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Leonardo Sánchez viajó a la Antártida a buscar nuevos antibióticos y terminó por cadena nacional junto a la Presidenta.
Allá, en el último punto sur de América Latina, donde se encuentran el océano Atlántico y el océano Pacífico, olas de 18 metros de alto zamarrean un barco que incluye en su tripulación a veinte científicos argentinos. La noche anterior, tuvieron que dormir atados a la cama. Esa mañana se despertaron entre mareos y sacudones que les impedían mantenerse en pie. Cuando ingresaron al Pasaje de Drake, la ruta más corta hacia la Antártida, pero dueña de las aguas más tormentosas del mundo, entendieron por qué ese camino es llamado “La coctelera humana”.
Han pasado dos días de navegación. El buque oceanográfico Puerto Deseado avanza hacia el Sur, despacio, a 10 nudos por hora, (menos de 20 kilómetros por hora). Avanza, con la paciencia que impera en la cabeza de sus tripulantes, que bien saben que el tiempo, en movimiento, es relativo. Entre ellos, hay un joven flaco, de rulos negros, largos, estirados por el viento cada vez que sale a cubierta, ahora que el mar se ha calmado y un horizonte infinito y blanco aclara el ocre de sus ojos achinados.
Su nombre es Leo Sánchez y nació el otro extremo del país, en Jujuy, 3 de agosto de 1982. De niño vivió en San Pedro, donde en la siesta miraba las hormigas, las arañas y las arañas que se comían a las hormigas. También se divertía con la tecnología hogareña de esos años: Una computadora que se conectaba al televisor, cuyos videos juegos se almacenaban en un casete, la Commodore 64.
Tal vez en la conjunción que, desde su infancia, une el gusto por la biología y la tecnología se encuentra la causa por la que Leo vino a estudiar Biotecnología a Tucumán, como muchos de sus comprovincianos que nutren las aulas de las universidades de acá. En las secundarias jujeñas, en los últimos meses de bachillerato, la pregunta “¿Qué vas a estudiar?” puede ser tan frecuente como “¿A dónde te vas?”. Entre las respuestas más repetidas se encuentran Buenos Aires, Córdoba y Tucumán. Y por eso, esta historia es también un pedacito de la historia de los estudiantes que vienen de afuera.
La camada de jóvenes jujeños, santiagueños y salteños, se renueva todos los años, con el inicio del ciclo lectivo universitario. Llegan jóvenes de 17 ó 18 años que, a diferencia de la mayoría de los estudiantes tucumanos, viven sin sus padres. Esa independencia los obliga a ordenarse solitos con la comida, con el lugar donde van a vivir (pensiones o departamentos compartidos), con tender – y destender la cama -, con las salidas nocturnas y con calles a las que no conocían el nombre. Y en ese desarraigo en plena juventud, los estudiantes jujeños no pierden su acento, ni sus palabras propias. Carnavalean en la Peña La Jujeña con Corioco en vivo o se juntan a ver a Gimnasia de Jujuy, el Lobito, en la estación de servicio de la calle Lavalle y Ayacucho. Y cada vez que pueden se ocupan de dejar en claro su origen con una frase precisa, simple, que no es respuesta a alguna interrogación, sino que suena a un decir con orgullo propio. La misma frase que mi amigo Andrés Cheda, en los tiempos de la facultad, repetía cada vez que en la charla había alguien nuevo: “Yo soy de Jujuy”, decía sin que nadie le haya preguntado de dónde llegó.
Cuando vino a Tucumán, Leo coincidió con su amigo Gustavo Herrera y ambos alquilaron un departamento en 25 de Mayo y Córdoba. “No tenía nada en el depto, estaba vacío. Comía arriba de la cama y Tavo arriba de una tabla de planchar. Es así hasta que te acomodás. Después, con las visitas, van a apareciendo sillas y demás cosas que al comienzo ni bola le das”.
Así empezaron sus carreras universitarias. “Los primeros meses te juntás con los jujeños que ya conocías de allá. Después te vas armando nuevos grupos con gente de acá, que por ahí prefieren estudiar fuera de sus casas, fuera de la actividad de la familia”. Entonces, por su independencia, los departamentos de los estudiantes que viven solos se convierten en lugares propicios y libres para ejecutar las acciones más trascendentes de la vida universitaria: el estudio y la joda.
