Compartir:
La primera y única vez que hablé con Carlos “La Mona” Jiménez fue un mediodía de marzo de 2010. Por entonces, trabajaba en la sección Economía del diario La Gaceta y no sé qué extraño designio derivó en el privilegio de entrevistar a esa leyenda de la música popular. Quizás hayan sido los cuartetos con los que, cada tanto, musicalizaba la redacción. Quizás la negligencia de otro periodista. Quizás el azar. Lo que importa para esta historia es que del otro lado del teléfono, rítmica y alegre, estaba la voz inconfundible del cuartetero. Hablamos mucho. Los casi ochenta minutos de grabación lo confirman. Hablamos lo suficiente para llenar una página completa con la entrevista. Pero algo quedó afuera, más precisamente, una historia. No era que sobrara, porque el relato en sí no tenía desperdicio alguno: la historia de amor adolescente del cantante con la prostituta más famosa de Córdoba. Una historia de sexo y balas, contada con lujo de detalle. El problema era estrictamente periodístico. Aún con mi escasa experiencia en los medios, yo era consciente de que la crónica de esa pasión era impublicable. Era impublicable porque infringía varias de las mezquinas reglas que regían – y aún rigen – los criterios editoriales de los diarios. Una de ellas, la extensión: la historia era muy larga para el papel. Contarla bien requería de un espacio que los medios gráficos no están dispuestos a cederles a relatos de este tipo. Otra, tenía que ver con la forma: nunca me hubieran permitido reproducir con exactitud el lenguaje del personaje. La gente – aún los grandes artistas – suele hablar como vive, pero los medios suelen escribir como la gente no habla ni vive. De acuerdo con esa afectación formal, hubiese incurrido en un pecado mortal al decir, por ejemplo, que La Mona culió con alguien. En los diarios, a diferencia de la vida, la gente no culia, sino que hace el amor o tiene sexo. Prefieren la mojigatería a la precisión, porque no siempre el coito implica sentimiento y porque sexo tienen todas las personas, incluso los que no practican el acto sexual. Por mi parte, sigo convencido de que, la gran mayoría de hombres y mujeres – y más si son cordobeses – tiende más a culiar que a hacer el amor.
Volviendo a La Mona y a su historia, como aquella crónica no tenía lugar, la guardé. Siguiendo el consejo del gran maestro del periodismo Ryszard Kapuściński, archivé esa historia en la agenda alternativa; ahí donde van a parar las joyas que a los medios tradicionales no les interesan. Ahora que saco el relato del cofre y me pongo a contarlo, caigo en cuenta de que a la historia ya la conocía. Ya la había cantado y bailado porque es una canción. Una canción-crónica o crónica-canción. Esa que dice: Tengo un amor en la calle/que pone precio a su cuerpo/y yo que la quiero tanto/y yo que tanto la quiero/ No quiero pensar en ella/porque me matan los celos/porque los celos me queman/tengo un amor en la calle/ amor que es de compra y venta. Entonces revisé otras canciones de La Mona y me encontré con otras historias. Había ahí cientos de crónicas de amor, de odio, de traición, de violencia, de marginalidad. Historias que sucedieron, que suceden y que sucederán. A él, a usted, a nosotros. Recién entonces entendí lo que hacía de Carlos Jiménez un artista excepcional; un fenómeno inexplicable para todos aquellos que ven a las expresiones populares como un producto estético menor: La Mona es un cronista que tiene el increíble talento de hacer bailar con sus historias.
