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El artista tucumano Rodolfo Bulacio fue asesinado a los 27 años, pero su mito y su obra siguen vivos y jóvenes por siempre.
Fue un martes de octubre de 1995, apenas unas semanas antes de que el genocida Antonio Domingo Bussi asuma la gobernación de la provincia. Sólo a un artista que transita a contramano de las convenciones sociales puede ocurrírsele casarse de blanco y con toda la pompa un día martes. Pero así fue. La tarde era radiante y el escenario el mismo que por entonces elegían los tucumanos para consagrar su amor: el reloj del Parque 9 de Julio; esa obra de relojería floral que marcó las primeras horas de tantos matrimonios. El ritual se cumplió según las convenciones: la novia de vestido blanco, largo, impoluto. El novio de traje blanco y de anchas hombreras; un traje evidentemente prestado que era varios talles más grande que el cuerpo menudo del joven artista Sergio Gatica. Los padrinos también pertenecían a esa generación de la Facultad de Artes: Jorge Lobato Coronel y Claudia Martínez. Impecables, jóvenes y hermosos, dignos de las fotos de sociales del matutino local. Hubo flashes y una caravana de autos con su coro de bocinas que los acompañó hasta el Centro Cultural La Zona, en los altos de calle Laprida 276. A la torta la llevó desde Monteros Doña Porota, mamá de Rodolfo Bulacio, la Rodo, la novia.
El 3 de octubre de 1995, Rodolfo Bulacio se casó con el arte. Quienes lo conocieron aseguran que estaba comprometido desde que nació, el 1 de octubre de 1970. Aseguran, también, que vivió y murió enamorado.
Su historia, esta historia, es la historia de ese amor.
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No fue aquella la única vez que la Rodo se vistió de novia. Cuentan que, ataviada del vestido blanco, una vez copó el escenario del festival folclórico Monteros canta a la patria interrumpiendo el espectáculo y arrojando bolsas de basura al público. Cuentan que unos gauchos la persiguieron, pero que se recogió el vestido, corrió y no la alcanzaron. Cuentan que llegó a refugiarse en la casa de su abuela. Cuentan que esa fue su primera performance y Jorge Lobato Coronel la bautizó tiempo después como “Novia con basura”.
A Rodolfo, la Rodo, le gustaba escandalizar. Siempre, o casi siempre, lo lograba. En 1994, cuando se estrenó en Yerba Buena el primer shopping que tuvo la provincia, acostumbraba pasear por ahí acompañado de su amiga Claudia Martínez. Nunca, o casi nunca, pasaba inadvertido: el pelo teñido, las botas, los brillos, los colores. Iba siempre de diva o de dandi, según quién y cómo lo viera. Aquella vez fue un par de señoras paquetas; unas señoras bien que lo miraron abriendo grandes los ojos, sin saber quién o qué era. Lejos de intimidarse por la mirada inquisidora de las octogenarias, la Rodo acercó su rostro al de ellas y les dijo, como quien asusta a un niño pequeño:
– Buuuuuhhhhh.
Las señoras gritaron. Ellos rieron.
La primera imagen que Jorge Lobato Coronel tiene de Rodolfo Bulacio es de una de esas fiestas antológicas que se hacían a comienzos de la década del noventa en la Facultad de Artes cuando ambos eran estudiantes de la carrera de artes plásticas. Rodolfo hacía una performance y atravesó todo el patio haciendo girar las aspas de un ventilador hasta que se puso cara a cara con él. La tensión sexual les erizaba la piel y, cuando todos los presentes esperaban que un beso uniera de manera definitiva los rostros, la Rodo tomó las aspas a manera de frisbee y se las arrojó. Jorge logró esquivarlas, pero no pudo evitar que rompieran el vidrio del aula del taller de escultura.
Rodolfo, la Rodo, había llegado para romper.
