Koli vive

Crónicas

Koli vive

Mario Cecilio Arce es la voz de la banda sonora que retumba en cada patio de Santiago del Estero. Música tropical, mito y leyenda del ídolo popular.

La chica que escribe poesías dice que no puede más. Que así, no. Que es demasiado para ella el fuego entre dos amantes. El chango dice que todo va a estar bien, que alguna salida van a encontrar. Que las cosas hoy no son como antes y que todo se puede arreglar. La chica enciende el último cigarrillo del paquete y se arrima a la ventana. Afuera, la humedad de la madrugada aletea sobre la ciudad que todavía duerme con ventiladores encendidos en abril. El otoño arrancó vaporoso, tironeado por un verano espeso que tarda en irse y que demora con su densidad todo lo que se mueve o respira en Santiago del Estero. Incluso el tiempo. Con su espalda morena brillando por el sudor, la chica mira por la ventana la quietud de unos eucaliptus que plantan su paciencia en la vereda del frente. Y no dice más. El chango entiende que no queda otra y pide un remise.

El auto baja hacia el oeste por calle San Juan, luego toma avenida Colón hacia el sur. El olor a mierda del entubamiento de la Colón, que reemplazó en los ochenta a la vieja acequia con arboleda y agua fresca, amenaza con empeorarle la noche al chango.

– Por favor, agarrá por Alsina y metele derecho hasta la Aguirre.

El remisero dobla hacia la derecha, entrando más hacia el oeste. Al cruzar por 12 de octubre, asoma en la esquina la sonrisa de Koli Arce en medio de la noche. Un mural tamaño natural de su figura sorprende desde un terrenito que torció su destino de baldío eterno. A un par de metros, erigido sobre un modesto pedestal, un busto suyo luce otra sonrisa y su popular sombrero. Estamos en la plazoleta Mario Cecilio Arce, montada a media cuadra de su propia casa y del club de sus amores, Villa Mercedes, corazón y emblema de esta parte del barrio oeste. El chango pasó un millón de veces por aquí pero esta vez estira el cuello a través de la ventanilla del remise para prenderse de las sonrisas del Koli. En ese momento supo que la noche le había guardado su canción: Punto final.

Punto final, porque ocupo en tu vida el segundo lugar

Punto final, demasiado te di para ser pasatiempo

Punto final, porque temo que un día te vuelva a buscar

Punto final, su fantasma te ronda y me muero de celos

 

 

Esa no es mía”, dice Rafa Ledesma ante mi asombro. Hundido en un viejo y gastado sofá, miro cómo Rafa va y viene entre instrumentos musicales, cables y colchas tiradas en el piso. Estamos en la sala de ensayo de El consultorio, la bandita de rock de uno de los nietos de Rafa. “Aquí antes mi hija tenía su consultorio. Ella es psicóloga. Ahora vive en Fernández”, me confía. El lugar es un pequeño cuarto de dos por dos que tiene bañito propio, sin puerta y en aparente desuso. Es una construcción improvisada que le robó espacio al garaje de su viejo Volkswagen gris. A espaldas de la batería, cuelga de la pared una vieja colcha con una enorme C pintada con aerosol; oficia de aislación sonora como el resto de las colchas y el pedazo de alfombra azul que cubre buena parte del piso. Además de la batería, el cuartito multidimensional contiene un par de guitarras criollas, fundas, un teclado, un parlante -o dos-, un amplificador, dos pies de micrófono, un atril, una mesa llena de papeles y cancioneros, hojas con letras de canciones esparcidas por el piso, un par de sillas y el sofacito de dos cuerpos en el que me encuentro casi perdido. No sé por qué imagino que, enfundado en un pantalón de piel de víbora, Jim Morrison puede entrar a buscar algo e irse sin saludar. Pero entra Rafael Ledesma, que no deja de hablar mientras se mueve, y su aparición no es menos intrigante que la que imaginé con el rey lagarto. Rafa Ledesma es una figura legendaria de la música popular santiagueña. Ni alto ni muy bajo, delgado, inquieto, su seña principal es el grueso bigote oscuro que lleva a lo Dany Trejo. Sería un buen villano en una película ambientada entre Atamisqui y las salinas grandes -pienso-, con planos generales llenos de sol y con muchos caballos correteando por ahí. No se lo comento porque apenas lo conozco hace cinco minutos, pero sobre todo porque no tengo un respiro de oportunidad frente a su verborragia. Luego sabré que se trata de la voz de un cacique, cuya erudición callejera me atravesará en esta insospechada tarde de jueves. Toda la historia musical de Santiago vibra en la memoria de su lengua, ese músculo indomable.

