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La historia de Luis Caro, el adolescente asesinado a sangre fría en un enfrentamiento entre las barrabravas de San Martín y Atlético Tucumán. El dolor de una madre a la que una bala le quitó a su hijo.
El estruendo de los disparos se aleja acompañando la corrida desesperada de hinchas y policías. A la altura del 476 de la calle Pellegrini, Luis Caro está tirado en la vereda, acostado en el pavimento frío, en la entrada de un garaje. El adolescente tiene miedo y llora. De pie, a sus costados, hay dos policías tensos que alejan a todo aquel que pretende acercársele. Dicen que hay que esperar a una ambulancia que no llega. La calle, que minutos antes parecía el escenario de una guerra, ahora está desierta. Sólo unos cuantos vecinos de La Ciudadela presencian la escena sin poder hacer nada. Ahora se les suma Gustavo Rodríguez, un periodista que ha llegado siguiendo el tumulto desde la cancha. Todavía agitado, pregunta qué ha pasado, pero no obtiene respuesta de los policías. Los mira, esta vez a los ojos, y levantando la voz pregunta si el joven está herido. Tampoco hay respuesta, uno de los policías toma su bastón negro y, con más desprecio que cuidado, levanta con la punta la remera blanca que Luis usa en las clases de educación física. No hay sangre, ni una gota, sólo un pequeño orificio en el centro del pecho rodeado por una aureola amoratada.
Luis llora. Se le va el aire de los pulmones. Se le va la vida.
– No me quiero morir, llamala a mi mamá – alcanza a pedirle a Gustavo con el último aliento que le queda.
Y ya no dice más nada. No puede hacerlo.
La ambulancia llega veinte minutos después. Lo suben a una camilla y lo llevan al hospital Padilla, donde hace un rato ha llegado Carlos Eduardo Argañaraz, otro hincha de Atlético baleado a pocas cuadras del estadio de La Ciudadela. El joven de 19 años tiene un disparo en el costado derecho de la espalda, quince centímetros por encima de la cintura. A Carlos lo trajo su hermano mayor Javier en un taxi. Cuando Javier descubrió que su hermano había sido herido, estaba en la esquina de las calles Pellegrini y San Lorenzo, a poco más de una cuadra donde Luis Caro pedía que no lo dejen morir.
Minutos antes de las balas, en el estadio de La Ciudadela, Atlético Tucumán le ganaba por penales un partido amistoso a San Martín. La crónica deportiva dirá luego que aquel clásico fue un cero a cero aburrido, con poca acción en las áreas, y que la figura del encuentro fue Andrés Jemio Portugal, el arquero decano que atajó tres penales en la definición. Pero eso no tenía ninguna importancia, nadie lo recordaría, porque ese sábado 15 de septiembre del 2001 habían asesinado a un hincha. Luis Caro fue a la cancha a ver un partido de fútbol. Tenía trece años y una pasión que le agitaba el pecho. Ahí recibió el disparo que le quitó la vida.
*****
Hace mucho calor en La Ciudadela, el termómetro marca 32 grados y la humedad se siente, pegajosa, en la piel. Desde la esquina donde nos acaba de dejar el taxi alcanzo a leer en una de las paredes del estadio de San Martín, pintada con grandes letras rojas que simulan llamas, la leyenda: Bienvenidos al estadio más caliente del país. La siesta sofoca y las calles del barrio están desiertas. Por Pellegrini ahora sólo vamos caminando Gustavo Rodríguez y yo. Gustavo, a quien todos conocen como El Gato, es un periodista pasional, de esos que han hecho del oficio su forma de vida. Tal vez por eso, en su relato, los detalles vuelven nítidos ahora que estamos repitiendo el recorrido que hizo hace más de doce años, esa tarde que balearon a Luis Caro. El Gato camina despacio y habla con una voz ansiosa que se entrecorta de vez en cuando por los fuelles castigados de nicotina. El Gato habla y recuerda.
Me cuenta que durante la semana que precedió al partido habían circulado rumores de posibles enfrentamientos entre las hinchadas. Era la primera vez que se jugaba el clásico tucumano desde el descenso de San Martín al Torneo Argentino A y muchos temían por la reacción de los barras santos ante las cargadas de los decanos. De hecho, ese amistoso debió jugarse cinco meses atrás y fue suspendido por razones de seguridad. Esa tarde, a la que El Gato recuerda ahora como una tarde cálida, hermosa para ir a la cancha, él sintió un clima enrarecido afuera del estadio; cierta tensión parecía saturar el ambiente. “Antes del partido se escucharon unos tiros, pero, en ese momento, yo pensé que eran cohetes”, me dice mientras caminamos por una vereda de calle Pellegrini poblada de robles y palos borrachos. Me comenta también que durante el encuentro hubo insultos y cánticos entre las hinchadas rivales, pero nada que hiciera prever lo que se vendría luego: “El partido termina cero a cero. Antes de que empiecen a patearse los penales, veo que parte de la hinchada de San Martín sale de la tribuna de la calle Rondeau. Al mismo tiempo, la policía empieza a tirar gases y balas de goma a la hinchada de Atlético en la tribuna de calle Bolívar”. Entonces, su experiencia como hincha de fútbol y su intuición de periodista le advirtieron que no debía quedarse en la platea a ver la definición. Algo sucedía fuera del estadio; algo mucho más importante que el resultado de un clásico.