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En 1988, Rodolfo Bulacio dejó Monteros y se instaló en San Miguel de Tucumán para seguir la carrera de Artes Plásticas. De adolescente fue parte del grupo cultural de poesía y dibujo “La expresión” y participó de algunas exposiciones en su ciudad natal. En la facultad comenzó a formarse como artista y recibió la influencia de destacados docentes como Amalia Ami Duberti de Puentes (dibujo y pintura), Marta Valdez (grabado), Juana Niní Radusky (escultura), Marcos Figueroa, Carlota Beltrame y Geli Gónzalez, entre otros. Para muchos, más allá de las técnicas que aprendió en las aulas, de muy joven fue nutriendo su arte con su propia vida y, viceversa, fue haciendo de su vida una obra de arte: “La filosofía de vida que tenía Rodolfo era su propia vida”, así lo definió su profesora de dibujo y pintura en primer año Mimo Gómez Viera.
Cuando era alumno de artes plásticas participó de distintos eventos artísticos como el Encuentro Nacional de Artes de la Universidad de Sao Paulo en Brasil y el Primer Encuentro Nacional de Estudiantes de Artes en Mendoza. También consiguió sus primeras distinciones como el Primer Premio de Pintura Mural en el Concurso de murales que organizó el centro de estudiantes de la Facultad de Artes en 1992 y una mención en la especialidad grabado en el Salón Primavera organizado por la peña El Cardón. En 1991, junto al artista Rodolfo Juárez, formaron la dupla artística “Flora y Fauna” y se convirtieron en performers queer pioneros en la provincia. La Rodo comenzaba así a edificar una carrera artística que sería tan intensa como breve en la cual incursionó en distintas técnicas como el dibujo, la pintura, el grabado, la fabricación de objetos y la performance. Fue cultivando una estética entre kitsch y pop que tuvo entre sus influencias más notorias a la obra del estadounidense Andy Warhol y del cineasta español Pedro Almodóvar.
“Al lugar donde estaba, la Rodo lo transformaba en una película de Almodóvar. Todo el tiempo estaba exultante. No existía la cuestión de disimular algo en su persona, la suya era una pulsión extrema de deseo. Nunca iba a pasar desapercibido”, con esas palabras lo recuerda ahora desde Jujuy Sergio Gatica, el artista que fue su amigo y que también encarnó al arte aquella tarde del 3 de octubre de 1995 cuando ambos se casaron: “Nosotros teníamos una relación de mucho amor. Uno siempre buscaba compartir el tiempo y el espacio con él. Teníamos una historia de amor, pero nunca fuimos pareja, no pasaba por ahí ese cariño. Fue muy emocionante. Después, su muerte nos quebró a todos la cabeza”.
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Era el comienzo de los noventa y en la Facultad de Artes había fiesta, mucha fiesta. Fue una erupción, un tsunami, la fuerza sísmica de lo distinto que no teme mostrarse como tal: Lo gay, lo trans, lo queer, lo drag, lo perfomático, lo espectacular, lo artístico, lo sexual. Todo en su punto de ebullición. Mucho strass, muchas plumas, muchas lentejuelas, muchas luces, mucho brillo, mucha purpurina, mucho glitter, mucha desnudez, mucha transgresión, mucha irreverencia, mucho desenfado, mucha alegría. Fiesta, mucha fiesta. Y Rodolfo Bulacio fue lo más de todo lo mucho. Pero no estaba solo.
“Éramos unos putos insoportables”, dice Sergio Gatica para describir esa época donde la movida de la Facultad de Artes pasaba por el mandato de los gays que, de alguna manera, habían desplazado a los heterosexuales: “Cuando venía algún chongo hetero, le decíamos: ubicate porque acá los que manejamos la película somos nosotros”. Tal alboroto causaban que las autoridades de la facultad trataban de evitar que los alumnos de la carrera de Diseño de interiores se cruzaran con ellos en patios y pasillos, por eso los hacían cursar en horarios distintos. Eran muchos, eran intensos, eran de plumas llevar. Eran la vanguardia festiva de aquellos años juveniles y felices.
