sobrino estuvo viviendo en Santa Fe, pero entendía que el nene extrañe tanto a su abuela.

En diciembre, y después de pedirle muchas veces a Mercedes que fuera a buscarlo para volverse con ella, la abuela le hizo caso. “Te extraño mucho Pachona vení a buscarme, quiero volver con vos”, le decía. Un vecino tuvo que intervenir para convencerla. “Se va a enfermar el Negrito”, le dijo. Aunque Facundo volvió feliz ella se preguntó varias veces si había hecho bien en buscarlo.

Cuando volvió de Santa Fe donde estuvo durante la mitad de 2017, Facundo se dedicó a enseñarle fútbol a los chicos y a las chicas de la cuadra. Les explicaba estrategias de juego. Allá en Santa Fe, había integrado el equipo de esa ciudad. Con él que obtuvo un trofeo. Este año, el otro equipo que integraba Facundo, salió campeón. Es “La Bombilla”, el club de su barrio. El día que ganaron, su abuela Mercedes fue a recibir la medalla que hoy está en la gruta que construyeron a metros de la casa para recordarlo. Dentro de poco, pintarán un mural.

Sus amigos dicen que su sonrisa era hermosa. Una de sus amigas, la más cercana, imprimió una foto en tamaño grande y la tiene al lado de su mesa de luz. Dice que le gusta cuando abre los ojos y lo ve sonriendo. “Le pido cosas”, cuenta.

Le gustaba La Beriso, le encantaban los sánguches de milanesas que hacía el vecino del frente, pero sobre todo le gustaba soñar. “Abuela, te voy a sacar de este barrio”, le decía. “Gigante va a ser la casa que te voy a comprar”, prometía. Messi era su jugador favorito. Sabía que Lio había sido el mimado de su abuela y que ella fue clave para los inicios futbolísticos del astro. “Yo voy a ser como Messi y vos vas a dejar de trabajar para irte a vivir a la casa grande”, le decía y le daba besos.

La sonrisa de doce años brilla en las fotos. Es contagiosa. Dan ganas de reír y de vivir. El gesto hoy está congelado en fotos.

Facundo no pudo ir a la escuela.

Facundo no pudo cumplir su sueño.

Facundo no pudo seguir jugando.

Facundo no pudo seguir viviendo.

La policía feroz no lo dejó.

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