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Reivindicar a las putas, defender el derecho de ser monstruas, repudiar el estándar de belleza, desobedecer el mandato de ser sumisas, vírgenes, madres,parejas abnegadas e, incluso, buenas víctimas.
“¿Esos encuentros de mujeres? ¿ahí donde son todas lesbianas y putas? ¿las que asesinan bebés? No vayas…” Lo escucho a los 17 años, lo dice una señora mayor a una chica con delantal blanco -como yo- en la peatonal Muñecas, a la salida de la Escuela Normal en San Miguel de Tucumán.
“Hay una chica que no aparece”, una compañera en la facultad de Derecho me da un volante. Unos ojos en blanco y negro me devuelven misterio y tristeza. El chico de la fotocopiadora pega el rostro de Marita Verón a la par del precio de los anillados.
“¿Y si salimos a bailar al Abasto?”, terminamos de rendir en las mesas libres y decidimos divertirnos. Al otro día mi vieja me despierta: “no encuentran a una estudiante de Comunicación, ¿la conocés?”. Le digo que no. Me preguntaré por siempre si la vi esa noche. Durante años no tomaré remises o taxis sola y pensaré en Paulina Lebbos.
“Esas minas horribles que salen en bolas, las feministas, ¿qué se creen mostrando las tetas caídas, los culos aplastados?”, me lo dice a los veinti un taxista conmocionado. Corre el año 2009 y el Encuentro Nacional de Mujeres está instalado en las entrañas de mis pagos tucumanos. Hay una cadena de “feligreses” que custodian la Catedral con rosarios, fotos de bebés, fetos y un rezo ininterrumpido que más que oración es un grito pavoroso, mezcla de miedo, odio y gas pimienta en los bolsillos.
“Cagamos, ya saltó la feminista”, frase dicha en tono acusatorio por mi chico de entonces cuando no coincidimos en algún debate. Cierto escozor en la nuca cuando me dicen que feliz día de la mujer, lo más bello y frágil que hay sobre la tierra.
Y a los treinti “¿cuándo vas a tener hijos?”
Fragmentos dispersos de mi vida, pasajes inconexos que sólo pude unir años después, cuando vivencié mi primer Encuentro de Mujeres. Reivindicar a las putas, defender el derecho de ser monstras, repudiar el estándar obligatorio de belleza, desobedecer una y mil veces el mandato social de ser sumisas, vírgenes, madres, enemigas, amas de casa sin opción, esposas o parejas abnegadas e, incluso, buenas víctimas.
La ciudad de La Plata es un sinfín de diagonales que –para otrxs- parecen tener sentido. Es sábado 12 de octubre al mediodía y el temporal atrasó varias horas mi llegada a ese laberinto. Si exprimiera los pañuelos verdes que cuelgan raídos de aquellos árboles llenaría un balde o dos. Un señor enciende la parrilla y desafía la llovizna mientras comenta que durmió en el Estadio Único para guardarse un buen lugar. Que se le mojó todo y que no sabe si va a recuperar algo con los choripanes del día. La apertura del Encuentro –ahora- plurinacional de mujeres, lesbianas, travestis, trans, bisexuales y no binaries se canceló por los riesgos de la tormenta eléctrica.
Al principio, el panorama no promete. Los puestos y las carpas que alcanzo a ver están inundados o hechos jirones. Las que vinieron organizadas se reúnen donde pueden a pensar cómo seguir. Pero las 3 de la tarde, la hora de los talleres, las facultades estallan.
Miro alrededor y, de repente, pienso en mi primer Encuentro en Rosario, en 2016. En cómo crecí en estos años, en gran parte, gracias al feminismo. En la cantidad de compañeras que están ahí para descubrirse en los talleres, en la voz de las otras. Y sonrío.
Cada Encuentro tiene su mística y su magia. No hay dos talleres iguales. Algunos varones me preguntan qué tiene de especial hablar entre nosotras, de qué hablamos, incluso si sólo hablamos de ellos.
