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Una niña. Una madre alcohólica y violenta. Un abandono, dos suicidios, una mentira. Y en este mundo sufrido, la esperanza de encontrar su identidad por las calles de Barrio Sur.
La última noche que fue echada de la casa de sus padres, Gabriela tenía 12 años.
Su mamá, borracha, le arrojó alcohol puro sobre la remera. El chorro le salpicó el cuello, el pelo y la cara. Y la mujer se le acercó con una llama. La niña retrocedió dos pasos y se topó con una pared. El papá, que miraba lo que pasaba, abrió la puerta y Gabriela pudo escapar por ahí. Pero otra vez, quedó en la calle, sola y de noche en el barrio Soeme.
-¿Y tu papá qué hacía?, le pregunté la última vez que la vi el hogar de niñas Hermanas Adoratrices.
-Nada. Él también quería irse porque mi mamá también lo golpeaba. Pero tenía que quedarse porque ella le pagaba el cigarro y el alcohol.
Gabriela dice que su mamá estaba enferma. Que se emborrachaba y le gritaba. Que, después de que ella cumplió los ocho años, le pegaba con una piedra en la espalda. Que una vez también usó un rastrillo. Que luego la corría a la calle. Que se quedaba afuera. Que cuando llovía tenía que buscar un techo para no mojarse. Que cuando tenía hambre iba a pedir comida en la casa de algún vecino. También recuerda -y todo esto está escrito en sus declaraciones a los dos hogares de niñas que la cobijaron luego- que cerca de las tres de la mañana, cuando a su mamá “se le pasaba el alcohol”, iba a buscarla por el barrio.
En la cuadra sabían de las palizas que recibía Gabriela. Hubo por lo menos dos llamados al 102, la línea de denuncia de violencia familiar. Fueron anónimas, efectuadas el 4 y el 17 de noviembre de 2008, cuando Gabriela tenía 12 años y cursaba el sexto grado en la escuela nocturna de su barrio.
-La policía iba a la casa, pero mi mamá cerraba la puerta y las ventanas. Y golpeaban y golpeaban las manos, y no pasaba nada.
-¿Y después te decía algo a vos?
-Me gritaba. Y cuando se metía mi papá ella le decía: correte vos, no la defendás. Él también le tenía miedo. Y eso que era más grandoto, pero jamás le ha pegado.
La mamá fue, durante años, asistente dental en Hospital de Niños de San Miguel de Tucumán, en barrio Sur. El papá estuvo desempleado y ahora es el sereno de una obra. Gabriela fue la única hija que crió este matrimonio. Se casaron en 1981, cuando ambos tenían 31 años. Y 15 años después, el 6 de marzo de 1996, nació Gabriela, según consta en sus dos actas de nacimiento. Tiene dos actas porque la vida de Gabriela es un camino sinuoso, de idas y vueltas, de dos suicidios, de una muerte que se llevó una verdad, de una esperanza que se secaba, de lágrimas, risas y, entre todo esto, es la historia de la búsqueda de su identidad.
Gabriela tiene hoy 16 años. Está sentada en la sala de recepción del hogar Hermanas Adoratrices, en Laprida 315, donde vivió desde el 25 de febrero de 2009. Pero hoy está de visita. Acaba de llegar de su clase de Educación Física. Usa un pantalón de algodón celeste y cuando entra en la sala, no se queda en la puerta, marca presencia, camina hasta el medio y observa. Tiene los ojos claros, la cara redonda y blanca y el pelo descolorido; amarillo por partes, negro por partes. Habla como se habla en la calle: sus oraciones pueden ser un poco desordenadas, pero a cambio están cargadas de sentidos, de valores, de códigos. Es precisa y directa en sus respuestas, hasta que empieza una narración que ya repitió varias veces delante de asistentes sociales, monjas, compañeras, jueces, abogados y desconocidos.
Las psicólogas del Adoratrices dicen que cuando Gabriela cuenta su vida usa un lenguaje adulto, que así se defiende. A mí me parece que a esta niña no le quedó otra que tomarse la vida muy en serio:
-Cuando tenía cinco años mi mamá estaba de alcohol y me dijo que yo no era hija de ella. Y entonces yo salí a buscarla a la otra, dice y me mira con esas perlas hermosas, redondas, sufridas e infantiles.
