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Entre tanta ruina y cuando más lo necesitábamos, el capitán de los ejércitos vencidos acompaña el renacer de quienes vislumbran el comienzo de una primavera peronista.
Voy a escribir estas líneas sin dejar que las palabras se separen de la emoción y me permitiré caer en todos los excesos propios de una subjetividad así de descarnada y así de propia. Del otro lado está, otra vez, Diego Armando Maradona. Acaso mi tema favorito. Acaso el próximo tema favorito de todos los diarios, aún con los vaivenes del dólar y los embates de la crisis que amenaza con llevarnos puestos. Entre tanta tierra yerma; arrasada, entre tanta ruina, entre tanta pálida, entre tanto odio, entre tanta infamia organizada y televisada, algunos nos hemos permitido la alegría (palabra mancillada que conviene recuperar porque nos pertenece). Alegría siempre de algunos, nunca de todos. Alegría, decía, de la noticia que anuncia al Diego como próximo Director Técnico de Gimnasia y Esgrima de La Plata. A la distancia, imagino las calles, las mesas de los bares, las aulas de esa ciudad invadidas por el murmullo fascinado de ese nombre que parece no haber perdido su poder de encantamiento. Ese sonido inequívoco de bandera. Aún en el yerro y en el pecado; aún como roída materia prima de los mercachifles mediáticos; aún con el paso inexorable del tiempo que todo lo corroe: Maradona siempre sonó Maradona.
Y en el eco de ese nombre se me ha presentado una certeza; certeza bien mía que en este acto comparto: Maradona sólo puede ser Maradona en las difíciles. Maradona, esa conjunción de músculos cansados y cartílagos gastados; esa fibra mundana vulnerable al deseo propio y ajeno; ese hombre de pasos lentos y pesados sabe mejor que nadie cómo se ha construido el nombre; nombre que repiten las plegarias de los pobres, de los negros, de los cabezas. Maradona otra vez. Maradona, ahora, en Gimnasia de La Plata. Maradona donde tiene todo para perder y todo por ganar. Un club sin títulos y que pelea el descenso. Será la nostalgia de ese Napoli fundacional donde fue alegría de los sin pan, de los más nadies. Será el impulso épico del 94 cuando volvió para clasificarnos al mundial donde después le cortaron las piernas. Será el metejón de aquel ya extinto Mandiyú de Corrientes. Será la más reciente aventura mexicana donde se ganó el respeto a costa del insulto gratuito. Ejemplos sobran para sostener mi tesis del Maradona capitán de los ejércitos vencidos. Ese Maradona antisistema que llega a una Superliga que ha hecho a los equipos poderosos más poderosos y a los débiles más débiles aún, en triste aunque autentica consonancia con los tiempos que corren. Acaso la coherencia más férrea de un ser esencialmente ecléctico. Cuentan que pidió que le paguen lo que puedan. Que no venía a fundir el club ni a llenarse los bolsillos. Cuentan y seguirán contando mientras su nombre continúe flotando el aire.
Algo en Maradona sabe que el nombre y el ídolo que lo porta están edificados en el bajo fangal de la derrota. De la nada, de los nadie, a la gloria es el periplo del hombre y del nombre. No desconoce que la suerte suele ser esquiva a quienes pelean con esas armas. No parece importarle. Maradona ha vuelto a un club pequeño en un país achicharrado de miseria en manos de un grupo de miserables. Maestro en el arte de mechonear leones, su primer gesto fue tironear las crines del calvo de enfrente. Sabe bien Maradona que no ha gastado su nombre: cuando la patria futbolera lo necesitó, Verón pudo apenas ser Verón. En cambio él, cada vez que hizo falta, supo ser Maradona. Para alegría de muchos de los que vislumbran una trabajosa y sacrificada primavera peronista en el horizonte, Maradona ha vuelto. Y cuando más lo necesitábamos.