Juan y María, una historia de Río Seco

Crónicas de Acá

Crónicas de acá

Juan y María, una historia de Río Seco

Militaron y recorrieron la historia de los últimos 70 años de Tucumán. Un funeral, las aulas, los ingenios, el azúcar y el terror en primera persona.

Juan y María son de Río Seco, un poblado a 75 kilómetros de la capital tucumana. Juan nació en 1954 y María, algunos años antes: su primer recuerdo político, cuando apenas era una niña, es el funeral que improvisaron cuando murió Eva Perón en 1952: “Armaron un altar en el ferrocarril y toda la gente venía ahí a rezar en ese altar”.

Como casi todos los niños de Río Seco, sus padres eran obreros del ingenio La Providencia, una de las 27 fábricas azucareras que existían en aquel entonces en Tucumán. El de María, comenzó trabajando en el desmonte del cerro para la siembra de la caña. En la fábrica –enclavada en el medio de los campos sembrados, ahí donde se molía la caña para producir el azúcar– trabajaba el padre de Juan.

La diferencia en la ocupación significaba distintos lugares de vivienda. Los padres de María con sus 9 hijos vivían en una de las 7 colonias obreras que tenía el Ingenio para sus trabajadores rurales. Los datos oficiales dicen que, para 1970, esas colonias sumaban 202 casas en las que vivían 1142 personas. Dice María que eran más de 5 mil cuando ella vivía ahí. Sin pretensiones de precisión numérica es muy probable que hayan sido más por dos motivos. Uno, estructural: entre las décadas del 50 y 60 hubo un descenso sostenido en la ocupación de mano de obra del ingenio. El otro, coyuntural: una cosa eran las colonias fuera de los tiempos de cosecha y otra muy distinta cuando llegaba la romería de trabajadores temporarios de todo el norte argentino a levantar la caña. Como las ciudades playeras que duplican su población en temporada, los cañaverales tucumanos veían multiplicarse los obreros que llegaban en busca de sustento.

Además de las viviendas, dentro de las tierras del Ingenio había hospital, escuela y almacén. Cuenta María que por ahí «pasaban los heladeros con esa achilata vendiéndote para el verano, pasaban los tintoreros ofreciéndote si alguien quería limpiar qué se yo… los árabes vendiendo ropa (…) y lo mismo pasaba con todo: con el verdulero, con el sodero, con el que vendía vino. Todos iban, no en camiones –porque en esa época no había– sino en jardinera la mayoría».

Solo para algunas actividades los moradores de las colonias recorrían los dos kilómetros que separaban al Ingenio del pueblo de Río Seco. Ahí vivían, en general, los obreros de fábrica, entre ellos, el padre de Juan y su familia. Para 1970, había unas 730 casas en las que vivían 3455 personas: la mayoría vivía directa o indirectamente del Ingenio. Como era chico, el pueblo no alcanzaba a tener rango de municipio: tenía delegación comunal. Allí fue a trabajar el padre de Juan a mediados de los 50: un accidente en la fábrica lo había dejado incapacitado de un brazo, se las rebuscó después como canillita, vendiendo diarios y revistas a las que Juan atribuye su primer gusto por la lectura y las ideas. Y con el derrocamiento del peronismo –cree él– su padre, radical, comenzó a trabajar en la delegación comunal.

En los primeros recuerdos sobre política que tienen María y Juan durante su niñez, el peronismo es omnipresente, incluso en Juan, de padre radical:

-Y usted en esa infancia se acuerda de algún hecho político que haya…

– Sí, muchísimos porque nosotros éramos chicos y en el Ingenio se hablaba mucho del peronismo. Había una señora que se llamaba Anyulina Castro. Esa señora tenía una unidad básica ahí en su casa y ella se hacía tiempo para que a nosotros nos cuente qué era el movimiento peronista, quién era Evita, quién era Perón, todas esas cosas. Ya desde chicos nosotros sabíamos quién era Perón y quién era Evita. También ella recibía guardapolvos que también nos daba a nosotros para ir a la escuela.

El peronismo era algo que se sabía desde chico. El padre de María no tenía participación en el sindicato ni militancia política. Ella lo define más bien como una persona de origen religioso que le importaba que sus hijos fueran buenas personas. Por eso, ya de grandes, decían con su hermano “la joda nuestra es que primero fuimos católicos y después peronistas”.

