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Sangre, dinero, balas, amores y traiciones. Glorias y ocasos de los zares de la droga en la provincia.
Llegó apurado al lugar del encuentro, un bar en la zona de tribunales. Decidió sentarse en una mesa en la vereda, para poder fumar; vicio que nunca pudo dejar del todo. No quiso cámaras ni grabadores. Dejó en claro que teme represalias. Pedro, durante un par de años fue narco, pero hizo el colchoncito de plata suficiente para emprender un negocio legal y dijo basta. En un abrir y cerrar de ojos dejó esa vida clandestina. La misma que le quitaba el sueño, la que le hacía subir la presión cada vez que traía y trasladaba la droga, la que lo obligaba a dormir con un ojo abierto todas las noches de su vida y con una nueve milímetros bajo la almohada. Miró a todos lados y a ninguno al mismo tiempo antes de comenzar a hablar. Fue un gesto de desconfianza, típico de aquellos que se acostumbraron a vivir al margen de la ley o sabiendo que el peligro es una sombra que posiblemente lo acompañará hasta el cajón.
“Este no es un negocio que nació de un día para el otro. Hubo gente muy pícara que hizo mucha plata y otros que se creyeron los pícaros y terminaron en un zanjón con varios balazos en el mate. Por eso hay que tener mucho cuidado, por eso tengo mucho cuidado y sólo puedo contar algunas cosas”, advirtió Pedro. Habló lo justo y necesario. Nunca dio nombres de personas, ni de clanes, ni de barrios, pero sí entregó generosamente datos para ir reconstruyendo de a poco las redes que tejieron los narcos tucumanos para dominar la provincia. “Los operativos estos que está haciendo la Nación, no sirven de mucho. Está tan enquistada esta actividad que lo único que consiguen es que se incremente el precio de la droga y que haya más muertes en los barrios”, opinó con la furia grabada en las pupilas de sus ojos para dar a entender que el problema de la droga no se solucionará de un día para el otro
Villa 9 de Julio nació como un barrio de gente trabajadora. Allí se instalaron los que dejaron gran parte de su vida faenando las vacas que llegaban al Matadero Municipal ubicado desde 1915 en la calle José Hernández al 1500. Allí vivían hombres duros que manejaban los cuchillos como si fueran violines de una orquesta de cuerdas. Allí, al cerrarse la planta de faenamiento en la década del setenta, la pobreza, el hambre y las necesidades, comenzaron a devorar a sus habitantes. De un día para el otro, los hijos de aquellos hombres acostumbrados a cargar medias reses sobre sus espaldas, se quedaron sin futuro porque el matadero había cerrado sus puertas. Para colmo, la provincia estaba sumida en una profunda crisis económica y no había trabajo estable y digno para nadie. Como si eso no fuera poco, el barrio comenzó a recibir a los trabajadores de los ingenios que cerraban sus puertas. La necesidad les abrió las puertas a personas que tenían otros oficios más lucrativos y mucho menos sacrificados. Una parte del caserío, entonces, se transformó en el refugio de mecheras, asaltantes y escruchantes.
Por sus calles creció Hugo Daniel “El Rengo Ordoñez” Tévez. Desde muy chico se empapó con lo que es vivir al margen de la ley. Eran los tiempos en los que se robaba cualquier cosa, en cualquier lado, menos en el barrio y a las personas que se dirigían hacia sus trabajos. Harto de entrar y salir de las comisarías y de una estadía en el penal de Villa Urquiza, este hombre simpático y que luego tendría fama de caritativo decidió cambiar de rubro. Dejó las pistolas por las drogas. Cuentan que en sus primeros tiempos fue un mero camello. Es decir, viajaba a Bolivia, traía cocaína y luego la llevaba a Rosario y a Buenos Aires. De a poco, y con miles de kilómetros sobre sus espaldas, descubrió un modelo para realizar el negocio. Ese que le permitió a rosarinos y porteños hacer mucho, pero mucho dinero. “Él siempre estuvo un paso delante de otros”, dice Juan, un vecino que lo vio crecer como narco.
Al “Rengo Ordoñez” lo llamaban así por un problema físico que tenía. Pero lo hacían con respeto y hasta casi con admiración. Él no fue maldecido con un problema físico, él eligió tenerlo en sus años mozos. Sus allegados juran que desde muy pequeño odiaba particularmente a “los milicos”. Nadie pudo explicar el por qué, pero todos recuerdan los atropellos que sufrieron los habitantes del barrio cuando Antonio Domingo Bussi se hacía el valiente con una tanqueta y 100 soldados detrás suyo porque nunca se animó a ingresar solo al caserío y, mucho menos, enfrentar a un dirigente barrial con genética peronista. A Tévez no le sirvieron de nada las suplicas y las promesas, salió sorteado y tuvo que hacer el servicio militar obligatorio. Desde que ingresó al cuartel tuvo problemas. Cansado de los bailes que le propinaban por su indisciplina, el primer día que le dieron un arma, se disparó en la pierna. Sabía que esa herida le dejaría secuelas, pero prefería renguear por las calles a estar preso con esos hombres vestidos de verde a los que aborreció desde muy chico.