“Cuando llego a la esquina de la cancha, lo único que veía era el malón de gente corriendo por calle Pellegrini y veía que caían las hojas verdes de estos árboles”, me relata en estos momentos en la vereda mientras señala un palo borracho que nos ataja del sol. Esa tarde de septiembre no hubo viento, lo que El Gato vio fue como las balas sacudían las copas de los árboles cercenando hojas y gajos. “A los hinchas de Atlético los venía corriendo la policía y los vecinos cerraban puertas y ventanas”, continúa con su historia y me explica que, entre los hinchas de Atlético, había barras de los Andes (su equipo jugaba al otro día en Jujuy y habían estado comiendo un asado con los decanos antes del partido). Seguimos caminando por Pellegrini al 400 mientras narra cómo se desarrolló la emboscada: “La hinchada de San Martín salió por la calle Matienzo (paralela a la Pellegrini) y dio la vuelta en Lamadrid. Desde Lamadrid y Pellegrini, los barras hacían disparos a los de Atlético que venían de frente. Los de San Martín no eran más de quince. Otro grupo, más rezagado, salió por la calle Lavalle, desde donde también hicieron tiros”. Ahora, mira a su alrededor como buscando algún objeto que lo devuelva al recuerdo de ese día y luego fija la vista en la calle vacía, recuerda: “La hinchada de Atlético destrozó todo lo que encontró a su paso: autos, vidrios de las casas, bolsas de basura. Hacé de cuenta que por acá pasó un huracán”. Intento imaginar el caos en esta apacible siesta de barrio cuando, de pronto, él se detiene frente al garaje de una casa, bajo la sombra de un gran árbol, y me dice: “Yo voy detrás del quilombo hasta que me lo encuentro a Luis Caro tirado justo acá”.
El recorrido termina donde comienza esta historia, en el 476 de la calle Pellegrini. La vieja casa está ahora abandonada. Las paredes verdes lucen gastadas, las rejas dañadas por el óxido y los vidrios están rotos. En el frente, arriba de la ventana, hay una pequeña gruta donde alguna vez hubo una virgen. El tiempo ha pasado, pero las últimas palabras del adolescente perduran indelebles en el recuerdo de El Gato, que las repite ahora con la mirada acuosa y una voz calmada que suena a tristeza. Cuando lo escucho, me acuerdo de algo que me dijo semanas atrás en una charla de café, eso que me impulsó a escribir esta historia: “el asesinato de Luis Caro fue lo más terrible que me tocó vivir en mis 22 años de periodista”.
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– No vas a ir al clásico. Ya te hemos dicho con tu mamá: vos a los clásicos no volvés más.
La advertencia de su padre, Luis Aldo, sonó con tanta firmeza en la casa de la familia Caro ese sábado fatídico que no le permitió dudar que se trataba de una prohibición. Pero Luis, a sus trece años, entendía el fútbol como un juego y esa sería su travesura.
Desde niño, Luis armaba una tribuna en su habitación atando sábanas que iban de una pared a otra. Agarrado a esas banderas de fantasía, saltaba y cantaba las canciones de la barra de Atlético. Así fue alimentado un fanatismo que creció en las plateas del estadio Monumental, donde su padre lo llevaba cada vez que podía a ver los partidos del deca en la B Nacional. Pero aquel clásico se jugaba en la cancha de San Martín y los rumores que anunciaban problemas habían encendido la alarma de los Caro. Esa tarde, Luis tenía que ir a entrenar en las inferiores del club All Boys, donde se había ganado la fama de ser un arquero virtuoso. Pero su pasión por los colores decanos pudo más que todas las prevenciones de sus padres.
Cae la tarde en el barrio Victoria y su madre, María Alejandra Alesucre, se pregunta por qué Luis no llega a casa. Luis Aldo ha salido a buscarlo por las calles del barrio y nadie sabe dónde está. Entonces, alguien le dice lo que él ya sospechaba, Luis se fue a la cancha. Salen en el auto de un vecino con rumbo a La Ciudadela. Pero el partido terminó hace una hora y ahí no queda nadie, sólo mugre y ruinas. Por la radio informan que hubo incidentes a la salida del estadio. Van a la comisaría. Ahí le dicen que hay heridos y que están en el hospital Padilla. Cuando Luis Aldo llega a la guardia del hospital lo reciben dos policías que se miran en silencio. Le piden que espere y esos minutos lentos desesperan. Los oficiales vuelven con una remera y un par de zapatillas blancas. Él las reconoce inmediatamente: son las de Luis. Hacía tan solo unas semanas las había llevado al zapatero para que las arreglaran hasta que pudiera comprarle unas nuevas. En ese preciso momento, Luis Aldo siente que su vida acaba de desmoronarse.