Pero volvamos al barco y a la Antártida, años después, cuando Leo ya se graduó y recibió una beca del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). Un camarote con dos cuchetas pegadas y el piso que se balancea. Por la porta circular se ve que el horizonte sube y baja. Parece una cuna. Antes de dormir, con luz tenue y sentado en la cama, a la par de una lámpara, Leo escribe en el Diario del Navegante Investigador:
Me encuentro aquí en el mar. Mire donde mire hay mar. Pero si mediante la ciencia, la dedicación y el tiempo, pudiera superar al ojo humano, quizás encontraría aquello que he venido a buscar: organismos que viven en condiciones extremas, en ambientes cuyas condiciones serían nocivas o mortíferas para la mayoría de las especies, como lo helado de estas aguas. Porque hay vida donde menos lo imaginemos. Y entender cómo estos organismos superan las condiciones extremas puede ser útil para crear nuevos medicamentos que mejoren la salud de las personas. La búsqueda del bien común debe ser el único destino del científico. Y por eso navego.
Tiempo atrás de este viaje, la noche del 10 de abril de 2007, a las 23.30, Guillermo Tarapow, capitán del rompehielos Almirante Irizar, ordenó abandonar la nave a toda la tripulación, entre los que había un grupo de científicos y militares. Tres horas antes, una falla en el cuarto de generadores de energía había empezado un incendio que no pudieron controlar. El rompehielos argentino regresaba desde Ushuaia a Buenos Aires, luego de haber cumplido con la Campaña Antártida del Verano 2006 – 2007. Cuando las llamas se apoderaron de la cubierta, el barco se encontraba en alta mar, a 250 kilómetros de Puerto Madryn.
Tras la orden, 296 personas abordaron las 24 balsas salvaditas, dejaron el barco y quedaron flotando al costado del Irizar que, en la soledad del océano, resplandecía por el fuego. Un barco petrolero y otro pescador recibieron la señal de auxilio y, de inmediato, socorrieron a los náufragos, todos ilesos. La Armada Argentina y Prefectura Naval activaron sus aviones, hombres y embarcaciones y acudieron al rescate. Durante tres días remolcaron al Irizar hasta la Base Naval Belgrano, a 24 kilómetros de Bahía Blanca, al sur de Buenos Aires. Al llegar a tierra firme, recién entonces descendió el capitán Tarapow.
El barco no se hundió pero quedó destruido. Y así también dejó de funcionar el medio de transporte que tenían los investigadores del Conicet en sus expediciones a la Antártida.
El Gobierno argentino decidió, entonces, reparar el Irizar en el país, mejorarlo, dejarlo nuevo. En los cambios que le hicieron, le dieron un perfil más científico: tendrá el triple de los laboratorios que tenía el barco. Pero, si todo marcha según los últimos anuncios, podría estar listo recién para la próxima Campaña Antártica, luego de 9 años en reparación.
Pese a ese importante daño, el Conicet no quiso interrumpir sus campañas científicas. Entonces puso en el mar un barco suplente. Desde 2010, sus investigadores navegan en una embarcación más pequeña, pero adaptada para estos viajes: el Buque Oceanográfico Puerto Deseado. Se abrió una convocatoria, Leo postuló y quedó seleccionado.
Encontró entonces un lugar apropiado para desarrollar su tesis de doctorado, titulada: “Bioprospección de ambientes extremos para la búsqueda de nuevos microbianos”. En palabras menos científicas, Leo investiga los microorganismos que viven en lugares de mucho frío para, a partir de ellos, buscar nuevos antiobióticos, debido a que la automedicación y la adaptación del ser humano a los medicamentos crean constantemente una resistencia a los productos que ya existen.
Diario del Navegante Investigador:
Estudios precisos han comprobado, por ejemplo, que hay vida en el fondo de las profundidades oceánicas, incluso en la Fosa de las Marianas, la grieta más grande el planeta, de una profundidad de 11 mil metros. Ahí no llega el oxígeno, ni la luz y la presión que ejerce el agua es equivalente a vivir con un elefante africano en cada hombro. Esa fosa está llena de vida. Así, como hay organismos que viven donde no hay agua, en lugares de mucha acidez, entre las rocas o en temperaturas extremas. La ciencia las ha agrupado bajo el nombre de “extremófilas”. Y acá, en la Antártida helada las podré encontrar, recoger las muestras y llevarlas al laboratorio en Tucumán.