De pronto viene una onda tropical. Llega primero con los Wawancó, pero después se hace más fuerte con el Cuarteto Imperial, los colombianos. Ellos pusieron de moda esa música aquí. ¡Eh, se volvía loca la gente cuando los escuchaban! Ahí es cuando viene el Toto Buitrago y me dice: Rafa, tenemos que hacer cumbia.

 

Rafa Ledesma, miembro de «Los Pescadores de Colombia».

 

El Toto Buitrago era el representante de los Rocklands, el grupo de rock que integraba Rafa Ledesma. No era su primera experiencia musical. Ni mucho menos. Con él, siempre se puede ir más atrás en su historia. La década del cincuenta se iba yendo. El peronismo había marcado a fuego a los sectores populares y la autoproclamada Revolución Libertadora se lo había hecho pagar con un golpe cívico militar. Santiago del Estero asimilaba con su tempo las secuelas de la movilización popular y abría los sesenta con su propia revolución musical. Para entonces, Rafael Ledesma, nacido en 1941, ya había pasado por un conjunto de folclore -Los Cantores del Inti Rupaj-, estaba curtiendo rock de la mano de Jhony Delara en los Rocklands y se metía con el jazz cada vez que lo llamaba su amigo y maestro Mario Fioramonti. Pero nada de cumbia. Por eso, al principio, se va a resistir a la idea de Buitrago.

Una tarde se aparece por mi casa cargando un acordeón en su Siambretta y me dice: ‘Tomá, aprendé a tocar’. Yo no quería saber nada, pero me dejó el acordeón y se fue. No me ha quedado más que aprender a tocar. Así que en una semana saqué doce temas buscando los tonos y notas con la guitarra. Ahí lo llamo y le digo: mirá, ya tengo doce temas, ahora hay que armar el grupo.

 

Como siempre, la cosa se arma en el barrio. “Aquí, el que no sabe jugar a la pelota hace música”, dice el gurú. Se corre la voz en el Oeste y así aparecen Koli Arce, Mario Álvarez Quiroga, Pochi Lezcano y Miguelito Blanco para dar vida a Los pescadores de Colombia, pioneros de la cumbia santiagueña junto a los Diamantes imperiales. También pasarán por él Oscar “Cacho” Tejera, Marcelo Véliz y Johny Ávila. “Ya Koli tenía su carisma”, recuerda Rafa de aquellos tiempos. Y con eso pechan las primeras presentaciones, aun sin contar con todos los instrumentos. A falta de wiro –o güiro-, “una botella de Fanta y un peine” serán buenos para el rasguido rítmico. (En esa época, la botella de Fanta tenía un diseño con estrías, corrugado, “ideal” para hacer música). Poco tiempo después, Rafa tendrá que dejar los Rocklands porque la cumbia de los Pescadores lo hará laburar de miércoles a domingo. “Las vueltas de la vida”, ríe.

"Los Pescadores de Colombia" con Koli Arce (el segundo desde la izquierda)
«Los Pescadores de Colombia» con Koli Arce (el primero desde la derecha)

 

Otro de los que trabajará con los Pescadores de Colombia será Humberto Coronel. El Puma. Hombre del barrio y amigo de la infancia de Koli, Humberto siente que le debe “todo”. Todo. “Gracias a él yo pude hacer mi casa y hacer estudiar a mis hijos”, dice con los ojos empañados de lágrimas. Así será en buena parte de la entrevista que hacemos en su casa un domingo al mediodía, húmedo y caluroso. Y con la resaca de la noche anterior a cuestas. Pero como dice la chacarera, un domingo santiagueño no es un domingo cualquiera, y en casa de los Coronel nos reciben con empanadas y con una hospitalidad digna de un premio Nobel. Antes de empezar, con Nicolás Nuñez, el fotógrafo llegado desde Tucumán, nos prendemos a la soda fresca después de pasar la mañana bajo el sol en el cementerio La Piedad. Fuimos con la familia de Koli a visitar el panteón donde descansan sus restos. Panteón que Humberto no se atreve a conocer.

