En una calle oscura, ellas ríen

Crónicas de Acá

En una calle oscura, ellas ríen

Adolescentes bien vestidos, rugbiers corpulentos, médicos elegantes y parejas curiosas las buscan en la noche y les pagan para satisfacer placeres inconfesables. La historia de tres travestis que se prostituyen para vivir y un abogado que lucha contra policías proxenetas. Sexo, amor, violencia, discriminación y algunas carcajadas.

La primera vez que Priscila se puso una pollera tenía 18 años. Esa noche, sus ganas de ser mujer pudieron más que las amenazas de Hugo, su hermano mayor. Él le había prometido que le pegaría un tiro por puto.

Era casi la medianoche y en el barrio San Cayetano se escuchaban los ecos de una cumbia cuando Priscila caminó las siete cuadras que separan su casa de la casa donde la esperaban Soledad y Giselle, dos amigas travestis. Ahí se despojó de sus ropas de varón y las chicas, mayores y con más experiencia que ella, la asesoraron para que eligiera la pollera y los zapatos que mejor le lucían. Se decidió por una pollera blanca muy corta, una remera roja y unos zapatos negros de tacos altos que la hacían caminar con torpeza. Era sábado y las tres querían verse despampanantes para ir a Diva, el boliche de Rivadavia 1312 que reúne en sus pistas a gays, lesbianas, transexuales, drag queens y curiosos de todo tipo. Una vez que terminaron con el ritual femenino del maquillaje, caminaron hasta la esquina para tomar un taxi. Cuando esperaban el auto, Hugo pasó en moto junto a su novia y reconoció a Priscila; aunque para él seguía siendo Pablo, el hermano homosexual al que odiaba por ser lo que era y que ahora, frente a sus ojos, se vestía como mujer. Paralizada por el miedo, Priscila vio como Hugo se alejaba en la moto repitiendo aquella vieja amenaza que ella conocía, pero que esta vez no sonó sólo como una simple advertencia. Le dijo que volvería para pegarle un tiro.

Esa noche Hugo no volvió. Cuando iba a su casa a buscar una pistola, su mujer logró convencerlo de que no lo hiciera. Menos de un año después, un error de cálculo impidió que cumpliera su amenaza.

La noche que Hugo le disparó, Priscila estaba con Ely; una amiga que le había pedido que le hiciera gamba para conquistar a un chico del barrio. Para entonces, su hermano se había separado de su pareja y había vuelto a la casa familiar de San Cayetano. Por eso Priscila era Priscila sólo cuando salía de noche, en su casa, continuaba vistiéndose como un hombre. Hugo llegó borracho y vio que en la vereda del frente Priscila y Ely charlaban con un grupo de muchachos. Las llamó y, una vez adentro, le vociferó:

– ¿Vos qué te pensás que vas a andar con todos esos changos?

– No pensés mal, le estaba haciendo gamba a ella – no terminó de explicar Priscila cuando su hermano agarró del pelo a su amiga y la lanzó al piso.

Luego sacó una pistola calibre 45, le apuntó a Priscila y disparó a pocos centímetros de su oreja derecha. La bala pegó en una pared y cayó sobre la mesa de luz. Aturdida, ella atinó a empujarlo y las dos salieron corriendo. En su huida, Priscila encontró abierta la puerta de la casa de una vecina de su misma cuadra. Entró hasta la habitación donde doña Michila y su esposo dormían y los despertó. La pareja saltó sobresaltada. Priscila les rogó que no le dijeran a su hermano que ella estaba ahí y se metió bajo la cama. Estuvo cuatro horas refugiada en esa estrecha oscuridad como una niña que juega a las escondidas. Afuera, Hugo la buscaba por las calles del barrio con la pistola en una mano y una cadena en la otra.

Al poco tiempo de ese episodio, Hugo fue condenado por robo y estuvo casi tres años en el penal de Villa Urquiza. Cuando salió en libertad y volvió a San Cayetano, a Priscila las distintas operaciones la habían transformado en una travesti voluptuosa. Ella se había mudado a su propia casa, una prefabricada ubicada a sólo tres cuadras de la vivienda familiar, donde todavía convive con Lucas, un joven seis años menor que ella al que llama su marido. Hugo no tardó en caer preso de nuevo. La última vez acusado de matar de ocho tiros al llamado Rengo Ordóñez, un famoso dealer de La Costanera. Lo acribilló una mañana después de enterarse que salía con su mujer.