Es un día nublado. El agua está oscura. A los costados del buque se ven las puntas de los icebergs, que se destacan como si las hubieran remarcado con un felpón celeste. La península Antártida ha sido poco explorada; Darwin ya abrió el territorio rico para los investigadores. Ahí está Leo, en la cubierta del barco, mientras lo filman dos documentalistas del Canal Encuentro. Parece que el viento quiere llevarse sus rulos, ahora mismo que está tomando una muestra del agua. Mediante un sistema de poleas y cables, envía un objeto similar a un termo de un metro de largo, que se abrirá donde lo haya determinado. En ese punto clave recogerá agua salada y los microorganismos escondidos en sus partículas. Leo lo mira descender al mar y espera. Quién sabe. Quizás el sentido de su carrera se determina en este momento. Quizás la punta del ovillo está ahí. Quizás los investigadores en sus aulas o en laboratorios, en el mar o en la selva, en bibliotecas o universidades, corren una carrera hacia atrás; hacia el origen. Quizás todo ya existe, quizás todo siempre existió. Sólo que permanece invisible a quien mira de afuera, de la misma manera que las semillas de una naranja son inexistentes para quien solo mira el árbol.
Diario del Investigador Navegante:
En los últimos años surgió una nueva clase de investigadores de la ciencia, que si bien tienen mucho trabajo en laboratorio, eso es sólo una parte. Los pude ver y conocer todos los días, acá, arriba del barco. Hay de diversas especialidades, algunos se preocupan por los animales, otros por el clima, otros por las rutas, otros por la contaminación. Otros, como mis compañeros de camarote con sus cámaras, se preocupan por contar lo que hacemos acá, en este buque de científicos argentinos, rodeado de barcos de investigadores de potencias mundiales. Y ahora que ya hemos emprendido el camino a casa, después de dos meses de navegar, llevo muestras para investigar durante años. Y antes de terminar estas líneas y de dormir por última vez en el Buque Oceanográfico Puerto Deseado, certifico aquello que sospechaba antes de partir: Lo más importante está afuera, siempre más allá, a la espera de que lo descubramos.
Tiempo después del regreso a tierra firme, uno de los productores del ciclo televisivo Científicos Industria Argentina, que se emite por la TV pública, llama a Leo por teléfono y lo invita a un programa especial dedicado a las Campañas Antárticas. Quien conduce es quizá el principal difusor de la ciencia argentina de los últimos años, Adrián Paenza.
En el estudio de televisión, Leo usa una camisa blanca con rayitas finitas horizontales y está acompañado por el biólogo Flavio Paparazzo, quien hace siete años estudia el ecosistema antártico, mediante un análisis oceanográfico. Ambos fueron tripulantes del Puerto Deseado, cada uno con su investigación.
Paenza presenta la entrevista:
– Imagínese que usted es biólogo y le interesa hacer un informe sobre algo. Y descubre que la mejor manera que puede hacerlo es subiéndose a un buque, un buque de investigación, un buque de científicos. Es la oportunidad de poder salir y estudiar lo que le interesa, de poder progresar, de empujar la frontera del conocimiento. De tratar de contestar algunas preguntas, que seguramente generarán otras preguntas. Es por eso que hoy estamos con dos personas que pasaron por esa experiencia.
Empieza la entrevista. Leo comenta que a diferencia del Comandante Irizar, el barco que se prendió fuego, el Puerto Deseado cuenta con un Jefe Científico que coordina la derrota, el recorrido fijado de la embarcación según cada proyecto. Antes, existía una dependencia mayor de las actividades militares de la tripulación del ejército, que alcanzaba a 75 hombres. Ahora los científicos dirigen la batuta arriba del barco: “Es como estar en un curso de biología, de química, de oceanografía, todo junto a la vez. Se aprende de todas las disciplinas que tienen punto en común la Antártida. Y cuando alguien encuentra algo, el festejo se lo vive como propio”. Esa celebración es coherente con lo que Leo dice después: “Cada uno de los investigadores del Estado está buscando algún bien para toda la sociedad. Porque la sociedad paga nuestras investigaciones. A ellas se la debemos”.
Paenza destaca que Perazzo viajó 20 horas en micro para asistir al programa. “Hay otra cosa que ustedes están haciendo al venir, al venir a contar su trabajo están rindiendo cuenta de lo que hicieron a la gente”, les dice y pregunta mirando a Leo:
– ¿Cómo se enteraron de que existía este buque?
– El año pasado hubo una convocatoria que lanzó el Conicet.
– ¿Vos de dónde sos originariamente?
