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No sé bien cuántos años tengo, pero no es algo que me preocupe.
Hace poco me di cuenta que siempre conté al revés. Todas las veces que me preguntaron “¿cuántos años tenés?” mi respuesta inmediata fue el cálculo del tiempo desde que nací hasta hoy. En este caso, 31 años. Pero ahora me doy cuenta que esa respuesta está mal.
Los 31 años que cuento desde el 25 de marzo de 1982, día en que nací, ya pasaron. Ya no los tengo. Ya no puedo escabullirme en sus días para hacer lo que quisiera. Yo no tengo 31 años. A éstos ya me los gasté, los hice jugo, los pelé con las manos y los saboree en tajadas.
Pero entonces: ¿Cuántos años tengo? No sé. No es algo que me molesta. Después de todo, nadie sabe bien cuántos años tiene. Los años que tenemos son los años que nos quedan de vida, no los que ya se esfumaron. Los años que tenemos están para adelante, no en el pasado. Los años que tenemos es el tiempo, son las posibilidades de lo que queremos hacer en nuestros presentes que vendrán.
No me incomoda desconocer cuántos años tengo. Pero no voy a negar que ya empezó a golpear la puerta de mi conciencia el hombre maduro que quiere apoderarse de mi juventud. Y que su primera señal son estos pensamientos; una primera reflexión del fin.
Hoy he decidido terminar con la incógnita de cuántos años tengo de vida, de cuánta vida me queda. Voy a ponerle un número: 40. Me gusta. Tengo 40 años de vida para hacer lo que quiera con mi vida. Con una vida que me vino de arriba porque no hice nada para nacer. Un día me desperté y me encontré en los brazos de una mujer de ojos de esmeralda que me mecía mientras me cantaba dulce. Que después me alimentó de su cuerpo, me ayudó a caminar por primera vez, junto a mi papá me enseñó a hablar y un día me dejó en la puerta de la escuela para que empiece a aprender que en vida hay muchas vidas. Y entre todas las vidas está la mía.
Y es deber primero, como el de toda persona que quiere ser feliz, determinar qué quiero hacer con mi vida y, si ya lo hice, empezar a caminar detrás de aquel sol que, aunque esté lejos, tengo 40 años para seguirlo en sus atardeceres.
Y ahora pienso en todas las cosas que podré hacer en mis próximos 14.600 días. Calculo, por ejemplo, la cantidad de asados que podré compartir. Dos asados por mes son 24 asados al año. Y 24 por 40 años son 960 asados con personas que quiero, que disfruto y que valoro.
Pero ahora pensá vos. Imaginate, no se, diez asados por ejemplo. Diez mesas con tus amigos y con tu familia. Y mirálos de a uno, imaginátelos, pasá de una persona a otra. ¿Quiénes están?
Pensá en rostros que pronto no estarán.
Imaginate cara desconocidas porque gente nueva llegará siempre.
Acordate de ese bebé, de esa mamá y de su bolso con pañales.
Pensá en voces que se apagan, pensá en su piel que se está arrugando, mierda, pensá en su cama vacía. Pensá que aún la tenés.
Pedí un aplauso para el asador.
Cerrá los ojos y pensá en quiénes querés, en quiénes extrañás, en quiénes tenés con vos, en quiénes tenés a tu lado. Cerrá los ojos y pensá. Y cuando quieras abrirlos yo voy a seguir acá contándote esto que te estoy escribiendo sobre el paso del tiempo, sobre la vida y la muerte. Dale, preguntate a vos: ¿Quiénes son las personas que hicieron que mi vida sea más hermosa?
Tres.
Dos.
Uno.
Cerrá los ojos y pensá en ellas.
Bueno. Si aún las tenés dando vueltas por tu cabeza pensá en que alguien se irá primero. Y acordate de los años que tenés y de los que tienen las personas que amás. Y que si tienen años en común por vivir, hay que vivirlos bien.
Yo creo que tengo 40 años. Y que como los 31 que me pasaron, los haré completamente míos, los pintaré con mis colores y los acariciaré con mis versos para compartirlos entre quienes vayan por el camino conmigo. Porque ahí está el secreto: en el camino, no en la llegada. La llegada es infinita, el camino es presente. Pero si a la muerte se le antojara darse una vuelta por mi cuerpo antes de lo previsto, te pido por favor que imprimas esta carta y la dejes en mi tumba, junto a la fotografía que está al final de estas palabras.
Querida Muerte:
Así que has decidido aparecer antes de lo que tenía previsto.
Bueno, esa decisión siempre fue muy tuya. Siempre fuiste una caprichosa. Como aquella vez que te llevaste al Puchi cuando yo vivía en Buenos Aires y ni siquiera me diste la oportunidad de saludarlo antes de enterrarlo, pobre perrito mío. Y ahora, de la misma manera me venís a buscar antes de lo que yo había planeado. No me dejaste cumplir los 40 años que había proyectado. Si serás, che.
No es mi afán pelearme con vos, para nada. Tu decisión es indiscutida… Bueno: ¿Quién le puede discutir a la muerte? Ahora que me llevás al barrio que hay detrás de las estrellas, como dice Fito, ya no tengo nada que hacer. Es el fin. Este es mi fin. Acá se acaban todos mis proyectos, mis sueños, mis esperanzas, mis fracasos. Hasta acá llegamos. Ahora, como dice el Roberto de Rosario, miro crecer los rabanitos desde abajo. Pero te darás cuenta que si escribí esta carta te estaba esperando. Y si es que te molesta, siento decirlo: No me agarraste por sorpresa.
Te estaba esperando desde que cayó la ficha -de verdad- de que alguna vez vendrías. Y por suerte no me pasó nada trágico para llegar a este pensamiento. Digamos, sólo, que me di cuenta. Y como no suelo ser descortés, menos con las damas, me preparé para tu llegada. No me asusté, al contrario: ser consciente de que vendrías a buscarme despertó en mí un cariño nuevo por la vida, por mi vida, por la vida de los que tengo cerca. Supe que alguna vez me alejaría de todo, de absolutamente todo. Y me propuse despedirme de mi vida todos los días de mi vida, apegado a la terrible sinceridad conmigo mismo, como pregonaba el Roberto de Flores, y al pisoteo de cualquier temor que quiera instalarse en mi cabeza. Con verdad y sin miedo, así pensé vivir.
Y ahora que me venís a buscar, querida muerte, quiero que sepas que tiempo atrás me propuse dejar todo en la cancha. Pero todo, ¿eh?
Todo, una vida en ella. Mi vida.
Q.B.S.M.
Pedro Noli.