Quizás con esta ironía María alude a su primera militancia, que fue en el Movimiento Rural de la Acción Católica Argentina. Pero lo cierto es que, en sus recuerdos de infancia, el catolicismo de su padre parece un elemento que se distingue sobre el telón de fondo del peronismo. 

-En su casa, entonces, su mamá era más peronista, y su papá no tanto.

-Mi papá era peronista, muy peronista, pero tenía esa mezcla de ser también católico. En cambio, mi mamá no tenía… le daba lo mismo ser católica o no, era muy peronista.

En el caso de Juan había menos matices: los había radicales (su padre y su tío) y peronistas (su madre y su abuela). Pero el relato de Juan hace de esa oposición una convivencia en la que encuentra una explicación a sus propias opciones posteriores. De su padre, cuenta que tenía una participación muy activa dentro del radicalismo y que llegó a ser congresal del partido. Fue también por su militancia que comenzó a trabajar en la comuna. Pero la política no se hacía solo en el partido, parece decir Juan, cuando cuenta que su padre tenía una vida social muy activa: participaba en los clubes de fútbol, en distintas iniciativas del pueblo y, como viajaba seguido a la capital provincial, hacía infinidad de trámites para los vecinos. Quizás a este carácter de organizador del pueblo refiere Juan cuando señala que su papá no era de bajar línea, sino que se expresaba de otra manera: «Yo ahora puedo decirte que me crié en un ambiente en el que estaba, por un lado, mi padre que nunca bajó línea; era radical pero que nunca bajó línea. De expresarse, sí se expresaba, pero de otra manera. Era más democrático, era muy democrático en ese aspecto. Y mi abuela, madre de mi mamá, ultraperonista (…) por ejemplo recuerdo de chico abrir el ropero y ver la foto de Evita. El cuadro, no la foto: un cuadro de Evita enmarcado en dorado. Era «el cuadro», o sea, no se lo toques porque… De Evita y Perón en su caballo pinto. Es como que era el altar: abrir el ropero, correr los sacos, las camisas y, colgados en el fondo del ropero, los dos cuadros porque era tenerlos en la clandestinidad.

Estos recuerdos reaparecen en las entrevistas como marcas importantes en sus propias trayectorias de militancia que comienzan, en ambos casos, en sus lugares de estudio. Juan cursó unos pocos años en la Escuela de Suboficiales del Ejército de Campo de Mayo y luego volvió a su pueblo natal. Retomó los estudios en una escuela técnica que quedaba en Concepción. María estudió en la Escuela Normal de Juan Bautista Alberdi, a 38 kilómetros del pueblo.

Para los dos haber ido a la escuela no es algo natural sino que está asociado al impulso de sus padres que deseaban un mejor futuro para los suyos. Dice María: «A mi papá lo único que le importaba era que fuéramos buenas personas, en cambio mi mamá no, mi mamá tenía otra idea de que nosotros teníamos que estudiar, teníamos que ser aspirantes en la vida, esa era la palabra: «aspirantes». Y se sacrificó muchísimo para que nosotros pudiéramos estudiar. Una de mis hermanas mayores ha sido la primera maestra del ingenio…

Dice Juan: «Mi padre quería tener un militar en la casa, o un cura. Pero por sobre todo quería él un militar, tenía esa concepción… Es que hay que ubicarse en el momento histórico, que en ese entonces, como salida, como status…

En el relato de ambos, estos lugares aparecen como los espacios que los conectarán con la política desde un lugar distinto al familiar. 

Corría por entonces la segunda mitad de los años sesenta y en Tucumán se vivía un contexto altamente conflictivo. Con militarización de fábricas, despliegue de fuerzas policiales e instrumentación de un extenso repertorio de medidas represivas, entre 1966 y 1968 fueron cerrados 11 de los 27 ingenios azucareros que funcionaban en Tucumán. Dado el peso de esa agroindustria en la economía provincial, esto produjo un efecto dominó sobre todas aquellas actividades asociadas directa o indirectamente a la agroindustria. La crisis fue profunda: se destruyeron entre 40 y 50 mil puestos de trabajo, aproximadamente un cuarto de los habitantes de la provincia tuvo que migrar y la pobreza se multiplicó.

