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Sobrevivientes de la tortura y la represión regresan a esas paredes. A esos pasillos que tantas veces les quitó la respiración. Familiares de aquellos que no volvieron a ver la luz la pelean con las entrañas. Mecha, Enrique, María, Lucho y Sara vuelven a esas páginas de dolor para gritar a puro pulmón Memoria, Verdad y Justicia.
Es de madrugada. Un auto frena. Se detiene. El motor se apaga. Los camuflados descienden. Las casas son vulnerables; derriban sus puertas. Destrozan. Los golpean. Los atan con cables de pies y manos. Les vendan los ojos. Los llevan por la ruta. Los arrastran. Los escupen. Los picanean. Los laceran. Les arrebatan el nombre y el apellido. Les colocan un número en el cuello. Los desgarran, los matan, los desparecen. Pero no a todos.
Frías aulas de oscuridad y dolor fueron testigos, cómplices. Húmedas paredes dueñas de llanto y desdicha. Maderas hinchadas de pesar. Vidrios incompletos buscan su par. Su identidad. El firme y herrumbrado tejido de alambre que cercaba el predio marcó el principio y el fin. Eso. El fin.
En la zona Sur de Tucumán, a 36 km de la capital, una escuelita rural fue la pionera del horror. Prueba piloto de la tortura y la represión. Se convirtió en el primer Centro Clandestino de Detención (CCD) del país en 1975. Espacio que silenció más de dos mil voces. Almas. Sueños. Arrebató la lucha por los derechos del pueblo y el ansia de la libertad de expresarse, de la necesidad de instalar la justicia social. Una cárcel del miedo que ejecutó sin perdón, que desgarró la piel curtida del obrero. Destruyó el pensamiento del estudiante, del docente, del empleado. Prisión que sentenció las ideas. Epicentro macabro que congeló la mano del artista, cosió la boca del periodista y secó la tinta del escritor. Que mató la decisión y puso persianas a la luz del sol.
Un año después de su creación a Mecha y a su familia los despistarán, les avisarán en una suerte de engaño y desvío de la información, que su hermano está en una de esas agrietadas y heladas habitaciones. Que se lo llevaron a Famaillá, que está ahí, que está vivo.
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La textil Escalada abrió sus ojos en Los Ralos bajo el frío del mes de Julio de 1967 de la mano del empresario y ex presidente de la UIA, Unión Industrial Argentina, Raúl Lamuraglia; tras el abrupto cierre de los ingenios incluido el homónimo del lugar en 1966. Los antes azucarados depósitos, altos, ensanchados y con un arco en forma de semicírculo en su entrada esperaban a sus empleados como cada día, entre ellos a Enrique Lisando Díaz. Alto, flaquito, morocho, en una especie de ritual cotidiano preparaba sus pantalones botamangas anchas, estirados, bien planchados. Camisa tizada por dentro. Campera amarronada al tono y su cabello en perfecta caída hacia la zona del cuello. Esas ondas chocolates que su familia no ha de olvidar.
Isauro, como le decían en su casa, tenía una necesidad. Perseguía una causa que lo impulsaba a preservar la vida del compañero más que a la suya. La hilandería estuvo llena de altibajos que golpearon a la clase obrera ejecutando despidos injustificados y meses sin el cobro de los salarios. Hechos desafortunados que desencadenaron en diversas huelgas, y él las presidía como ningún otro.
No comprendía las desigualdades. Quería que la gente del campo acceda a una vivienda digna. A un resarcimiento justo por lo entregado. No concebía que un niño esté en el cañaveral descalzo, con los dedos marcados y enrojecidos, con las manos adornadas de ampollas que quemaban como ácido. Debía estar en la escuela, frente a la pizarra, no cortando la caña.
Sus pares lo veían como a un líder, siempre dispuesto a ayudar, a estirar la mano a quien la necesitara. Peronista de alma, amante incondicional de María Eva Duarte de Perón, Evita. Por lo que no fue casualidad que su hija llevara ese nombre. En el registro civil no le aceptaron el diminutivo con el que él soñaba. Sus ideales lo colocaron en la dirigencia y desde ese momento solo persiguió un fin: el derecho del trabajador.
En 1973 la fábrica abandonó el funcionamiento de órbita privada y se proclamó su expropiación. Se reabrió en un ámbito estatal y los obreros raleños la volvieron a sentir como propia. Pero tres años después todo se volvió silencio y oscuridad. Los hilares tiñeron de un rojo espeso las luchas colectivas. Los sueños. Para los uniformados, La Escalada, era un nido de subversivos y la explotación laboral y el maltrato latigaron las ilusiones.
En la madrugada del 9 de Octubre de 1976, Lisandro volvió de una larga jornada que lo obligó a una caminata más pesada que de costumbre. Sus zapatos besaron lentamente el césped como si no quisieran atravesar los caseros barrotes que rodeaban su propiedad. Se sentó en la silla de siempre y colocó sus pies en agua con sal. Mientras se disolvía el sodio en su cansancio. Dejó sus ojotas al costado del tacho e intentó cerrar los ojos cuando la sorpresa le paralizó la voz. Le desentrañó las ideas. Le abortó la razón. Treinta años que no volvieron a sentir la libertad. Botines, armas y uniformes derribaron la puerta y se lo llevaron. Años después su ex mujer, Ana Lía Rojas, revelará que los militares lo pusieron en un auto, que estaban encapuchados y que ella cayó al suelo boca abajo, embarazada.
