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Le saquearon la vida balas anónimas. Una historia de pobreza, marginación e indiferencia social.
La procesión que acompañaba al pobre velorio se detuvo en una esquina de Villa muñecas. Una esquina sin carteles donde un camino irregular de tierra se une con otra calle igual de accidentada. Era la esquina donde Tarrín se juntaba con los changos de la cuadra a tomar vino sodeado, donde pasó largas tardes escuchando los cuartetos de La Mona Jiménez, donde lo sorprendía la noche y a veces, también, la luz del amanecer. En esa esquina, asentaron con respetuosa ceremonia el cajón para que Tarrín se despidiera de su barrio. Cumplida la humilde liturgia, la procesión se propuso continuar con el recorrido, pero no fue fácil despegar el féretro del suelo. El cajón se volvió repentinamente mucho más pesado, tanto que levantarlo requirió del esfuerzo de seis pares de brazos. “Fue como si él no se quisiera ir de ahí”, me dice Doña Carmela, una vecina, alimentando el mito. Y me dice también que no se va a ir nunca, hasta que se haga justicia por su asesinato. Que se va a quedar ahí para protegerlos.
Le doy vueltas al asunto en mi cabeza y me quedo con la explicación de Doña Carmela. Pero pienso además que ese cajón no carga sólo con el casi metro ochenta del ahora lívido cuerpo de Tarrín. Carga también con el plomo de las balas. Carga con el peso de un odio irracional. El peso de la violencia, de la venganza, de la injusticia. Me pregunto si acaso en ese féretro pesado no va también la conciencia de los tucumanos.
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Tarrín era hijo de Villa Muñecas y la próxima navidad iba a cumplir 25 años. Su padre, un rosarino que tuvo amores fugaces en Tucumán y se marchó. Su madre biológica, una mujer que formó una nueva familia y lo dejó a cuidado de su abuela, Lidia. Ella lo crió, pero también lo hicieron varias vecinas del barrio. Es que a Tarrín no le faltó nunca un plato con comida caliente en casa de Doña Carmela, o un lugar donde dormir en lo de Doña Dora. A todas ellas las llamaba mamá y para todas ellas era un hijo más entre los muchos otros que han parido.
El barrio lo bautizó como Tarrín porque juntaba tarros, botellas y chatarras en su bicicleta de reparto para ganarse unos pocos pesos. A veces conseguía alguna changa y otras se la rebuscaba vendiendo la ropa usada que la gente le regalaba. En Villa Muñecas, los vecinos se acostumbraron a verlo pidiendo monedas de casa en casa.
La historia de Tarrín, como la de muchos de sus vecinos, está signada por el estigma de la pobreza. Creció en el caserío pobre que se extiende a lo largo de las vías abandonadas del ferrocarril, rico en todas las carencias imaginables. Apenas si pudo ser niño, jugar a la pelota, terminar la primaria en la escuela del barrio y dibujar las paredes de su casa por falta de otro lienzo. No tardó demasiado el sistema en imponer su lógica perversa y a los 13 años Tarrín, pegado a una bolsa de pegamento, conoció la droga de la pobreza, durmió en las calles y en algunas comisarías. Conoció también la brutalidad de la policía, la marginalidad y la indiferencia de la sociedad.
El lunes nueve de diciembre los tucumanos nos enteramos que Tarrín existía, pero, para que eso ocurriera, antes tuvo que dejar de existir.
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Para los medios nacionales, Tarrín fue simplemente Javier Cuello; uno de los primeros nombres de una fría lista de muertos; un número en una estadística en la que hoy nadie cree. Tarrín fue noticia en los diarios, cumpliendo con el rol que el mercado de la información tiene reservado a las personas como él. Parafraseando al cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos: los pobres mueren, luego existen.
