Pornografía y fútbol: cuando fuimos ricos

Bitácora Zeta

Pornografía y fútbol: cuando fuimos ricos

Se acaba de anunciar que a partir del próximo año el fútbol argentino volverá a ser codificado. Este relato recuerda cómo eran aquellos tiempos en que había que pagar para ver los partidos y los canales porno. ¿Cómo hacían los que no tenían plata? Revelamos cuál era el truco para ver sin poner una moneda.

La budinera en la antena del techo nunca funcionó. A lo sumo modelaba con un poco más de precisión las sombras de los cuerpos tras una neblina gris de rayas y puntos que iba y volvía con una frecuencia exasperante. Lo único nítido era ese coro monocorde de gemidos. Había que imaginarlo todo. Era cuando se vendían bagullos y el Diego todavía volvía a las canchas de vez en cuando. Mediados de los noventa. Pubertad o pre adolescencia como le llaman ahora. En el barrio entonces no te afanaban. No teníamos nada costoso: apenas una bmx con el avance rm4, un walkman, una pila de casettes TDK D60 con canciones grabadas de la radio, el álbum del mundial 94 con muchas figuritas repetidas del arquero Tony Meola, una película robada del videoclub Los balcones que ni siquiera era porno porque a Xuxa sólo se le veían las tetas en una escena. No se necesitaba mucho más. Éramos ricos en libido y en imaginación.

Uno lograba masturbarse en esa precariedad televisiva, la técnica consistía en retener en la mente por unos instantes las imágenes en blanco y negro y reconstruir el resto. Era todo ficción y éramos expertos en ese montaje. Pero con el fútbol no se podía. La neblina generaba un coito siempre interrumpido donde se postergaban jugadas, se diluían goles y se desvanecían contrataques sin una explicación aparente.  Era un fútbol fantasmagórico de apariciones difusas en el que nunca se sabía con certeza dónde estaba la pelota. La que quedaba era ir temprano a la estación de servicio de la avenida Siria, agenciarse una mesa cerca del único televisor que había y aguantar varias horas tomando a sorbos cortos una Coca Cola por la que pagábamos un precio obsceno. Cualquier precio era obsceno por entonces. No teníamos casi nada, pero no necesitábamos mucho más.

Ni que hablar para los clásicos. Había que ir en procesión al mediodía y esperar hasta las 17 o 18 que empezaba el partido. Tampoco nos dejaban amucharnos en torno a una sola gaseosa porque había una consumición mínima que teníamos que abonar religiosamente. Si el precio de la Coca Cola ya era obsceno en una fecha cualquiera del campeonato, ahora se volvía pornográfico; mucho más pornográfico que la película esa en la que a la joven Xuxa se le veían las tetas. Pero no quedaba otra. Si llegabas tarde ya no quedaban sillas y te sentabas en un cajón de cervezas vacío y, sino, tenías que ver el partido parado o relojeando detrás del vidrio, si es que no te bajaban las persianas. Porque nunca faltan los hijos de puta. Lo bueno es que había clima de cancha. Como había que pasar tantas horas al pedo entonces se cantaba, se gritaba, se alentaba, se vaticinaban esquemas y resultados. Se filosofaba y se hablaban muchas cagadas. Nos sobraba la libido y la imaginación.

Cuando apareció el aparatito fue toda una revolución. Creo que fue Carlos el primero que lo tuvo en el barrio. Estaba hecho con uno de esos tubitos negros en los que entonces venían los rollos de las cámaras de fotos; los mismos que usaban los que coquean para llevar bica y los que fuman para transportar el faso. Creo que no existían todavía los huevos Kinder. Ese invento de ingeniería hogareña cambió la forma en que nos entregábamos clandestinamente al onanismo. Todo un cambio de paradigma: imagen y sonido, colores, texturas antes desconocidas, más para ver y mucho menos para imaginar. Bastaba con enchufar el modesto artilugio detrás del televisor. Eso sí, antes había que pedírselo a Carlos. Creo que llegamos a establecer un sistema de turnos para sociabilizar el artefacto: Pato los lunes, Manolo los martes, Sebastián los miércoles, el zurdo los jueves, yo los viernes y así. Teníamos poco, casi nada, pero todo lo compartíamos.

Luego la trampa se masificó y el decodificador trucho, que primero se distribuía en el más estricto de los secretos, comenzó a venderse con la misma naturalidad con la que pasaba el achilatero en su bicicleta por las siestas. Cada uno llegó a tener el suyo. Nuestros padres y tíos y primos también lo tenían. En poco tiempo, la pornografía dejó de ser un hallazgo extraordinario y se volvió pura monotonía. La ficción era demasiado burda, cualquier circunstancia de lo más cotidiana derivaba como por arte de magia en el coito: cogía el sodero que llevaba la soda, el plomero que arreglaba una fuga en el baño y el taxista en medio de un viaje. Nadie llegaba a ver el final de la película porque presuponía de antemano cómo acababa. Tengo la convicción de que las historias que nos veíamos obligados a imaginar antes de la llegada del aparato eran mucho más ricas. ¿Cómo saberlo? ninguno de nosotros se volvió director de cine porno como para corroborar esa hipótesis. Tal vez crecimos, hipotecamos la libido y nos empezó a escasear la imaginación. No lo sé.

A la estación de servicio de la avenida no volvimos nunca más en procesión. El clima de cancha se volvió mucho más íntimo, reducido y estrecho. Un clásico, la casa de algún vecino, unos cuantos porrones. Después ya no nos juntamos más a ver los partidos. Cada quien lo veía en su casa y nos reuníamos luego en la placita para los comentarios y las gastadas pertinentes. No existían todavía las redes sociales con su ficción de cercanía. Por entonces empezamos a tener más: hijos, autos, responsabilidades. Y a necesitar mucho más aún. No se conseguían bagullos y tuvimos la triste certeza de que Maradona ya no jugaría a la pelota. Las cámaras dejaron de tener rollos. Los aparatitos para ver el canal Venus y el fútbol  codificado se extinguieron quizás para siempre. Dicen ahora que otra vez habrá que pagar para ver los partidos. Será que todo vuelve. ¿Será que volveremos también a ser ricos?

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