– Tucumán… Pero nacido en Jujuy, se mete rápido Leo, autocorrigiéndose, cerrando los ojos. Sabe que le va a costar el error. Y en esos momentos quería que la tierra lo tragara.
– Nacido en Jujuy, adoptado en Tucumán, será Leo. Yo te iba a decir. La gente de Jujuy está protestando.
– Sí, sí…No, no. Trabajo en Tucumán, pero soy de Jujuy.
Se podría pensar que el ser de algún lugar no responde necesariamente al haber nacido ahí. Somos también lo que elegimos ser. Somos de un club de fútbol, somos una profesión, somos buena o mala gente y también podemos ser o dejar de ser de un lugar. Algo de nuestra decisión hay ahí. Quizás nos sentimos de algún lado, y el sentir es el primer paso del ser. Pese a que ya vivió la mitad de su vida en Tucumán, Leo sigue siendo de Jujuy y no por la obligatoriedad de su nacimiento. La identidad no es pura, pero hay detalles que ayudan a descifrar alguno de sus matices sinceros.
– Mis amigos me querían matar cuando me confundí. Me puse nervioso. Le entendí que me preguntaba de donde venía recién, de donde había llegado. Pero yo soy Jujeño, me dirá en su casa, tiempo después mientras tomamos una mates y sobre la mesa hay un cartón colorido que dice: Pasaporte Único al Carnaval de La Quebrada.
Es una de esas siestas soleadas de otoño, donde el cerro San Javier se pintó de azul y la platabanda de la avenida Perón, al ser sábado, está salpicada de zapatillas deportivas fosforescentes que van y vienen al trote.
Casi ya no queda caña de azúcar sembrada en la acera norte de esta avenida. El cultivo, en los últimos años, ha sido reemplazado por countries y edificios modernos. Y ahora, esta especie de Puerto Madero tucumano, es el resultado de una jugada inmobiliaria multimillonaria que empezó en la década del 90, cuando el gobierno de Ramón “Palito” Ortega construyó una avenida de seis maños que atravesaba el cañaveral de la familia Frías Silva, muy próximo al casco urbano de uno de los municipios de mayor crecimiento del país, la ciudad de Yerba Buena. Como habían esperado, la población se multiplicó y donde se sembraba caña, ahora se siembran casas de un millón de dólares.
No toda la Perón es así. En la parte más baja, está el primer barrio que se levantó sobre esta avenida, Las Acacias. Tiene una escuela pública al frente y atrás están las casitas de dos o tres habitaciones, pegadas una a la otra. Bien barrio. A la par, resplandece el contraste de Yerba Buena, con las casas precarias del barrio Nicolás Avellaneda.
Atrás de Las Acacias, donde continuaba el cañaveral, se lotearon terreros de 30 metros por diez, que hace tres años, algunos compraron a 60 mil pesos, y hoy su precio, si es que se consigue alguno de los pocos que quedan, subió a 300 mil. Con escritura, electricidad y gas, y una cómoda ubicación, resultaron ideales para muchos de los adjudicatarios del Programa Crédito Argentino, el Procrear, la financiación hipotecaria a 20 años, lanzada por el Gobierno Nacional, destinada a la construcción de viviendas familiares. El barrio se llama Bernel.
Camino por sus calles de tierra, mientras busco la casa de Leo. Hay dos perros negros que van juntos hacia la esquina, donde cuatro niños juegan a la pelota. Todas las casas son nuevas, recién construidas, y las que están prontas a inaugurar tienen un cartel del Procrear.
Leo me recibe en su casa y me invita a pasar al fondo, a una galería con vista al cerro. Está tranquilo porque recién apareció Zulu, su perrito que cuatro meses que se había perdido durante una hora.
– Dejé la puerta abierta y se fue. Siempre anda jugando por ahí, va y viene, pero salí a verlo y no estaba. Entonces me fui a dar una vuelta por el barrio, mandé un mensaje al grupo de Whats App que tenemos entre los vecinos, pero lo encontré un poco más allá, en una obra, me cuenta mientras acaricia la cabezota del cachorro negro. Luego ofrece un mate.
– ¿Y cómo funciona un grupo de Whatss App entre nuevos vecinos?
– Joya. Por ahí nos pasamos información del barrio, de los terrenos o si vemos algo raro. También hay otro grupo que es el del almacén de Martín. Hace envíos a domicilio por ahí. Ah, y el grupo de los varones. Es un barrio nuevo. Mucha gente joven, con pilas, te diría que el noventa por ciento son casas construidas por el Procrear.