Tévez aprendió todo muy rápido en el mundo narco. De a poco se fue sacando de encima a los intermediarios para que el negocio fuera mucho más lucrativo. Por sus viajes, aceitó los contactos para comprar la merca en Bolivia y hacerla ingresar por las conflictivas tierras salteñas de Orán y de Tartagal. Luego, como si fuera un cocinero del canal Gourmet, aprendió los secretos del estiramiento y del fraccionamiento de las dosis. Por último, introdujo el modelo rosarino para la comercialización de droga que hoy se conoce como narcomenudeo. Sus profesores más importantes, según los investigadores, fueron Los Monos, una de las bandas más reconocidas a nivel nacional por realizar este tipo de emprendimientos a los que, supuestamente, tuvo como socios cuando se dedicaba a llevar la merca a Rosario.
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“El Rengo era un tipo muy generoso. Nunca ocultó los secretos del negocio. Primero se lo hizo conocer a Margarita Toro, que fue el gran amor de toda su vida desde que él la conoció cuando ella tenía 14 años. Después al ‘Gordo Rogelio’ y así a mucha gente más. Nunca se guardó nada y por eso no tenía enemigos en el negocio. Se ganó el respeto de sus competidores y de sus vecinos porque siempre les daba una mano. Les pagaba los remedios a los chicos del barrio o el cajón para que enterraran a los vecinos. Además, nunca abandonó a la gente que trabajaba con él”, comentó Juan, el vecino de Villa 9 de Julio que lo conoció desde que era muy chico.
La figura de “El Rengo Ordoñez” esconde miles de historias y anécdotas que muy pocos saben. Por ejemplo, fue él quien adoptó a Rogelio “El Gordo” Villalba. Lo conoció cuando andaba en la calle mendigando y limpiando los vidrios de los autos. Primero le dio de comer y, cuando se dio cuenta que le sería fiel, lo transformó en una especie de ayudante para que hiciera todo tipo de trámites, desde comprarle tortillas o verduras, hasta llevarle la droga a sus clientes. Cuando el niño gordito y simpático creció, lo transformó en su mano derecha. El destino, el mismo que los había unido, con el correr de los años, los dividió. Él siguió vendiendo merca, su hijo postizo, se inclinó por la porquería que arruina a las nuevas generaciones. Por eso, al hombre que detuvieron hace casi un año en el barrio La Costanera, lo bautizaron como “El Rey del Paco”.
Tévez tenía una debilidad: era un mujeriego empedernido. Siempre le gustaron las mujeres rellenas con cabellos platinados y gastados por el excesivo uso de productos decolorantes. Juan contó que se volvía loco cuando descubría a alguna usando esas calzas floreadas tizadas de tanto uso. Su imperio pudo haber sido mucho más grande si no se hubiera separado de la “Margarita”, como él la llamaba. Estaría vivo, quizás, si no se hubiera enamorado de la chica que limpiaba la casa donde vivía con otra mujer en el barrio La Costanera, a la que se mudó luego de haber puesto punto final a su relación con una de las futuras “jefas” del Clan Toro.
El otoño estaba comenzando en Tucumán. El 21 de marzo de 2009 se presentaba como un día agradable. “El Rengo Ordoñez” acababa de dejar su vehículo en un taller del barrio para que lo arreglaran. Cuando caminaba hacia su casa, se detuvo en una esquina a charlar con una sobrina. Hablaban de cosas cotidianas, casi por obligación. Un hombre que se desplazaba en una bicicleta, sin decir nada, le disparó por la espalda al menos tres veces. Luego, cuando su víctima se encontraba tendida en el suelo, gatilló otras cinco veces más y después se fue como si nada hubiera hecho y como si la persona que acababa de acribillar era un ilustre desconocido. La sobrina salió corriendo y llamó a sus parientes. Viviana del Valle Agüero, la entonces pareja de Tévez, le escuchó decir sus últimas palabras. “Buscalo al esposo de la Isolina, ese me mató”, le contó con el último aliento. Luego lo llevaron al Centro de Salud, donde llegó sin vida.
Al principio los investigadores de la División Homicidios pensaron que su crimen podría haber estado vinculado a una cuestión narco. Sin embargo, con el correr de los días esa hipótesis se fue desvaneciendo y dando forma a la pista sentimental. Isolina era una mujer de La Costanera que estaba casada con “Tití” Rodríguez, un asaltante de poca monta que acababa de ingresar al penal de Villa Urquiza por haber cometido un robo. Ella, en cambio, quedó presa de las necesidades. No tenía para sostener a sus hijos. Esa desesperante situación la obligó a pedir ayuda al “Rengo Ordoñez”. Ella sabía que él ayudaba a los más necesitados. Buscaba un trabajo, sólo eso. Terminó transformándose en su empleada doméstica, pero con el correr del tiempo se dio cuenta de que Tévez la miraba con otros ojos. Ella también descubrió que su patrón era algo más que un patrón. Así nacieron los encuentros clandestinos que terminaron dando forma a una relación que se forjaría con los años. Pese a que los encuentros eran a escondidas, no pasó mucho tiempo para que todo el barrio se diera cuenta del romance.