En Monteros cerraron dos de los cuatro ingenios que había. El Ingenio Providencia quedó en pie, pero el pueblo no fue ajeno a la crisis que sacudió a toda la provincia. Junto a Famaillá y Cruz Alta, Monteros registraba el índice de desocupación más alto de la provincia que era, a su vez, el más alto del país. Se calcula que entre 1960 y 1970 el departamento perdió unos 7 mil habitantes, cuando el crecimiento intercensal a nivel nacional había sido del 15,4%.

María recuerda el impacto que le provocaba esta emigración: «Cuando iba en ese tren a la Escuela Normal estaban cerrando los ingenios y veía mucha gente que se iba. Eso me marcó muchísimo, ver tanta gente que se iba a la deriva, bueno, se iba a Buenos Aires, pero no sé a qué, no sabía qué les pasaba. Se habían ido 200 mil tucumanos en esa época».

Aquellos fueron años de duras luchas. Bajo el impacto inicial del cierre de los primeros ingenios en 1966 hubo un primer compás de espera o inacción por parte de la conducción de la Federación Obrera Tucumana de la Industria Azucarera (FOTIA) y un segundo momento en el que las bases avanzaron con medidas de fuerza frente a la debacle.

La FOTIA terminó por plegarse y entre 1966 y 1968 se realizaron las más variadas acciones de protesta, desde ollas populares y cortes de ruta hasta tomas de fábrica. Junto con las protestas hubo distintas iniciativas políticas y organizativas para frenar la crisis y la desocupación. Hubo alianzas entre distintos sectores sociales en los pueblos afectados por el cierre de ingenio que parieron los Comité Pro Defensa.

En esas iniciativas jugaron un rol destacado un conjunto de sacerdotes que, influenciados por el Concilio Vaticano II, venía trabajando en los pueblos de los ingenios. Entre ellos, tuvo un rol importante el cura Fernando Fernández, titular de la parroquia de Río Seco. Bajo su jurisdicción quedaba el vecino pueblo de Villa Quinteros, cuyo ingenio (el San Ramón) fue cerrado en 1967 pese a las protestas y puebladas que intentaban impedirlo.

Juan, que por ese entonces tenía unos 12 años, recuerda que de aquellas protestas le quedó grabada una sensación: «Yo a esa altura del partido [en la Escuela de Suboficiales] ya empecé a tomar… a tener conciencia. A mí siempre me pegó la causa social, ya iba con experiencia de haber participado de alguna manera. Éramos chicos, pero salíamos a hondear policías o al Ejército, no recuerdo quiénes eran los que venían a reprimir a los obreros en Villa Quinteros. Como todos nos conocíamos, nosotros íbamos en bicicleta, nos poníamos honda en mano y… O sea, éramos chicos, pero era… No sé si era una aventura o qué, pero estaba la sensación esa de que había que frenar el avasallamiento social, que nos estaban pasando por encima. Entonces esas cosas había que frenarlas. Yo ya tenía una sensibilidad…

Estas experiencias son recordadas como marcas en sus primeros acercamientos a la política por fuera del ámbito familiar. Un acercamiento que lleva consigo, pero también tensiona los legados familiares y de sus maestros y mentores. Juan identifica así el comienzo de ese proceso: «Cuando yo ingreso a la Escuela de Suboficiales [del Ejército en Campo de Mayo] elijo la carrera de Mecánico motorista. Ahí empiezo yo con el tema político en sí. Ahí conozco yo al Teniente Cogorno, que es hijo del Coronel Cogorno, a quien lo fusila la libertadora en los basurales de León Suarez. Como director de la escuela estaba en ese entonces el Coronel Damasco. Yo todo esto que te estoy contando lo voy sabiendo después. Yo no sabía quién era Cogorno. Con 12 años no sabía quién era Cogorno ni sabía… o sea, sí tenía nociones de que había habido un golpe, de la Libertadora y qué sé yo… No sé si es que tanto Damasco como Cogorno tenían órdenes –supongo que habrán tenido– de reclutar cuadros para la causa peronista. (…) Siempre me separaban con tres o cuatro aspirantes más –porque nosotros éramos aspirantes a suboficiales–. Cuatro, cinco, seis, diez, no éramos más que esos. Nos levantaban con cualquier pretexto de noche, ¿me entendés? No sé, nos sacaba a hacer «movimientos vivos» que lo llaman ellos… Te verdugueaban quince o veinte minutos, te llevaba a un lugar, a un descampado, te hacía sentar y empezaban las charlas político ideológicas. O sea, te hablaba del peronismo, te hablaba de su padre, te contaba por qué lo mataron a su padre y que Perón iba a volver…

