Las vidas de la Sara

Crónicas de Acá

Las vidas de la Sara

El viaje íntimo de una cronista con Sara, la mujer que a los 81 años vendió todo para recorrer el mundo en motorhome. Mates, googlemap, caramelos de dulce de leche y las mil historias de un alma inquieta.

Antes de que comience a amanecer, la Sara se despierta y, sigilosa, camina los cinco pasos que la separan de la cocina. Encojo las piernas para que no tropiece con mis pies que sobresalen del largo de la cama y que destapo para regular el calor que da el acolchado de plumas. La Sara los vuelve a tapar y ajusta las sábanas debajo de ellos, mientras prende la calefacción para que no tengamos frío cuando nos despertemos.

Agarra su celular y vuelve a la cama, esperando cualquier indicio de movimiento para ponernos en marcha. Me cree dormida, pero la observo a través de las primeras luces que entran por las persianas y con el resplandor de la pantalla de su celular que le ilumina la cara. La Sara chequea su Facebook, contesta comentarios y mensajes privados, lee whatsapps y busca los posibles destinos que perseguiremos ese día.

A las siete, a las ocho, a las nueve, según la intensidad del día anterior y su urgencia de volver a las rutas, suena la primera alarma. Mientras comenzamos a desperezarnos, desde su cama, escuchamos la frase que anuncia el inicio de un nuevo día en el motorhome:

–  Buen día, le dijo el sapo a su tía.

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La Sara cocina huevos con manteca, algunas tostadas y pone a calentar el agua en la cafetera para el desayuno, mientras plegamos la cama para devolverla a su forma original de sillón. Le gusta el café solo y la mesa compartida.

La habitación de huéspedes se convierte en living y el living en comedor cuando abrimos la mesita –también plegable-, ponemos el mantel a cuadros rojos y blancos y servimos en la mesa la manteca y la mermelada. “La que cocina no lava” dice, antes de sentarse y entre la azucarera improvisada y las tazas enormes servidas hasta la mitad, intentamos trazar el camino del día, ayudadas por los mapas de Google, algunas recomendaciones de lugares y rutas, las invitaciones que dejan los seguidores de la aventura de la Sara en su Facebook y la cantidad de horas que nos quedan de luz.

El comedor se convierte nuevamente en living y todos los cajones, puertas y objetos sueltos son asegurados con pestillos, abrojos y malacates. La Sara nos espera en su asiento de conductora mientras da indicaciones al GPS. Con cinturones asegurados, emprendemos nuestro próximo camino.

Conocí a la Sara el mismo día en que empezamos un viaje de catorce días con destino desconocido. Con sólo el boleto de ida, sabía que emprendería mi vuelta el día anterior al lunes en el que tendría que volver a mi trabajo, desde el lugar del mundo donde nos encontráramos. “Las chicas tienen la desgracia de ser jóvenes y tener que trabajar”, comentará, divertida, a quienes le preguntan por quienes la acompañamos.

Las posibilidades eran casi infinitas, pero a juzgar por el tiempo disponible, denuncié las tarjetas de crédito para usarlas también en Uruguay y Brasil. Me subí al motorhome por una invitación de Anita, amiga de Sara desde hace más de quince años, copiloto por tercera vez en Lo de Sara, nombre emérito de su casa rodante, y desde hace algunos meses, mi vecina. Sin conocerme, la Sara firmó un cheque en blanco con garantía de convivencia las 24 horas de cada uno de los catorce días que durará nuestro viaje.

Acepté la invitación de Anita, con quien tampoco había convivido hasta este viaje, de inmediato, una noche de miércoles. Faltaban ocho días para comenzar las vacaciones de julio y ninguna tenía planes hasta esa noche. Faltaban tres días para que la Sara partiera a reencontrarse con su motorhome, después de casi tres meses de estar quietos.

Anita ya había postergado un nuevo viaje con la Sara, porque planeaba terminar de mudarse en los días libres. Ese miércoles cenábamos en mi casa para ponernos al día, mientras la Sara, en algún bar, se juntaba con los candidatos a acompañarla en su nueva partida. Como ya ha viajado con todos los familiares y amigos que pudieron subirse al motorhome, la Sara ha diseñado una encuesta para que la completen todos los que quisieran compartir con ella unos kilómetros. El proceso de selección ya había comenzado.