– Muchas de las políticas públicas del kirchnerismo confluyen en tu historia.
– A mí me tocó un gobierno nuevo en una edad que se crece mucho. Tal vez haya gente que no lo vea tan así. Puedo decir que vi al Estado moverse y ejecutar acciones que de verdad hacen bien. Seguramente que faltará, pero hay hechos que son innegables. Desde lo profesional y lo social, me pasaron cosas que van a quedar para siempre, esta casa por ejemplo. En la ciencia, se creó el Ministerio, antes era Secretaría. Eso le da más presupuesto y poder de acción. Se formaron muchas instituciones científicas, y ahí está la base del desarrollo científico. En Tucumán ya hay once dependencias del Conicet, por ejemplo.
– ¿En qué cambió tu vida después del viaje a la Antártida?
– Cambió la forma en la que veo la ciencia. También me convertí en un divulgador de ciencia, sin pensarlo, ni quererlo. La posibilidad que me dio el Estado (en Estado involucro a los 44 millones de argentinos) de poder viajar a la Antártida Argentina a hacer ciencia, fue una de los disparadores más grande que tuve para empezar a divulgar estas cosas. Realmente le di valor a todo el esfuerzo que hicieron muchas personas, de muchas instituciones, el Conicet, La Armada Argentina, el Instituto Antártico, para lograr una logística increíble con el fin de que se haga ciencia. Estas cosas deben llenarnos de orgullo, siempre.
-¿Qué le dirías a alguien que quiera hacer ciencia hoy?
– Que aproveche, que es el momento. La ciencia básica y la ciencia aplicada son estratégicamente necesarias para el país. Es un ámbito duro, que muchas veces tiene frustraciones largas. Pero cuando uno llega a encontrar eso que tanto buscó, se da cuenta que hacer ciencia vale la pena.También le diría que nunca pierda de vista el sentido de la ciencia, como una disciplina que tiene por fin la producción de conocimiento. El conocimiento que se debe compartir y aportar a toda la sociedad para la obtención de bienes o servicios. Los científicos debemos a la sociedad todo nuestro conocimiento y nuestros desarrollos.
Llega Catalina, la esposa de Leo, y le dice que se va a correr un poco por Perón. Están casados hace poco más de un año. Leo la despide, ofrece otro mate y cuenta de las plantas que quiere ubicar en el fondo. Empieza a atardecer.
Leo trabaja en la Planta Piloto de Procesos Industriales Microbiológicos, conocido como el Proimi. Ese edificio de ladrillos a la vista, de tres pisos, que está sobre la avenida Belgrano al 2.960. Ahí desarrollan sus especialidades 120 científicos, entre ellos investigadores en carrera, becarios del Conicet y estudiantes universitarios prontos a recibirse.
En el Proimi investigan microorganismos necesarios para la industria farmacéutica, alimentaria y de agricultura, en especial. Una de sus líneas de trabajo es la bioremedación: una práctica que apunta a remediar los ambientes dañados o contaminados con la incorporación de microorganismos en suelos o agua. Algo así como poner un bichito para que coma el daño.
También se dedican al tratamiento de efluentes contaminadas con tinturas, como el desecho de las curtiembres. O a la investigación de bacterias muy expuestas al sol, pero que son inmunes a los rayos UV, causante del cáncer de piel. Y diseñan cómo aplicar ese conocimiento a la salud humana. Y analizan nuevas bacterias que crecen en situaciones extremas, como las que Leo estudia e investigó en la Antártida, las extremófilas.
Todo esto sucede bajo la dirección de Lucía Castellano de Figueroa, una mujer de delantal blanco, pelo corto, gris y prolijo y de palabras rectas:
– Lo único que hice toda mi vida es ciencia, dice.
Castellano de Figueroa, cursó la primaria y secundaria en la Escuela Sarmiento. Luego estudió Bioquímica en la Universidad Nacional de Tucumán, y al graduarse empezó una carrera que continúa hasta hoy un doctorado y especializaciones en levadura y microbiología.
– La ciencia se ha puesto en la boca de la gente. Antes éramos vistos como unos mostritos que estábamos encerrados haciendo ensayos.
El 14 de abril de este año fue un día importante para el Proimi, para Castellano de Figueroa y para Leo. Ocurrió una comunicación transmitida por radio y televisión, en vivo, con la presidenta Cristina Fernández por cadena nacional. En ese acto se inauguró un elemento clave para que este instituto pudiera, además de investigar y desarrollar, producir. El hecho es de relevancia científica porque se trata de un fermentador de 1.500 litros. Sus dimensiones son únicas en el país y es apto para requerimientos públicos y privados.