El Puma Coronel vive sobre la avenida Colón, a un par de cuadras de la casa de Koli y en la misma manzana que Rafa Ledesma, que vive a la vuelta, sobre calle Alsina. Además de empanadas, soda y gaseosa, el Puma nos esperó con un pequeño altar montado en la mesa: un disco de oro del Quinteto Imperial, un cuadrito con la foto del grupo y una pequeña placa recordatoria de Koli. También él se preparó para la ocasión y luce una camisa roja de sábado bailantero. Su casa es modesta y tiene un aire a santuario: imágenes de vírgenes y santos se entreveran con fotos de Koli. El parlante sonando en la puerta de su casa, con el quinteto al palo, completa el cuadro de la devoción. Su llegada a la música fue casi de casualidad, pero al mismo tiempo fue como la de muchos: empezó como plomo de Los Pescadores de Colombia.

Yo me ocupaba de cargar los equipos, los instrumentos y de tener todo listo cuando tocaba el grupo. A mí me llevó Koli porque nos conocíamos desde chicos, aquí del barrio. Hasta que un día me dice: ‘Puma vení, agarrá la timbaleta’. Ese día ensayábamos temas del Cuarteto Imperial que pasábamos en un Winco que tenía Rafa Ledesma. Así entré a tocar yo, después de años de ser plomo. Cuando le erraba al ritmo, a veces Koli me metía un parchazo. Así que puedo decir que me hice músico a los golpes.

Humberto «El Puma» Coronel, histórico integrante de El Quinteto Imperial.

Humberto es habilidoso con sus manos. Fue lustrín, carrero, albañil, plomero. “Hice de todo en mi vida”, asegura. Con esas manos construyó su propia casa y también la casa de Koli, donde vive hoy su familia. Aún en el apogeo de giras y recitales con El Quinteto Imperial, el Puma nunca dejó de trabajar en su oficio de albañil. De la timbaleta al fratacho, parece estar más cómodo con la vida serena de un obrero que con la de un músico de la movida tropical. “Al músico lo empuja el demonio para otro lado”, dice y marca un silencio casi confesional. Cuesta creer que este hombre menudo y sencillo, que lleva 52 años junto a su mujer, haya estado durante casi cuarenta años junto a uno de los ídolos más grandes de la música tropical argentina, recorriendo los más inhóspitos escenarios del país cada fin de semana.

 

*****

Mario Cecilio Arce nació el 19 de enero de 1951. Aunque a los 9 años ganará el concurso “Buscando voces nuevas” en radio LV11, interpretando la zamba “Angélica”, Koli se pasaba el día cantando los temas del ídolo del barrio, Leopoldo Dante Tevez, más conocido como Leo Dan.

Era muy fanático. Tenía locura por él -recuerda el Puma-. Andaba todo el día cantando sus canciones. Con un tarro de dulce de batata, de esos redondos que salían antes, se había armado una guitarrita con un palo y un hilo de pescar, y hacía como que tocaba. A veces lo dejaban cantar en el circo Hermanos Dany, que estaba en un baldío de la Colón y Pedro León Gallo, y le pagaban con una tabletita Holanda.

La historia de Koli es la de cualquier chango nacido en Villa Mercedes. Callejero, andariego, de escaparse por las siestas para ir a bañarse a las lagunas de cantarrana. De ir a la 102, la histórica escuela del barrio. Se dice que ningún nacido o nacida, criada o criado por aquí se atrevió nunca a hacer la primaria en otra escuela. Ni Mario Cecilio Arce. Koli. El “colita” que se prendía en todas las andanzas. “Su mamá, doña Dominga, le decía así, ‘Colita’. De ahí le quedó Koli”, aporta el Rafa Ledesma. Su casa materna se levantaba sobre la calle Gaucho Rivero, a metros de la 12 de octubre y del club Villa Mercedes. Allí, Koli jugaba al básquet con sus amigos y hasta cuentan que defendió sus colores rojo y verde en algunos torneos de la liga capitalina. Sobre las mismas baldosas de la cancha, los fines de semana se armaban bailes memorables que competían con el otro baile del barrio, el célebre “Palacio de las Flores”, cuya popularidad se estiró hasta la década del ochenta. Esta zona del barrio está plagada de pasajes cortos que se abren y cierran en una o dos cuadras. Que zigzaguean y se cruzan entre sí. Un laberinto donde la infancia de Koli transcurrió entre casitas de ladrillo y chapa, ranchitos, baldíos y montecitos que el cemento y el asfalto terminaron de reemplazar recién en este siglo. Paisaje que se iluminaba por las tardes cuando Leo Dan pasaba con su guitarra al hombro rumbo a los bares del centro.