–  Sara… ¿ya tenés acompañante? ¿Me puedo arrepentir y viajar con vos en las vacaciones?

La voz de la Sara, del otro lado del teléfono, demostraba alivio. Ya había convivido con Anita en otras oportunidades y prefería posponer la presencia de personas que no conocía hasta asegurarse de que el motorhome estuviera a punto, nuevamente en su ritmo habitual.

 

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Lo importante no es llegar…

Antes de sacar los pasajes para llegar adonde nos esperaba la Sara, Anita me envió por whatsapp algunas reglas para facilitar la convivencia en el motorhome, entre las que enfatizaba el tamaño reducido con el que contaríamos para guardar nuestro equipaje, los horarios a los que tendría que adaptarme, la necesidad de mantener el orden y la limpieza. La regla número uno: “La Sara es la que manda” y la opción de abandonar el viaje en cualquier momento me generaron cierta preocupación. ¿Cómo sería convivir con la Sara? Sabía de ella lo que se ve en los medios: que es una mujer determinada, inquieta, aventurera… que hace lo que quiere. Indago un poco más entre quienes la conocen. Me advierten que ella define los tiempos y los destinos. No siento que eso sea un problema. Desde que contemplé la posibilidad de viajar en el motorhome, no tuve pretensiones de llegar a un lugar determinado o de cumplir con plazos estrictos. …Lo importante es el camino.

Hay más de 50 años de diferencia entre nuestros nacimientos, y por lo menos tres generaciones de distancia. Me intriga saber cómo será vivir juntas. Desde que vivo sola, hice de mi casa un refugio al cual vuelvo cuando necesito relajarme de las concesiones que implica la convivencia. Mi casa, mis reglas. Pero en este viaje viviría en casa ajena, no conocía las reglas y no habría posibilidad de refugio que no implicara volver a mi rutina. ¿Será fácil seguirle el ritmo o negociar con ella? ¿Se sentirá cómoda conmigo en su casa? ¿Me daré cuenta si ella se siente incómoda? ¿Cómo manejará? ¿Tomará riesgos innecesarios? ¿Se enojará fácilmente?

Por las dudas, llevo todo lo necesario y un seguro de viajes. No quiero causar preocupaciones. Ni desvíos.

Su pelo completamente blanco no permite adivinar su color original. Me dice que lo tenía castaño, como yo. Podría haber jurado que había sido rubia. El peso de sus párpados apenas deja ver sus ojos. Con un solo movimiento, acerca el asiento del conductor hasta casi dejarlo pegado al volante para poder llegar cómoda a los pedales. Acomoda el espejo retrovisor y los espejos de los costados, demasiado amplios, para poder tener el control de todo el motorhome.

Mientras maneja las rutas argentinas y extrañamos nuestras montañas en estos paisajes de tanta planicie, pasturas para ganado y plantaciones de soja, la Sara recuerda alguna lección de escuela en la que aprendió las distintas razas de vacas. “Shorton, Aberdeen Angus… y esa blanca con negra no me acuerdo… OK Google” indica, y una voz española responde todas sus dudas inmediatamente. La Sara maneja relajada, disfrutando del viaje y de la compañía. No importa llegar a ningún lado, todo lo que necesitamos, lo llevamos con nosotras.

A la Sara le gustan los caramelos de dulce de leche y matar el aburrimiento de varios kilómetros contando anécdotas, observando el paisaje o escuchando música y cantando. Entonamos con mal portugués alguna bossa nova y saludamos a los compañeros de ruta que la reconocen y le dedican guiños, bocinazos o incluso la sobrepasan mientras filman el saludo con sus celulares. Se la ve cómoda al mando del volante. Aunque podría automatizar más la marcha, prefiere evitar la velocidad de crucero porque si no va presionando los pedales, siente que no va manejando, dice. “Ya me han sacado la posibilidad de poner los cambios”, suelta, y sorbe el mate antes de pasarlo.

La Sara lleva vividas varias vidas, y le quedan muchas otras por vivir.