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La escuelita primaria Diego de Rojas levantó sus cimientos en un descampado alfombrado de amarillento y verdoso pastizal entre 1972 y 1974, pero recién se inauguró como residencia de la educación en 1978. Desde 1975 al golpe de estado del 24 de Marzo de 1976, sus instalaciones fueron tormento y exterminio de hombres y mujeres perseguidos en el marco de un plan sistemático de despojo y torturas. A partir de su embrionaria modalidad clandestina, Tucumán dio a luz a un rápido crecimiento de estructuras similares: La Jefatura de Policía, la Brigada de Investigaciones y la Compañía de Arsenales “Miguel de Azcuénaga”, el Comando Radioeléctrico, el Cuartel de Bomberos y la Escuela de Educación Física, en la capital. El Reformatorio y el Motel, las comisarías de Famaillá y Monteros, los ex ingenios Nueva Baviera, Lules y Santa Lucía, Chimenea de Caspinchango y La Fronterita.
De pequeñas e improvisadas casas o sótanos bien ocultos los operativos mutaron a lo grande e incluso algunos con alambrados de púas, perros, helipuertos y torres de vigilancia, a la espera de un enemigo que no contaba ni siquiera con la capacidad de defenderse. El supuesto traslado de los prisioneros se hacía de los espacios más chicos a los más grandes. Mudanzas que no pudieron dar cuenta de su existencia. Porque muchos de los que atravesaron las corroídas puertas no volvieron a ver el rostro de sus familias ni de sus amigos. No volvieron a escuchar su canción, ni comida favorita.
En Famaillá como en los otros Centros Clandestinos de Detención había un factor común. No solo en el perfil de sus cautivos sino en los elementos de tortura. La picana eléctrica. Se trataba de un teléfono de campaña a pilas que al dar vueltas ejecutaba descargas. El voltaje variaba según la velocidad. Así los recibían. A los sacudones de corriente y dolor. El ex gendarme, Antonio Cruz no negó lo que sucedía en su testimonio ante la CONADEP (La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas).
–Llegaban a la escuela en autos particulares acostados en el piso o en el baúl y si alguno moría se esperaba a la noche y se los envolvía con una manta del ejército.
Envoltura que los hizo invisibles. Que les borró la sonrisa. Que les tapó el aire. Que los desapareció.
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Ana Mercedes Díaz, “Mecha”, como se la conoce en el barrio, vivió la desesperación a temprana edad. Con diecisiete años enfrentó el horror. De los cálidos abrazos de su hermano pasó a la pena hecha carne. Porque su corazón se detuvo en esa madrugada del 9 de Octubre de 1976. No recuerda quien se lo dijo pero esas palabras se inmortalizaron en su pecho.
-Se lo llevaron al Isauro.
Corrió desesperada, con un gusto amargo en la boca y los latidos a contramano. Doce cuadras espesas que se hacían cada vez más lejanas, esas que la separaban del Barrio Ex Ingenio Los Ralos. Esas que la acercaban al dolor.
Cuando llegó estaba Ana Lía Rojas sentada afuera con la mirada pérdida. Una ojota de su esposo había quedado tirada. Allí confirmó lo peor. A Lisandro se lo habían arrebatado un grupo de verdosos sanguinarios. Lo obligaron a subir al auto. Mismo vehículo en el que horas después secuestrarían a sus compañeros Domingo César Díaz y al “Flaco” Domingo Paz. A ella le habían apuntado por la espalda y la arrojaron al piso. Estaba embaraza. Días después perdió el bebé.
Mecha intentó hacer oídos sordos a las declaraciones que le quitaron la voz y entró a buscarlo. Ingresó a la habitación y después de inspeccionar por toda la casa lloró. Lloró con todas sus fuerzas. Y gritó. Gritó por todo lo que su hermano no pudo gritar. Gritó como si fuera la última vez que tendría aire en sus pulmones.
Así comenzó la agonía diaria. La espera incansable. Con su otro hermano Rubén buscaron por todos lados. Entre la gente, en la calle. Tenían la esperanza de encontrarlo. Un día les dijeron que estaba en Famaillá, en la escuelita. Llegaron pero no había rastros de él o al menos eso es lo que creyeron.
No hubo segundo alguno en el que no dejaron de pensar si estaba bien, si pasaba hambre, frío, necesidad o temor. Y esa incertidumbre quemaba. Mataba lentamente. Llegaron hasta la Jefatura y la Brigada pero escuchaban una y otra vez:
–Aquí no hay ninguna porquería.
Porquería que a la familia Díaz le devolvería la calma, la tranquilidad, el sueño y la felicidad. Porquería que vivía, sentía, que tenía vida. Porquería que lejos de serlo era un ser humano. Porquería que luchaba y buscaba igualdad.
El maltrato en la insaciable búsqueda no tuvo reparo hasta que treinta y cuatro años después de la desaparición, Juan Carlos, el “Perro” Clemente, ex militante y policía, destapó la lista que por días y noches mantuvo en desesperación a los familiares de los desaparecidos. Recién ahí se enteraron que a su Isauro lo tenían en la Jefatura.
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En Junio del 2013 la escuela Diego de Rojas conoció otro paisaje. Se trasladó a un nuevo edificio en las cercanías del ex Centro Clandestino. En ese mismo año declararon a la “Escuelita de Famaillá” Espacio para la Memoria y la promoción de los derechos humanos. El 2 de Diciembre de 2015 se abrieron de modo oficial las puertas y permitió a los sobrevivientes reconstruir su pasado. Identificar escenarios. Volver al dolor para cambiar el presente. Ahí, en ese armado de nuevos rompecabezas, ellos reconocerán la entrada. La primera aula. Las ocho en hileras destinadas a la represión. Los precarios baños. Al final, la sala de tortura.