Néstor, su otro hermano mayor, también está en la cárcel. De una discusión con él, Priscila conserva en la pierna izquierda la cicatriz de un corte profundo con el pico de una botella. Tapó la marca de esa herida tatuándose una gran letra A que representa el nombre de Alejandro, un hermano menor muerto en un accidente de tránsito.

*****

Espero a Priscila y Giselle en el bar de la estación de servicio Refinor que está frente a la antigua terminal de ómnibus, en El Bajo. Son las 20.30 de un miércoles y el horario no es arbitrario, en un rato comienza el amistoso entre la selección argentina de fútbol y la de Brasil. Ellas prefieren ese momento de la noche porque dicen que la transmisión del partido por televisión las va a dejar sin clientes.

Priscila es una morocha monumental de 30 años y un metro ochenta de alto. Espalda ancha. Brazos fuertes con los músculos marcados. El pantalón ajustado le marca la cola grande y firme. Tiene puesto un chalequito de jean y una remera blanca corta que le deja al descubierto el piercing del ombligo. De la remera desbordan generosos pechos. En el izquierdo, llama la atención un tatuaje en tinta china. Hay que verlo de cerca para distinguir la imagen: es un Cristo que parece levantarse con esfuerzo de su cruz. Riendo a carcajadas, Giselle me dice que es Jesús saltando la tapia. Cuando Priscila se tatuó al Cristo resucitando o saltando la tapia tenía doce años y el pecho llano como una tabla. Todavía no era ella, en el barrio lo apodaban Pelao y, a pesar de que lo tildaban de mariquita, era, como ella dice, uno más de los changos. El tatuaje fue obra de Juan Almonte, un joven que por entonces estampaba gratis su arte en la piel de los adolescentes de San Cayetano. Juan murió hace unos años apuñalado – las chicas no se ponen de acuerdo si de siete o veinte puñaladas – en una pelea barrial. Su hijo de 17 años ahora también es travesti.

A simple vista, la figura de Giselle contrasta con la de Priscila. A la par de su amiga parece aún más pequeña que su escaso metro y medio de altura. Es petisa pero fornida. Tiene hombros amplios y las piernas carnosas de una jugadora de hockey. Usa un short de jean ajustado y una remera rosa con detalles en strass que marca la redondez de sus pechos. En su cara maquillada resaltan unos ojos negros y brillosos; como de muñeca triste. El pelo largo y teñido de rubio con una cola al costado de la cabeza acentúa ese aire infantil. Giselle parece una niña de 38 años.

Pedimos una pizza y comienzan a contarme de a poco sus vidas. El relato es desordenado y las anécdotas se van enredando. Por momentos, controlan la entrevista y son ellas quienes hacen las preguntas. Hablan rápido, con esa voz impostada que los comediantes hiperbolizan para hacer de las travestis un estereotipo. Y ríen, ríen todo el tiempo; no importa que tan dura o cruel o injusta sea la historia que cuentan. Ríen con natural desfachatez. Ríen y parece que esa es su actitud ante la vida.

Giselle y Priscila son amigas inseparables. Las dos se criaron juntas en el barrio San Cayetano y aún hoy siguen siendo vecinas y compañeras en la calle. Cuando Priscila era adolescente, Giselle le enseñó todos los trucos que conocía para que se muestre siempre linda y pueda seducir a los hombres. También fue su mentora en el mundo de la prostitución. Priscila lo cuenta con su desparpajo característico:

– Ella ha sido quien me ha dicho que haga la calle. La primera vez que yo he trabajado era gay, no tenía ni tetas ni culo ni nada.

– Ohhhhhhhh – exclama Giselle llevándose una mano a la boca y fingiendo cara de escándalo.

– Y si ¿Te hablo así que no? – me dice Priscila y asiento con un gesto. La escena termina en carcajadas.

Priscila trabaja en la cuadra de la Avenida Saenz Peña al 200. Ahí, en esa calle oscura, la encuentran todas las noches adolescentes muy bien vestidos, rugbiers corpulentos, médicos tímidos, abogados elegantes, parejas curiosas y muchos otros que buscan saciar apetencias sexuales inconfesables. La mayoría de ellos le pide que cumpla el rol de hombre en la cama y eso le molesta: “Yo trabajo más como activa que como pasiva. Me da bronca y no quiero ir a trabajar porque, a veces, es tanto lo que yo ta ta y ta – me hace un gesto universal que consiste en agitar un puño cerrado hacía adelante y atrás – con un tipo, con el otro tipo. Que te la chupa uno, que te lo tenés que coger al otro. No, me canso, me agota. Siempre ha sido así pero ahora son pendejos. Los pendejos que tienen plata son peores, los chetitos”. Otros le reclaman tener sexo sin preservativo y se van decepcionados cuando ella se los niega.