Hoy la casa de Koli luce como siempre. Casi como catorce años atrás, cuando salió de ella por última vez para ir a tocar a una mini gira que lo tendría por Buenos Aires y Comodoro Rivadavia. Pasé por aquí miles de veces en mi bicicleta. Camino obligado para ir desde el barrio Primera Junta, al que nos mudamos con mi familia cuando estaba en segundo grado, hasta la casa de mi abuela Jesús o a la cancha de Central Córdoba. Que era casi lo mismo: mi abuela vivía a dos cuadras de la cancha del ferro, en San Martin y pasaje Oeste. Ahí me críe hasta la mudanza. Desde la casa de mis viejos a la cancha, el oeste dibuja sus calles entre Villa Carolina, Villa Mercedes y Villa Constantina, a pesar de que hoy la burocracia selle todo bajo un mismo nombre. Terruño de músicos, Koli nunca dejó el barrio y construyó su hogar pegado al de su madre y al frente del club Villa Mercedes. Ahora estoy sentado en su cocina, compartiendo mate y medialunas con Marcela Santillán, su segunda mujer y madre de cuatro de sus cinco hijos; y Cecilia, la mayor de sus hijas mujeres. Como una revelación, Marcela conoció a Koli en esta misma calle.

Yo vivía en Lomas de Zamora. Vine de vacaciones a la casa de mi tía, que vivía pegadito a la casa de la mamá de Koli. Las calles todavía eran de tierra y una tarde Koli salió a regar como hacían todos los vecinos. Me sorprendió mucho. Yo lo había visto actuar por primera vez en la inauguración de Fantástico Bailable un par de años antes. Además, él ya era muy famoso y lo había visto muchas veces en afiches inmensos.

Corría el verano de 1989 y Marcela recuerda incluso la fecha de aquella tarde: 16 de enero. Esa misma noche lo verá actuar en Villa Mercedes y tres días después será la invitada de honor en el cumpleaños de Koli. Ella con 17 años y él con 38, romperían las normas con el flechazo. Los hechos se precipitaron y la convivencia comenzó el 5 de mayo de ese mismo año. Pero como en una canción del Quinteto Imperial, la historia tendría su dosis del mejor melodrama.

Yo había perdido a mi madre muy chica y por eso vivía con una tía. Un día Koli me buscó en el trabajo y me llevó a plaza Once. Ahí me propone que vivamos juntos. Como mi tía no lo quería por la diferencia de edad, no me dio permiso. Así que una noche me escapé por la ventana y me vine a Santiago con él. Me pasó a buscar en un auto con el Puma Coronel. Al llegar, fuimos a ver a mi viejo que vivía en El Zanjón, al sur de Santiago. Koli le dijo que se quedara tranquilo, que él se ocuparía de mí. Y así fue. Hasta el final, nos ocupamos uno del otro.

Koli Arce, junto a su esposa Marcela Santillán.

Lo que parece un arrebato febril, de esos que se ensañan en las estrofas de sus canciones, será el origen de una familia santiagueña que buscará ser una más tanto como se pueda. Koli encontrará en ella el equilibrio a la vida de shows, rutas, vuelos y hoteles que cada fin de semana lo llevaban a girar por buena parte del país. La movida de la música tropical no da treguas. Tener en casa la chance de ser Mario Cecilio Arce, el padre, el compañero, era el tesoro más valioso. Cuando baje del escenario, allí se pondrá los pantalones cortos, las alpargatas y se ocupará de alimentar junto a sus hijas a las gallinas, palomas, loros, conejos y perros que se repartían entre su casa y la de su ‘mama’ Dominga. Jugará con Martín del Corazón Jesús, el monito que solía perderse entre los árboles del vecindario. Le cantará bajito a su padre Manuel, postrado por una enfermedad cerebral. Disfrutará de la compañía de Marcela y de sus hijas Cecilia, María Belén, María Nélida y del changuito menor, Mario Cecilio. Aquí, entre estas paredes, Koli hizo brillar su mejor sonrisa.