Durante los dos años que estuvo en la Escuela siguieron con ese proceso de formación. Y entonces hubo una ruptura: Juan tenía que elegir un destino para el tercer año. Él quería ir a la Antártida, por un sentimiento nacionalista, cuenta. Y Cogorno quería enviarlo a Córdoba o Azul:

Yo después me di cuenta de cuál era el objetivo: tener a gente movilizada en territorio ante cualquier eventualidad… El hecho es que me vine [a Río Seco] mal, porque cómo le explicaba a mi padre que el orgullo de él… tenía fotos por todos lados en la casa, en su escritorio, fotos del militar, de pronto ya no era más militar…

La vuelta de Juan a Río Seco marca un segundo momento en su trayectoria de militancia, que tiene como primer espacio la escuela técnica, a la que vuelve después de 2 años afuera: «Tenía compañeros que ya estaban en cuarto, en quinto, me habían superado ellos… Y esa relación, ser más grande en el curso, me daba otro… Y ahí yo ya militaba, ya tenía contactos, yo recibía folletos, volantes, revistas. Y yo iba y repartía… Inclusive tenía un par de profesoras con las cuales discutía, que me ayudaban, digamos, en esa tarea de crecer, de ir entendiendo más la dinámica que se vivía en ese momento. En ese contexto se da una lucha ahí en la escuela técnica por el tema del comedor, porque lo quieren cerrar al comedor, entonces se hace toda una movida».

El relato aquí se acelera, como acompañando esa frase con la que Juan describe aquellos años: “Entonces era una fiesta, al ser militante siempre tenías un motivo para darle para adelante”. 

Pero antes de describir aquella fiesta volvamos a María, cuya trayectoria incluye, también, un viaje y una ruptura, pero de otro tipo.

Su acercamiento a la militancia comienza en la Escuela Normal de Alberdi, donde estudiaba para ser maestra: «La escuela nuestra era una escuela sumamente precaria. Era de una familia que la había donado. Nosotros teníamos el recreo en la calle, nos sentábamos de a tres porque no había muchos asientos y éramos muchos los que queríamos ir. Pobre el edificio, pero muy rico el conocimiento, a mí me marcó mucho. Venían profesoras de Catamarca, mujeres muy humildes, pero con un sentido de la vida y de la responsabilidad muy grande. Siempre nos inculcaban –cuando nosotros sabíamos que íbamos a ser maestros rurales– que ellas lo que más nos pedían es que no vayamos a frustrar vocaciones en el campo porque esa gente también merecía salir adelante, y todas esas cosas. Después, el profesor de historia que venía en sulky a darnos clase desde el campo. No sé cómo se habrá recibido de Historia él, pero venía a darnos unas clases para mí magistrales de todo lo que nos hacía sentir, de lo que era la Patria, lo que era la Historia. A mí eso me marcó muchísimo de la enseñanza de ese hombre. Justo en esa época vinieron los argelinos porque era la guerra de Argelia. Nosotros no sabíamos ni por qué venían los argelinos, venían hasta con el cura y todo. Estaban instalados cerca de La Cocha, por ahí. Él nos hablaba sobre qué pasaba con los argelinos, todo eso. Pero nosotros no llegamos a tener la dimensión de lo que era la guerra de Argelia. Yo después leí el libro Los condenados de la tierra y me marcó muchísimo porque me acordaba lo que ese hombre nos contaba, nos hacía reflexionar.

María dice que en esa escuela no se hablaba de política, pero que el director era una persona con muchas inquietudes. Fue él quien invitó a los alumnos de 4° y 5° año a un curso del Movimiento Rural de la Acción Católica Argentina. El curso fue organizado por el recién creado obispado de Concepción, que estaba a cargo de Juan Carlos Ferro. En este cambio de estructura eclesial resonaban algunas líneas de disidencia dentro de la iglesia. El obispado de Ferro tenía autoridad sobre todos los párrocos del sur del de la provincia. Y la hizo valer como un contrapeso frente a sus pastores más díscolos –incluido el cura Fernández de la parroquia de Río Seco– que venían desarrollando una importante tarea en la organización popular para enfrentar la crisis producida por el cierre de ingenios.