Me cuenta que en su primera vida nació en Buenos Aires, que vivió en Belgrano y que fue a un colegio inglés, pero que terminó la secundaria en una escuela pública. Cuenta que en su adolescencia ayudaba a sus padres a trabajar en una colonia de vacaciones que se hacía en una granja en Alta Gracia, Córdoba, donde convivían un mes con unos 20 niños de entre 6 y 12 años, los cuidaban cuando estaban enfermos, cocinaban y jugaban con ellos.

Dice que se casó muy joven, demasiado joven, a los 21 años, con permiso de sus padres, pero que si lo hubiera pensado, no lo habría hecho. Su casamiento marcó un cambio rotundo, el inicio de su segunda vida. Al poco tiempo nació su primer hijo, Guillermo, y en pocos años, con los nacimientos de Fernando y Alejandra, tres niños le ocupaban su tiempo y dedicación. Con el Operativo Tucumán, que puso en marcha Onganía en 1966 con el objetivo de diversificar la producción azucarera incentivando la radicación de nuevas industrias, pero que terminó con el cierre de muchos ingenios, su ahora ex marido y padre de sus hijos fue trasladado a nuestra provincia para trabajar en una planta de Alpargatas, y con él, vinieron todos. La Sara dice que prefiere Tucumán y no la vorágine de Buenos Aires y que no le costó instalarse aquí. Todavía le quedan rastros de la tonada bonaerense, aunque se reconoce tucumana.

Aquí fueron creciendo sus hijos y le fueron llenando la casa de amigos. “Yo les cocinaba a todos. Ellos me decían cuántos eran y yo les preparaba la comida y los esperaba en casa. El día que, a último momento y con la mesa servida mi hijo me dijo que mejor no, que tenían otros planes, fue el día que hice un clic y pensé que yo no iba a morir de aburrimiento haciendo las cosas de la casa.”

Pasados sus primeros 40 años, la Sara dejó su oficio de ama de casa y fue en busca de una profesión, naciéndose a su tercera vida. Tiempo después comenzó a estudiar inglés y se recibió de Teacher a los 48, mientras sus hijos también comenzaban a trazar sus respectivas carreras. Instaló una librería de textos en inglés en el living de su casa de Yerba Buena y, entre almohadones y adornos en los estantes, hizo una inauguración a la que invitó a profesores y autoridades de distintas instituciones. Esa misma noche, consiguió una oferta de trabajo para enseñar en un colegio de Yerba Buena.

Desde muy joven ya había comenzado a viajar en los vehículos que tenía disponibles. Ya sea la Estanciera que compraron apenas casados, un Renault 12 o su Corsa, todo sirvió para trasladarla a la Sara, aprovechando cualquier excusa para andar muchos kilómetros: desde llevar a un grupo de chicos de Barranca Larga, Catamarca, a conocer el mar o visitar las aguas termales chilenas que, con sus más de 40º, contrastan con la temperatura ambiente bajo cero, comenzar un emprendimiento de guía comercial que requería visitas obligadas a los negocios de los Valles o hacer cursos de especialización en inglés. Todos los motivos eran válidos y lo suficientemente urgentes para que en un par de días la Sara consiga acompañantes, se ponga al volante y salga a las rutas.

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La Sara se divorció de su marido y de la vida de ama de casa porque se aburría, dice, imprimiendo a las palabras un tono pesado, pausado, abúlico. Escapar de la rutina fue, en su vida, el motor de todos sus emprendimientos y de los hitos que marcan sus constantes cambios de piel.

Luego de divorciarse, con apenas 65 años, conoció a un uruguayo, pero “no me duró ni dos días porque cuando fui a su casa y quise cocinar algo, me di cuenta de que no tenía sartén. ¡Cómo puede vivir un hombre grande sin una sartén!”, y cuenta que al año siguiente volvió a enamorarse de un hombre que conoció por internet pero que “no tuvo mejor idea que morirse”.

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Es casi el mediodía y el mate ya no nos distrae del hambre que venimos acumulando. Entramos en el siguiente pueblo que nos ofrece la ruta y recorremos sus calles buscando una plaza o un lugar donde poder parar a cocinar. Nuestra heladera está bien surtida de frutas, verduras, alguna carne, botellas de agua, latas de cervezas y fiambres para la picadita de la noche y un chocolate que sobrevive más de lo que imaginamos. “Heladera de vacaciones”, dice la Sara, aunque todos sus días son de viajes, de conocer nuevos lugares y gente diferente. Nos convencemos de que nos merecemos estos gustos, pero después de cada panzada prometemos empezar la dieta el lunes. Siempre de la semana próxima.