Cuando no trabajaba, le gustaba estar en la casa. Salíamos poco. Y cuando lo hacíamos, íbamos a la pizzería Las cuartetas, le encantaba la pizza de ahí. También le gustaba mucho ir a Tuama. Hacíamos un asadito en el monte, cerca del río, y volvíamos por las tardes a la casa. Algunas veces íbamos de visita al campo de La higuera, de donde era doña Dominga.

Carlos Tevez vendrá a comer un asado a su casa. Sin flashes ni prensa. Estamos en Villa Mercedes. Allá, en Buenos Aires, el Apache lo acompañará en algunas de sus giras por el conurbano y hasta cantarán juntos en los escenarios. Aquí, en Santiago, Koli vive en casa y tiene un retrato de familia. “Total la vida va sola”, canta una chacarera de su querido Leo Dan.

Johny Mendizabal, de Los alfiles, lo había iniciado en el gusto por los caballos. El primero se lo regalará su amigo Alberto Villalba, productor discográfico que le abrió las puertas al Quinteto Imperial en Buenos Aires. Koli lo bautizará “Mario Cecilio”. Cuando este lo deje, Koli irá por el segundo, “Don Mario”. Montado en ellos, Koli saldrá por el barrio portando su sombrero blanco de ala ancha. Al fin y al cabo, estamos en el oeste.

Nunca salía a dar su vuelta a caballo sin plata en el bolsillo de la camisa. Él sabía que los changuitos o la gente le iban a pedir. Entonces siempre cuidaba de llevar sencillo”, recuerda Marcela. “También se le daba por llevarlo a Mario Cecilio, nuestro hijito, a la escuela en su caballo. Yo tenía que ir aparte para agarrarlo allá cuando lo bajara”.

La escuela era, claro, la 102. Marcela y Cecilia se ríen con estos recuerdos. Koli las hacía reír en “aquella buena vida” que tuvieron, como dice Marcela. Sus ojos brillan tentados por la nostalgia, pero sus palabras salen claras, sin ahogos. Sufren mucho la ausencia de Koli. Tienen la entereza del dolor. Ambas lo acompañaron en sus últimos días de internación en Buenos Aires. La alegría de vivir que les contagió Koli las armó para “esta pesadilla que es vivir sin él”.

 

*****

Jueves. Día largo que empecé en Tucumán y estoy terminando en Santiago. La llovizna que molestó durante toda la semana es la misma en ambas ciudades. Afuera, el viejo alumbrado público de la calle Alsina parpadea y se despereza. Rafa Ledesma sigue hablando sin parar. En algún momento salió y volvió con un termo, un mate lavado y una botellita de chúker. En el sofacito, escucho cómo su memoria abre puertas.

Los Pescadores de Colombia van a Buenos Aires a grabar su primer disco. Y estando allá, se encuentran con un problemita. Ahí Koli me llama por teléfono: ‘Eh, Cacique. Aquí hay un problema. El sello nos dice que no podemos grabar con este nombre.’ Resulta que el nombre ya estaba registrado por otro grupo. Entonces le digo: ‘Koli, no pierdan tiempo y graben con otro nombre. Pensá en algo’. Imaginate -me encara-, ya estaba alquilada la sala de grabación y los changos habían hecho semejante viaje en tren a costa de ellos. No podían volverse sin grabar.

Al rato, Koli llamará de nuevo:

Cacique, que te parece El Quinteto Imperial?

Listo.

Como todo bromista, a Koli le gustaba poner apodos. A Rafa lo había bautizado Cacique porque “Como yo conocía a todos los músicos de Santiago y siempre andaba recomendando gente para armar grupos, él decía que yo era el jefe de todos los músicos de la zona”. Además, el negro bigote a lo Dany Trejo será motivo de otro apodo: Medialuna quemada. Por su parte, Rafa Ledesma hace lo suyo y cada vez que cita a Koli lo hace con una imitación gutural: estira los labios y exagera la tonada santiagueña. “Así hablaba”, asegura.