El mismo día que su mamá le dijo que ella no la había parido, Gabriela empezó su búsqueda. La mujer se emborrachaba y la niña la interrogaba.
-Yo aprovechaba para preguntarle cuando tomaba porque después no me quería decir nada ella. Algunas veces me lo negaba y se hacía la tonta, así, no me decía nada. Y al otro día mi papá me decía que me olvide de lo que mi mamá me había dicho porque ella está enferma.
Pero Gabriela no es de olvidarse.
Entre las palizas y las borracheras, obtuvo algunos datos: Una mujer de Leales, de unos treinta y pico de años, de un apellido frecuente en el pueblo. Gabriela no tenía más de 10 años y encaró a la mujer que le pagaba cuantas veces se le antojaba en el día:
-Yo necesito el nombre, le pidió.
-Al cajón me lo voy a llevar, le contestó la mujer.
Siguieron las palizas, las denuncias de los vecinos, la madre y su alcoholismo crónico que empeoraba, y el padre, un hombre nulo, también alcohólico, en camino a la ceguera y con diabetes.
Los padrinos de Gabriela, que vivían en la casa de al lado, no soportaron más la violencia y la llevaron a la Dirección de Niñez Adolescencia y Familia, a la calle Piedras 530. La mamá se presentó y dijo que ella no podía hacerse cargo de la niña porque se portaba muy mal, mentía, no hacía los deberes y saltaba el portón para irse a jugar a la calle. La mujer también negó cualquier hecho de violencia en su casa, dijo que ella es la madre biológica y acusó a la nena, a quien crió desde bebé, de ser la pareja de su esposo cuando sale a trabajar.
Gabriela pasó por el hogar Santa Rita y dos meses después fue al Hermanas Adoratrices. Los sábados iban a visitarla los padrinos. Una tarde le acercaron las carpetas de Matemáticas, Lengua, Inglés y Geografía, las cuatro materias de rindió en marzo de 2009. Y los domingos la madre le llevaba plata, “Único vínculo entre ambas”, según detalla el informe del Hogar.
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María del Carmen Esteban usa el pelo bien largo. Es psicóloga y coordina un equipo multidisciplinario que todas las semanas se mueve entre los 10 hogares de niños y adolescentes que hay en la provincia. Está integrado por médicos, asistentes sociales, nutricionistas, administrativos y psicólogos.
La principal función del grupo es armar un plan de abordaje para los 200 casos de chicos y chicas que están en los hogares.
Se fortalecen los vínculos con la familia y las personas cercanas y sanas que puedan contribuir. Se sigue de cerca cada historia, como siguieron la de Gabriela. También agilizan los papeles. Antes había casos de niños o jóvenes que permanecían en el hogar aun cuando ya no debían estar.
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Dentro del Adoratrices, Gabriela conoció a la psicóloga Elisa Araoz. “Ella sabe de todas mis rebeldías”, la presenta. Elisa sabe mucho más que eso.
Fue ella quien se cargó la vida de Gabriela en sus espaldas. Le creyó, la acompañó, la escuchó. La bancó. Y buscó por afuera. Fue varias veces al Hospital de Niños a entrevistar a la mamá de Gabriela.
La recuerda así: Una mujer en el consultorio dental, sumamente activa, lúcida y capaz de hacerse temer para generar respeto. Nadie se quería meter con ella. Era intocable.
-Durante las entrevistas me juraba que era la madre biológica. Me decía que recordaba los dolores del parto. Le avisé que íbamos a presentar un oficio para hacer un ADN y comprobar su vínculo con Gabriela. Y ella aceptó como si nada.
A la mañana siguiente Elisa volvió al hogar y en su informe escribió: “El análisis de ADN cerrará una serie de cuestionamientos y reproches históricos y abrirá una puerta en su proyecto de vida”.
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Cuando tenía 13 años y Gabriela ya vivía en el Adoratrices, la cambiaron de colegio. Como a las demás chicas del hogar, la anotaron en la escuela Técnica Número 3 en Barrio Sur. Ahí, cerquita, a cinco cuadras.