A la primera reunión del Movimiento Rural fueron casi todos los compañeros de María, pero a la segunda, solo volvieron tres: “A casi nadie le gustó porque había curas y monjas”, dice. Quién sabe si fue cierto cariño a los principios católicos de su padre, su admiración por el director que la había invitado, algo que encontró allí o todo eso junto el motivo por el cual María siguió yendo: “A mí me empezó a gustar lo del movimiento rural, nosotros les planteamos que no éramos pequeños productores, éramos todos hijos de asalariados rurales de los ingenios o muchos de mis compañeros eran hijos de los peladores de caña”.

Con el método ver, juzgar y obrar, el Movimiento Rural de la zona se dedicó al trabajo con las bases. “Te daban una formación que era mezcla de religión con política y economía e iban haciendo una especie de “promoción en la comunidad”, cuenta María, que incluía desde enseñar a manejar tractor hasta construir un puente para facilitar el cruce de un río. La tarea de formación era continua, llegaban dirigentes de distintos lugares para ello. 

María recuerda con mucho cariño a una de ellas: «Participábamos de los cursos de formación que te venían a dar. Después vino una compañera que se quedaba acá en esta casa, ella me ayudaba a ver la realidad, a ponerle nombre a las cosas: que lo que pasaba es que los del ingenio también explotaban, no era que eran buenos, que te daban todo, sino que también explotaban. Y me fue despertando un montón de cosas esa compañera. Hoy está desaparecida, y yo a esa chica le debo mucho de lo que ella me enseñó, de lo que me fue ayudando a ver la realidad, a ponerle nombre a esa realidad que yo vivía y que siempre me cuestionaba, pero no sabía ni por qué.

-Todas cosas que usted ya iba sintiendo y viendo…

-Sí, que ya venía sintiendo, que sentía pero que no sabía ponerle nombre a eso… bueno esa compañera me ayudó muchísimo a ver, a crear conciencia.

El trabajo del Movimiento Rural se extendió a localidades cercanas (La Cocha, Alberdi, Simoca), María tomó una participación activa y en una de las asambleas nacionales fue elegida como dirigente por el NOA. Corría 1969, ella tenía unos 16 ó 17 años y ya había terminado el secundario. En su nueva función viajó a Buenos Aires, donde se encontró con otros dirigentes de Mendoza, Chaco y otras provincias del NEA que, como ella, venían de familias rurales, campesinas u obreras. Pero también se encontró con que los fundadores del movimiento eran “una gente muy rica de Buenos Aires, que eran estancieros, y el objetivo era enseñarle a la gente a manejar tractores y casarlos, evangelizar ¿no? Cuando nosotros fuimos y vimos qué era eso del Movimiento pensamos: ‘Tenemos que cambiar la línea de esto porque el problema de la gente no es la fe sino la situación económica, la tierra”. 

Efectivamente, en los trabajos de base fueron cambiando la línea y el conflicto no tardó en aparecer: los echaron de muchas diócesis. Dice María que allí se dio cuenta que la iglesia tenía dueño. No solo ella, sus compañeros también. En una asamblea nacional que hicieron en un pueblo de Misiones presentaron una nueva línea de trabajo para el Movimiento: «La gran mayoría estaba de acuerdo con que nos teníamos que ir de la iglesia y teníamos que empezar a luchar por la comercialización de los productos –que eran más las necesidades del NEA–, porque no tenían tierras, porque no tenían un montón de cosas. Ahí empezamos la lucha por esas cosas, se decidió cambiar la línea del movimiento: trabajar por los derechos de la gente e irnos de la iglesia».

La expresión más conocida de esa ruptura fue la creación de las Ligas Agrarias en el NEA, proceso del cual María participó. Pero, al poco tiempo, se le venció su mandato de dirigente nacional por el NOA y volvió a Tucumán.

Recaló en Aguilares primero, donde ejercía como maestra. Impulsó, ahí, la organización de sus compañeras de escuela y, poco tiempo después, se unió a la Juventud Peronista, con quienes realizó un trabajo político con obreros azucareros. Para ese entonces, Juan también estaba militando en la Juventud Peronista, pero dentro del movimiento estudiantil y organizando a los jóvenes de Río Seco.