Ya es de noche y María Alejandra está sentada sobre una gran piedra en la vereda de su casa. Es una piedra que Luis ha colocado estratégicamente ahí para ver pasar a las chicas del barrio y lanzarle piropos. María Alejandra sabe que algo no está bien. Una angustia de madre le oprime el pecho. Algo malo ha pasado. Aparece un auto iluminando con sus faros la penumbra. De la puerta del acompañante baja alguien que da un par de pasos y cae de rodillas en medio de la calle. Es Luis Aldo. Lo que ha quedado de él tras la noticia. Entonces, María Alejandra escucha el grito de esas palabras que aún hoy la desgarran por dentro:
– Luisito está muerto.
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– Luisito está muerto – repite María Alejandra con el rostro mojado de lágrimas – Todavía me retumba esa frase en la cabeza. Nunca más me voy a olvidar de ese cuadro. Pensar que hacía tres horas había estado conmigo y me había dicho: vieja te quiero, ya voy a volver. Como nunca, ese día, mi marido no lo ha llevado a entrenar. Como nunca, yo no he salido a la vereda a despedirlo porque estaba en el baño. Todo ha encajado para que él se vaya. Es una cosa de no creer. Es horrible el momento y la circunstancia que me ha tocado vivir. Lo que más me ha matado es saber que él estaba tirado en la calle, pensado en no sé qué cantidad de cosas que le deben haber pasado por la cabeza.
Hay un silencio de pesada tristeza ahora en la casa de Fortunata García 2150. María Alejandra sabe que no se pueden desencajar las piezas de ese rompecabezas cruel del destino y eso le duele. En su mente, lo ha intentado miles de veces, en noches de insomnio, en mañanas de pena, en tardes de melancolía. Ha modificado la secuencia de los hechos alterando circunstancias, lugares y personajes para cambiar el final de esa película angustiante. Pero no ha podido contra las reglas del destino. Como tampoco pudo volver el tiempo atrás para arrancar del calendario ese día en que su vida cambió para siempre.
Ahora, en la amplia cocina comedor de paredes naranjas, María Alejandra se enjuga las lágrimas y mira de reojo el colchón de una plaza donde duerme Santino, su nieto de cuatro meses. Parece que esa imagen la reconforta, le devuelve por un momento la paz. Luego, traga saliva y rompe el silencio. Esta vez, sus palabras suenan más firmes y el tono ya no es de dolor, sino de bronca: “Te digo que Dios es muy bueno para perdonar tantas cosas, pero yo al infeliz ese no le perdono todo lo que mi hijo ha sufrido esa media hora que ha estado tirado en el piso”. Ese infeliz del que habla es el villano de esa película que se repite insistentemente en su cabeza. El ejecutor del acto irracional que le quitó a su hijo. Luis fue víctima de un odio brutal que se disfraza de pasión en una cancha de fútbol. Y para ella, ese odio tiene un rostro y un nombre:
– Yo lo acuso a “Flay” Roldán como el autor intelectual del crimen de mi hijo. Cualquier tonto se da cuenta, no hace falta estudiar leyes cuando te matan a un hijo. El sexto sentido de una madre no se equivoca.
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Apenas se conoció la noticia de que un hincha de Atlético había sido asesinado a la salida del estadio de La Ciudadela, tanto la policía como las primeras informaciones periodísticas no dudaron en responsabilizar del crimen a una facción de la barrabrava de San Martín a la que todos conocen como La banda del camión. Ese grupo de barras por entonces disputaba un espacio en la hinchada que históricamente lideraron los hermanos Ángel “El mono” y Rubén “La chancha” Ale. Hoy, con los Ale más preocupados en resolver sus problemas con la justicia (Rubén está procesado en una causa federal donde se lo acusa de liderar una asociación ilícita dedicada al lavado de dinero), La banda del camión se ha convertido en la barra oficial de San Martín y uno de sus principales referentes continúa siendo Sergio “Flay” Roldán.