El Quinteto Imperial lanzó su primer disco en 1975 y no paró de sacarlos hasta el 2005, año de la muerte de Koli. Aunque formara parte de la primera formación de Los Pescadores de Colombia, al momento de esa histórica grabación, al lugar de Rafa Ledesma lo ocupaba Oscar “Cacho” Tejera y su acordeón. “Músico de chamamé, de poca técnica pero de muy buen oído”. Como la sombra de un quinto Beatle, el Cacique será la fija para los reemplazos en cualquier instrumento cuando el grupo lo requiriera.

“Koli me llamaba de una.” Con el bigote abrazándole la boca redondeada, dispara: “‘Eh, Cacique, Cacique, en un rato te pasamos a buscar. Hoy tocamos y falta uno de los changos.’ Y así nomás, como si nada, yo terminaba esa noche en Sumampa o Campo Gallo o en La Banda. Y al otro día tenía que ir a laburar.

 

De aquel inicio del Quinteto Imperial, el Puma Coronel recuerda que el primer lugar donde los recibieron con mucha entrega fuera de Santiago fue Tucumán. El que les abriría las puertas sería Rubén Campero, creador del Camperazo, el popular festival de música tropical de Tucumán y dueño de Quebracho, uno de los bailes de carnaval más grandes de Santiago del Estero. El debut tucumano del quinteto será en un baile de carnaval en Río Seco. “A Tucumán lo hemos querido siempre porque ahí nos han abierto la puerta desde el principio. Vas a ver que muchas de las canciones han sido hechas para mujeres tucumanas”, comparte el Puma. Pero Koli no sólo se acordará de sus mujeres y en Mi Tucumán querido cantará su agradecimiento:

Como no cantarte Tucumán querido

A tus bailantas nunca olvidaré

Aquellas noches de parrandas

Con tus mujeres muy feliz pasé.

Simoca, Leales, Alberdi y Trinidad

Bulacio, Aguilares, Monteros y Concepción.

Por eso yo canto, alegre esta canción

Lo llevo por siempre aquí en mi corazón.

Además de Tucumán, Salta, Jujuy y Buenos Aires serán lugares donde mayor aceptación tenía el Quinteto Imperial, según el Puma. “Incluso estuvimos en La Paz y varios pueblitos de Bolivia, donde también éramos muy conocidos.”

Rafa Ledesma no era miembro estable del quinteto pero sí fue compositor de muchas de sus obras. Autor de “más de mil canciones”, el Cacique es creador de temas como Amor prohibido, Ángel o demonio o Regresaré por ti, esa desgarradora canción donde un obrero sufre la emigración por trabajo y clama a su amada: “Regresaré por tí, regresaré, solo te pido que no olvides nuestro amor.” Una historia que bien conocemos los santiagueños. Habitantes de la distancia, la vuelta al pago es un amor que siempre estamos saldando. Pero el Cacique escribirá un clásico de clásicos, el tema que el Quinteto Imperial no podía dejar afuera en ningún recital, la canción a la que la voz de Koli le daría vida eterna con“ese medio tono” capaz de revelar una pena en medio del bamboleo de caderas, de pies arrastrándose por la pista y del roce de los cuerpos sudorosos de esos “monstruos” que Cortázar tardó en entender y que trató con desdén en su cuento Las puertas del cielo, publicado en 1951. Doble vida es la canción y el cielo de donde vino es la televisión.

Yo estaba tomando mate a la tarde, mirando un programa de la Moria Casán en la tele. Ese de ‘si querés llorar, llorá’ -se refiere al talk show Entre Moria y vos que iba por América TV-. Había un tipo con cara i nada. No era ni fiero ni lindo. No era nada ¿Has visto esos tipos que tienen cara de nada? Bueno, este era uno –enfatiza Rafa. A la par de él había una gorda teñida de rubio y del otro lado una flaca, también teñida de rubio. El tipo, durante 17 años había vivido en dos casas, con una de ellas en cada casa, sin que ninguna supiera de la otra. Incluso tenía hijos con las dos. Cuando lo atacaba la gorda, lo defendía la flaquita. Cuando lo atacaba la flaquita, lo defendía la gorda. ¡Qué personaje! -se ríe. Yo tengo que escribir algo, digo. Así que agarré un papel y lapicera y me salió como si estuviera escribiendo una carta. Así, de un tirón.