Mientras el amor entre “El Rengo” y la Isolina se alimentaba en los turnos de telos de poca monta, en el penal de Villa Urquiza, “Titi” se imaginaba el cuerpo desnudo de su mujer en cada una de las manchas de humedad de las paredes del pabellón que ocupaba. No había noche en la que no pensara volver a su casa para reencontrarse con su mujer y familia. Pero un día se enteró que su amada lo engañaba con Tévez. A los gritos prometió vengarse. Él quería cobrarse con sangre la traición. No le importaba el precio que podía llegar a pagar ni las advertencias de sus compañeros de encierro. El odio sepultó al temor. No le importaba la forma ni el lugar, sino cumplir con la promesa que se había hecho.
“Tití” pasó gran parte de su condena pensando y tomando valor. A Isolina no la volvió a ver más desde aquella tarde en la que le confirmó el romance. Mientras sus compañeros recibían visitas, él lloraba a su amada infiel. Las salidas transitorias no las utilizó para reencontrarse con el mundo y restablecer vínculos familiares, sino para dar forma a su plan. Primero consiguió el arma, después estudio cada uno de los movimientos del “Rengo”. Y cuando se le presentó la oportunidad, lo mató como un perro. Rodríguez nunca se pavoneó por el crimen que había cometido. Simplemente sonrió cuando lo vio en un charco de sangre. Tampoco renegó cuando meses después, lo atraparon en la zona de El Colmenar, lugar que había elegido para ocultarse, no de los policías, sino de los allegados de su víctima que habían prometido vengarse.
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Pedro se acomodó en la silla de un bar ubicado en pleno barrio Sur. Antes de hablar tomó un trago de soda, respiro hondo y disparó: “en este negocio hay muchos problemas. Traer la merca, arreglar con la cana, cumplir con tu palabra y hacer respetar las fechas de pago. Pero el gran dilema es saber parar a tiempo porque no es vida estar todo el tiempo perseguido. Basta un par de señales para pensar y decir hasta aquí llegué. No es capo ni más poronga el que más vende, sino el que sale del juego cuando se hace la diferencia necesaria para hacer otra cosa y no estar cagado de miedo todo el tiempo”.
Con la muerte del “Rengo” hubo un cambio de mentalidad. El negocio debía mutarse. Debía explotar para que sea mucho más rentable aún. Entonces se dieron cuenta que era mucho más redituable vender pasta base, paco o cualquier otra porquería de baja calidad que una tiza de cocaína que estaba reservada para los clientes de alto poder adquisitivo. La idea siempre fue reventar los bolsillos de los habitantes de los barrios más pobres, los abandonados por el Estado y los que nunca recibirían ayuda por lo que seguirían consumiendo hasta que la muerte los detenga. Un planteo extremadamente capitalista para mentes que no entienden de ideologías. Su único credo es llenarse de plata y su candidato siempre era aquel que, mirando para otro lado, le guiñaba un ojo para que siguiera con su actividad.
Aunque hasta ahora no trascendió, siempre se supuso que hubo una división de territorio entre los clanes para revolucionar el mercado. Los Toro se quedaron con Villa 9 de Julio; Los Reyna y Los Romero con La Bombilla, el “Gordo Rogelio” con La Costanera, Los Garra con el sur de la ciudad y el “Gordo Vaca” y el “Seco Ale” con el sureste. Esos fueron los más fuertes. Pero la codicia destruyó todo tipo de acuerdos y la droga, además de generar esclavos de mente y cuerpo, tiñó de sangre los barrios de la periferia.
El narcomenudeo creció como los campos de soja en el este tucumano. Los clanes se afianzaron y comenzaron a obtener ganancias millonarias que despertaron el interés y la envidia de hasta sus propios integrantes. En Tucumán no pudo consolidarse el modelo colombiano, es decir, el predominio de un líder detrás del cual se alineaban el resto de las bandas. Acá se impuso el mexicano, donde las traiciones florecían cada tanto y donde al espacio se lo ganaba escupiendo balazos en todas partes y regando con cadáveres las calles de la periferia.