En la parte de atrás de la escuela, el año pasado, sus compañeros de curso jugaron al juego de la copa, un rito perverso que consiste en rodear una copa con todas letras del abecedario escritas en papelitos. Quienes participan deben sentarse en círculo y apoyar el dedo índice en la copa, que está volteada. Luego la copa empieza a moverse. Los crédulos asignan ese movimiento a algún espíritu convocado. Los incrédulos dicen que la copa se mueve por la misma presión que hacen voluntariamente los participantes, que ellos mismos son quienes trasladan la copa de una letra a otra y así van formando, sin acuerdo previo, un nombre. El hecho, a fin de cuentas, es que la copa se mueve. Se mueve y decide.
Esa tarde decidió el orden de los compañeros de debían suicidarse. Debían ahorcarse cada 16 días. Escribieron la lista en un pilar de la escuela con Liquid Paper e hicieron circular un papel donde el tercer nombre era el de Gabriela.
El 12 de abril de 2011 apareció muerta la primera chica. El 28, la segunda. Ninguna había cumplido los 15 años, siquiera. Y ambas eran compañeras de Gabriela.
Gabriela contó todo. Elisa se puso más de su lado. Su pasado la había hecho rebelde, pero muy vulnerable. Y entonces apareció otra vez la muerte.
Gabriela camina por la plaza San Martín. Un conocido la cruza y le pregunta la dirección de su casa. Ella le responde y sonríe.
-No sabés nada, ¿no?
-¿Nada de qué?, interroga Gabriela levantando las cejas.
-Tu mamá se ha muerto.
Gabriela entra al velorio. La acompaña Elisa y dos monjas del Adoratrices y de la Dirección de Niñez, Familia y Adolescencia. Se queda parada, casi ajena a la situación. La sala está llena. Hay compañeras de trabajo de la difunta, familiares y vecinos. Se acerca una mujer, recuerda Elisa. Toma a Gabriela de la mano, la lleva hasta el cajón. Y le dice: “Ahora pedile disculpas por todo lo que le has hecho”.
Con el impulso de hermana mayor, Elisa se mete, la saca, la defiende. Gabriela está triste:
-Los vecinos no me creían mis lágrimas. Cuando se ha muerto mi mamá he sentido tristeza porque, aparte de todo, la quería. Ella me había visto una semana atrás. Y me ha dolido un montón. Ella me había tratado tan bien ese día. Siempre me retaba o venía alcohólica. Y ese día me trataba tan bien me acuerdo. Yo pensaba que ya estábamos arreglando las cosas, solucionando y de la nada se ha muerto de cirrosis. Ella es la única que yo, a pesar de todo, le sigo diciendo mamá. Después de que se ha muerto para mí ella es la única mamá. Yo en parte me cuestionaba. Yo pensaba: ¿habrá sido mi culpa? Yo podría haberme vuelto a la casa y ayudarla. A pesar de todo, de que me pegaba, yo pensaba que me quería o algo así, no sé. Yo pensaba: capaz que sí me quiere. Después lo fui a ver a mi papá, pero no era lo mismo, faltaba algo. Y lo del ADN ya no se iba a saber. Y yo me dije: tengo que seguir lo mismo.
Daniela Bravo es la directora de Niñez, Adolescencia y Familia, del Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia. Su oficina recuerda al comedor de un estudiante universitario que vino a estudiar de afuera. Hay libros por todos lados, ordenados y desordenados. Hay, en este momento, muchas sillas, más sillas que personas. Hay movimiento constante, reuniones, charlas. Gente que viene y va. Sobre la pared hay un papel afiche amarillo y gigantesco que tiene escrito con felpa negra el nombre de todos los hogares, organizados por edad, sexo y situación judicial. Sobre la mesa hay un libro fotocopiado y anillado, con el sello de Unicef, que se titula “Internación de los niños: ¿El comienzo del fin?”.
-¿Esto será posible en Tucumán?
-Avanzamos hacia una política que pretende suplantar las macro instituciones de alojamiento por pequeñas unidades, como casas, donde haya menos chicos y no separemos a los hermanos. La idea es tener células chiquitas más cercanas, que los lugares más grandes estén abiertos a la comunidad como centros de día, no de internación permanente.