La dictadura militar estaba en retirada y ya se preparaba la recuperación de los sindicatos y la elección donde se esperaba un retorno del peronismo después de 18 años de proscripción. En Tucumán, la fórmula elegida para el Frente Justicialista de Liberación (FREJULI) produjo rupturas dentro del movimiento peronista. El candidato a gobernador Amado Juri –propietario de miles de hectáreas de caña– no fue aceptado por el sector más combativo del peronismo que, bajo el partido Frente Unido del Pueblo, presentó una fórmula propia encabezada por Julio César Rodríguez Anido, histórico abogado de la FOTIA. 

De esta fórmula participó también la nueva dirigencia del Ingenio la Providencia, una conducción combativa que tenía algunos miembros de la Juventud Peronista. En las referencias de Juan y María este sindicato aparece como el articulador político de la zona, aún cuando hayan tenido diferentes niveles de vinculación con él.

María cuenta que con la Juventud Peronista de Aguilares y de Río Seco y con la gente de los respectivos sindicatos de ingenio comenzaron a trabajar con los obreros de la caña, un trabajo de concientización sobre sus propios derechos y una tarea de organización para conseguirlos. Esa tarea no implicó una ruptura con el Movimiento Rural, por el contrario, era un espacio de intersección: «Acá había curas que nos apoyaban y todo nos fue más fácil: no nos sacaron del lugar, ahí en el Obispado [de San Miguel de Tucumán] era la sede del Movimiento. Después sí nos sacaron a patadas con la dictadura, ahí sacaron todo, nos echaron. Pero hasta ese momento teníamos ahí la sede, ahí hacíamos las reuniones de la Juventud Peronista, de todo era ahí, era la sede regional porque era de toda la región del NOA».

María no habla de articulaciones organizativas explícitas. Se refiere más bien a espacios que reunían, en el hacer, a militantes de distintos grupos. Además del Obispado de San Miguel de Tucumán, cumplía esta función el comedor universitario, que quedaba en San Miguel de Tucumán, y que era el centro de la organización política del movimiento estudiantil de la provincia: “Cuando había fiesta íbamos a comer y qué se yo, era una sola cosa entre la juventud, una sola cosa”.

En el relato de Juan también encontramos estas formas de articulación. Él militaba en la escuela y estaba vinculado a la Unión de Estudiantes Secundarios (UES). Y en su vínculo con la Juventud Peronista comenzó a organizar a las/os jóvenes de su pueblo: armaron un Centro de Estudiantes Secundarios de Río Seco que tenía como primer objetivo ayudarse entre todos a estudiar. Como no había escuela secundaria en el pueblo, quien quisiera estudiar debía costearse el viaje, comidas, apuntes y sostener ese trajín por años: «Se hacían distintos beneficios, por ejemplo, vender empanadillas, rosquetes, hacer bailes sociales, veladas artísticas que donde participábamos nosotros, nosotros éramos los propios artistas… como teatro callejero, con imitaciones y que convocaba a la gente de Río Seco y eso nos permitía juntar fondos que eran distribuidos, manejados de forma bien democrática».   

De ese espacio participaban unos 100 chicos y chicas, un número nada menor si se considera que Río Seco no superaba los 5 mil habitantes. Pero los que llegaban a estudiar en la escuela secundaria eran solo algunos: muchos de sus hermanos, primos, vecinos o amigos ya trabajaban por ese entonces y, como la gran mayoría de ese pueblo, lo hacía en el Ingenio. Así que Juan cuenta que el vínculo con el sindicato del Ingenio Providencia tenía, antes que instancias formales, canales naturales: dentro del cuerpo de delegados del Ingenio muchos eran conocidos, amigos o parientes. Ahí se daban discusiones, se tejían acciones, se armaban movilizaciones.

La importancia de la acción organizativa del sindicato del Ingenio Providencia no se reducía a Río Seco. Tras el retorno democrático de 1973 y la recuperación de la FOTIA, el movimiento azucarero relanzó sus reclamos históricos que combinaban demandas inmediatas de mejoras en las condiciones de trabajo, con medidas de mediano y largo plazo que frenaran la pérdida de puestos de trabajo por el proceso de mecanización y tecnificación de la actividad y produjera nuevos empleos genuinos.

En ese nuevo ciclo de protestas, cuyo punto más álgido fue la huelga de 1974, la FOTIA reeditó la alianza político sindical que desde los 60 impulsaba la lucha azucarera; una alianza que reunía a sectores del peronismo ortodoxo cuyo objetivo era la profundización del modelo de redistribución existente, con sectores del peronismo revolucionario, que impulsaban una transformación socialista del régimen y sectores de la izquierda marxista no peronista, con una presencia destacada del Partido Revolucionario de los Trabajadores.