Así, por ejemplo, Los Carrión se terminaron enfrentando a Los Toros, sus ex jefes en Villa 9 de Julio. La banda de Los 30 salió a la luz luego de cansarse de ver como Los Garra ganaban miles y miles de pesos en base a su esfuerzo y sacrificio. Los Farías se abrieron de Los Reyna por una cuestión familiar. Un Reyna formó pareja con la mujer que había asesinado a su hermano golpeador. Las ex cuñadas de la homicida no se bancaron la situación. Aunque suene a mentira, esa unión casi furtiva en los códigos tumberos, no sólo acabó con la paz familiar, sino que desató una guerra sin cuartel que ya lleva al menos cinco homicidios en menos de dos años. Y eso no es todo, esa guerra la llevaron a los barrios de Manantial Sur, casas construidas durante la gestión del Gobernador José Alperovich que buscaba darle una solución habitacional a las familias que vivían hacinadas en La Bombillita, Villa Piolín o El Triángulo.
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Mario es un hombre de 38 años que ya perdió la cuenta de las causas que tiene en su contra en la Justicia. Cuando era niño soñaba con triunfar en el fútbol. Tenía condiciones, pero no era disciplinado. Fogueó su estilo de juego esquivando piñas y sufriendo patadas en los partidos de veteranos que se disputaban en los potreros de Villa 9 de Julio. Dice que su infancia fue como la de Carlos Tevez, pero con la diferencia que a él ningún club lo pudo contener. Le gustaba más la noche que comer un buen asado. Juntarse con los pibes en la esquina, ir a bailar e intentar coger a cuanta minita se le cruce era lo suyo. No había chances de que se levantara temprano para ir a entrenar y, mucho menos, a trabajar.
El ritmo de vida que decidió llevar lo obligó a salir a buscar dinero extra y más aún cuando sus padres dejaron de mantenerlo. Empezó arrebatando carteras, después asaltando y ahora vendiendo merca. “Es mucho más fácil. Vos cuando vas a afanar corrés mucho más peligros. Te pueden linchar los vecinos, te puede tocar un loco que está enfierrado o te hace cagar la cana. Y si te pillan choriando te podés comer una flor de condena. En cambio, poniendo un quiosco, laburás en casa y si te atrapan, como mucho, te comés tres años en cana la primera vez. Por eso todos se dedican a esto ahora”, explicó durante una charla en Tribunales. “A mí me respetan porque no me meto con nadie y no cago más arriba de lo que me da el culo. No me la creo, respeto mi territorio y no quiero salir de allí”, fueron las palabras que usó Mario para explicar por qué no tenía miedo de ser víctima de un clan rival.
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Pedro sonrió cuando contó por qué dejó el negocio. “Había hecho la diferencia necesaria para emprender un negocio legal con el que me fue bien. Son esos momentos en los que uno se tiene que jugar, pensar qué hacer. Lo hice y aquí estoy, tranquilo porque el destino me terminó sonriendo, claro que yo no jugué a la ruleta rusa con el destino”, relató ya con un tono mucho más serio.
Pareciera que los narcos tucumanos cursaron sus estudios en la misma escuela. La mayoría de ellos se diplomaron en la universidad de Villa Urquiza. Por esas cosas de la vida, al mejor estilo del “Dios lo cría y el viento los amontona”, varios de ellos coincidieron en el confinamiento por delitos que no tenían que ver con la comercialización de estupefacientes. En los días de encierro, los antes asaltantes y homicidas de poca monta, se prepararon para transformarse en los representantes humanos de la muerte en las villas. Comenzaron a matar con el veneno fraccionado en papel glasé a más de una generación. Derrocharon balas contra aquellos que los denunciaban, intentaban quitarle el negocio o no pagaban las dosis que sacaban al fiado. En esa hacinada y vetusta prisión hicieron contactos, aprendieron los conceptos básicos del estiramiento de droga y cómo era el sistema de venta. Algunos fueron grandes alumnos y terminaron superando a los maestros. Ingresaron a la cárcel como cualquier persona que había violado la Ley, pero salieron hechos unos narcos de primera.
Ellos tuvieron la capacidad para no conformarse con el negocio del barrio, sino que aspiraron a más. La codicia los volvió incontrolables. Luis “Gordo Vaca” Vega fue vendedor ambulante durante gran parte de su vida. Conoció las calles del sur voceando manteles, ollas, sartenes y medias, entre otros productos. Como dirían en el barrio, el pierna se moqueó y en una pelea de borrachines mató a otro a puñaladas. El crimen lo llevó a la cárcel y salió a los pocos años con una mano adelante y otra atrás. Un par de llamadas, pedidos y conversaciones le sirvieron para comenzar a vender. Ya asociado a Rubén “Seco Ale” Astorga su vida cambió considerablemente. Primero como vendedor minorista, después como proveedor de otros quioscos y de los suyos propios. Esta organización tenía un sello propio, casi único: conservó la venta de 10 gramos de cocaína con un envoltorio bastante particular: usaba un triángulo hecho de papel glasé.