Con los ojos brillosos y húmedos, una víctima que regresó del infierno se aprieta los nudillos, cruza los dedos, tiene en la mirada tanta historia, tanto dolor, tanta hambre de justicia. Empapado de nostalgia y con la voz entrecortada suspira. Lo secuestraron dos veces, la segunda duró 28 días. Lo llevaron a la escuelita de Famaillá con su hermano. Solo él pudo volver. Su mamá murió en la lucha esperando.
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Cuando Mecha recuerda a Lisandro su semblante toma otro color. Sus cuerdas vocales se agudizan y por momentos se interrumpen. Necesitan parar. Llevarse al silencio. Pero escribir la calma. La ayuda a exteriorizar todo lo que ahoga su pecho. Todo el sufrimiento que dejaron los años más oscuros del país. El papel y el lápiz le dan fuerzas. No dejó su lugar de nacimiento, su casita, la número 31 que permanece en el Barrio Belgrano de Cruz Alta con las rejas firmes en la manzana B. Enciende la lamparita de su mesa de luz y acerca una cajita de cartón. El brillo en sus ojos lo dice todo. El contenido de ese tesoro rectangular tiene que ver con su hermano. Se coloca los anteojos y levanta la mirada. En el mes de su cumpleaños por fin lo encontraron. La noche anterior lo había soñado. Lo sentía cerquita como si jamás se lo hubieran arrebatado.
Se sienta en la cama, en la zona de los pies, abre la cajita y muestra unos papeles. Sus manos temblaban porque en esos documentos se revelaba lo que tanto habían esperado. El 10 de Febrero de 2014 el informe de Sofía Egaña y Mercedes Salado Puerto del Equipo Argentino de Antropología Forense cerró el círculo que por años los paralizó.
Mercedes vuelve a leerlo, se toma su tiempo. Con la misma ansiedad, como si fuera la primera vez. Entre un lejos de admiración, tristeza, calma. Los resultados genéticos de la muestra ósea encontrada en el Pozo de Vargas (construcción utilizada para la inhumación clandestina), es compatible un 99.99 % con las características de los hijos de Lisandro, Eva del Valle y Alfredo Enrique y las de su hermano Rubén Nicolás Díaz.
De la pieza que encontraron pudieron revelar que era él. El ADN es increíble. El equipo Argentino de Antropología Forense y el CAMIT (El Colectivo de Arqueología, Memoria e Identidad de Tucumán) pueden con la ciencia librar una batalla contra la historia macabra y devolver identidad a aquellos que aún esperan reencontrarse con su amor perdido.
Se saca los anteojos, los acomoda encima del informe y mira detenidamente una foto de su hermano mientras seca de sus mejillas, los cristales que la besan por el recuerdo. Por el pasado. Por el presente. Era muy cariñoso con ella. De viernes a domingo se internaba en su casa. Eran muy unidos. Su sonrisa es lo que más extraña. Esa boca ancha, grande. Y esa blanca dentadura que hacía casi imposible no imitar su gesto. No reír con él. Y fue eso lo que quiso el destino, la fatalidad o la desdicha. Porque del Isauro se rescató sólo una pieza impar. Cartilaginosa. Plana. Su mandíbula. Y muy pequeño casi escondido, un segundo premolar. Si, todavía conservaba un diente. Si, todavía más allá de la muerte quería que no se olvidaran de su voz. De sus labios. De su dolor.
Eso bastó para identificarlo. Les dijeron que podían hallar más rastros. Más personas. Si, personas. Personas sumergidas en esos oscuros y gigantes metros sin fondo. Donde neumáticos y aceites encendidos no pudieron borrar las marcas del horror.
Se queda unos minutos en silencio. Piensa. Añora. Atesora los momentos vividos. Suspira. Apoya la cajita en sus piernas. Busca y busca hasta que por fin encuentra un cartel bien dobladito en cuatro partes simétricas, perfectas. Es un papel afiche blanco con una imagen pegada en el medio acompañada de una frase escrita a mano con felpón negro y letra de molde. “Gracias Néstor por Memoria, Verdad, Justicia. Gracias Cristina por la justicia social”.
Mecha tiene un héroe de carne y hueso. Entre lágrimas repite una y otra vez que gracias a Néstor Kirchner pudieron perder el miedo porque condenó a los asesinos, violadores y genocidas. Porque luchó por ellos, por los pobres, por el pueblo y la Industria Nacional.
Contempla el cartelito hecho con tanto amor. Mira la foto de Cristina Fernández de Kirchner, la roza con sus dedos que no dejan de temblar y una tierna sonrisa cubre su rostro. Como si en medio de tanto dolor existiera algo de paz. De esperanza. De calma.
Se pone de pie, se coloca encima de su blusa la remera con la que la lucha es insaciable. Es toda blanca, en el centro está el semblante risueño de su Lisandro. La acomoda con cuidado para que se vea bien. Se dirige al ante baño, busca un peine, estira su ondulado cabello y con gran nostalgia señala hacia la esquina de su casa. Hacia la placita, hacia el monolito en donde lo recuerdan cada 24 de Marzo.