El nombre de La banda del camión comenzó a escucharse en La Ciudadela a mediados de la década del 90. Era una barra de hinchas, casi todos del barrio Villa 9 de Julio, que iban siempre a la cancha de San Martín montados en el acoplado del viejo camión Ford 350 rojo y blanco con el que Juan Carlos “Tata” Fenoglio, el más veterano del grupo, trabajaba vendiendo escobas. Por entonces no eran muchos, pero hacían bastante ruido. Llegaban algunas horas antes del partido al estadio con su parafernalia de bombos, banderas, bombas de estruendo y bengalas. Hacían la previa en las calles de La Ciudadela y alentaban luego en la tribuna. Con el tiempo, los hinchas del santo los fueron reconociendo como referentes de la popular, principalmente a “Flay” y sus hermanos. Los Roldán formaban un numeroso clan familiar de puros hinchas cirujas, similar al que constituyen los Acevedo en la barrabrava decana.
Las primeras pesquisas policiales y la investigación que desarrollaron los periodistas del diario La Gaceta Gustavo Rodríguez y Facundo Pereyra, sostuvieron desde un primer momento la hipótesis de que el crimen de Luis Caro y la herida que recibió Carlos Eduardo Argañaraz fueron el trágico desenlace de una emboscada fríamente planificada por parte de los integrantes de La banda del camión. La prensa incluso llegó a especular con que los agentes de policía que participaron esa tarde del operativo de seguridad habían sido cómplices de los barras de San Martín, al permitirles salir del estadio antes de que finalizara el partido para luego interceptar a los hinchas decanos en las calles del barrio de La Ciudadela. Sin embargo, esto nunca pudo probarse. Para la justicia, el cruento enfrentamiento entre ambas hinchadas no habría obedecido a otro motivo más que el odio irracional con que suele manifestarse el fanatismo futbolístico. Cuando la fiscal Joaquina Vernal y el secretario Ernesto Baaclini pidieron que la causa sea elevada a juicio oral, insistieron en que los atacantes de Luis Caro actuaron motivados por ese odio perverso, como consta en el documento: “Cumplieron con su intención de matar a un simpatizante rival, por gusto o agrado, lo que determina el impulso de perversidad brutal”.
Al otro día del partido, los medios provinciales y nacionales informaban que la violencia en el fútbol se había cobrado una nueva víctima inocente. Los tucumanos pedían justicia por Luis Caro y la policía iba tras los integrantes de La banda del camión. El primero en caer fue el dueño del Ford 350, “Tata” Fenoglio. El hombre de 52 años estaba en su casa, donde los policías encontraron un viejo revólver calibre 22, el mismo calibre de las balas que hirieron a Luis Caro y Carlos Eduardo Argañaraz. El arma estaba registrada a su nombre. A quienes los oficiales no pudieron encontrar fue a “Flay” Roldán y sus hermanos. Parecía que se los había tragado la tierra. En el allanamiento de su casa de Villa 9 de Julio secuestraron, entre otras cosas, una foto en la que se veía a varios integrantes de La banda del camión en un asado. En la imagen, “Flay” está mirando a la cámara con el torso desnudo y un gorro de San Martín mientras sus compañeros apuntan con tres pistolas a la cabeza de otro hincha. Todos sonríen. Cuando le pregunte después por esa foto, “Flay” me dirá que es viejísima y que las armas eran réplicas de juguete. Que todo fue una broma; una broma de gente que se amanece en un asado.
Once días después del crimen de Luis Caro, agentes de la brigada de investigaciones irrumpen en una casa del pasaje Chubut al 600, en Villa Amalia. Los ha llevado hasta ahí la declaración de Karina Quintana, pareja de Diego Roldán, hermano de “Flay”. Los policías no necesitan buscar demasiado, sentados alrededor de una mesa encuentran a “Flay” y tres de sus hermanos: Diego “Condorito”, César “Cucaracha” y Claudio Roldán. Estaban jugando al truco.
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En julio de 2004, los padres de Luis Caro estuvieron por primera vez frente a los nueve acusados de haber participado del crimen de su hijo. Estaban ahí en esa sala fría de los Tribunales, sentados del lado de los imputados: Sergio “Flay” Roldán, sus tres hermanos, su hermana Silvina Marisol y su pareja Alejandra Beatriz Salinas. Junto a ellos se encontraban Juan Carlos Fenoglio, Segundo Antonio Velazquez y José Luis Naranjo; estos dos últimos acusados de haber ocultado a los Roldán durante el tiempo que estuvieron prófugos. En el transcurso del juicio oral, la mayoría de los testigos que habían señalado a los integrantes de La banda del camión como los que dispararon en contra de los hinchas de Atlético parecieron perder la memoria. Se retractaron, confundieron las circunstancias y olvidaron aquello que dijeron haber visto esa tarde trágica en La Ciudadela. No hubo testimonios ni pruebas suficientes para determinar quién le disparó a Luis. Lo que la justicia sí pudo establecer fue que el revólver calibre 22 de “Tata” Fenoglio fue el arma homicida. A lo que se sumó el hecho de que, en el momento de su detención, el test de parafina le había dado positivo de pólvora; dato que probó que había manipulado armas de fuego. Eso le valió una condena de nueve años de prisión por el homicidio de Luis. Mientras que a “Flay”, el tribunal le dio una pena de ocho años al considerarlo culpable de la tentativa de homicidio de Carlos Argañaraz. En su caso, lo que determinó su condena fue el testimonio del hermano del joven herido en la espalda, que declaró haber visto cómo “Flay” disparaba contra ellos. Los demás imputados fueron absueltos.