El “Gordo Vaca” es un modelo narco, pero del que no se debe seguir para no levantar sospechas. El oro era su debilidad: tenía prótesis dentales de ese metal. De su cuello colgaban costosas cadenas y los dedos de sus manos los tenía cubiertos de gruesos anillos. A su Villa Vaca natal, otro humilde caserío ubicado al sur de la ciudad, sólo la recorría en sus autos de alta gama, ya que había dejado su humilde vivienda por un coqueto chalet en el barrio Las Acacias de Yerba Buena. Su socio, el “Seco Ale”, era todo lo contrario. El perfil bajo era lo suyo. El dinero sucio de las ganancias lo invertía en camionetas y en propiedades. “Si vos ves a un vecino que anda en un Chevrolet Corsa y a los dos días lo descubrís con dos Toyota Hilux, no lo dudés, anda metido en la mierda de la droga”, opinó Pedro.
Esta banda narco, que fue desbaratada por la Dirección General de Drogas Peligrosas en noviembre de 2016, tenía una particularidad: generaron tantas ganancias que no sabían qué hacer para poder ingresar el dinero al sistema financiero. Comprar más bienes era un peligro. Entonces buscaron invertir en el negocio de la noche tucumana. Alquilaron el boliche bailantero de la esquina de Santa Fe y Ejército del Norte, donde llevaban a grandes figuras de la música tropical que no convocaban ni a 100 personas. Luego se asociaron a representantes de grupos que le permitían lavar las ganancias. Los integrantes de esta banda le rendían culto al Rey Momo. Según la investigación de la Justicia Federal, ellos inflaban el cachet de los artistas a cambio de una generosa cometa. Por ejemplo, cuando venía el cantante de moda, le pagaban $300.000, cuando en otros lados los artistas cobraban $100.000, le entregaban $150.000 y ellos blanqueaban idéntica cantidad de dinero. La detención de los líderes de este grupo generó espanto en la movida. Hasta el diablo del carnaval de Ranchillos se asustó.
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En la lista de narcos importantes que crecieron en los últimos 10 años aparecen tres mujeres. Tres damas que se ganaron un importante espacio en un mundo que todos creen está reservado para los hombres. Ellas no llegaron a ganar su lugar por cupo femenino, sino por méritos propios. Demostraron tener una capacidad y una organización superior al resto de sus pares. Supieron moverse y mantenerse en un ambiente duro y desconfiado con cualidades que sólo las mujeres pueden exhibir.
Carla “La Jefa” Sánchez nació hace 30 años en Arcadia, un pueblo del sur de Tucumán. Cursó sus estudios secundarios en Concepción, ciudad en la que se instaló con su familia. Sus allegados la describieron como una joven con una personalidad muy fuerte, simpática y sexy. Desde muy joven se juró escalar posiciones en una sociedad que, por sus carencias, muchas veces le dio la espalda. Ella siempre buscó la manera de diferenciarse del resto. Era una chica hábil, encaradora y prefería salir con hombres a los que no les faltara dinero para darle todos sus gustos. Una de sus primeras parejas estables fue Julio “Gastonero” Chávez, un hombre que tiene causas por comercialización de estupefacientes. Pero el día que esa relación terminó, ella decidió instalarse en Santiago del Estero, donde volvió a enamorarse y a convivir con otro hombre.
“La Jefa” estuvo ausente de su pueblo por un tiempo pronunciado. Casi no visitaba a sus familiares. Como en las telenovelas, volvió a Concepción cuando usaba ropa cara y se movilizaba en autos de alta gama. A sus amigos les contó que ganaba fortunas con su tienda de ropa a la que le había puesto un sugestivo nombre: Tentaciones. Pero eso era humo. Un humo tan intenso como el que se forma cuando los agricultores queman caña de azúcar en los primaverales días de agosto. Detrás de esa fachada había una organización que se dedicaba a traficar marihuana desde el litoral y cocaína desde el norte. En 2013 la banda fue descubierta por Gendarmería Nacional. En el negocio de ropa encontraron más de 100 kilos de faso y descubrieron que con su pareja tenían una finca en el interior santiagueño donde acopiaban la droga y la distribuían a todo el Noroeste, Córdoba y Mendoza. En esos allanamientos fue detenido su esposo, cuyo nombre nunca trascendió, porque al parecer, se acogió a la figura de imputado arrepentido para zafar de una condena más dura.
“Carlita”, como la llamaban sus familiares, no tuvo tiempo para llorar el encierro de su amado. Ella tomó las riendas de la organización y le dio un nuevo impulso al negocio. Los investigadores aseguran que ella se cansó de regalarles plata a los intermediarios y logró acuerdos con los productores paraguayos para que le trajeran la marihuana en avionetas. En el este tucumano, rozando los límites con Santiago, hacía llover faso por lo menos dos veces al mes. “A muchos giles les gustaría tener los huevos de ella”, aseguró un veterano gendarme que está bien curtido en la materia. “La Jefa” realizó todos estos negocios desde la clandestinidad. Con la policía detrás de sus espaldas, volvió a su provincia natal. Con otros nombres (usaba varias identidades para no ser descubierta) se refugió en un country de Yerba Buena, donde el cerco de seguridad la mantenía alejada de sus perseguidores y tampoco levantaba sospechas entre sus vecinos que no la querían. La rechazaron porque siempre circulaba a toda velocidad en autos de alta gama (se descubrió que cada dos meses cambiaba de vehículo) y la envidiaban porque siempre lucía modelos exclusivos que ni la más adinerada del barrio privado podía comprar.