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Luis Adolfo Holmquist militó con 20 años en la UES, la Unión de Estudiantes Secundarios y la zona Sur lo abrazó. San Cayetano lo cobijó siempre en los recuerdos. Su conducción y aporte a los barrios carenciados a tan temprana edad lo distinguieron. Sus ideales y valentía le bordaron en las venas un peronismo que defendía a todo o nada. Un pensamiento diferente hacia una patria libre y soberana que se apagó un 29 de Mayo de 1976. Eran las 3 de la mañana cuando destrozaron todo. Consumieron hasta la comida de la heladera. No solo se llevaron a Luisito, el más chico, también a Enrique.
Sara mira para todos lados buscando una explicación. No puede creer por lo que pasaron sus hermanos. Su cabellera nevada y sus grandes ojos azules muestran el cansancio de sobrevivir a los peores años. Mira la foto de Luis que luce firme en un aparador al costado de la mesa del comedor y con una sonrisa en la boca levanta la mirada. La noche anterior había hablado con él. Le manifestó su temor de que algo le pasara. Pero él todo distendido le dijo que se quedara tranquila, que a lo sumo lo llevarían una semana. La semana más larga de su historia. Más triste. Más dura. Su mamá estaba enloquecida porque no lo encontró y murió con eso. Enrique volvió de Famaillá, todavía tiene pesadillas.
Agarra un vaso, un leve temblor en sus manos no le evita destapar la soda, se sirve, toma un poco, suspira y sigue escarbando en los recuerdos. Su domicilio en calle La Plata 1439, en Villa Alem, fue el último lugar en donde lo vio. A partir del momento en el que se lo llevaron, la casa no volvió a ser igual. Su madre, Irma, no pudo con la carga, con la desesperación, con el dolor. Por años preparó la comida y la sirvió en la mesa. Lo esperó. Nunca dejó de hacerlo. Salía al patio, le decía que baje del techo. Después, cuando caía en la realidad, dormía en el suelo. Decía que seguramente él estaba tirado en el piso, entonces ella también lo hacía. Dejó de comprar helado porque a él le gustaba y lo mismo pasó con las milanesas. Fue terrible el día a día. Se la Escuchaba llorar, llamar, buscar…
Mientras los fatídicos sucesos la inundan toma un mate, hace pausas, su hija Sonia corrobora el terrorismo. Era muy chica y su abuela la llevaba a un montón de lugares. Había otras señoras que también buscaban a sus hijos. Las recuerda con unos tapados marrones y le decía a su mamá que se disfrazaban de osos. Una en particular, iba más seguido y cuando llegaba solo repetía que iba a llorar con ella. Estuvieron en tantas partes. Los yuyos le llegaban a los hombros. Muchas veces le raspaban la carita. No hubo rincón donde no hayan buscado o esperado. Con los años trató de cerrar capítulos y entender muchas cosas.
Sonia tiene los mismos ojos cielo de su madre y el semblante idéntico al hablar de los momentos más grises de sus vidas. Se agarra su rubia cabellera y mira a su hija que se acerca a sacar una galletita. Una mirada que lo dice todo. No logra concebir como su abuela resistió tantos años a la lucha. A la búsqueda. Al ayuno. A las largas horas de pie. A las amenazas que recibía en cada centro al que iba en busca de información sobre el paradero de su hijo.
Sara también trata de encontrar explicaciones. “Fue un asesinato al peronismo”, enuncia con la voz pausada. Ya más lenta. Se refriega los ojos colorados y vidriosos.
__¿Sabés las navidades que la llamaban a mi mamá y le decían apagá todo que ahora lo dejamos a tu hijo en la esquina, pero apagá todo sino no lo ves más?
Estaban a oscuras. Pero él nunca aparecía. Las Nochebuenas eran un mate con una porción de pan dulce y mucha angustia. Difícil.
La estudiante avanzada de medicina estuvo a solo un pasito de terminar sus estudios, pero la abrupta desaparición de su hermano y el penar cotidiano de su madre le arrebató, entre tantas cosas, ese sueño. Luis tenía amigos militantes y ella los curaba. Llegaban mal heridos y allí siempre encontraban ayuda. A la casa la tenían fichada. Ya sabían que estaban ahí. La tenían marcada.
El seguir desentrañando trae tristeza. Impotencia. Sed de justicia. Irma Holmquist no cesó jamás su búsqueda y fue una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo en la provincia. Para un día de la madre de 1977, acompañada de otras luchadoras, Naty Ortíz, Nélida Bianchi, Marina Cruia, “Pirucha” Campopiano y Sara Ponce encabezaron la primera marcha para descubrir dónde estaban sus hijos. Una lenta caminata que nació en la Iglesia de Fátima hasta el Monumento a la Madre en el Parque 9 de Julio. Sara continuó marchando en lugar de su mamá. Es Vicepresidenta de Madres en Tucumán. Luis fue como un hijo para ella porque era el más chiquito. El más mimado. El consentido. Su bebé.
El horror tuvo nombre y apellido. Tuvo caras. Tuvo responsables. Enrique sabía que no volvería a ver a su hermano cuando lo soltaron en la “Escuelita”.
–“A vos te dejamos en libertad pero de tu hermano olvídate, no lo vas a ver más”.
Y así fue. Mientras trae a su memoria sus días de encierro, la resistencia. El recuerdo de Luis. Todo duele. Todo desgarra. Todo lastima una vez más. El paso del tiempo tiñó con un grisáceo tinte sus momentos. Cruza las manos golpeadas por lo vivido, por un reloj que no se detuvo. Aprieta sus nudillos. Respira profundo. Pausa y añora.