El sindicato del Ingenio Providencia –conducido por trabajadores afines al peronismo revolucionario– tuvo un rol destacado en la huelga de 1974. Junto con el sindicato del Ingenio San José –cuya fábrica había cerrado pero mantenía los cañaverales– estuvieron a cargo de la comisión movilizadora que preparó la huelga. La medida de fuerza se desarrolló en un clima de fuerte persecución. Perón ya había muerto y la política represiva –fundamentalmente paraestatal– se había intensificado en todo el país. Tucumán no fue la excepción, pero con un matiz: por estos lares, la represión tenía un fuerte componente estatal bajo la forma de operativos antiguerrilleros. 

La derrota de la huelga azucarera, que había paralizado durante más de dos semanas la agroindustria marcó un punto de inflexión en la persecución al movimiento popular. En una secuencia de ataques selectivos fueron afectados los espacios organizativos más importantes de la provincia, entre ellos, el sindicato del Ingenio Providencia: «En octubre del 74 viene un operativo conjunto del Ejército, Policía Federal, Policía Provincial que ha sido una movilización tremenda. Copan el sindicato y allanan la casa de los principales dirigentes gremiales y se llevan al secretario general, al secretario adjunto».

Cuenta Juan que él y sus compañeros pensaron que la liberación de ambos era cuestión de días. No era la primera detención que vivían, ni la primera represión. Su condición de dirigentes gremiales los amparaba. Se dieron cuenta que la cosa iba más dura cuando, unos días después, estando en una esquina les dispararon a matar desde dos autos. Salieron corriendo, buscaron ayuda y, entre varios, recorrieron las calles de Río Seco en busca de esos autos. Llegaron a saber de dónde habían salido, dónde estuvieron y con quiénes. Si en un plano más general esa situación se resume en el enfrentamiento de la derecha con la izquierda peronista, Juan expone matices y complejidades: los delatores locales eran, al fin y al cabo, perejiles; la cosa venía de más arriba.

Y, en efecto, la cosa venía de mucho más arriba. Para ese diciembre de 1974, el gobierno nacional y las Fuerzas Armadas ya habían decidido el lanzamiento del Operativo Independencia, una operación militar que dio inicio al genocidio en Argentina. Argumentando que el Estado nacional era atacado en su soberanía por la existencia de un foco de guerrilla rural en Tucumán, el aparato represivo de Estado en pleno comenzó una política sistemática de desaparición de personas en la provincia. Durante 1975, funcionaron unos 60 espacios de detención clandestina por los que pasaron alrededor de 600 personas.

En Río Seco, el ataque de las fuerzas represivas fue temprano, intenso y concentrado. Según las denuncias registradas, hubo 28 personas secuestradas (una víctima cada 164 habitantes), 13 de las cuales fueron capturadas entre febrero y marzo de 1975.

A Juan y su hermano los secuestran en uno de esos primeros operativos que tuvo la forma de una razia: «En el 75 vienen un día, un operativo impresionante, lo copan a Río Seco. No sé, deben haber entrado tres mil hombres más o menos, dos mil, entre fuerzas de seguridad de la provincia, Federal, Gendarmería, Ejército, no sé… Hasta tanquetas entraron ese día acá, tipo unimog pero artilladas (…) Vienen y levantan. Cuando a mí me suben al camión con mi hermano, arriba ya debe haber habido veinte o veinticinco personas, todos de acá de Río Seco. Y ahí nos vendan, nos encapuchan, nos atan con alambre a algunos, a otros los esposaron porque supongo que no tenían esposas para todos.  

-¿Eso fue de noche o de día?

-De día, tipo tres de la tarde…

-O sea, era a la vista de todo el pueblo.

– A la vista de todo el puenlo. Mucha gente, muchos chicos se asustaron, corrieron, eran disparos por todas partes, decí que no tiraban a matar, intimidaban, disparaban y te tiraban al aire… o entraban a una casa y entraban disparando al aire… Entonces entraron acá a mi casa y entraron a romper cosas más que nada, o sea, un allanamiento a lo perro, ¿me entendés? Tirando todo, pateando lo que encontraban, pateaban, daban vuelta colchones, tiraron roperos, esas cosas.