Pero nada dura para siempre. En 2015 fue capturada en la casa que alquilaba en el country. Fue trasladada a Santiago, pero las autoridades carcelarias de esa provincia decidieron cerrarle las puertas al asegurar que no tenían las condiciones de seguridad necesaria para alojar a una narco tan pesada como ella. Su destino final, entonces, fue el penal federal de Güemes, donde al parecer continuó con el negocio, ya que la Justicia descubrió que en La Ramada llegó un embarque de marihuana que ella había adquirido. A fines del año pasado, logró en un juicio abreviado, que la condenaran a cinco años por una de las tres causas que tiene en su contra. Espera, con el cuerpo desfigurado y el rostro lleno de arrugas generadas por el encierro, que su suerte se defina en 2018.
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En el último procedimiento importante que realizaron las fuerzas de seguridad, se logró desmantelar la llamada Banda de la Cabezona. Hasta ahí todo bien, un buen nombre para un título amarillo en la sección Policiales de cualquier diario. Sin embargo, detrás de ese nombre teñido de azul policial, se esconde una flor de historia. Esa que captaría la atención de cualquier guionista para hacer una serie de televisión que cautivaría a la audiencia de las telenovelas de la siesta. No sólo brilla porque era liderada por Nilda “La Cabezona” Gómez y Miryam “La Negra” Soria, sino por cómo creció en menos de 10 años. Ellas si tuvieron una década ganada y su crecimiento no fue un mero relato.
Ambas nacieron y crecieron en Villa 9 de Julio. Las dos son mujeres que superaron las cuatro décadas, como les hubiera cantado Ricardo Arjona. Ellas tomaron el narcotráfico como forma de vida desde hace muchos años. “La Cabezona” tiene el récord de haber sido condenada tres veces por causas vinculadas a drogas. Empezó desde muy abajo, siendo una simple transa en el barrio. El “Rengo Ordoñez” fue su maestro en el proceso de estiramiento de la merca que venía de Bolivia. Pasó gran parte de su vida encerrada en la cárcel de mujeres de Banda del Río Salí. Hasta se llegó a casar en el penal con el “Loco” Ríos, un hombre que purgaba condena por homicidio y que también se transformó en integrante de la red de narcomenudeo que lideró la blonda Gómez.
La “Negra” fue compañera de andanzas de su socia en Villa 9 de Julio. Ella prefirió mudarse al barrio Tiro Federal para extender el negocio. Estuvo al menos dos veces en prisión, pero siempre acudió al mismo recurso para recuperar la libertad: una hija discapacitada que le aseguraba cumplir el proceso y la condena con arresto domiciliario. Ella, como su compañera de aventuras, nunca dejó de vender, ni siquiera cuando estaban encerradas en su casa. Soria era una mujer tosca, como el algarrobo. Silenciosa, pero a la vez ponzoñosa cuando decidía atacar a todo aquel que se atrevía a chocar contra sus intereses. Ella, en realidad, era el brazo armado de la banda. Sus vecinos no la querían. Los habitantes del Tiro Federal hasta decidieron cortar la calle para exigir a las autoridades que la enviaran a la cárcel cuanto antes.
En las causas que se les iniciaron a estas mujeres figuró un dato que las pinta a la perfección. Ninguna de las dos nunca se bancó estar sola. Siempre prefirieron estar acompañadas. Y, cuando el destino que se logra amontonando billetes les sonrió, eligieron parejas 20 años menores que ellas. Estaban al lado de sus amados cuando fueron detenidas por última vez. El de “La Cabezona”, por ejemplo, cayó cuando la mujer intentaba escapar de su coqueto departamento de Junín al 500. A “La Negra” la encontraron abrazada en una cama a un policía que espera ser enjuiciado por haber intentado coimear a un chaqueño que pasaba por la provincia, aunque en el barrio siempre juraron que en realidad el cana había pedido un rescate por la droga que habría trasladado su víctima.
Atrás quedaron los tiempos románticos. Aquellos en los que “La Cabezona” solía instalarse en Termas de Río Hondo para amucharse con su amado, ya que el “Loco” Ríos, su ex pareja, había prometido matarlos a los dos si los encontraba juntos. No sólo lo martirizaban los celos, sino el hecho de que lo habían dejado fuera del negocio y sin una moneda. Ella sabía que era capaz de hacerlo. Ya había tenido un arranque de locura cuando fue condenado por un tribunal. Después de escuchar la sentencia, tomó una baranda de madera y se las arrojó a los jueces que habían decidido enviarlo a prisión.