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En la “Capital Nacional de la Empanada”, en la esquina hay una iglesia, al frente una baranda que encandila con su reciente pintura fresca. Blanca. Viva. Obligando a detener la mirada. Allí en la intersección de Bartolomé Mitre y Matienzo se mantiene de pie la Escuelita de Famaillá. Bicicletas, motos y autos circulan en modo constante por el pavimento de la ciudad, a tres cuadras de la zona céntrica.
De una sede de comando de operaciones de las fuerzas policiales y militares y del Operativo Independencia a un espacio para la memoria. Para la defensa de los derechos humanos. Un alambrado imantado de mariposas la recubre. Allí se esconden historias, un fuerte pasado pero por sobre todo futuro. Resulta imposible no detenerse a contemplar los diversos elementos multicolores que adornan la entrada y cada rincón para rendir homenaje a los 30.000 desaparecidos. Cartulinas, goma eva, brillantina, papel crepe, afiches. Y esto no es fruto del azar. Para los pueblos originarios de América Latina eran guerreros. Los aztecas sostienen que cada vez que un hombre muere en la lucha se convierte en mariposa y así continua acompañando a sus pares en la batalla. Su esencia permanece y nunca los abandona. Nunca muere. Resiste. Sobrevuela.
El ingreso es lento, cauto. Se escucha a lo lejos uno que otro cantar de los pájaros. Una placa anuncia que por decreto n° 2243/15 el espacio es un lugar histórico nacional, presidencia Cristina Fernández de Kirchner. A la par un estandarte: “Los crímenes de lesa humanidad no prescriben, nunca más terrorismo de estado”.
Una vez adentro, la cabeza se va a miles de momentos, situaciones, testimonios. El recorrido es tan similar al escuchado por los sobrevivientes. La primera aula es una oficina administrativa, a su salida hay dos baños, los mismos que habían sido el escenario de humillaciones y torturas. Ya no están las letrinas en hileras sin agua pero destilan memoria. Gritos. Piedad. Las víctimas entre sollozos y clemencia solicitaban permiso a los guardias para usar esa especie de sanitario pero la autorización nunca llegaba. Recibían una golpiza. Brutal. Violenta. Que los imposibilitaba hasta de caminar, se hacían sus necesidades en sus ropas, o en alguna lata que encontraban en las aulas. El aseo no existía, tampoco el perdón. El respeto a la vida. El derecho. No sé si había un Dios en esos momentos. Aún me lo pregunto. La humillación era frecuente. Los ubicaban en filas, desnudos. El objetivo era exhibirlos, exponerlos, vejarlos. La tropa lo disfrutaba.
Al voltear la mirada están en “filita” las ocho habitaciones que la historia quisiera no tener. Una a la par de la otra con un cartelito: “Acceso restringido, área de conservación”. Pintura saltada, tubos fluorescentes sin luz, madera hinchada y agujereada, y fieles pizarrones testigos del exterminio y el horror. Techos de chapa oxidados y ventanas incompletas cerradas. Vidrios rotos. Sueños devastados. Gritos silenciados.
María Coronel, hija de José Carlos Coronel, militante asesinado el 26 de Septiembre de 1976 y de María Cristina Bustos, secuestrada y desaparecida el 14 de Marzo de 1977, acompaña la caminata. Revela en cada espacio lo que se vivió y representó en el pasado. Los tenían separados a los hombres de las mujeres, pero las violaciones y los abusos sexuales se dieron en todas las formas posibles. Gracias a los sobrevivientes se pudo sacar a luz todo por lo que pasaron. Y aun así resistieron. Volvieron a la “Escuelita” y reconstruyeron el horror de lo que vivieron. Tenían que hacerlo para poder cerrar de cierto modo su pasado. Luis Ortíz, también sobreviviente, hoy por hoy, asiste al espacio porque desea hacerlo, porque en su historia hay mucho dolor pero también necesidad de contarle al mundo lo que vivió el país. Y por sobre todo lo que pasaba en ese pueblo.
Al llegar a la última aula, la energía se apaga. Hay un clima diferente. Sus ojos, su voz. Su porte. Es la sala de torturas. Un charco de agua que dejó la lluvia de la noche anterior no deja acercarse, como si miles de lágrimas brotaran debajo de la tierra. Cadenas con herrumbre refuerzan el candado que cierra la doble puerta verdosa de madera. Ya despintada en muchos sectores y dañada por el paso del tiempo. En su interior existió la violencia y el abuso. Sin reparos. Sin límites. No había distinción de edad ni género. El embarazo de las mujeres cautivas tampoco era impedimento. Picaneaban sus vientres, sus extremidades, sus cuerpos completos. No había parte alguna que no esté dañada.
Muebles y elementos deteriorados fueron fieles testigos de esa picana que generaba convulsiones. De esa cuchara que calentaban a más no poder y apoyaban en los labios de los prisioneros. De esos cortes que hacían en los pezones de las mujeres para hacerlas sangrar. De esas salivas que se escurrían por el cuello suplicando por la vida, o por la muerte. De esas manos lastimadas por el cable que ceñía. De esas pieles marcadas. De ese frío que les calaba los huesos por el agua helada que les arrojaban en sus torsos desnudos. De esas reiteradas violaciones. De ese calvario. De ese infierno.