No puedo dejar de pensar que en la oscuridad de la avenida Saenz Peña al 200, entre las travestis que buscan ganar unos cuantos pesos, desfila todas las noches la doble moralidad de muchos tucumanos.

También lo hace en la esquina de Sargento Gómez y Charcas, en el corazón de El Bajo. En ese lugar donde conviven borrachos y vagabundos, Giselle y otras prostitutas esperan por sus clientes. Me explica que, a diferencia de Priscila, ella trabaja sólo como concha; lo que significa que es siempre sexualmente pasiva. Muchos de sus clientes no se dan cuenta de que es travesti, algunos fingen no saberlo y a otros no les importa.

Mientras come una porción de pizza, Giselle me cuenta que tuvo la certeza de que era gay a los seis años, cuando descubrió que se enamoraba de sus compañeros varones en primer grado de la escuela: “Me di cuenta sola de que me gustaban los chicos. Pero pensaba que eso estaba mal, porque yo era varón. Creía que yo tenía otros pensamientos y que Dios me iba a castigar por los pensamientos que tenía; eso me decía a mí misma. Era una mujer atrapada en un cuerpo de hombre. Yo luchaba contra mi misma, contra mi otro yo”. Priscila, en cambio, no reflexiona demasiado y me dice simplemente que siempre le gustaron los changos. Para ellas, los gays tienen más traumas que las travestis porque deben esforzarse todo el tiempo para ocultar su costado femenino. Ellas, en cambio, se sienten mujeres y así se muestran ante una sociedad que, por lo general, rechaza ese acto de libertad. Por eso Priscila se sintió la mujer más feliz del mundo hace dos semanas cuando recibió su documento nacional de identidad con el nombre de Priscila Alejandra Rodríguez.

Por momentos, la charla se vuelve efusiva y las risas tan estrepitosas que atraen una que otra mirada curiosa desde las mesas vecinas. Ellas continúan inmutables, acostumbradas a esa atención excesiva. Cada vez que suben a un colectivo, caminan por calles transitadas o entran a un banco, saben que los ojos se posan sobre ellas. De pronto, Giselle golpea la mesa con la palma de la mano y le grita a una de las mozas del bar para que ponga el partido.

– ¿Les gusta el fútbol? – pregunto con tono ingenuo.

– De vez en cuando veo yo – contesta Giselle.

– ¿Sabés porqué veo la tele cuando están dando el partido? Porque a mi me encanta verle la cola a los jugadores. Te lo juro. Mirá esas gambas, esas colas – me explica Priscila y señala el televisor donde ahora pasan el amistoso.

– Pero ustedes tienen mejores colas que los jugadores.

– Pero las de nosotras son distintas. Las de los varones son más lindas. Son más perfectas – responde Giselle, remarcando mi error.

Priscila se queda un momento distraída con la mirada clavada en el televisor a mis espaldas. Los ojos negros bien abiertos. Segundos después, me mira y dice:

– ¿Has visto el lomo que tiene el Kun Agüero? Ayyyy mi amor.

La pizza se ha terminado y al partido le quedan unos 20 minutos. En un rato las chicas volverán a la calle a ganarse el pan. “Ya se vienen las fiestas y ¿sabés qué? No hay un mango”, me advierte Priscila. Cuando le pregunto si había intentado dejar la prostitución, me cuenta que hace un tiempo se inscribió en el Colegio Nacional con la intención de hacer el secundario, pero nunca pudo ir a clases porque todos los días desde las 19 tiene que ir a trabajar. Antes de despedirlas, insisto:

– ¿Cómo piensan ustedes el futuro?

Esta vez no hay risas. Giselle agacha la mirada y Priscila se toma unos segundos para responderme:

– Yo pienso enamorarme otra vez. Bahh estoy enamorada, del chico que era novio de ella antes.

– ¿Cómo es eso? – le pregunto.

– El que salía antes con ella, ahora sale conmigo. Mirá la cara de chiquito que tiene – me muestra con su teléfono celular la foto de un adolescente de unos 17 años.

– ¿Sabe tu novio?

– No. Bahh si, pero se hace el tonto.

Vuelven las risas a coro.