La situación sentimental de “La Negra” fue diferente. Había terminado bien con su pareja conocido como “Cara i’ Vieja”, afamado asaltante de Villa 9 de Julio, y por eso quizás no fue tan criticada por haberlo cambiado por un “rati”. Sin embargo, ella se cuidaba. Tenía sus escapes románticos, pero no eran tan ostentosos. Elegían mezclarse con la muchedumbre en los balnearios del Río Loro, Los Sosa o, en su defecto, en La Cascada de San Javier.
Socialmente eran el día y la noche. Gómez vivió sus últimos días de libertad a lo grande. Dejó Villa 9 de Julio y se instaló en las puertas de Barrio Norte. Le gustaba pasear en un Minicooper rojo o en su monstruosa Dodge RAM. Era clienta fija de los bares que están ubicados al frente de la Plaza Urquiza donde disfrutaba de cortados en jarrita y de las charlas con los mozos a los que nunca les entregó una buena propina. A Soria, en cambio, nunca le gustó alejarse del barrio. Tenía un perfil mucho más bajo. Ella cultivaba el estilo de vieja mala de la cuadra. Una mirada seca suya siempre le bastó para disciplinar a todos aquellos que pretendieron mirarla por encima del hombro.
A las socias les gustaba viajar juntas. Termas de Río Hondo y Buenos Aires eran sus destinos favoritos. Por más que se esforzaron nunca se pudieron sacar el aire de provinciana adinerada que buscaban aparentar lo que no eran sin importar la cantidad de billetes que tuvieran encima. Los cabellos rubios intensos conseguidos con tinturas ordinarias, las calzas floreadas y ajustadas que no permitían ocultar sus anchas caderas, las zapatillas de marca norteamericana made in Bolivia, hablar a los gritos en los bares y mezclar con Fanta los vinos más caros de los restaurantes a los que concurrían desnudaban cruel y grotescamente sus orígenes de barrio de clase trabajadora.
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José Antonio “Pico” Peralta es un joven que ocupó durante semanas los principales títulos de los medios tucumanos y tuvo un efímero paso por los nacionales. Hasta el año pasado era un desconocido, pero su fuga de la comisaría de Delfín Gallo lo llevó a un estrellato que ningún hombre del palo quisiera tener. Quedó entre la espada y la pared. Él y su hermano, Luis “Oreja” Peralta se criaron en el humilde barrio Presidente Perón, al sur de la ciudad. Recorrieron de punta a punta ese rincón de la ciudad. Durante muchos años vivieron de la ayuda de sus vecinos que les daban de comer y los vestían. Los chicos crecieron y se hicieron malos. Se transformaron en especialistas del motoarrebato y del robo de celulares. Por las repetidas caídas en cana, terminaron en el penal de Villa Urquiza. Allí se codearon con narcos que, como a otros, le enseñaron los secretos del estiramiento y el fraccionamiento de la droga.
Salieron del penal y comenzaron a trabajar para otros. En el juicio que se les sigue al Clan Ale se los ubica en las tierras que Ángel “El Mono” Ale tenía en la zona de Leales. Allí, según un testigo de identidad reservada, le cocinaban la droga que traía desde Bolivia. En la calle también se dijo que hicieron la misma tarea para el Clan de Los Garra, una red de narcomenudeo que dominaba parte de la sur de la ciudad. Varios investigadores dicen que fue “Pico” el que convenció a su hermano para que iniciaran su propio negocio. Así crearon Los 30, una banda que comenzó a pisar fuerte en la zona y a ganarse enemigos.
El negocio de los Peralta germinó, creció y comenzó a dar frutos importantes en poco tiempo. Cuenta la historia que un comisario que les daba protección se dio cuenta de lo que estaba sucediendo y le pidió más dinero para molestarlo. “Pico” se negó y la respuesta llegó casi en el acto: se pusieron móviles en todas las esquinas de las cuadras donde tenía un quiosco. El cerebro de la banda fue mucho más allá: lo citó a un encuentro. Siempre según la misma versión, no fue el jefe, sino un secretario privado para que hablaran del acuerdo. Arrimaron posiciones y el enviado se fue con una nueva propuesta. Antes de que llegara a transmitirla, “Pico” habló con el comisario. Lo llamó por teléfono para decirle que acababa de filmar la charla que había tenido con su secretario y que entregaría un CD con las imágenes a los medios si es que no lo dejaban en paz y mantenía el anterior acuerdo. Así nació una tregüa forzada que duró muy poco tiempo y terminó de la peor manera.
En una tarde normal de mayo de 2014, según creen los investigadores federales, el comisario pidió autorización a la fiscal de turno para ingresar a una casa a buscar un celular Alcatel que había sido arrebatado unos días antes. Sin sospechar nada fuera de lo común, la justicia aceptó el planteo. Un ejército de uniformados ingresaron a la casa de “Pico” en busca de un teléfono muy económico. Encontraron una cocina de droga, merca y a dos empleados fraccionándola. Sabían que el líder no estaba ahí, pero en realidad, se sospecha que fueron a buscar el original de la filmación. No encontraron el CD, pero sí lograron que la Justicia Federal pidiera la detención de “Pico”. El acusado, sonriendo, siguió sintiéndose ganador porque sabía que tenía el macho de espadas en su poder.
