Bitácora Zeta

Miguel Robledo, la crónica y un bebé más fiero que la mierda

En Villa 9 de Julio, el barrio donde crecí, más precisamente en la esquina de México y Maipú, está Miguel Robledo. Digo está y no vive porque no es simplemente que él vive en la esquina, sino que la esquina vive por obra y gracia de él. Digo está porque desde que existe esa esquina él estuvo siempre ahí; al menos así es en mi recuerdo. Miguel Robledo estuvo ahí con sus patillas frondosas y su diente de oro cuando atendía la carnicería, cuando vendía sanguches de milanesa, cuando tocaba la guitarra, cuando cantaba canciones del Club del Clan y cuando no hacía otra cosa más que estar. Cuando sucedió lo que voy a contar también estaba:

Pasó por la esquina un amigo a quien Miguel Robledo no veía hace bastante tiempo. El hombre llevaba un cochecito de bebé con su respectivo bebé adentro. Cuando Miguel Robledo lo reconoció, se produjo más o menos el siguiente diálogo:

– Tanto tiempo compadre ¿es tu changuito?
– Eso dice la madre – respondió el amigo por enésima vez desde que había sido padre.
– Que lindo – lanzó el cumplido protocolar Miguel Robledo después de asomarse al coche, ver al niño de cerca y acariciarle una mejilla.
– ¿Qué va a ser lindo? Si es más fiero que la mierda.

La atípica respuesta que recibió Miguel Robledo viene al caso para ejemplificar la siempre conflictiva noción de objetividad. En consecuencia: ¿Estaba siendo objetivo Miguel Robledo al emitir el cumplido? Lo más probable es que no. ¿Estaba siendo objetivo su amigo al decir que su hijo es fiero? Lo más probable es que tampoco, aunque hay que reconocer que se esforzó para lograrlo.

Con los textos pasa más o menos lo mismo. Hacer un texto –una crónica en este caso- es mucho más trabajoso que hacer un hijo (y seguramente mucho más aburrido). Cuando uno termina su crónica es muy difícil juzgar que tan buena, mala, linda o fea es; al menos que se tenga la extraordinaria capacidad del amigo de Miguel Robledo. Uno ha puesto su tiempo, ganas y el poco o mucho talento que pueda llegar a tener en ese relato como para andar diciendo simplemente que es fiero. Por más defectos que tenga, seguirá llevando nuestro ADN, como los hijos. Por eso es que a las crónicas hay que dejar que las lean y las critiquen otros. Esos otros pueden ser amigos, pero tendrán que olvidarse de los cumplidos protocolares. Eso es editar.

Somos tres amigos los que escribimos las crónicas de Tucumán Zeta. Tres amigos que alguna noche de desvelo coincidimos en que lo mejor que podíamos hacer es una revista de crónicas de acá. La hicimos. En eso estamos ahora. Para el cierre de cada edición de esa revista, aguzamos el ojo escrutador y nos volvemos críticos como la vecina más chismosa del barrio: ¡qué escándalo esa palabra de Bruno! ¡que mal puesta aquella coma de Pedro! ¿no sabe el Pollo que existen los acentos?

El departamento de barrio sur que hace las veces de redacción se transforma por unas cuantas largas horas en un aula. Los tres llegamos con la tarea ya hecha, que consiste en marcar todos aquellos errores que pudieran tener las crónicas de los otros. También llega el cronista invitado, a veces, incluso más puntual que el resto de la redacción. El ritual es más o menos el siguiente: Bruno lee con la voz engolada de un locutor de trasnoche y Pedro se para y camina alrededor de la mesa redonda mientras escucha atento. Yo le muerdo el capuchón a la Bic. Después se arma una discusión encendida, un debate pasional que termina casi siempre con el sonido mágico de un corcho que abandona su botella. Así aprendemos y así seguimos, como Miguel Robledo con su esquina, dándole vida a Tucumán Zeta.

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