Acá la historia que me contó ese mediodía de marzo de 2010:
Carlitos Jiménez tenía 16 años y quería volar, por eso estudiaba para piloto civil. Entonces, era conocido como La Mona sólo en los bailes donde actuaba los fines de semana como la voz del Cuarteto Berna; esa banda de adolescentes que formó Bernardo Antonio Bevilacqua y que tenía un bajista de ocho años, Daniel Franco. En sus comienzos, Berna tocaba el repertorio completo del Cuarteto Leo. Cuando estos salían de Córdoba capital, su público les quedaba servido en bandeja. Fue un viernes, después de uno de esos bailes, cuando Carlitos se encontró por primera vez con “La Turca” Delia; una mujer escultural de 37 años, toda adornada de anillos y alhajas de oro. Él ya conocía la exuberante sensualidad de esas curvas y había escuchado el mito detrás del nombre. Por las noches, ella se paraba siempre en la misma esquina. Carlitos pasaba por ahí a la salida de la escuela, camino a la parada del colectivo, y la veía con más temor que curiosidad. De “La Turca” todos los cordobeses decían que era la prostituta más cara de la ciudad – la más “picante” en palabras de La Mona – y que combinaba el arte del amor por horas con el rol de madama. Se decía también que regenteaba a unas 120 chicas. Esa noche, Carlitos se bajó del escenario y ella le chistó. Le hizo una seña con la mano y él se acercó:
– ¿Vos sos Carlitos el que cantó anoche en el Córdoba Sport?
– Si – respondió tímido.
– Te quería decir que vos cantás muy bien – él no alcanzó a responder o, tal vez, fue ella quien no esperaba ninguna respuesta – Mirá, decile a tu mamá y a tu papá que el miércoles vas llegar tarde a tu casa. Después del colegio, te voy a invitar a cenar ¿te animás?
– Si ¿Cómo no me voy a animar?
Esa fue la primera mujer que conquistó Carlos “La Mona” Jiménez. O mejor, la primera mina que lo levantó.
*****
Ese miércoles Carlitos salió de clases a las 21 y caminó ansioso desde el colegio hasta la famosa esquina, pero “La Turca” no estaba. Él no se quedó a esperarla. Se fue caminando lento, pateando piedritas, con la cabeza gacha, hasta la parada del colectivo. Una vez ahí, mientras esperaba, un taxi se detuvo. De la ventanilla, asomó el brazo dorado de “La Turca” que lo instaba a subir.
Fueron a cenar y después al cabaret a bailar tango, danza que Carlitos manejaba con destreza gracias a las lecciones de su padre, que le había enseñado a bailar el tango bien canyengue, con aire arrabalero. Eran las 1.30 de la mañana y a Carlitos lo apuraba el horario. Temía que sus padres se preocuparan. Entonces, Delia le insistió para que los llamara por teléfono y les avisara que estaba bien, que se demoraría un rato más en llegar a casa. Llamó desde el cabaret y del otro lado atendió su madre:
– Carlitos ¿dónde estás? ¿qué te ha pasado hijo? – se escuchó en la voz nerviosa de Doña Ecilda.
– Nada madre. Estoy acá, bailando.
– ¿Cómo que bailando? – el tono viró a la indignación.
– Sí, estoy bailando tango. Estoy con unas mujeres que me están enseñando a bailar – mintió Carlitos. Si su madre se enteraba que estaba en un cabaret, no lo iba a dejar salir de nuevo de su casa.
Esa noche cantaba Roberto Rufino en el cabaret. Cuando terminó el show eran las dos y media de la mañana. A esa hora salieron Carlitos y “La Turca”. Para su sorpresa, la mujer no lo dejó en casa. El taxi se detuvo en un hotel alojamiento. Lo que sucedió en la habitación entre ese cantante adolescente que quería volar y esa profesional del amor, brillante de oros, quizás esté detallado en alguna canción. No lo sé. En el relato que me contó La Mona, la historia adolece de vuelo poético, pero no de expresividad: “Mierda che, me agarró y me pegó un culiadón que me sacó los ojos. A ella le gustó el pedazo que tenía, porque era bastante armado. Eso es lo que más me le gustó de mí”.
“La Turca” lo devolvió a su casa con el recuerdo de su cuerpo aun impregnado en la piel y con una orden precisa: que les dijera a sus padres que, desde entonces, después de los bailes, se iría a dormir con ella. Que ella lo cuidaría. Y así fueron los fines de semana para Carlitos durante los dos años y medio que duró ese amor de la calle, pero con cama adentro: del baile al cabaret y del cabaret al cuarto de la prostituta más picante de la ciudad.
