Nostalgias y devaluaciones

Bitácora Zeta

Nostalgias y devaluaciones

Estaba en medio de unos de esos berretines que me atrapan cíclicamente (nótese que ya la palabra berretín es un anacronismo excesivo para estos tiempos); persiguiendo la nostalgia de un tiempo no vivido, rastreando oficios y cosas que parecen extintas: buscaba en Tucumán un técnico que repare un tocadiscos Hitachi del 78. En eso andaba. Indagando pistas confusas, perdido por calles de barrios de los suburbios, preguntando a gente de mirada atónita. Producía, a los ojos de los demás, la extrañeza que podría generar un marciano comiendo choripanes a la salida de una cancha de fútbol, un vampiro en una pileta pública, un pirata en una riña de gallos. Es que los demás no sólo eran ajenos a mi brote de nostalgia, sino que estaban ocupados en cuestiones, en apariencia, más mundanas. Tenían sus cabezas en las pizarras de los bancos, en los anuncios oficiales, en los precios del supermercado. El primer baño de realidad me había llegado a las diez de la mañana en un mensaje de texto de mi vieja: “Gordi entrá a la AFIP para ver si podés comprar verdes”. Mi respuesta fue que me espere para comer. Una vez más, la economía del país parecía derrumbarse y yo embarcado en una causa perdida, tratando de reparar lo irreparable, poniendo en marcha lo obsoleto. Un tocadiscos ¿A quién se le ocurre?

La primera conclusión de mi peregrinaje es melancólica: nos quedamos sin artesanos. A esa respuesta ya la había vislumbrado tiempo atrás cuando busqué, en vano, a alguien que fuera capaz de reparar un encendedor antiguo que compré en una feria de la Chacarita y, seguramente, terminaría por confirmarla el día en que, al entrar en una mercería de barrio, descubra que ya no venden el hilo de caña que se usa para coser pelotas de cuero. Pero me rehúso a hacerlo. La segunda conclusión tiene un tinte naif de esperanza: el que busca, encuentra. Aunque no siempre lo que anda buscando. En eso reside lo azaroso y mágico del asunto.

La cuestión es que un dato erróneo me había llevado a la calle Frías Silva al 500. Una quinielera joven de ojos grandes me dice que, en esa cuadra, hay un técnico que repara artefactos eléctricos. Llego entonces hasta una puerta de madera gastada abierta de par en par. Adentro, la humedad extiende sus formas fantasmales devorando las paredes de la vieja casa de barrio. La habitación es un cementerio de ventiladores; los hay de todos los tamaños, despedazados, en las paredes y apilados en el piso. Sobre la mesada de metal, que parece una gran mesa de disección, se desparraman cables, enchufes, herramientas y las vísceras mecánicas de distintos electrodomésticos antiguos. Lo único que parece tener vida son unos gatos pequeños que se desperezan en el piso. Los gatos y el morocho cincuentón que me recibe con una sonrisa detrás del mostrador. Tiene cara de duende. Orejas puntiagudas, cabeza calva rodeada de cabellos y una barba frondosa con partes negras y blancas que forma una punta de pelos bajo el mentón. No le pregunto el nombre, pero no tardo en enterarme que es ingeniero electricista, que sale a bailar cinco veces a la semana, que lee a los grandes pensadores y los cita cada vez que tiene oportunidad de hacerlo. No tardo en saber que no es la persona que busco y que tampoco puede reparar el tocadiscos. Me dice que ya no hay repuestos para el equipo, pero no le creo, pienso que esa habitación desordenada es una fachada, que esa caverna húmeda no es un taller y que él no es un técnico sino un filósofo.

El ingeniero bailarín me cuenta una anécdota: Albert Einstein se paraba en la puerta de su casa y gritaba que el mundo era suyo. Y me dice que tenía razón, porque el viejo Albert era dueño de su tiempo y a eso no lo compra el dinero. Luego me dice que el bien más preciado que tiene el hombre es la libertad. Que hoy las personas venden esa libertad a un precio demasiado módico, que la han cambiado por yuyos en sus trabajos de ocho horas. Que los trabajadores son esclavos y que los patrones de los trabajadores también lo son pero con más plata. Que el que gana, siempre, es el sistema. Entonces me explica que, en el fondo, la que está devaluada no es la moneda, sino la vida; y me confiesa que a él no le importa comer polenta todos los días, con tal de tener tiempo para bailar o leer. El devaneo se extiende, hasta que el filósofo, de pronto, toma consciencia del correr de los minutos y me pide disculpas por haberme hecho perder tiempo con su charla. Le digo que no, por el contrario, ha sido el tiempo mejor invertido del día y que he salido ganando. Le estrecho con fuerza la mano y me despido con la esperanza de que, algún día, la charla continúe.

Diez minutos después estoy manejando por la avenida Saenz Peña. Voy pensando en lo que me dijo el ingeniero-filósofo-bailarín. Sé que tengo una historia para contar y eso me genera una extraña satisfacción. Me detengo en un semáforo. Sobre la platabanda hay un perro negro. Está muerto. El cuerpo hinchado y las vísceras afuera. Una nube de moscas lo rodea. Me recuerda inmediatamente a una imagen de la novela Zama, de Antonio Di Benedetto: el cadáver de un mono que las olas mecen en la costa. Una imagen existencialista del destino humano. Entonces creo que tengo que volver a leer a Sartre y a Camus, ahora irónicamente devenido en hacker. De pronto, creo que el ingeniero-filósofo-bailarín tiene razón: la vida está muy devaluada. Avanzo con el semáforo en verde y todo se vuelve demasiado claro: lo que necesito no son dólares, sino un técnico que repare un tocadiscos Hitachi del 78; alguien que se anime a ponerle sonido a la nostalgia.

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