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Estoy sentado en un bar escondido en medio de una pequeña galería céntrica. Son las once de la mañana de un día nublado. Afuera, en la peatonal Mendoza, en la puerta del Mercado del Norte, hay un hormigueo incesante de gente que camina apurada. Adentro, todo está demasiado estático, no hay prisas. El mozo está acodado en el mostrador y un único parroquiano lee el diario. En la mesa, su café parece consumido hace un par de horas. “Flay” Roldán llega a pasos raudos, me da la mano con firmeza y se sienta en la silla de al lado. Es morocho, con el pelo bien corto a los costados de la cabeza y en la nuca. Tiene la nariz achatada en la punta, un poco torcida a la derecha, y unas pequeñas cicatrices en el rostro. Lleva una camisa a cuadros, jeans y un morral que deja colgado en el espaldar de la silla. Nada en su aspecto remite a San Martín, salvo el anillo gastado con el escudo del club que luce en el anular de la mano derecha. “Flay” habla rápido, las palabras le salen como si se empujaran unas a otras.
El que nos ha citado en este bar es Carlos “El mocho” Sánchez, otro de los antiguos integrantes de La banda del camión. Carlos, un morocho morrudo de espaldas anchas y frondosos rulos grises, es fotógrafo y tiene una casa de fotografía en esta galería. Él se sienta con nosotros, pero casi no interviene en la conversación y cuando participa, lo hace sólo para confirmar lo que “Flay” me cuenta. El relato que ellos hacen de lo sucedido aquella tarde del clásico difiere de la historia que se conoció por los medios de comunicación. En su versión, “Flay” no participó de los enfrentamientos porque salió de la cancha en dirección contraria a los incidentes, hacia la avenida que, entonces, era Julio Roca y que hoy se llama Néstor Kirchner. Tampoco cree que “Tata” Fenoglio haya estado en el lugar de los hechos porque, por su edad, no podría haber corrido hasta ahí. Su hipótesis es que Luis Caro quedó en medio de la escaramuza que tenía de un lado a la policía y del otro a los hinchas de Atlético. Entonces, según su versión, la bala sólo podría haber venido de los barras decanos, o bien de las fuerzas de seguridad.
– ¿Dónde estaba la barra de San Martín cuando se arma el quilombo fuera de … – la respuesta de “Flay” no me deja terminar.
– Supuestamente, la hinchada de San Martín sale dos cuadras más adelante de donde lo hieren. El chico cae a mitad de cuadra. Es imposible que no haya chocado con la cana y que la cana no haya visto nada si ha sido la hinchada de San Martín. Ellos no ven a nadie. Supuestamente, sale un grupo de San Martín a una cuadra de la avenida. Si vos me decís que el chico fue baleado en una esquina es más factible. Pero no, al tiro lo han hecho de cerca y él cayó entre la cana y la barra de Atlético.
– Pero entonces hubo un enfrentamiento entre la barra de San Martín y la de Atlético.
– Yo que sepa… lo que los changos nos cuentan a nosotros es que ellos nunca han llegado a chocar con la hinchada de Atlético.
– Y por qué decís que el tiro puede haber venido de la policía.
– Al chiquito lo tienen tirado un tiempo aproximado de cincuenta minutos y la cana no dejaba que lo auxilien. Lo que nosotros nunca hemos podido llegar a saber es por qué lo dejan que muera ¿me entendés? Yo creería que la cana tenía miedo de caer ellos, por eso dejan que pase el tiempo. Una vecina había sacado el auto y lo quería llevar al hospital, pero no se lo permiten.
– ¿Por qué crees entonces que la familia Caro te apunta a vos como el responsable de la muerte de su hijo?
– Los Caro no apuntan, a los Caro le dicen quien puede ser y ellos tienen que apuntarlo. Es lo mismo que si a mí me matan un hermano y me dicen ha sido tal, yo toda la vida voy a acusarlo a ese y voy a morir con esa idea ¿me entendés? La policía les decía: ustedes tranquilos que ya tenemos a los asesinos. ¿Sabés cómo ha sido la investigación? Han necesitado a cinco nomás para hacer las investigaciones: cuatro para que te agarren de los pies y las manos y otro para que te meta corriente. A mí y a mi hermano nos han llevado al río, nos han ahogado y metido corriente. Si yo hubiera sido, tengo que entregar el arma y hacerme cargo. El fiscal estaba parado ahí. Me han metido picana en la boca y en los huevos. Esa era la forma de investigar, ni más ni menos.