Ese lunes había comenzado con un ambiente saturado de humedad y rumores de pánico. Mientras algunos policías abandonaban las calles de la ciudad, en las periferias, otros personajes oscuros recorrían los caseríos de la miseria fustigando el saqueo. Las zonas se liberaban para dar comienzo a un plan extorsivo que tenía a toda la sociedad como ariete. Fue entonces que en el centro tucumano se empezó a escuchar el ahí vienen, frase que se propagó rápido, como una peste invisible. Los comerciantes bajaban las persianas ante esa amenaza sin rostro y la ciudad fue adquiriendo lentamente una fisonomía espectral. El murmullo llevó el miedo de un rincón a otro. Las motos se habían convertido en los nuevos jinetes del apocalipsis. Y hubo más rumores. Y se escucharon tiros. Y de nuevo ahí vienen. Y esta vez no tienen hambre, quieren televisores LCD como los que nosotros tenemos en nuestras casas.
Con el correr de las horas, el enemigo fue adquiriendo un rostro definido. Los que vienen no son como nosotros, son distintos, son otros y vienen por lo nuestro. En las calles, en los colectivos, en las redes sociales, la amenaza eran los negros de mierda. Y como si el miedo no fuera suficiente para alimentar la psicosis colectiva, a este se agregó el odio. Las calles se fueron poblando de personas armadas para defender sus pertenencias a cualquier precio, aunque ese costo fueran vidas. De pronto, el almacenero del barrio se convirtió en potencial asesino mientras los vecinos arengaban la caza de los negros de mierda. Y ahí vienen. Y las motos. Y las corridas. Y las armas escupiendo ese odio visceral.
Y la noche del lunes Tarrín fue, más que nunca, un negro de mierda. Y fue también un blanco, un blanco fácil para las balas que surcaban las calles.
Es difícil reconstruir con precisión cómo fue asesinado Javier Cuello. Los cierto es que la última vez que lo vieron con vida en Villa Muñecas fue la noche del lunes en la esquina de su casa, en Viamonte y Alejandro Heredia. Por ahí pasó un amigo con su moto y lo llevó como acompañante. Fueron por Viamonte hasta el lugar de donde provenía el sonido de los disparos, quizás atraídos por la posibilidad de hacerse con algún botín de los saqueos, o sólo por curiosidad. A eso no lo sabemos y tampoco importa demasiado en esta crónica. A partir de ese momento, las versiones se mezclan confundiendo lugares y situaciones, pero la historia que se repite con más énfasis entre los vecinos de Villa de Muñecas es muy cercana a la que publicaron los medios: Tarrín y su amigo pretendían llegar hasta el Autoservicio Martín, una despensa ubicada en Viamonte 1872, pero una cuadra antes, los sorprendieron de frente grupos de custodios y vecinos armados que vigilaban los comercios de la zona. Dieron vuelta rápidamente en la moto y en esta parte del relato las versiones se bifurcan: hay quienes dicen que cayeron en medio de la calle y entonces aprovecharon para balearlo mientras estaba caído y otros aseguran que fueron los disparos los que lo arrojaron de la moto. Lo concreto es que Tarrín recibió al menos dos disparos por la espalda, uno en el abdomen y otro en la nuca. Como se desangraba, lo cargaron en otra moto y lo llevaron al dispensario del barrio. De ahí, al Hospital Centro de Salud, donde terminó su agonía.
Al día siguiente, Tarrín fue Javier Cuello en las crónicas de los informativos. Las balas que le quitaron la vida, continúan siendo anónimas.