La pantalla del televisor está dividida en dos. En el rectángulo vertical de la izquierda está la Presidenta, desde Campana, y en el otro, a la derecha, se ve sonriente de traje y corbata, a Roberto Salverezza, presidente del Conicet: “Se completa acá un círculo virtuoso, desde el laboratorio hasta la producción”, dice.
Luego, Cristina pide que le pase el micrófono a la directora del Proimi. Castellano de Figueroa, empieza agradeciendo: “Es la primera vez que un presidente de la Nación llega a un instituto de Tucumán para conocer lo que hacemos”. Después explica que realizarán ciencia aplicada, que los saberes de los investigadores del instituto podrán industrializarse ahí mismo.
– Felicitaciones doctora a usted y a todos los jóvenes que veo allí con sus guardapolvos blancos. Usted con sus canas, con su experiencia y nuestros jóvenes aprendiendo con nuestros laboratorios, con nuestros becarios, felicitaciones doctora, le dice la Presidenta.
– Señora Presidenta, quisiera, dos segundos, darle la palabra a un joven investigador
– Bien, bien, le responde Cristina, mientras Castellano de Figueroa le pasa el micrófono a Leo.
– Hola Presidenta, le dice Leo.
– ¿Cómo te llamás?
– Mi nombre es Leonardo Sánchez. Hay un poco de delay me parece, le dice y la Presidenta se ríe. Hace 10 años que trabajo acá. Esta planta era muy distinta a la de hoy.
– ¿Qué edad tenés y cuál es tu profesión?, le pregunta Cristina y sin saberlo le da a Leo una oportunidad histórica de revertir, por cadena nacional, aquella confusión con Paenza. Sin que le haya preguntado de dónde nació, Leo contesta:
– Yooo… primero que nada soy jujeño. Me gusta decir que soy Jujeño. Tengo 32 años, vine hace diez a Tucumán, soy licenciado en Biotecnología y doctor en Ciencias Biológicas.
El sol se esconde detrás del cerro San Javier y da permiso para que los últimos rayos pinten con acuarela naranja un tramo angosto de cielo horizontal, que acompaña su silueta larga. Desde el fondo de la casa de Leo, el cerro no tiene principio ni fin; es eterno hacia el Sur y perpetuo hacia el Norte. Como el mar en medio del mar.
Cae la noche entonces y se pone frío. Leo comparte conmigo unos videos de su viaje en el buque oceanográfico. Es una salita pequeña: el televisor y la Play frente a un sillón. Nos sentamos. Leo mira la pantalla. En sus ojos se refleja la imagen. Sus retinas se pintan de azules oscuros partidos al medio por el pecho rojizo de aquella embarcación que avanza, que navega hacia el blanco extremo, que también es blanco en los ojos. Va ahí, impulsado por el combustible que mueve a todos los viajeros del mundo, sea cualquiera su profundidad científica: la curiosidad hacia lo desconocido.
Me despido y mientras me alejo del barrio imagino a Leo, una última vez, lapicera en mano, anotando aquello que conversamos en su Diario del Navegante Investigador, esta vez en Tierra Firme:
Vale la pena recordar que el laboratorio del doctor Alejandro Flemming no se caracterizaba por su limpieza. A principios de septiembre de 1928, se fue de vacaciones y cuando regresó, después de tres semanas, encontró que las placas de algunos de sus cultivos estaban contaminadas. Se habrá preocupado por otra cosa, vaya a saber, pero no las lavó de inmediato. Flemming, esos años, estudiaba el Estafilococo, una bacteria presente en los virus de las enfermedades humanas. Cuando pasó el tiempo notó que en las placas sucias había crecido un hongo que mataba a esta bacteria. Había encontrado, mediante su observación, el paso fundamental para la creación del primer antibiótico de la humanidad. Y así, el doctor Alejandro Flemming, le salvó la vida a millones de personas. Uno puede pensar: ¿suerte? ¿no es suerte? Sea lo que sea es sentido de pertenecer a un camino apasionante. Como lo sentía en el barco, la adrenalina de no saber qué va a pasar mañana, se vuelve una ansiedad permanente: buscar infinito de los científicos. Incluso allá, en la tranquilidad del atardecer del lugar más alejado del mundo.