Cuando “Flay” habla del fiscal se refiere a Ernesto Baaclini, el secretario de la fiscalía VIII que desarrolló la investigación. Por entonces, él integraba la comisión directiva del club San Martín. Los integrantes de La banda del camión aseguran que tenía una vieja disputa personal con ellos y que por esa razón armó toda la causa para condenarlos. Lo cierto es que, tiempo antes de jugarse aquel partido amistoso, había aparecido en la popular del Santo una bandera con la leyenda: Baaclini bancador de prostíbulos. Entre las irregularidades que “Flay” afirma existieron durante la investigación, destaca un confuso episodio en el cual el revólver secuestrado a Fenoglio – que luego sería considerado como el arma homicida – se dispara accidentalmente en la fiscalía. Roldán asegura que, contrario a lo que se estableció en el transcurso del juicio oral, el plomo que se extrajo del cuerpo de Luis Caro no coincidía con las estrías del revólver de “Tata”, según habían determinado el gendarme y el perito de la policía que realizaron las pericias solicitadas por la defensa de Fenoglio. Sin embargo, ese peritaje no fue considerado valido como prueba durante el juicio. Me hubiera gustado tener la posibilidad de mirarlo a los ojos y preguntarle a Juan Carlos Fenoglio si él disparó el arma asesina. Al principio aceptó contarme su historia, pero después, horas antes de la entrevista, cambió repentinamente de idea. Sólo dijo que prefería no revolver el pasado.
Me pregunto ahora cómo funciona una barrabrava. Cómo una tribuna de fútbol puede ser un espacio de poder y qué rol juega en esa oscura institucionalización de la pasión la persona que tengo sentada al lado. Me pregunto y le pregunto a “Flay”:
– ¿Cuál es tu rol en la hinchada?
– Todo lo que es el folclore y evitar que haya roces. Yo voy a la cancha y hay veces que ni veo el partido, me pongo abajo, de espalda a la cancha, y miro que no pase nada. Soy el primero en llegar cuando pasa algo y a mí me hacen caso. Yo los separo. Si vos los has calmado ya se termina el quilombo. Si vos dejás que se genere, no lo parás más.
Lo que “Flay” define con vaguedad como folclore incluye a todos esos rasgos distintivos que han caracterizado históricamente a las hinchadas del fútbol argentino como las más coloridas y pasionales del mundo: las banderas, los cánticos, los bombos, la pirotecnia; todos esos aspectos que parecen inofensivos y que son parte esencial de nuestra cultura futbolera. Lo que deja de lado en su definición es ese folclore que tiene a la violencia como una enfermedad terminal enquistada en nuestras tribunas: la concepción del rival como un enemigo, las disputas internas por el dominio de la popular, la lucha por el poder, el aliento como negocio.
Aun cuando su presencia imponga respeto en la popular, “Flay” no se reconoce hoy como líder de una facción de la barrabrava de San Martín, sino que se define como “un hincha más”. Una vez que cumplió con su condena, él siguió yendo a la cancha porque no hubo quien se lo prohibiera: ni la justicia, ni la Asociación del Fútbol Argentino, ni el club. Como, al parecer, tampoco le habían impedido ir al campeonato mundial en Sudáfrica en junio de 2010. Esa vez, Sergio Roldán viajó junto a otros barras de distintos equipos del país como parte de la agrupación Hinchadas Unidas Argentinas. Por entonces, él purgaba los últimos meses de su condena bajo un régimen de libertad condicional y solicitó en Tucumán un permiso a los jueces para que lo dejaran salir del país. Sin embargo, no esperó por la respuesta Judicial. Al llegar al aeropuerto de Johannesburgo, las autoridades sudafricanas ejercieron el derecho de admisión y decidieron deportarlo junto con otros nueve barras argentinos. “Flay” llegó a la Argentina esposado y esa imagen se repitió en todos los diarios. Una vez más era noticia.
Cada vez que se discute sobre las barrabravas, se repite la pregunta sobre quién está detrás de estas organizaciones: ¿De dónde sale el dinero que les permite viajar, comprar bombos, hacer banderas? “Flay” me asegura que el fútbol no es su trabajo ni su negocio y que nunca lo fue: “A nosotros no nos dan nada y nunca nos ha dado la dirigencia del club. Nosotros nos bancamos las banderas, lo hacemos porque nos gusta. Si hay algunos hinchas que te colaboran para los viajes. Y saben que no vamos a lucrar con esa plata. Por ahí tenemos directivos amigos que nos ayudan, pero sólo por amistad, como puede colaborar cualquiera. Nosotros no nos acercamos ni a hablar con los jugadores, porque en todas las hinchadas les piden a los jugadores, a los choripaneros, a los que cuelgan las banderas en la cancha. Eso por suerte en San Martín no pasa y esperemos que no pase nunca. No se puede desvirtuar lo que es un sentimiento, un hobby, con un negocio donde se lucra. Ahí se van a matar, como pasó con Boca, con River, porque hay mucha plata de por medio”.