El Quinteto Imperial estaba a punto de grabar un disco. Rafa llama a Koli y le dice que tiene un tema que será un “bombazo”. Koli se resistirá: “Cacique, dejá de joder. Ya tenemos todos los temas del disco.” Pero el Rafa insistirá y Koli escuchará la grabación que su amigo improvisó en un casete esa misma tarde. Y le pondrá su voz para que podamos bailar la angustia.

Escuchamé, tenemos que conversar

Ya mi situación, no la aguanto más

Y con tu opinión, hoy quiero contar

Cuando estoy a solas, me pongo a llorar.

Hoy doble vida, estoy viviendo, en mis dos casas, mis dos mujeres

Estoy con una, extraño a la otra, vivo corriendo, sobresaltado

Querido amigo, dame un consejo, las dos me brindan todo su afecto

No quiero herirlas, temo perderlas, pero mi vida es un infierno.

Partitura original de «Doble Vida».

 

El Puma Coronel era el amigo de Koli dentro del grupo. Estuvo en todas las formaciones del quinteto sin abandonarlo jamás. Su fidelidad a Koli lo tuvo siempre al pie de los timbales. Conoce cada rincón de la historia de Koli Arce, el ídolo popular más grande de Santiago del Estero.

Koli era nacido en manto. Como se les decía antes a los que nacían con el manto blanco.

– ¿Qué es el manto blanco?

¿Has visto que cuando nace el cabrito sale envuelto en una tela de grasa, un manto de grasa? Bueno, ese es el manto blanco. En las personas, de cien, no más de diez nacen con ese manto. Y Koli era uno de ellos. Nacer en manto es nacer con una bendición de Dios.

Su madre Dominga guardará ese manto y se lo entregará a Koli para que se protegiera con él. En adelante, “lo llevará siempre en el bolsillo de su camisa, dentro de una bolsita. No se le caía nunca”, afirma el Puma.

A lo largo de los años, el Quinteto Imperial irá cambiando de hoteles en sus estadías en Buenos Aires. En el Aldeano, del barrio de Once, encontrarán la comodidad hogareña que los santiagueños siempre buscamos por donde andamos. Hasta se animarán a hacer algunos arreglos de pintura y plomería. Koli con la brocha, bajo las indicaciones del Puma, es una escena que bien merece ser imaginada. Tras la muerte de su dueño, cambiarán el Aldeano por el Vesubio, también en el corazón de Once. Será el último hotel en alojarlos hasta el fatídico mes de mayo del 2005. En ambos, el Puma se ocupaba de cocinar el almuerzo. Koli prefería su comida a la de los restaurantes. El aroma a hogar era el menú que siempre elegía. Los demás músicos comían afuera, cada uno por su lado. Él comerá junto al Puma los guisos, estofados, bifes a la olla, las costeletas con huevo frito o los ravioles que su entrañable amigo preparaba. Ese amigo que hoy lo extraña con rabia y dolor; al que la impotencia no lo dejó llegar al cementerio el día que lo sepultaron y que por catorce años permaneció en silencio tras su muerte.

La idea de la plaza es mía. Ese mural que ves ahí también es idea mía. Por trece años le hice homenajes y quiero que cada vez sea mejor. No quiero pelearme con los vecinos, pero a la plaza no la cuidan y me tengo que ocupar yo”, asevera el Puma entre lágrimas.

La plaza a la que se refiere es la plazoleta Mario Cecilio Arce, ubicada en Alsina y 12 de octubre. En ella se celebra cada 29 de mayo una conmemoración del ídolo. Celebración que crece cada año y que de a poco va tomando forma de festival. Algo que Koli aceptaría con gusto, sobre todo porque tal vez así su amigo recobre la paz que perdió con su partida.

Koli era diabético. “Tenía la diabetes de tipo emotiva, la nerviosa. Se la detectaron a los 40 años, después de la muerte de su padre”, cuenta Marcela. Koli no consumía bebidas alcohólicas pero tenía debilidad por la Coca Cola. Y era difícil mantenerlo lejos de ella. Su muerte tendrá que ver con este cuadro clínico pero habrá un par de episodios que desencadenarán la cuenta regresiva. Tres meses antes de su muerte, Koli recibirá un golpe accidental de “Don Mario”, su caballo, al tratar de desenredarlo de las riendas. El golpe lo recibe en una pierna, cerca de la cadera. Un par de años antes, o tres, en casa de su amigo Humberto Coronel, Koli sufrirá otro accidente. El colectivo del grupo necesitaba reparaciones y el Puma se ocupaba de ello. Mientras soldaban un tanque, una explosión lastimó un pie de Koli. Entre las diferentes versiones de este hecho, pude deducir que nunca se curó del todo de esa lesión.