Recuerda Jorge Lobato Coronel que los profesores estaban organizando una muestra artística colectiva con los alumnos de la facultad que representaban a la generación de los noventa. Había que buscar un criterio en común, algo que unificara obras y estilos disimiles para integrarlos en un todo. La propuesta de un docente fue que todos respetaran el mismo tamaño de marco para las obras. Hubo tres que se negaron a respetar esos moldes que les imponían: Rodolfo Bulacio, Claudia Martínez y el propio Jorge. Los expulsaron de esa reunión por declararse en rebeldía. “Ellos no podían salir de pintar en un límite dimensional. Nos dimos cuenta de que nosotros teníamos la idea de disrupción; de mover el avispero del arte tucumano”, rememora Jorge y, en esa mirada en perspectiva, cree que ese fue el comienzo de lo que se vendría después, aunque todavía no encontraba su forma definitiva.
Y esa forma llegó a fines de 1994 cuando Jorge, para muchos uno de los últimos discípulos mimados por el maestro Ezequiel Linares, presentó su muestra final que consistía en una serie de trajes extravagantes. Su idea fue que esos hombres trans que él solía plasmar en sus lienzos se materialicen de alguna manera, que adquieran volumen en la realidad. “Rodolfo vio eso y me dijo: loca, tenemos que hacer algo con esto”, recuerda. Entonces, Claudia Martínez aportó la escultura y Rodo sumó la faceta performática, el show. Ese fue el comienzo del grupo Tenor Grasso; los que llegaron para mover el avispero. Y lo hicieron.
En el cruce entre la moda y el arte encontraron un discurso, una manera propia de decir: “Después de varias reuniones yo propongo que se llame Tenor Grasso porque había modelos en contra de lo instituido, de lo hegemónico: gordos, gays, marginales…Nuestra intención no era burlarnos, sino reflexionar sobre eso; desacralizar esos lugares. Buscamos que la performance tenga una denuncia, pero a la vez no dejaba de ser una obra que pasaba al soporte del cuerpo”, recuerda el artista y, haciendo memoria, revela cuál era el deseo de Bulacio para ese primer desfile: “Un traje con muchas tetas… tetas, tetas, tetas”.
El primer desfile fue en 1995 en el centro cultural La Zona, en su primera ubicación de la calle Laprida al 200. En el lugar no entraba más gente. Afuera, la fila se extendía por más de dos cuadras. Hubo que sumar nuevas funciones. Fue un comienzo promisorio de todo lo que se vendría después: más performances, más shows, más fiesta. Mucha fiesta.
“Fuimos un quiebre en el arte de Tucumán porque las performances anteriores estaban más en el under, no llegaban a toda la gente. Fue un cambio el hecho de hacerlas en espacios como el Jockey Club, el boliche Coyote, las tanguerías… llevarlas a distintos públicos”, explica Jorge. Para Claudia Martínez también lo de Tenor Grasso representó una ruptura en la escena nacional, aunque prefiere no hablar de vanguardia: “El concepto de vanguardia es del siglo veinte, yo hablaría más de experimentación. Esta cuestión interdisciplinar posiblemente en Tucumán no existía, pero en otras partes del mundo sí. Para Tucumán y para nuestro contexto provinciano de aquellos años era algo absolutamente nuevo y experimental. A la gente increíblemente le gustaba, le fascinaba. Para nosotros era un poco sorprendente por la visibilidad que tenía nuestro trabajo. Eso nos sorprendía y nos llenaba de admiración. Era algo que también nos desbordaba”.
Imaginen gente desfilando desnuda por los pulcros y luminosos salones del Jockey Club. Imaginen a un artista entrando con un lanzallamas a ese recinto que entonces era y todavía es el punto de encuentro de la aristocracia tucumana. Imaginen el lugar copado por gays, drags y trans. Imagínenlos cantando y bailando canciones de Palito Ortega. Imagínenlos con sus trajes estrafalarios. Imagínenlos desfilando con jaulas habitadas por pájaros vivos en sus cabezas. Imagínenlos desnudos. Imaginen que todo esto sucedió cuando Antonio Domingo Bussi, el represor genocida, fue gobernador de la provincia.