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Las vías del ferrocarril separan la calle Alejandro Heredia en dos a la altura del 2800. De un lado, hay casas de barrio humilde, viejas y despintadas, pero todas de cemento. Del otro, una hilera desprolija de ranchos amontonados, algunas casitas de material, otras de madera y también de chapa; entre las cuales hay algunos corrales con caballos. La casa de Lidia, la abuela de Tarrín, parte de cemento y parte de chapa, es una más entre el pobre caserío. En la puerta, espera atado a una cadena un perro de rostro feroz que custodia la pobreza de su familia. La abuela me recibe en la pequeña cocina comedor de paredes gastadas. Está sentada detrás de una pequeña mesa. A sus espaldas, cuelga de la pared una imagen tosca de la Virgen del Valle en un cuadro de madera. A uno de sus costados y más arriba, pegadas al techo, hay varias jaulas con pájaros, entre los que alcanzo a distinguir una cata verde claro. La jaula más grande está vacía.
Lidia es una matrona robusta de 62 años que apenas puede moverse a causa del sobrepeso. Tiene un rodete de pelo oscuro sobre la cabeza y un rostro morocho ajado, de líneas ondas y definidas que no tardarán en llenarse de una humedad que se refriega ansiosa con las manos, evitando que lleguen a ser lágrimas. Hace tres días que le anunciaron la muerte del nieto al que crió como su propio hijo.
– Cuentemé ¿cómo era Tarrín?
– Él era un chico que tenía su problemita, consumía Poxirrán. De día era normal, como cualquier chico, y se drogaba de noche, pero no molestaba a nadie. Tenía sus amistades y no era un chico quilombero – A Lidia las palabras le salen a borbotones, con un hilo de voz.
– ¿Él robaba?
– No, él no robaba. Acá en el barrio le daban ropa, le daban calzado, pero robar no – hace una pausa y luego insiste – Acá nadie le va a decir que él le ha robado a aquel o este otro, o que él era irrespetuoso con alguien.
– ¿Por qué lo mataron?
– Por imprudencia de la policía. Yo no discuto que exijan un sueldo más grande, pero no era para que nos dejen así, botados, sin custodia. Eso fue un desastre. Esto no puede quedar así. Él no ha sido un perro, era un chico que recién iba a cumplir 25 años.
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Son las seis de la tarde del sábado en Villa Muñecas y el sol brilla, intenso, sobre nuestras cabezas. En la calle de tierra, las gallinas corretean entre las patas de los caballos y los perros se pasean ajenos al calor que sofoca. Doña Carmela ha sacado las sillas a la vereda y me invita a ocupar el lugar central de una ronda que se irá poblando rápidamente con los vecinos de la cuadra. Llegan mujeres cargadas de niños, algunos adolescentes y jóvenes. Al rato están todos riendo cuando recuerdan que Tarrín llegaba con juguetes que encontraba rebuscando en la basura y se los regalaba a los niños. Que la única pistola que conoció fue una de plástico que cargaba en la cintura a manera de broma. Que les robaba de las sogas las bombachas a las vecinas para salir vestido como mujer a la calle. Que invitaba a bailar a las señoras en la vereda. En el barrio, a Tarrín lo recuerdan como a un niño. El Potro, uno de sus mejores amigos, arriesga una definición: “Tenía una juguetería en el mate”.
Doña Dora, una de las madres de Tarrín, insiste en que él no era malo. Que le gente lo discriminaba porque andaba siempre sucio y con olor a pegamento, pero que era incapaz de lastimar a nadie. Que su problema, como el de todos los jóvenes en el barrio, fue la pobreza. Entonces se queja porque la justicia parece más preocupada por recuperar los objetos robados que por esclarecer quién le disparó a su hijo. Porque, para los medios de comunicación, las víctimas son los comerciantes que fueron saqueados y no los muertos. Con tono de resignación, Doña Dora reconoce que la justicia es un privilegio al que no puede acceder la gente pobre y el rostro se le frunce en rictus de tristeza: “Ahora están todos preocupados por lo que perdió la gente que tiene plata ¿y nosotros qué? La vida de él no nos la devuelve nadie”.
Miro los ojos vidriosos de Doña Dora y de pronto siento que yo también cargo el peso de la muerte de Tarrín. Porque a Tarrín no lo mataron sólo las balas. A Tarrín lo matamos todos.