Las chicas se van. Afuera, la ex terminal es una kermese de luces en la noche y los parlantes escupen cumbias que se entreveran. Alcanzo a distinguir la voz de Karina, la princesita.

Cuando Priscila se prostituyó por primera vez tenía 18 años y el cuerpo de un hombre. Fue de noche al parque 9 de Julio y se paró en la avenida Soldati, frente adonde ahora está el hotel Catalinas Park. Las luces de la avenida iluminaban el buzo celeste fosforescente que llevaba puesto y la distinguían entre las sombras. No tardó demasiado en conseguir su primer cliente; un hombre al que recuerda como un tipo asqueroso, gordo y de anteojos gruesos que le pagó para que se dejara practicar sexo oral en la parte de atrás de una combi. Hoy Priscila asegura que esa experiencia fue horrible.

Una vez que se bajó de la combi, se sentó en unos de los bancos del parque y esperó que alguien más se acercara en medio de la noche. Un hombre que pasaba en moto por la avenida paró y se pusieron a conversar. Parecía amable. Cuando le preguntó si estaba trabajando y ella contestó que sí, hizo un gesto apenas perceptible que atrajo a dos hombres en una moto. Eran policías. Por más que trató de convencerlos de que no estaba prostituyéndose, la llevaron a la Brigada de Investigaciones con la excusa de que era sólo para averiguar sus antecedentes. Esa fue la primera de muchas otras veces que a Priscila la detuvieron por una contravención.

En la brigada, le pintaron los dedos con una tinta negra espesa como pomada para zapatos y la metieron en una celda sucia donde había más de 20 presos. Le angustiaba que sus padres se enteren por qué la habían detenido, pero se esforzó para no exteriorizar su preocupación. “Yo me hacía el chongo, porque si me hacía la mina me reventaban”, recuerda. Tuvo la suerte de encontrar entre los detenidos a un amigo del barrio que intercedió para que los otros presos la respetaran. El peor momento de esa primera noche que estuvo presa fue cuando los policías la revisaron y descubrieron que debajo del pantalón tenía ropa interior de mujer. Nunca pudo olvidar la humillación que sintió ante las carcajadas de sorna de los oficiales.

Tiempo después, cuando comenzó a prostituirse como travesti, Priscila descubrió que, para trabajar en la calle y no caer presa, antes tenía que pagarle a los policías.

*****

Durante las 96 veces que Giselle estuvo presa por contravenciones en algunas ocasiones fue violada por los presos y en otras obligada a tener sexo con policías. Hubo noches en que los oficiales se encargaban de repartir preservativos entre los detenidos y, una vez que la metían en el calabozo, los arengaban: “Chicos, aquí llegó la salvación”.

La primera vez que Giselle durmió en una celda era un adolescente de 16 años. Fue a comienzos de la década del 90 en la entonces Brigada de Investigaciones de la avenida Sarmiento al 500 y el jefe era Mario Ferreyra, conocido popularmente como El Malevo. En esa época, como la detenían dos o tres veces por semana, no tardó mucho tiempo en conocer todas las comisarías de San Miguel de Tucumán. También supo lo mal que la pasaban las travestis detenidas, sobretodo, cuando las encarcelaban en la Brigada. Aquellas que los policías consideraban más lindas, eran sometidas, primero por ellos y después por los presos. A las menos agraciadas, los detenidos les quemaban el cabello, les pegaban y las obligaban a limpiar el calabozo ante la mirada impávida de policías que sólo reían.

Para evitar los tormentos de la celda, tanto Giselle como Priscila pagaban el “arreglo”; eufemismo con el que se conoce a la coima que los policías les cobran a las prostitutas para permitirles que trabajen en la calle. Los arreglos son semanales o mensuales, según cada caso, y para las travestis que no pagan la única opción es el calabozo. Las chicas que no arreglan son detenidas una vez al mes o cada tres meses. Los policías les dicen que día las van a llevar y ellas esperan en la calle sin poder hacer nada, o bien, cuando saben que es su turno de ser detenidas, cargan un bolso con sus cosas y se presentan en la Dirección General de Investigaciones para que las arresten. Por insólito que parezca, ellas se autoencarcelan.