La Sara domina la cocina y nosotras asistimos al proceso distribuyéndonos en el espacio disponible. Nos ponemos de acuerdo enseguida sobre el menú del día, teniendo en cuenta los ingredientes disponibles. A excepción de la sal, que la Sara tiene que regular para controlar su hipertensión, no tenemos restricciones de alimentación. Con música de fondo, pelamos y cortamos las verduras, acomodamos la casa, armamos la mesa. Hay veces que almorzamos en una plaza, al costado de la ruta o en una estación de servicios. Todas las plazas son el patio de su casa y todo pavimento es su galería.

 

Algunos curiosos se aproximan y caminan alrededor del motorhome. Otros la reconocen y, más osados, se acercan a saludarla y sacarse una foto con ella. Le desean buenas rutas, se emocionan, la abrazan fuerte, le ofrecen su casa, le dicen que es un ejemplo de vida, inspiradora, la incitan a seguir viajando. La Sara invita a conocer el motorhome, transforma el sillón en cama, expande la cabina lateral para demostrar dónde dormimos todas y cómo su casa tiene todas las comodidades. No escatima sonrisas ni abrazos. Agradece profusamente, habla con todos, se deja querer.

No falta quien se comunique con los medios de prensa locales y ante el aviso de que los periodistas están en camino, en pocos minutos terminamos de comer, transformamos el comedor en living, lavamos y guardamos los platos y barremos el piso. La Sara trata de recordar qué abrigo estaba usando cuando le hicieron la última nota para la televisión e intenta no repetirlo. Llegan los periodistas y mientras la Sara se acomoda en el sillón de su living y los invita a pasar, acomodan las cámaras y micrófonos.

“- 81 años tiene usted, Sara… ¿cómo se le ocurrió vender su casa y su auto y comprarse este motorhome para comenzar a viajar?

–  No me trate de usted- dice, firme – que yo no soy ninguna vieja.”

Y después de las risas comienza nuevamente a contar su historia, que repite en cada mesa, en cada encuentro, en cada entrevista.

“- A los 79 años me di cuenta de que no quería hacer lo que hacen mis amigas, que incluso son más jóvenes que yo, que se la pasan el día mirando tele, tejiendo, hablando de los dolores del cuerpo, de médicos y de las pastillas que les dan. Yo sentía que me iba a morir de aburrimiento. Y me encontré en mi casa y pensé ‘¿para qué quiero yo esta casa, si a mí lo que me gusta es viajar?’ Y así comencé a buscarle comprador. Hice una venta de garage para ir sacándome de encima todos los adornos, muebles y cosas que sentía que me agobiaban y que no necesitaba. Vendí también el auto y con esa plata me compré el motorhome por internet.”

Las miradas divertidas y sorprendidas de todos quienes la escuchamos por primera vez no nos dejan ocultar una profunda admiración por su coraje y determinación. Me reconocí en el gesto de los periodistas y me sigo encontrando en esas miradas cada vez que ella cuenta cómo nació a su cuarta vida.

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La historia que la Sara no cuenta en las entrevistas tiene detalles pintorescos. Buscando la manera de esquivar la rutina, y buscando una excusa para su siguiente viaje, se inscribió en un taller de teatro, al que asistía con su nieto. El tallerista les dio una actividad: dibujar lo que quisieran. “Como era lo más fácil, dibujé un barco, y arriba del barco un motorhome.” La ansiedad de viajar se reflejó en su dibujo y, al explicarlo frente a sus compañeros, comenzó a delinear la historia que ahora todos conocemos.

Cuenta que se enamoró de una Sprinter que vio en Purmamarca, y que pidió verla por dentro, para descubrir las comodidades que podía tener una casa rodante. Dice que no dejó de pensar en ella y vio catálogos en internet hasta que se convenció de que la compra de su motorhome sería posible. Preguntó y se asesoró sobre las características que serían mejores para elegir la que sería su casa. Después de mucho investigar y de probar el mando de cuanto vehículo grande le prestaron para dar una vueltita, se decidió y, luego de vender su casa y su auto, con la ayuda de su hijo, pudo concretar la compra del Ford E350 Phoenix Cruiser del 2005 que la acompaña. Cuenta que siguió paso a paso, con ansiedad insostenible, el traslado del motorhome en barco desde Estados Unidos hasta Montevideo, donde finalmente se encontró con él y desde donde empezó su viaje.