María sigue caminando. Se acomoda los lentes y pasa por detrás de su oreja partecita de su cabello que pelea con la gravedad. Corto y brilloso. Color café. Señala las nuevas construcciones y la mezcla de colores cálidos y fríos conviven en un mural especial. El retrato de Hilda Guerrero de Molina, militante de FOTIA, asesinada por la policía en una manifestación contra el cierre de los ingenios azucareros de 1967. El rostro de la lucha se inmortaliza en la pared. El artista Cesar Carrizo plasmó y expresó con pintura todo ese pesar. Ese vivir. Entre libros y tulipanes florece una mujer que persiguió ideales. Que defendió al compañero. Que fue más allá de todo para lograr con un granito de arena algo de justicia. Que no se calló. Que no se quedó de brazos cruzados. Que la remó hasta el fin. Mirada firme, cabeza en alto, frente despejada y labios vino tinto.
La vista es amplia. Las jóvenes instalaciones buscan calmar entre tanto recuerdo una sed de derecho. Un hambre de justicia. Un sentimiento justo para no olvidar nada. Para traer todo a la memoria. Para dejar cada pedacito de historia con vida eterna.
La coordinadora del lugar vuelve a su oficina. La emoción es fuerte. Cada rincón pesa. Duele .Un nudo en la garganta se disuelve lentamente entre la yerba y el azúcar que acompañan al mate. La entereza vuelve a reinar en su postura. En sus ojos. En su voz. Y con la convicción tatuada promulga la defensa de la memoria del espacio para levantar nuevos cimientos. Pensamientos. Con crítica. Con pasado pero por sobre todo con herramientas para poder construir nuevas vivencias en base a lo vivido. La misión del espacio es recuperar las secuelas del Centro Clandestino. Consolidar futuro. Generar organización y participación con la promoción de los derechos humanos.
Mientras recuerda el desafío que implicó su llegada a la “Escuelita”, su mirada hace paradas diversas en la foto de su familia y en la de los desaparecidos que la acompañan en su oficina. Más presentes que nunca. Continúa cebando y pasa la dulce y caliente bebida de hierbas. Se relaja. Se distiende. Piensa. Reflexiona. Rememora que fue una gran responsabilidad aceptar ese rol pero no por su pasado con sus seres queridos sino por lo que representaba para los que lograron sobrevivir.
María militó por los derechos humanos desde que tiene uso de razón. H.I.J.O.S (Hijas e hijos por la identidad y la justicia contra el olvido y el silencio, una organización conformada por hijos de desaparecidos, exiliados, presos políticos y fusilados durante las dictaduras militares) fue su escenario de lucha. De grito. De bálsamo. De comprensión. De reivindicación. De batalla, esa misma que sus progenitores no pudieron concluir. De búsqueda. De empatía.
Para el espacio la figura del sobreviviente es la piedra basal. Gracias a sus testimonios se pudo entender el funcionamiento del centro. Su valentía permitió conocer lo previo. Lo que pasaba en el Sur de la provincia. Esclarecer el escenario.
El ventilador de pie renueva el aire. Mata la humedad. Acaricia a la cortinita con guardas pampas de colores que revisten el aula. Deja entrar la luz. Con pesar y un lejos de impotencia María expulsa que el factor común denominador del aglutinamiento de los secuestros, las desapariciones y los crímenes fue la participación en los sindicatos de FOTIA (Federación Obrera Tucumana de la Industria del Azúcar). Era una organización muy fuerte con tanto peso que podía sentarse a discutir cualquier situación a nivel nacional frente a otras agrupaciones también de jerarquía. Para los militares, ser subversivo era pertenecer a ese sector.
El recorrido por la “Escuelita” desentraña historias. Cada rincón tiene pasado. Mujeres. Hombres. Jóvenes. Siluetas militantes que pasaron horas, días y meses esperando la liberación que para algunos nunca llegó. Hay tanto por contar. Tanto por decir. Tanto por pensar. Es un espacio que golpea lentamente las puertas de la conciencia. De la historia. Del pasado. Y si, del futuro.
***
Gustavo Enrique Holmquist busca una explicación para tanta atrocidad. Para la tortura. Para la desolación. No encuentra fundamento que absuelva el tormento que vivió. Ese mismo que empapó y destiló espinas en su familia. Sus ojos conservan un brillo intacto pese al castigo. A los golpes. A la oscuridad a la que fueron sometidos. Cruza sus manos. Aprieta levemente sus nudillos. La mirada es dispersa. Como si estuviera en varios lugares a la vez. Como si quisiera hallar en tanto pasado, en tanto penar, una buena razón. Pero no existe. Nada justifica el horror. Su cabello nevado denota el paso del tiempo. La memoria está intacta. Su voz por momentos se corta. Necesita respirar profundo. Necesita procesar. Necesita denunciar. Revelar. Contar.
Durante veintiocho días estuvo aislado de toda esperanza y perdón. Encerrado en un aula. En una escuela. En un templo de educación deformado por la represión y el genocidio. El tiempo le permitió regresar. Reconstruir el calvario. Reconocer espacios. No pudo olvidar la extensa galería que lo separaba de aquel grado. La sala de torturas. Las amplias pizarras verdes que aunque tapadas de oscuro azabache pudo identificar. Muchos de los que fueron con él no pudieron regresar. Entre ellos, su hermano Luis Adolfo. Y hablar de él retuerce el alma. Afloja los hombros. Las piernas. Se detiene un poco para enunciar que es duro mencionarlo. Es duro asimilar la ausencia. El modo. La forma. La injusticia. Ese 29 de Mayo de 1976 le arrebató la paz y con ella lo más preciado.
– Fue una de las noches más oscuras de Tucumán por la cantidad de secuestros. Yo lo llamo, el día de los chacales.