“Pico” vivió en la clandestinidad durante dos años. Él dijo que siguió haciendo su vida normal, que nunca se había ido de la provincia y que jamás había entorpecido el accionar de la Justicia. Sus abogados aseguraron que nunca fueron a buscarlo. Los miembros de las fuerzas de seguridad nunca dijeron por qué no lo habían encontrado. Pero la suerte de este personaje cambió de manera imprevista. El 8 de agosto del año pasado fue detenido por personal de la ex Brigada de Investigaciones. La justicia ordinaria ordenó que lo liberaran porque la causa del hurto del que estaba acusado había sido archivada. Los canas, que trabajaban bajo las órdenes del mismo comisario que lo perseguía, lo mantuvieron oculto durante 15 días. “Querían sacarle plata”, declaró Cergio Morfil, su defensor. Recién allí dieron aviso a la Justicia Federal informándoles que habían detenido al supuesto narco.
Sin ningún tipo de autorización, como lo confirmaría el mismísimo juez federal Fernando Poviña, terminó en la enclenque y alejada comisaría de Delfín Gallo. De allí, el 8 de setiembre de 2016, protagonizó una cinematográfica fuga. Y no fue una película de acción, sino una comedia. Oficialmente se informó que cuatro hombres fuertemente armados llegaron al lugar en un VW Gol gris. Redujeron a los guardias, los golpearon y le abrieron las puertas para que “Pico” se escapara. El escape fue tema de tapa durante varios días. Con el correr de las horas se fueron conociendo los escandalosos detalles de esta historia. El protagonista también supo que su vida no valía nada en esos momentos, por lo que decidió entregarse dos días después. Pidió que lo trasladaran directamente al penal de Villa Urquiza por temor a sufrir represalias.
No lo importó que lo aislaran en la unidad de máxima seguridad. Prefería estar bajo un régimen terrorífico antes que aparecer colgado en una celda. Y sabía que sucedería eso porque él se encargó de declarar como se había ido de la comisaría. Dijo que lo hizo por la puerta delantera porque había acordado con sus guardianes ir a una reunión familiar y volver antes de las 20. Dijo que se demoró y los uniformados, para zafar, inventaron la fuga. Su versión, de cierta manera, quedó confirmada al descubrirse que a los guardias jamás le quitaron las armas reglamentarias ni tuvieron lesiones características de haber sido atados. Tampoco declararon haber sido encerrados en un calabozo.
“Pico”, con un problema menos, pasó gran parte de su tiempo pensando en cómo zafar de la causa por comercialización de drogas. Nunca antes había afrontado un problema así. Y para colmo, los hombres que habían sido encontrados en su casa con la droga terminaron siendo condenados. Pero el destino le volvió a sonreír. En un polémico fallo, la Cámara Federal de Apelaciones, anuló por un tecnicismo el procesamiento que le había dictado el juez Poviña. El fallo no lo sobreseyó definitivamente, sino que ordenó que se lo volviera a investigar por un hecho ocurrido dos años antes. La decisión desató un escándalo y varios anuncios incumplidos de investigar a los jueces por haber tomado esta medida.
Peralta, al enterarse, sonrió. Otra vez le había ganado al sistema. Ante la Justicia, había negado vender drogas y dijo que se ganaba la vida jugando al fútbol en Tucumán Central, entrenando las divisiones inferiores y siendo empleado del Concejo Deliberante de la capital, cargo que ocupó mientras pesaba en su contra un pedido de detención por narco. Cuando ese dato salió a la luz, no hubo un dirigente vinculado al alperovichismo que no le diera la espalda. A “Pico”, acostumbrado a este tipo de situaciones, no le importó porque a él la vida siempre le dio revancha.
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Pedro se acomodó una vez más en la silla. Pidió un vaso de soda y sacó otro cigarrillo de la ya maltrecha caja del Chesterfield, la marca de los fumadores empedernidos que no se pueden bancar el vicio. “Podríamos decir que el narcotráfico creció porque durante años nadie hizo nada. Se acentuó con el kirchnerismo. Nunca antes hubo tanta facilidad para llevar y traer drogas porque levantabas una piedra y aparecía un corrupto que aceptaba que lo coimearas para que te dejara pasar. La cadena de corrupción es muy grande. La Policía, la Justicia y los políticos de alguna manera están prendidos. Deberán pasar muchos años para que esto se acabe”, señaló Pedro y a los pocos segundos dio por terminada la charla. Terminó la soda y el cigarrillo casi al mismo tiempo. Se paró, saludó y se marchó rápido, otra vez mirando para todos lados.