A todos ellos los llevaron a la Escuelita de Famaillá, el campo de concentración más grande que funcionó en Tucumán durante 1975. A los pocos meses la secuestran a María, que recuerda cómo, poco a poco, fueron tomando conciencia de lo que estaba pasando. Llegaron, incluso, a reunirse con algunos militantes de la Juventud Peronista de la zona para pensar qué hacer: ninguno tenía plata ni dónde ir a refugiarse, muchos dormían bajo los puentes. A María la secuestran de su casa unos 20 días después de que lograran enterrar a su hermano, que había sido asesinado en Salta por las fuerzas represivas. La llevaron, también, a la Escuelita de Famaillá donde estuvo secuestrada por un largo tiempo que no puede precisar. 

Juan y María estuvieron entre los 22 secuestrados de Río Seco que fueron liberados (4 están desaparecidos y otros 2 fueron asesinados). Sus recorridos fueron, sin embargo, diferentes. Mira fue liberada desde el CCD, logró reunirse con sus compañeros y discutir qué hacer. Finalmente, decidió irse a Buenos Aires donde logró, después de un tiempo, conseguir un trabajo y un lugar donde vivir. Juan fue liberado después de varios años: del circuito clandestino fue trasladado a distintas cárceles del país. Su hermano, que había hecho un recorrido similar, fue liberado en 1979 y él, en 1981. Ambos volvieron a Río Seco después de su largo presidio. Allí se reencontraron con su familia, que habían sufrido también persecución: el padre y la hermana fueron secuestrados y trasladados a la base militar que luego se instaló cerca del Ingenio Providencia.

Ambos quedaron, de distintos modos, conectados con espacios de organización y militancia. Juan recuerda la cárcel como un lugar de mucha politización, pese a las duras condiciones que atravesaban. Ya cuando fue liberado volvió a Río Seco: la dictadura estaba en retirada y recuerda que colaboró con las luchas para la recuperación del sindicato del Ingenio Providencia, que dio algunas peleas importantes durante los ochentas. Fue con el cambio de dueños de la firma, en los 90, cuando la derrota se hizo sentir más fuerte. De un modo u otro, siguió conectado siempre a la política. Al momento de hacer la entrevista, en 2012, Juan estaba organizando junto al grupo local de jóvenes de La Cámpora algunas acciones para recordar a las víctimas del genocidio.

María había hecho algunos contactos políticos durante su insilio en Buenos Aires, pero su relato ubica los años de la dictadura como un momento donde se recluyó en el trabajo: había conseguido un puesto como bibliotecaria en una escuela de monjas a donde iban las hijas de la elite porteña. Su relato transmite algo de una sensación de irrealidad, una suerte de clausura en ese lugar tan ajeno a sí misma. Con el retorno democrático, una amiga y compañera la convocó a trabajar en La Plata, en la gobernación de Cafiero. Y desde entonces trabajó en distintas reparticiones estatales, vinculada a trabajos de alfabetización: de adultos primero y, luego, en lo que fue su trabajo más duradero con mujeres campesinas. Al momento de la entrevista llevaba poco tiempo viviendo en Río Seco: se había jubilado y –pese a la protesta de sus amigos y compañeros en Buenos Aires– decidió volver a su pueblo natal. Allí se consiguió un espacio en la radio y también participaba de algunas actividades que organizaba el grupo en el que estaba Juan.

* Este escrito se basa en las entrevistas a Mira Díaz y Juan Chocobar realizadas por el Grupo de Investigación sobre el Genocidio en Tucumán (GIGET), en 2012.

** Una versión acotada y modificada forma parte de un capítulo escrito en coautoría con Alejandra Pisani para el libro Izquierdas: praxis y transformación social. Homenaje a Luiz Felipe Falcao, coordinado por Reinaldo Lohn y Pablo Pozzi, coeditado por CLACSO/UBA/UDESC (en prensa).

*** Esta crónica forma parte del proyecto “Estudio sobre las víctimas del genocidio en Tucumán para promover la recuperación de identidades e historias locales en el Espacio para la Memoria Escuelita de Famaillá”, que lleva adelante la Fundación Memoria e Identidades del Tucumán, el Centro de Estudios sobre Genocidio (UNTREF), el Observatorio de Crímenes de Estado (UBA) y que tiene como contraparte al Espacio para la Memoria “La Escuelita de Famaillá”.

Sugerencias

Newsletter