“Se sentía la tensión y la presencia policial, pero nunca dejamos de hacer las cosas que queríamos hacer. Prevalecía la democracia y el horror de pensar que muchos de nuestros propios compañeros habían votado a un genocida. O te encerrabas en tu casa o le ponías el pecho. Posiblemente, los que tenían el poder no tuvieron tiempo de reaccionar. Cuando te dabas cuenta, estábamos en bolas en el medio del salón y ya era tarde para censurarnos. Sí, había algo de miedo. Había reuniones donde decían: no hagan desnudos, no se metan con la religión, no se metan con el discurso diverso. Mucho caso no les hicimos”, recuerda Sergio. Por su parte, Jorge también rememora aquellos años oscuros de nuestra democracia: “En una pasada de Monteros que se hizo en 1996 para la primavera nos mandaron un mensaje amenazándonos. En ese momento me censuraron una obra en la Facultad de Educación Física, me llamaron diciéndome que era un degenerado y yo le dije que escriba o que pinte porque tenía mucha imaginación”.
“Éramos una banda de insensatos”, dice Claudia Martínez a la hora de recordar aquel grupo de artistas donde Rodo era un faro, pero que estaba constituido desde lo colectivo y por la combinación de distintas técnicas y estilos. Por Tenor Grasso pasaron artistas como Pamela Málaga, Carolina Cazón, Carlota Beltrame, Mabel López, Marcos Figueroa, Claudia Arias, Geli Gonzalez, Gerardo Medina, Jorge Gutiérrez, Rolo Juárez, entre otros. “Si bien Rodo tuvo todo un desarrollo artístico, también fue una cuestión de grupo. Así se logran muchas más cosas que individualmente. Siempre estuvo el grupo trabajando con él. Nos ha marcado mucho en nuestras vidas, yo creo que sigo con esa energía que tenía entonces, que eso se lo debo a él. Es una energía que genera muchas cosas”, asegura Gatica. “Históricamente no hay otro grupo que haya tenida esa propuesta, esa duración ni esa intensidad”, establece Jorge quien asegura que el proyecto todavía no ha terminado, aunque su última muestra haya sido en 1999.
Actualmente, Tenor Grasso es objeto de estudio en esa misma facultad donde germinó el proyecto y en otras facultades de artes donde es considerado como una parte esencial de la historia del neopop argentino. Lo mismo ocurrió con la obra de Rodolfo Bulacio que continúa despertando el interés de críticos y especialistas de arte. En junio de este año, sus familiares y amigos crearon en Monteros la fundación «Las Margaritas de Rodolfo Bulacio” en una vieja casona ubicada en la misma cuadra de la casa donde Rodo nació. Actualmente, ahí se realizan talleres de pintura, dibujo, grabado, teatro, baile, muestras y presentaciones. En octubre de este año, la obra de la Rodo fue declarada de interés cultural por la Cámara de Diputados de la Nación. El proyecto fue presentado por los diputados Teresita Villavicencio, Alicia Soraire, Hernán Berisso, José Luis Riccardo y Ana Carla Carrizo, pero la iniciativa fue una adolescente de 14 años. Camila Cruz Contrera, una alumna Escuela de Bellas Artes de la UNT, investigó acerca de la carrera artística de Rodo y ese trabajo sirvió como base de la justificación del reconocimiento nacional a la obra del monterizo.
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“Conocida, premiada, sobre todo, en la China”. Así se describía Rodolfo Bulacio en la biografía de un catálogo de 1997, apenas antes de morir.
“Tenía esa capacidad para agitar energías. Era un volcán de purpurina; un hada madrina trola y llena de glitter”, lo define Sergio Gatica.
“Fue como un fósforo que se enciende y arde hasta el final. Dio una luz muy intensa”, grafica Claudia Martínez.
“Él es nuestra eterna juventud porque siempre que hablamos de él nos sentimos jóvenes”, reflexiona Jorge Lobato Coronel.