Solo los demonios tenían pase libre por las calles en ese frío anochecer. Gustavo baja la mirada por momentos. Vuelve a cruzar las manos. Vuelve a ese día. A ese momento. Se paraliza y sigue. Su hermano era el menor. El consentido. Al que él y su hermana Sara mimaban cada segundo, minuto y hora. Su mamá murió en la espera. En la lucha. En la búsqueda. Y eso cala. Cala hondo.
Se remite a aquella época sangrienta del país y recuerda que vio el horror dos veces. Fue secuestrado por primera vez en Noviembre de 1975. En pleno Operativo Independencia. Por cinco días estuvo privado de su libertad. De sus derechos. Y como si el destino se empecinara en 1976, Famaillá lo recibió.
El mismo modo de operación. Auto. Ruta. Ojos vendados. Manos atadas. Sonidos de armas.
– Los vamos a ejecutar.
Pero a Gustavo no lo ejecutaron. Lo torturaron, golpearon, picanearon e interrogaron. Lo empastillaron. Engañaron a su cuerpo para que pueda soportar. Lo culparon. Lo acusaron. Consideraron su participación en la caída del Hércules. Había miles de causas que invertían el principio de justicia. Pero no tenía cómo demostrar la realidad. La inocencia. No podía defenderse. Preso en un mar de perversidad sólo se aferraba a su familia. A sus hijos. A su sostén en medio de tanta bestialidad.
Le tomaron el pulso, la presión. Le dieron remedios. Había médicos, enfermeros y sacerdotes. Lo esposaron. Maltrataron. Lo llamaron. Le tocaron el pie.
– Levantate que te vas a tu casa.
Lo llevaron a una oficina, le sacaron la venda. Le hicieron leer una declaración. “Peronista no combatiente”. Lo amenazaron pero no lo torcieron. No pudieron.
Respira. Suspira. Relaja las manos. A su costado lucen firmes estructuras que lo escoltan. Los pilares de memoria, verdad, justicia. Su mamá Irma abandonó la lucha el día en el que su corazón dejó de latir. Misma convicción con la que Gustavo despierta cada mañana. La pesadilla terminó. La deuda con los 30.000 desaparecidos sigue latente. Los que quedaron tienen la obligación ética y moral de hacer denuncias. De contar lo que pasó.
***
El horror tiene un sinfín de testimonios. De rostros. De víctimas.
La vieja Ruta 38 es tranquila. No hay paradas. No hay tráfico. El trayecto es corto pero el encuentro es largo. De pie en la intersección de Belgrano y ese pavimento, al frente de la iglesia de mormones, espera firme “Lucho”. Gorrita roja en perfecta combinación con su chomba escarlata. Las alpargatas de yute le dan ventaja a una caminata rápida hacia su casa. No pierde la sonrisa en ningún momento de ese trayecto. Una amplia galería cercada con bloques de madera pesada reviste la entrada. Celedonio Gutiérrez 81, en El Manantial.
Una botella de licor antigua con agua en su interior acompaña el momento. Luis Ortíz toma asiento. Bebe un sorbo. Un trago largo que lo hace buscar otro arcaico recipiente para reponer el líquido y llevarlo a la heladera. Vuelve a la mesa del comedor. Hace un corte. Revivir esos años lo ahogan. Sus ojos comienzan a tomar un brillo particular. Su voz también se transforma. Regresa a aquella fría noche de Junio de 1975.
Golpean la puerta y un mal presentimiento lo invade. Lo inunda. Lo llena de temor y a la vez de valentía. Su mamá abre la puerta. Camina con titubeo hasta su habitación.
– Está la policía, te buscan.
Lastiman a su papá, se llevan todo. No había cosas de valor sólo un reloj vistoso que lucía en la muñeca de su padre. Le piden los documentos y se lo llevan. Le tapan los ojos. Le atan las manos y lo suben al auto. Eran militares. Hacían varias paradas. La primera, la Jefatura. Próximo destino, la escuelita de Famaillá. Durante veinte días lo torturan. Lo flagelan. Le golpean la boca. Los dedos. Las piernas. Le sacan la ropa. Le tiran agua fría. Cada noche caminaba alrededor del aula para que el cansancio lo haga dormir. Muchas veces lo hacía de cuclillas.
Lo amenazan. Le hacen escuchar una y otra vez el sonido del arma, le dicen que lo fusilan. Pero no sucede. Se esconde el sol y el calvario se repite. No termina.
Comparte el espacio con otros hombres y jóvenes. Murmuran que están en esa escuela. Hay muchos lugareños. Intenta correr la venda para mirar levemente el lugar. Cuida cada detalle para que no lo descubran. Sus sentidos comienzan a agudizarse. Alcanza a visibilizar los pizarrones. Los muebles abajo. Las alacenas. Se las rebusca para poder comer. Cuando tenía la dicha de recibir algún alimento. Lo azotan. Lo castigan.
Toma conciencia de que su militancia era la causa. Todos lo hacen. Cierra sus ojos castigados por el trapo que apretaba fuerte y se sumerge en esa movida que lo hacía feliz. Vuelve a la reunión con sus compañeros. Recuerda el Partido Comunista y sus días en el Partido Revolucionario de los Trabajadores. Se sitúa en las huelgas por el aumento del boleto del colectivo, por la protección para los chicos que tenían que cruzar la ruta para ir a clases y rememora la FOTIA. El ruido que había generado con tan solo veinte años. Lo lejos que habían llegado. La efervescencia de estar acompañado por tantos desconocidos que perseguían el mismo fin.