El arreglo de Giselle consistía en 30 pesos semanales que les pagaba a Bazán y Barrionuevo, dos oficiales de Leyes Especiales; una sección de la Dirección General de Investigaciones. A fines de 2010, ella enfermó y estuvo cuatro meses sin trabajar en la calle. Cuando se recuperó, volvió a ocupar su lugar en las noches de El Bajo. Necesitaba el dinero para mantenerse y comprar medicamentos. Junto con ella volvieron los dos policías. Le reclamaban el dinero que Giselle les debía por el tiempo en que estuvo ausente. Como gesto humanitario, le descontaron 80 pesos y redondearon la deuda en 400. También le ofrecieron un plan de financiación en dos cuotas. Giselle no tenía plata y se negó a pagarles. Entonces, los oficiales prometieron volver para llevarla. Iban a hacerle pagar su deuda con veinte días de calabozo.

Un par de semanas antes, Priscila había participado de una charla sobre discriminación que dieron miembros del Observatorio de Derechos Humanos, que depende de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, en el boliche gay DLC (Dios Los Cría); ubicado en avenida Sáenz Peña 149. Ahí conoció al abogado Carlos Garmendia, quien se ofreció a defenderla de los abusos y el pedido de coima de los policías. Cuando ella le contó la situación de Giselle, Garmendia no dudó en intervenir.

Esa noche Giselle esperó con su bolso en la mano que Bazán y Barrionuevo pasaran por El Bajo para llevarla presa. Como lo habían prometido, los oficiales fueron a la esquina donde ella trabaja y la obligaron a subirse al auto sin patente que manejaban. Cuando apareció Garmendia, el rostro de los policías se transfiguró. Carlos se acercó hasta el auto y le preguntó a Giselle por qué se la llevaban. Ella contestó que la metían presa porque les debía plata, la plata que le cobran para trabajar en la calle. Garmendia discutió más de media hora con ellos y amenazó con denunciarlos. Esa noche a Giselle no la detuvieron ni volverían a hacerlo. Tampoco volvería a pagarles para que la dejen hacer la calle.

Carlos Garmendia tiene 38 años, una esposa y un hábito poco común: a la noche, antes de ir a dormir, recorre en su auto el parque 9 de Julio buscando travestis.

A Carlos cuesta encontrarlo en el estudio que comparte junto con otros abogados en avenida Roca 713. En los últimos meses, su rol de letrado querellante en el juicio por la desaparición de María de los Ángeles Verón lo ha mantenido muy ocupado. El caso de Marita, nombre con el que la conocen todos los tucumanos, ha captado la atención de los medios de comunicación de todo el país y se ha vuelto un emblema de la lucha contra la trata de personas. Desde 2005, cuando conoció a Susana Trimarco, la madre de Marita, Carlos ha trabajado a la par de ella en la búsqueda de su hija raptada hace diez años por una red de tratantes de mujeres. Esa tarea se multiplicó en octubre de 2007 cuando comenzó a funcionar la Fundación María de los Ángeles, donde asiste a mujeres que son víctimas del delito de trata de personas. A partir de 2010, como integrante del observatorio de derechos humanos, conoció de cerca la problemática de las travestis que eran acosadas por la policía y decidió que era parte de su militancia proteger al más débil. Desde entonces, Garmendia recorre las calles por las noches, habla con prostitutas y pelea con los policías que les piden dinero. Visita comisarías, defiende a las detenidas y denuncia a comisarios corruptos.

A fines de 2010, entre las travestis que trabajan en el parque 9 de Julio comenzó a correr el rumor de que había un abogado que defendía gratis a las que eran detenidas por no pagar el “arreglo” con la policía. Entonces, fueron cada vez más las que se acercaron a Garmendia con la intención de denunciar las coimas que les cobraban los oficiales. Carlos, acompañado algunas veces por otros abogados del Observatorio de Derechos Humanos, llegaba al parque a la hora en que los policías acostumbraban a pasar para recaudar el dinero de los arreglos y esperaba junto a las chicas. En una de esas noches se produjo el primer encuentro que tuvo con los efectivos de la sección Leyes Especiales. En esa ocasión, el que pasó a cobrar fue Bazán. Llegó en su moto y, cuando vio que el abogado estaba ahí, siguió de largo. Antes de irse, se despidió de Garmendia con un saludo socarrón. Carlos subió a su auto y lo siguió por todo el centro de la ciudad hasta que Bazán paró en la esquina de Rivadavia y Mendoza donde había una travesti prostituyéndose. Ahí pudo ver como Bazán cobró el arreglo y siguió sin percatarse en ningún momento de que lo habían seguido.