En mi taller, una mujer de unos cincuenta años pregunta desde cuándo existe el misosprostol porque ella sólo pudo abortar de forma quirúrgica y dolorosa. Una joven de unos veinticinco, cuenta -entre llantos- que fue a abortar con su mamá a una clínica clandestina donde la maltrataron. Su madre le confesó que ella abortó también, en el mismo lugar. Otra mujer se levanta, se hace visible su panza de unos siete meses de embarazo, cuenta cómo intentó interrumpirlo en las primeras semanas y su método falló por desconocimiento. Llora porque no quiere maternar. Recibe abrazos, apretones de mano y gestos de apoyo de un cúmulo de desconocidas. Un varón trans habla de cómo las personas gestantes no son sólo las mujeres, también lo son los trans, bisexuales y no binaries. Y que hablar de la menstruación de los hombres trans sigue siendo tabú. Una joven alza la voz para compartir que ella también abortó con pastillas y que tuvo que aguantarse los gritos de dolor porque no se animó a contarle a su marido, que dormía a la par en su cama.
Con cada relato, el peso de sus hombros se alivia visiblemente. Cuando vomitan las verdades que no pueden ser dichas en la cotidianidad de sus días, sus ojos se humedecen y la voz deja de ser sonido apretado para convertirse en canto libre.
Un varón mayor de 60 años irrumpe con mirada desafiante. Lleva de la mano un niño de unos 10 años, ambos portan un pañuelo celeste en sus respectivos cuellos. Entran al piso, miran en cada aula. Se quedan unos segundos en la ronda y, finalmente, se van por donde vinieron sin que nadie le diga nada. Pienso en los varones que me preguntan si sólo hablamos de ellos en los encuentros. Sonrío, de manera inevitable.
Si vas a los Encuentros descubrís que las marchas de cierre son momentos únicos, sororos, acuerpados, emocionantes y de muchos cantos creativos. También que no todas las compañeras tienen la misma forma de expresar la furia feminista que atraviesa nuestras realidades. Y elegís cómo vivirlo y dónde quedarte.
El domingo 13 de octubre la marcha transcurrió entre esperas de 3 y 4 horas, corridas y olas feministas, cantos, redoblantes, sirenas, pelucas, glitter, máscaras, bengalas, pintadas, piedras y fuego. No, necesariamente, en ese orden.
Es una marcha que interpela a las ciudades que reciben al Encuentro. Su recorrido hace tangible el canto ahora que sí nos ven. Las paredes se escriben con los nombres de las que no volvieron. Con aquello que necesita ser nombrado para existir. Las instituciones son cuestionadas desde lo ideológico hacia lo físico, lo tangible. Las piedras que se asestan contra los vidrios y fachadas de edificios gubernamentales piden la caída de un sistema como David a Goliat. Algunas eligen protestar con su desnudez, cuestionan que los cuerpos sin ropa solo puedan existir para el consumo, en especial, de los varones heterosexuales.
El camino, usualmente, pasa por las catedrales donde –al menos esta vez- no hubo grupos civiles de custodia aunque sí innumerable cantidad de vallas negras y policías antidisturbios. Este año, la marcha se partió en dos en la plaza San Martín. La comisión organizadora siguió por las afueras de la ciudad hacia el Estadio Único y la columna plurinacional eligió marchar hacia plaza Moreno, donde se encuentra la Catedral de La Plata. Después de varias horas de caminata, fiesta, corridas, cuidados mutuos y espera, la marcha se desconcentra y cada cual emprende la vuelta para recobrar energías para el día de cierre.
“A ustedes no les puedo habilitar la mesa de billar porque son mujeres, son órdenes del dueño. ¿Por qué no juegan al pool?”, me dijo el mozo de un billar tucumano hace más de 10 años. Fue la primera vez que me sentí discriminada, de frente y sin ninguna duda, por ser mujer y en algo tan banal como jugar al billar. Al principio creí que era una broma pero ante el gesto duro y la mirada condescendiente del interlocutor, una furia indignante invadió mis sentidos. De nada valió insistir o intentar razonar. Días posteriores -junto a mi amiga Mariana- volvimos al billar. El mismo mozo, la misma respuesta, la innumerable cantidad de mesas de billar vacías y el convencimiento de que una mujer jamás debería usarla.
El billar de calle Buenos Aires se fundió hace años. Era sólo una expresión más de los valores arraigados en lo más profundo de la sociedad tucumana, aún en la actualidad. El Encuentro existe como respuesta a las innumerables violencias que transitamos en nuestras vidas, por más pequeñas que parezcan. Pero sobretodo porque sabemos que juntas rompemos silencios, movemos el mundo. Y, por qué no, fundimos billares.