Según sus palabras, el trabajo de Sergio Roldán es la política. Su padre, Ramón Roldán, es un histórico puntero político peronista del barrio El Molino, donde maneja un centro vecinal. Cuando fue acusado por los incidentes con la barra de Atlético, “Flay” era empleado del Consejo Deliberante por el bloque justicialista y se lo vinculaba con Antonio Álvarez, quien entonces era presidente del Consejo. Hoy no oculta su relación con el legislador del massismo Gerónimo Vargas Aignasse, para quien opera en Villa 9 de Julio. “Flay” describe su trabajo en el barrio como “trabajo social” y no duda en definir a la política como su principal pasión, incluso por encima del fútbol: “Trabajamos socialmente con la gente. Para mí ese es el hobby más grande, te diría que más que San Martín. Amo la política, desde chico, no sé por qué”.
La charla se extiende en el relato de su capacidad para movilizar gente en época de elecciones y en las distintas gestiones que ha hecho en Villa 9 de Julio, desde una escuelita de fútbol hasta la creación de un barrio de 16 manzanas al que ha bautizado Ciudadela Norte. “No le he puesto ‘Flay’ porque no cabía”, me dice sonriendo. Su mayor sueño, me confiesa luego, es ser concejal. De pronto, descubro que la galería está desierta y oscura. Todos los locales han cerrado. Sólo queda el mozo con un manojo de llaves esperando para cerrar. Mira hacia donde estamos, pero no se anima a interrumpir. “Flay” se acaba de percatar de su presencia. Le dice que espere, que ya nos vamos. Apuro una última pregunta:
– ¿Tenés algo que decirle a la familia Caro?
– Nosotros siempre hemos dicho que la madre no va a lograr que esa alma descanse en paz hasta que sepa quiénes son los culpables. En todo su dolor tiene su derecho a culparnos. Si a ella le dicen: a tu hijo te lo ha matado aquel, eso no se lo va a sacar más del mate. Ahora que está en calma, que vaya y pregunte por el plomo. Que busque a los peritos de Fenoglio. Que hable con los que han estado a la vuelta del hijo. Que les pregunte dónde estaban los hinchas de San Martín, quiénes estaban, a quiénes han visto cerca y de dónde venían los tiros.
Me despido de “Flay” en la esquina del Mercado del Norte, nos vamos por Mendoza en direcciones contrarias. Son casi las dos de la tarde. El día sigue nublado y las calles del centro están vacías de gente. Siento que camino por una ciudad fantasma. Voy pensando en una canción de Fito Páez de los ochenta: Ciudad de pobres corazones.
Esta tarde María Alejandra me recibe con la camiseta de Atlético y su nieto Santino en brazos. No sé qué cara pongo, qué gesto de sorpresa me delata, pero no tardará en explicarme que, desde la muerte de Luis, se ha vuelto mucho más hincha del club que su hijo tanto amaba. Esa es una de las maneras que ella tiene de recordarlo. Es que “Cuchi”, como lo llamaban familiares y amigos, es una ausencia siempre presente. Él está ahora al lado del cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, en ese gran portarretrato que hay en un rincón de la sala, sobre el hogar de ladrillos a la vista, junto a los trofeos que su hermana menor ha ganado en certámenes de danzas. Él está en la popular del estadio Monumental cada vez que juega Atlético, en una gran bandera celeste y blanca que dice: Hoy como siempre, Luis Caro presente. Él está todos los 15 de septiembre cuando los decanos conmemoran el día mundial del hincha de Atlético Tucumán para homenajearlo. Y él está también en las efemérides trágicas de los diarios cada vez que la violencia le roba otro hincha al fútbol. Está como están las ausencias que duelen, como una emoción que estruja por dentro.
María Alejandra había conocido por primera vez ese devastador sentimiento de ausencia casi un año antes de la muerte de Luis, cuando perdió al bebé que había llevado ocho meses en su vientre. Todavía no se había recuperado de esa pena cuando la vida la golpeó de nuevo. Ahora, mientras mece a Santino en sus brazos, busca las palabras para explicarme lo difícil que fue aceptar la ausencia de Luis: “Los primeros meses te ilusionás con que ya va a venir, o pensás que se ha ido de viaje y que ya pronto va a volver, pero cuando pasan los meses te das cuenta de que no va a volver más. Después empezás a extrañarlo con locura y ahí empieza tu verdadero calvario”.