*****
A “La Turca” Delia la habían encerrado en una comisaría por el artículo policial que prohibía la prostitución callejera esa noche que cantaba el polaco Goyeneche en el cabaret. Carlitos sabía que hacía mal en ir al show estando su mujer presa, pero se dejó convencer por un amigo, después de todo, el polaco, era su cantante favorito; su ídolo máximo en la música. Era sólo cuestión de tomar unos tragos y dejarse encantar durante un par de horas por esa voz de arrabal. No había nada malo en eso. Ningún pecado.
Esa noche, los movimientos de dos bailarinas uruguayas deslumbraron a todos en la pista del cabaret. Pero ellas habían posado sus ojos en Carlitos y su amigo, Daniel. En el intercambio de gestos seductores, a él le tocó la morocha y a Daniel, la rubia. La salida de los galanes fue a escondidas, por una puerta de servicio. En el cabaret estaban las chicas de “La Turca” y bastaba que alguien los viera para que la noche terminara en tragedia. Sin embargo, el nuevo día encontró a los amigos y las uruguayas descansando la pasión en un hotel alojamiento. Carlitos volvió a las once de la mañana a su departamento.
Lo despertaron los gritos y el eco de los golpes que parecían querer tirar abajo la puerta. Eran las dos de la tarde y la que intentaba entrar era “La Turca”. Tenía el rostro transfigurado de odio y una pistola calibre 38 de la policía en las manos:
– Abrí la puerta hijo de puta, garronero y la concha i’ tu madre. Te voy a matar.
Cuando Delia entró en el cuarto no hubo más palabras, ni gritos, lo que se escuchó fue el sonido de tres disparos que dieron arriba del espaldar de la cama. Tan sólo unos cuantos centímetros por arriba de la cabeza de Carlitos. El cuatro tiro no salió. Entonces, él aprovechó y se abalanzó sobre ella, le quitó el revólver y le pegó un culatazo en la cabeza. De pronto, la violenta escena se transformó en la contienda de dos cuerpos que se desnudaban y desnudos, se buscaban. De nuevo, la historia, en la voz de La Mona, carece de todo arrebato lírico: “Le echo un polvo ahí. La tranquilizo, pero no estaba nada fácil la cosa”.
Esa noche, como era su costumbre, “La Turca” fue al baile donde cantaba La Mona. Después del show, lo llevó a la habitación donde llevaba a los clientes que más pagaban. Uno de los cuatro cuartos de unos departamentos que servían de refugio para amores rentados y también como aguantaderos circunstanciales. Una vez que estuvieron frente a frente, ambos en ropa interior, Delia lo encaró:
– ¿Vos creías que esto iba a quedar así? – gritó justo antes de sacar un machete de arriba del ropero – Te voy a achurar. Te voy a cortar en pedazos.
En ese momento empezó una nueva batalla. Con Carlitos parado sobre la cama, atajándose a piñas y almohadazos de la furia del machete que “La Turca” le abanicaba cada vez más cerca del rostro. Las estocadas lo fueron empujando hasta que ella lo tuvo con la espalda contra la pared. Sin escapatoria. Lista para consumar la venganza con una última y certera embestida. Pero, desde afuera, llegaron los gritos de la policía: allanamiento. Los policías habían ido a buscar a dos ladrones que el día anterior habían asaltado un banco y que esa noche, en los cuartos vecinos, festejan su botín con algunas caricias alquiladas. Los oficiales lo reconocieron en el acto, era La Mona, el que cantaba en Berna. Lo dejaron escapar. Descalzo y en cueros corrió a lo largo de cuatro cuadras hasta que consiguió un taxi.
“Durante un año no pisé el cabaret. Me salvé de pedo de La Turca Delia”, dice Carlos La Mona Jiménez minutos antes de que termine la grabación. Después hay un silencio breve, como que toma aire, haciendo una pausa en el relato que ha contado de corrido, para luego cerrar la historia con una frase que suena a suspiro: “Pero bueno, es la vida”.
Es la vida.
Es la canción.