Cuenta que después de vender todo, viajó con su familia, algunos amigos y once cajas a conocer el motorhome. Ya se sentía muy satisfecha por haber practicado el desapego material y haber logrado que toda su vida entrara en esas cajas. Al conocer las dimensiones reales de la que a partir de ese momento sería su casa, envió una encomienda de vuelta con seis de las once cajas, quedándose sólo con lo estrictamente necesario. Aun así, a su paso, la Sara va regalando las cosas que no va a usar (y reponiendo las que regaló y necesita).

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El motorhome tiene muchas comodidades, pero la vida sobre ruedas tiene algunas restricciones. Requiere de un mantenimiento diario y el control permanente de los diferentes tanques: hay que aprovechar la disponibilidad de agua corriente para cargar los depósitos y descargar los desechos. El baño tiene dimensiones reducidas y hay una técnica que la Sara nos enseña para gastar la menor cantidad de agua posible. Para poder darnos una ducha caliente, es necesario que el motorhome se conecte a una fuente de corriente alterna. Tanto para cargar el gas que hace funcionar la heladera como para la electricidad, se precisan adaptadores que rogamos que no fallen, porque son difíciles de conseguir en nuestro país, al igual que los servicios necesarios para la vida rodante.

Después de las visitas, retomamos la ruta. En nuestra parada, la Sara ya se ha comunicado con quien la espera en el próximo destino y hacia allá vamos.

En el camino hablamos de las personas que conocimos, comentamos sobre sus palabras, sus gestos, sus expresiones. Se queja del apodo que algunos medios le ponen: “abuelita viajera”. “Yo soy abuela sólo de mis nietos”, dice. “Pero sos abuela, Sara”, le retruco, buscando el motivo de la molestia. “Pero no abuelita. Las abuelitas cuentan cuentos, no andan en motorhome.”

Si llegamos a destino antes de que comience a oscurecer, nos encontramos con los amigos, compartimos su mesa, nos ofrecen su casa, contamos anécdotas del viaje, escuchamos las suyas. Después del brindis y la foto, vamos a dormir al motorhome, que nos espera generalmente en la vereda de la casa de nuestros anfitriones. Si la oscuridad nos encuentra en la ruta, buscamos la estación de servicios más cercana, preparamos la cena, hablamos entre nosotras y nos ponemos al día con los registros del viaje. Cada noche tiene su encanto, y nos vamos a dormir cansadas, más temprano de lo que nos gustaría admitir, pero contentas.

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La Sara graba en audios, día a día, las anécdotas que vive, anota dónde durmió cada noche y va completando un calendario que tiene su propia temporalidad y que bautizamos como Año II de la Era Sara. Los días son intensos en esta vida de motorhome, y al recapitular las últimas horas, nos sorprendemos de cuántas cosas se pueden vivir en un solo día. Sin escribirlas, las historias se perderían. Entre todas recordamos paso a paso lo vivido, lo sentido, lo viajado. Cuando paramos en lugares con wifi, la Sara escribe historias de sus viajes, que planea compartirlas en forma de libro. “Pero tiene que tener una versión digital, para los amigos que viven lejos, o para los viajeros que no podemos cargar muchos objetos.”

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La Sara da likes, responde comentarios, mensajes privados y whatsapps, de su perfil y de su fanpage.  Sube sus fotos y sus historias. Repostea las notas que publican sobre ella en los medios locales que va cruzando en su camino. En su breve estadía en Tucumán, la Sara, con ayuda de su hijo Fernando, ha diseñado un formulario online para que completen quienes quieren acompañarla, buscando afinidades entre sus potenciales compañeros de viaje. Ha recibido respuestas de todo el país y hasta algunas de países limítrofes. La Sara analiza las respuestas, stalkea (aunque se confunde y dice que “spoilea”) a los candidatos, los cita cuando pasa por sus ciudades, los entrevista, los conoce, los va invitando a medida que sus acompañantes tienen que bajarse y ella necesita hacer recambio de huéspedes.