Para María Alejandra ese calvario fue simplemente vivir. Y para poder vivir, tuvo que comprender lo que a mí me resulta incomprensible: “Cuando vos perdés un hijo, para vos se detiene el reloj; para los otros, el tiempo sigue pasando. Y sus vidas siguen igual, porque a ellos no les ha pasado nada. A la semana que Luisito ha muerto, los vecinos se han despertado y han puesto música porque la vida de ellos continuaba. Son muchas las situaciones que tenés que pasar y aprender a sobrellevarlas. Y tenés que aprender a comprender. La gente te dice: lo siento mucho, te entiendo. Pero no, esas son frases vanas porque no te alcanza la vida para entender a una madre que ha perdido a un hijo”.
Ella tiene razón, no puedo ponerme en su lugar. No puedo siquiera preguntarme por la más ilógica, incomprensible e inimaginable de las pérdidas que una persona puede soportar. No puedo asomarme al abismo de esa pena insondable. No puedo sentirlo ni entenderlo. Nadie puede. En los días lacerantes que siguieron a la muerte de Luis, María Alejandra se ha preguntado todo el tiempo cómo seguir viviendo con el vacío en el pecho que le ha dejado la ausencia de su hijo. Al principio, me confiesa, lo único que quería era morir ella también. O vivir, pero sólo para vengarse de aquellos que le habían quitado a su hijo. Y esa vida, no era vida. Por eso reunió fuerzas que creía acabadas y empezó a trabajar para estar mejor. Sólo así, podría ayudar a su marido a recobrar la fe en Dios y contener a su hija, que entonces tenía nueve años. No fue fácil. La metáfora que usa para explicar ese proceso me parece muy significativa: es como estar tirado, sin poder moverse. Primero, hay que esforzarse mucho para estar de rodillas y luego, luchar aún más para ponerse de pie.
Y si María Alejandra hoy está de pie, mucho ayudó en eso su participación en el grupo Renacer. Ese grupo que nació de una pena similar hace 26 años en Río Cuarto cuando Alicia y Gustavo Berti buscaron la forma de sobrevivir a la muerte de su hijo. Para eso, decidieron reunirse con otros padres que atravesaban la misma experiencia traumática y pensar juntos cómo continuar con sus vidas. Los Berti tomaron algunas de las enseñanzas de la logoterapia, una disciplina psicoterapéutica fundada por el psiquiatra austriaco Viktor Frankl tras su paso por el horror de los campos de concentración nazis. El objetivo de la logoterapia es la búsqueda de sentido de la existencia humana. En Tucumán, el grupo fue fundado en 1993 por Tatá Pisarello y José Divizia tras la muerte de “Pipi”, su hija de 18 años. José me explica una tarde en la cocina de su casa de barrio sur, que el objetivo de Renacer no es juntarse a hacer catarsis, llorar y lamentarse del destino, sino volver a reinsertarse en la vida de la manera más integra posible: “La idea es que la muerte de un hijo no sólo te deje dolor, sino también enseñanza. Que te haga un poquito más sabio, que te permita aprender cosas. Y si aprendés, con el tiempo, terminás convirtiéndolo a tu hijo que se ha ido en tu maestro. Vos pasás a ser hijo de él. El homenaje de amor a tu hijo no puede ser morirte junto con él, el homenaje es vivir plenamente la vida que te quede y convertirlo a él en tu maestro”.
Ahora estoy frente a una mujer de 45 años que ha sobrevivido a la ausencia y al dolor. Una mujer que lucha todos los días para dejar atrás un pesado rencor.
– ¿Qué siente hoy por aquellos que asesinaron a Luis?
– Después de haberle pedido tanto, tengo la gracia de que Dios me haya concedido no acordarme de ellos. No los recuerdo. No están en mi mente ninguno de ellos. Antes, me levantaba y me acostaba pidiéndole a Dios que me ayude para que se mueran, para que los haga desaparecer. Con el tiempo, he aprendido a fortalecerme espiritual y mentalmente. Ahora no los recuerdo, para mí no existen. Yo me acuerdo de mi hijo y de las cosas lindas que he vivido con él.
Cuando la escucho, me parece por un momento que estoy ante una mujer distinta de aquella que días atrás me había dicho que nunca olvidaría ni perdonaría a los asesinos de su hijo. Entonces creo entender qué es lo que hace de su dolor, un dolor incomprensible. Así como es una contradicción natural que los padres entierren a sus hijos, el sufrimiento de una madre ante esa pérdida también está atravesado de emociones contradictorias. Es un devenir constante de la bronca a la paz, de la venganza a la reconciliación, de la ausencia al recuerdo y de la pérdida a la esperanza; como esa que transmiten estas últimas palabras con las que María Alejandra le acaba de ganar al odio.
Ahora se ha hecho de noche. En el televisor del comedor acaba de comenzar la transmisión del partido de Atlético contra Unión de Santa Fe. Los ojos de María Alejandra y los de su esposo se fijan en la imagen de la cámara que recorre los distintos sectores de la cancha. Ella lo siente. Luis Aldo lo sabe. Yo acabo de darme cuenta: en la tribuna local, falta un hincha.