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La casa de Rodolfo, un pequeño departamento en Marco Avellaneda al 500, tenía un armario pintado cual cebra; animal al que calificaba de barroco. La heladera estaba adornada con margaritas de plástico; siempre margaritas, sus flores preferidas entre todas las flores. Como ocurre con aquellos taxis de interiores engalanados, la suave sensualidad del peluche cubría los objetos invitando a la caricia fácil. Cuando no tenía plata para comprar lienzos, pintaba lo que tenía a mano, hasta las sábanas.¿Dónde terminaba entonces su obra y dónde empezaba su vida?Rodolfo Bulacio no se disfrazaba de artista, no hacía del arte una pose, una simulación, una ficción, una escenografía, un artificio; apenas un placebo para edulcorar la realidad, para transitarla con el gesto displicente de quien se le burla. El arte era su vida y su vida era el arte. Las caras de una misma moneda arrojada al aire. Después de todo, no en vano, fue el único artista tucumano con divisa propia: el Rodólar, ese oleo que pintó en 1995, en plena convertibilidad menemista, donde había plasmado un billete que lo tenía como protagonista. La vida sucede dentro del cuadro, el arte sucede fuera del cuadro. Y en medio ¿qué?
“Él encarnaba su obra las veinticuatro horas del día. Puede haber gente que se enoje con esto que voy a decir, pero su obra no representa ni una parte de lo que él era. Estaba buscándose, estaba aburrido con lo objetual, ese es el gran misterio. Ha dejado tantas preguntas… No creo que sea una obra que llegue a representar la efervescencia de su persona”, dice Sergio Gatica, el novio, el arte.
“Para mí su obra es atemporal. Desde hoy para adelante o para atrás, no tiene tiempo. La otra vez pensaba que las cosas que él presentaba hace más de 20 años son las mismas que muchos creen hoy que recién las están encontrando”, dice Jorge Lobato Coronel, el padrino.
“Él iba a por la cosas, no estaba esperando a que las cosas sucedan. Yo creo que su mayor regalo ha sido el entusiasmo, el creer que el arte puede movilizar cabezas, hacer despertar a una sociedad que estaba medio dormida. Hemos sido una generación de artistas muy activos y Rodolfo era el que más, un hacedor incansable”, dice Claudia Martínez, la madrina.
Rodolfo Bulacio así en el arte como en la vida. Sus compañeros de generación coinciden en un punto: le gustaba jugar con los límites. Y no sólo en su arte.
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El lunes 10 de marzo de 1997, antes de conocer la noticia de que Rodolfo había sido asesinado por cuatro hombres que después prendieron fuego su departamento y parte de su obra, Jorge Lobato Coronel sintió que el desasosiego se posó en su pecho como una piedra pesada. Más temprano ese día, Marcos Figueroa había pasado por su casa con un catálogo que iba a servir de presentación del grupo Tenor Grasso en Alemania. Ahí leyeron por primera vez aquella definición maravillosa que Rodo había hecho de sí mismo: “Conocida, premiada, sobre todo, en la China”. Se habían reído de aquel desparpajo tan propio de él. Pero después fue esa sensación de extrañeza y un mensaje en su beeper, esos aparatitos que en los noventa precedieron la llegada de los teléfonos celulares y servían sólo para recibir textos breves, que decía que llamara urgente. Fue hasta la farmacia de una amiga y al llamar recibió la peor de las noticias: Rodo estaba muerto. Jorge aún se pregunta cómo es que alguien puede decidir sobre la vida de otra persona. Sabe que algo irrecuperable se fue con su amigo.
“Una sociedad machista y muy represora”, es el título de una pequeña nota publicada poco antes de su muerte en el diario El Periódico en la que Rodo hablaba de su obra, pero también de la sociedad tucumana: “Estamos en una sociedad machista y totalmente ajena a lo gay, sumamente represora y lo que la gente espera de los gays es justamente lo que ofrezco, un personaje fantástico. Tiene que ver con el pecado de ser gay, ser distinto”. La vida, la obra, la muerte. Nada en Rodolfo Bulacio carecía de sentido.