Da recetas de vieja para la tos, pero que ha aprendido hace semanas, de boca de una amiga más joven que ella. Dice que aprendió a conocer a la gente apenas las ve, indaga sobre mí, busca conocerme más y quizás comprobar su primera impresión. Aunque nos conocemos hace apenas unos días, sentimos que podríamos convivir mucho tiempo, muchos viajes. Me hace preguntas sobre mi vida, mi trabajo, mi familia. Le hago otras para ir completando su cuadro. Cuenta sobre su vida sin ocultar nada. Da consejos de vieja, pero más sabe por diabla.

Hablamos del tiempo: de las nubes y de relojes. Anita dice que San Martín cruzó los Andes con 39 años y nos sorprendemos de lo intensa que fue su vida. “Y nosotros vivimos más de 80 años al pedo”, remata la Sara y reímos. Las tres sabemos que las vidas de la Sara no tienen nada que envidiarle a las de los próceres de las plazas.

A la Sara no le gustan los planes a largo plazo, aunque el largo plazo sea dentro de dos días. Nos dejamos sorprender por lo que nos va ofreciendo el viaje. Casi sin darnos cuenta, se nos van los días y se va acercando el momento de volver a la rutina.

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En agosto se cumplieron dos años desde que la Sara partió en su primer viaje en motorhome desde Montevideo “a donde la lleve el viento”. En esa primera etapa atravesó el río Amazonas en balsa con su motorhome a cuestas, se inmiscuyó por caminos empedrados, empinados, imposibles en Perú, mantuvo el equilibrio en las cornisas, aguantó la puna en Chile y recorrió algunos caminos argentinos. Tuvo hasta ahora 35 compañeros de ruta con quienes compartió su casa, viajando más de 53000 kilómetros por más de 230 lugares. Hizo una pausa de tres meses que le parecieron eternos, en los que vivió en las casas de sus hijos en Tucumán. “Siempre necesito irme para tener ganas de volver, y cuando ya he vuelto, me dan ganas de volver a salir”, dice. En el tiempo que vivió en casas sin ruedas, se hizo controles médicos y organizó, ansiosa, la segunda etapa del viaje: “adonde me esperen los amigos”, que comenzamos juntas y que ella continúa. Las rutas en esta instancia están mayormente trazadas por los afectos que la esperan a cada tramo de su viaje.

Dice que lo que más le gusta de los viajes es la gente que conoce. Sostiene con seguridad que “por cada malo hay un millón de buenos”, y los viajeros que la escuchan coinciden. “O al menos a mí me tocó justo conocer a todos los buenos”. Dice que no cree en el destino cuando la gente la vuelve a encontrar en distintas partes del mundo: ella lo va creando a cada día, en cada ruta, buscando el abrazo y el reencuentro con los amigos que le fue dando el camino.

Cuesta bajarse del motorhome y volver a la vida real. Cuesta más hacer que la vida real sea siempre viajar en motorhome. La Sara lo ha logrado y disfruta cada día de su decisión. Comparte sus días con familiares y amigos, que la reciben afectuosamente. Duerme siempre en su casa, que nunca está en el mismo lugar. Ningún día es igual al otro. Conoce lugares y personas, no tiene restricciones de tiempo ni obligaciones. Vive libre y de vacaciones, pero sin fecha de vuelta.

Intentamos sin éxito disimular la emoción en el abrazo de despedida. No sabemos cuándo ni dónde volveremos a vernos.

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Hija responsable, esposa, mamá, ama de casa, teacher, emprendedora, viajera, siempre viajera. La Sara no tiene tiempo de aburrirse, porque apenas comienza a sentir el peso de la rutina, cambia de vida rotundamente. Dice que no tiene miedo, ni a la ruta ni a la muerte, pero sí al aburrimiento y al dolor. La Sara inspira, porque hace lo que todos queremos hacer. Porque no se deja intimidar por lo que dicen los temerosos, porque demuestra que 80 años no son nada.

La Sara dice que, cuando se jubile de manejar rutas, seguirá viajando, y buscará el modo de nunca dejar de ser libre. Ese día comenzará su quinta vida.

 

 

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