-¿Qué puede impedir que esto se lleve adelante?
-Hay que hacer cuentas. El Estado tiene invertir para poder alquilar las casas. También tenemos que trabajar en disolver el fuerte arraigo al sistema de patronato, que por ley ya es caduco, pero que aún se lo percibe en las prácticas. El patronato fue una manera de leer, nombrar y accionar con la infancia que desconoció el enfoque de los derechos del niño. Se refirió a los niños como objetos y marcó una división discriminatoria al dividir a los ricos de los pobres.
La Ley 26.061 de protección integral de los derechos de los niños, niñas y adolescentes, aprobada en 2003, garantiza la aplicación obligatoria de la Convención sobre de los derechos del niño. Y destacada que: “Las políticas públicas de la niñez y adolescencia fortalecerán el rol de la familia, descentralizarán los organismos de aplicación, (hogares o institutos) y promocionará los trabajos intersectoriales de los organismos para la defensa y protección de los derechos”.
Bajo el paraguas de esta política, que puja por implementarse en Tucumán, transcurre la historia de Gabriela.
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Una mujer llega al Hospital de Niños con una beba recién nacida. La entrega a una intermediaria y se va. Al poco tiempo se arrepiente y quiere recuperarla. Le dicen que no, que es tarde. Que si sigue buscando le van a meter un tiro. A la beba le hacen una nueva acta de nacimiento. La segunda. La niña crece. La mamá que la llevó se vuelve alcohólica y le pega seguido desde que tiene 8 años. Le dice que es adoptada, pero nada más. La niña empieza a buscar a su madre biológica. Luego la dejan en la calle y pasa a manos del Estado. La mujer muere de cirrosis y se lleva a la tumba el nombre de la mujer que la entregó en sus manos. La niña no se rinde y ahora, 16 años después de que la abandonaron por primera vez, Gabriela cuenta el momento en que se encontró con sus padres biológicos.
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Ya tenía algunas pistas. Cuando murió la madre, los familiares empezaron a hablar. Le dieron sólo un nombre, el de intermediaria, y Gabriela no dudó: fue al Hospital de Niños.
Se hizo conocida entre las enfermeras, los vendedores y los médicos, pero nadie le decía dónde podía encontrarla. La mujer que buscaba no trabajaba ahí hace años. La familia no hablaba más y la ilusión de Gabriela, que ya tenía 15 años, parecía perderse entre los naranjos florecidos que impregnaban barrio Sur en noviembre de 2011.
Un dolor de oreja, que luego confesará que fue inventado, fue la excusa para ir a buscar una vez más al Hospital. Y entonces tuvo suerte. Le pasaron un dato clave: entre la prisa de los médicos y el llanto de los niños, había un familiar de la mujer que buscaba. Y lo encontró.
El hombre le dijo que sí, que él sabía quiénes eran sus padres y que esa tarde los llevaría al hogar.
Gabriela corrió hasta el Adoratrices. Agitada le dijo a Elisa lo que había pasado. Y acordaron que lo mismo fuera a la escuela, que su vida debía seguir y que si llegaban a aparecer le avisarían.
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La madre está en la sala llorando y entra Gabriela. Hay un abrazo frío. Conversan de algo que no recuerda, de su historia, cree. Hay un silencio. Gabriela da un paso para atrás.
-¿Qué pensabas en ese momento?
-Primero estaba emocionada. Estuvimos hablando ahí y yo me dejé llevar por las palabras hasta que me enojé.
-¿Por qué te enojaste?
-Porque ella me había tirado. Me había dejado ahí. Yo le decía que no la quería ver a ella, que las quería conocer a mis hermanas, si es que tenía. Pero para poder llegar a mis hermanas yo tenía que llegar a ella.
Después Gabriela contará que tiene dos hermanas, que se lleva muy bien y que vive con ellas desde la tercera semana de mayo, cuando la Justicia le otorgó el egreso del hogar Adoratricez. Y que el enojo con su madre, a quién no llama mamá, quizás se le pase.
(*) El nombre real de la protagonista de esta historia fue cambiado.