“En ese momento lo que había pasado no tenía nombre, no lo entendimos en la dimensión que tenía: fue un crimen de odio, ligado a muchas circunstancias sociales y de odio al género. No pudimos armar una voz que diga: loco, nos mataron un puto. Estábamos atravesados por la vergüenza, por el miedo. Matando al personaje más fuerte nos callaron; mataron al líder y el resto quedó como rengo. En ese momento no nos pudimos reorganizar”, Sergio Gatica intenta ahora, a la distancia, poner en palabras lo que entonces nadie pudo ni supo explicar. Algo se había roto, algo se desmoronaba para siempre. Era el fin funesto de lo que había sido una fiesta y el zenit de una de las generaciones más luminosas de artistas tucumanos. En ese mar de incandescencias, Rodolfo Bulacio hizo de faro: “Fue un antes y un después porque él era como el gran estimulante de toda esa movida. Nosotros nos pusimos grandes y cambiaron los tiempos. De pronto, ya no éramos estudiantes. Es horrible, es mediocre, pero es la vida real… siendo estudiante tenés mucho más liberada la cabeza”.
Rodolfo Bulacio bien puede reclamar su lugar en el célebre “Club de los 27”, nombre con el cual se conoce a la lista de talentosos artistas que vivieron rápido y se fueron a la edad de 27 años. Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Cobain, Amy Winehouse, Jean-Michel Basquiat y, por estos lados, “El Potro” Rodrigo, son algunos de los nombres de esa constelación de estrellas tan fulgurantes como fugaces. La Rodo también lo fue y lo sigue siendo en esa luz que pervive en su mito imperecedero de artista eterno, por siempre joven.
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Claudia Martínez, amiga, compañera y responsable de las distintas mutaciones en la coloración capilar de la Rodo, cumple años cada 11 de marzo, pero en aquel de 1997 no hubo nada que celebrar. Desde su casa en Valencia, España, donde vive hace 19 años, Claudia prefiere no recordar aquel día, ni el episodio violento que marcó el final de su amigo y el trauma que aún pesa sobre toda su generación. Elige recordarlo en los momentos compartidos, en su obra y en lo que fue su último regalo; una ofrenda póstuma que ahora cuelga en una de las paredes de su casa.
Días después de su muerte, en la Facultad de Artes decidieron abrir el armario donde Rodo guardaba sus herramientas de trabajo. Ahí, entre láminas, bocetos, lienzos y grabados, encontraron su paleta de pinturas con una inscripción: Bulacio para Claudia con amor, representado con el dibujo de un corazón: “Es muy raro que Rodolfo haya cerrado esa paleta. Nos queríamos mucho, pero estas cosas te sorprenden, para él la pintura lo era todo”, cuenta con un acento de tonos ibéricos que se evidencian, sobre todo, al cerrar cada frase con un “sábes”.
Para Claudia, la madrina de casamiento, esa paleta es un tesoro y una última caricia de quien no se ha ido nunca de sus recuerdos y pensamientos en los cuales se presenta siempre igual, siempre joven: “Ha sido el único de nosotros que no ha envejecido, es el joven eterno. Conserva esa efervescencia y esa candidez que tiene la juventud. Él era como un alma antigua, no parecía una persona de 27 años. Tampoco se veía envejeciendo, no quería envejecer”. Y no lo hizo.
Antes de colgar el teléfono, Claudia cuenta la última vez que vio a la Rodo, pero advierte que la escena puede parecer algo loca y que dependerá de mí créele o no. En todo caso, no le importa, para ella todo sucedió así como lo cuenta. Fue unos cuantos días después de la muerte de Rodolfo, la mañana de aquel día en que abrieron su armario en la facultad y encontraron la paleta que le había dedicado.Claudia lo había soñado y, al momento de abrir los ojos, él estaba ahí, al lado de su cama. No puede decir si se trató de la continuación del sueño, de una imagen de su imaginación o de una presencia espectral. En ese limbo donde la vigilia se vuelve tan real como ficción, donde la obra desborda los límites del cuadro, se le había aparecido tan joven y tan diva como sería recordado por siempre, con el pelo teñido, el glamour y ese desparpajo que lo caracterizaban. Rodolfo, la Rodo, la novia felizmente casada con el arte, vuelta ya todo un mito, amorosa, perpetua, brillante; estaba ahí, a un costado de su cama, sólo para decirle:
– Loca, está todo bien.
*Crónica publicada originalmente en www.eltucumano.com.