Dentro de este cuadro, en mayo de 2005 Koli sentirá fuertes dolores que serán cada vez más insoportables. En la gira que les tocaba la semana del 25 de mayo, alternaban entre Buenos Aires y Comodoro Rivadavia. El día del feriado, el Quinteto Imperial actúa en la ciudad sureña. Koli hace un intermedio porque siente problemas de respiración y baja al camarín a reponerse. Según el Puma Coronel, una pareja de cieguitos entrará a saludarlo; al tocar sus manos, el hombre le advierte que corre un grave peligro. Al día siguiente, tras pasar por el hospital en Comodoro Rivadavia, regresan a Buenos Aires y se interna en el sanatorio Güemes.

Ante el aviso de Humberto, Marcela ya está esperando en Buenos Aires. La acompaña su hija Cecilia. Como en esas historias que nadie quiere escribir, la fatalidad se precipita y Koli se agrava a cada minuto. Una septicemia había avanzado en su organismo provocando una infección irreversible. Junto a él estarán Marcela, sus hermanos Manuel y Domingo, y el Puma Coronel. El único de los integrantes del quinteto que se quedó a acompañarlo. La última persona con la que hablará por teléfono será Rafa Ledesma, el Cacique. Koli se irá el 29 de mayo de 2005. Un día domingo.

Lo demás es conocido. La multitud despidiéndolo en el Teatro del Pueblo, la presencia del gobernador Zamora llamándolo “amigo”, los grupos tropicales tocando sus fuelles y timbales, el interminable acompañamiento que pasará por la cancha de Central Córdoba, el club Villa Mercedes y la puerta de su casa, con la gente cargando el ataúd.

O no es tan conocido. La pena del Puma Coronel, que no pudo llegar al cementerio y le pidió al taxi que lo lleve de vuelta a casa; la bronca de Cecilia, que cumplía sus 15 años tres meses después de aquel día y que ella igual lo celebró con un video donde la alegría de su padre es el protagonista; o que los demás hijos –aun niños- se enteraron de su muerte por la gente que fue a llorar a la puerta de su casa al enterarse de la noticia por Crónica TV.

Es domingo 14 de abril de 2019. El Oeste es una fiesta. Central Córdoba juega un partido histórico con Mitre, su clásico rival. Es la primera vez que nos enfrentamos en la B Nacional. En la San Martín y Pasaje Oeste hay asado y locro. Los trapos cuelgan atravesando la calle. Hay uno con el retrato del Diego, otro con el rostro del Willy, un hincha que ahora alienta al ferro desde más allá. Las parrillas se extienden sobre el asfalto con su carga de tiras y chorizos. Los barras van y vienen, improvisan coros, desatan pogos cumbieros. Del parlante de Chingolo, un vecino de mi abuela que conozco desde mi niñez, sale la voz de Koli para hacerlos engranar. Se dice que hoy la barra que ocupa la cabecera Pedro León Gallo estrenará un trapo gigante que cubrirá toda la tribuna. Dicen que estuvieron pintándolo toda la semana en el club Villa Mercedes. Por ahí anda el chango que la chica poeta desechó. Se acerca y me da un abrazo. “Hoy habrá revancha”, me dice. No tengo idea de qué me habla. Pero lo acompaño: «Siempre la tendremos», respondo. Aun no me encontré con Rafa Ledesma -el Cacique-, ni con Marcela, ni con el Puma ni con Cecilia. Eso vendrá después, cuando este día tan especial en el oeste deje grabado como recuerdo la sonrisa más hermosa y generosa que el barrio conozca.

En la cancha no cabe un alfiler. En medio de forcejeos, logramos entrar junto a Sejo y Andrés, dos amigos tucumanos, el Negro Chacoma, Juan Saavedra y el Turquito Abdala. El ferro sale a la cancha y un enorme trapo se despliega en la cabecera sur, la Pedro: la sonrisa de Koli Arce se abre gigante para recibirnos como un sol que jugará para nosotros por el resto de los tiempos. Y a partir de esta tarde, todo parece infinito.

 

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