No sabe si duerme o sigue despierto pero los ruidos de la ruta interpueblo le dan un panorama de qué parte del día o la noche, es. Por los sonidos. Por los motores. Por el movimiento.
Lo llaman, lo castigan y se lo llevan. Siente que ésta vez es el fin. Pero no lo es. Paran en la comisaría, le quitan la venda, no lo dejan mirar, cabeza hacia abajo y ojos casi cerrados. Solo vislumbra botines. Escucha voces. Lo trasladan al penal de Villa Urquiza. Ahí se convierte en preso legal. Ahí siente que es libre. Si, libre. Allí siente alivio.
No está solo, comparte testimonios y experiencias de sus días de secuestro con otros prisioneros. Se ayudan uno al otro. Se contienen. Tratan de sobrevivir a lo que era muy poco comparado con lo vivido en las aulas. Busca una forma de resistir. Arma con las migas de pan un tablero de ajedrez. Con el paso del tiempo, se come esas migajas. Escucha del golpe.
Lo trasladan a Sierra Chica y a la Unidad n° 9 de La Plata, Buenos Aires. Se topa con el Mundial de fútbol. No comprende si los jugadores están obligados o no, pero sabe que Argentina gana. No podía ser de otro modo.
Puede recibir visitas. La mejor es la de su mamá que viaja 1400 kilómetros para verlo. Le da la peor noticia, la que logra devastarlo. Ni las torturas, ni el secuestro, ni el encierro, ni las detenciones lo habían volteado. La desaparición de su hermano Ramón Ortíz, lo hace. Lo destruye. Lo agobia. Tenía dieciséis años, no comprende por qué se lo llevaron. Tranquiliza a su madre aunque no puede tocarla ni abrazarla. Intenta darle ánimo. Le dice que cuando salga lo buscarán. ¡Que sí va a aparecer!
En 1981 escucha su nombre. Sale en libertad. No avisa a su familia para darles la sorpresa. Afuera del penal lo esperaba un camión del ejército, se mira con su par y no quieren subir. Toman coraje y se acercan. Allí estaba la mamá de un compañero. El alma vuelve al cuerpo y siente alivio mientras comparte un licor casero. Sonríe por primera vez después de seis años.
Un viento que anuncia tormenta mueve las hojas de los árboles. Se lo puede ver por la ventana que separa la cocina de otra habitación. En El Manantial no se siente la asfixiante humedad de la capital, de la zona céntrica. El aire circula más limpio. Luis Ortíz se agarra la cabeza, posa el vaso de agua sobre su frente y no puede creer por todo lo que pasó. Es un sobreviviente de la época más cruda que tuvo el país. Ya no es ese pibe sin miedo que conoció el horror.
“Lucho” nació un 4 de Agosto de 1953 en Taco Ralo, en un pequeño pueblito. Sus padres eran del campo y se mudaron junto a sus cuatro hijos a San Miguel en busca de trabajo. La construcción fue lo primero que lo cobijó. La albañilería. Compró un terrenito en El Manantial e hizo su casita.
Nunca encontraron a Ramón, sus progenitores murieron en la agónica espera. Su papá tuvo un infarto. El dolor de no encontrar a su hijo, desgastó su corazón. Se fue joven. Su madre, Natividad Figueroa de Ortiz tampoco sobrevivió a la espera, el poder del cáncer paró su búsqueda. Naty, como la conocieron en la agrupación Madres de Plaza de Mayo que fundó junto a otras compañeras, le entregó el legado de la lucha. Le pidió que no deje de asistir a ningún acto porque ahí está su hermano. Y así fue. Así volvió a la “Escuelita”. Así pudo reconstruir espacios. Denunciar lo vivido y hacer justicia. Y aunque, fue dueño de muchas torturas ninguna lo mutiló tan fuerte como la de su hermano.
Luis se levanta del comedor, busca otro poco de agua. Toma un sorbo. Es un trago más largo. Firme y con convicción abandona la mesita del comedor. Si tuviera que volver a militar sabiendo lo que vendría, lo volvería a hacer. A la lucha no se renuncia jamás.
***
Como si se los hubiera tragado la tierra ninguno aparece. Ninguno quiere recordar. Armas, uniformes y botines bien guardados. Algunos mayores ya no están, los más jóvenes se dedican a diversas actividades muy alejadas del ejército y otros cumplen condenas. Se los busca una, dos, tres, infinitas veces. Al principio acceden. Se muestran dispuestos a revelar qué corría por sus venas en esas frías noches de 1976. Después retroceden.
Años pasaron de golpe cívico y militar y aún la represión persigue. Amenaza. Extorsiona. Infunda miedo. Porque aún el lugareño de Famaillá, me advierte. Me previene. Me indica que si doy con ellos quizás no pueda volver. Quizás no me ven más. Porque en el Cementerio del Norte me piden abandonar el lugar. Porque no hay nada para ver. Nada por buscar. Porque no la puedo contar. Porque claro está que siempre se buscará apagar la verdad. Callar la voz. Porque siempre habrá un Isauro, un Lucho, un Gustavo o un Luis que como sentenció Rodolfo Walsh no tendrá historia sino prontuario. Que vivirá ignorado, perseguido y rebelde hasta el fin. Porque te fusilarán una y mil veces pero no morirás.
(Crónica producida en la cátedra Multimedia II, de la tecnicatura en Periodismo de Red Millenium)