Al día siguiente, Garmendia fue a la Dirección General de Investigaciones y encaró al jefe de la sección Leyes Especiales, el Subcomisario Rubén Genaro Soria. Cuando le preguntó por qué los policías les cobraban a las prostitutas, Soria no pudo hacer otra cosa que negar lo sucedido. Cuando le preguntó por qué detenían a las travestis, adujo que había órdenes de mandos superiores para evitar que se propague la prostitución en la zona del parque. Las razones eran estéticas.

*****

Un jueves a la siesta, en su estudio, mientras ceba unos mates, Garmendia me explica que la prostitución callejera por cuenta propia no está prohibida por ninguna ley – lo que el código penal castiga es el proxenetismo- ni tampoco por el régimen de contravenciones. La ley 5140 de contravenciones policiales en su artículo 19, inciso siete, establece sanciones para: “Las prostitutas que se exhiban en las puertas o ventanas de sus casas o recorran las calles deteniendo, llamando o provocando a transeúntes”. Esto quiere decir que, si una prostituta está parada en la calle y no hace ademanes a la gente que pasa, no comete ninguna infracción. Sin embargo, la policía no se fija en esos detalles a la hora de detener a mujeres y travestis que trabajan en la calle, simplemente, realizan un acta donde dicen que ellas han cometido la transgresión, pero sin explicar cómo. Para Carlos está claro que las contravenciones sirven de excusa para encubrir el “arreglo”, ese método que transforma al policía en proxeneta.

La ley de contravenciones fue sancionada en 1980 durante la última dictadura militar y establece una serie de conductas sociales consideradas inapropiadas a las que castiga con una multa diaria o días de arresto (actualmente la multa es de 20 pesos por cada día de arresto). Carlos aprendió el régimen contravencional incluso antes de recibirse de abogado, cuando iba a recitales de rock y la policía se llevaba detenidos a sus amigos. En esos tiempos, conocer las contravenciones era una especie de salvavidas para no caer preso.

Garmendia me explica que el principal peligro de la ley de contravenciones es que todo el trámite queda en la órbita de la policía y no existe ningún control judicial del procedimiento. Por eso la Suprema Corte de Justicia de la Nación a fines de 2010 ha declarado su inconstitucionalidad. Sin embargo, en Tucumán aún no se ha derogado. Cuando le pregunto porqué, apunta contra la presión que la policía ejerce en el poder político: “El discurso de la policía ha sido siempre que la ley de contravenciones es una herramienta fundamental en la lucha contra el delito. Ahora bien, yo pregunto: si es un instrumento para resolver cuestiones de convivencia social ¿qué tiene que ver con la lucha contra el delito? Pues nada. ¿Por qué la policía dice eso entonces? Porque la ley le permite chupar a gente que ellos dicen que son delincuentes sin orden judicial. Es más fácil para la policía detener a una persona por contravenciones que para un fiscal pedir la detención por una causa penal”.

Hace años que Carlos defiende a mujeres y travestis que se prostituyen en las calles de Tucumán. A su vez, como integrante de la Fundación María de los Ángeles, ha intervenido en la clausura de varios prostíbulos que funcionaban en la provincia. Él se encarga de explicarme esa aparente paradoja: En ambos casos, lo que él hace es perseguir a los proxenetas. Es decir, aquellas personas que se enriquecen a costa del cuerpo de otra que, en la mayoría de los casos, continúa siendo pobre. Tanto los policías que cobran coimas a las prostitutas como los dueños de los burdeles participan de este tipo de explotación.

Recorremos en el Ford Fiesta blanco de Carlos Garmendia una de las avenidas internas del parque 9 de Julio. Son las 21.30 del domingo y es una noche sofocada, de esas que anuncian una lluvia que siempre se espera. Sentadas en un banco de piedra al costado de la calle, dos siluetas soportan el acoso del calor y los mosquitos.

Fernanda y Tatiana están aburridas de esperar, pero no la lluvia. Tatiana es una morocha muy flaca, de nariz angulosa y grandes dientes. Una pupera pone al descubierto su abdomen marcado y le destaca la cintura de avispa. Los pantalones negros ajustados se pegan a unos glúteos desmedidos que parecen pronto a estallar. Fernanda tiene una figura igual de delgada, pero de apariencia mucho más frágil. Los brazos fibrosos parecen desmentir la delicadeza de su cuerpo. Está teñida de un rubio desgastado que se ha vuelto cobrizo y tiene una cara de pómulos angulosos pegados a la piel. Lleva puesto un atuendo sencillo, dominguero: una remera a rayas anchas de colores, un breve short blanco y zapatillas. Han llegado cuando el sol comenzó a irse y esperan a los primeros clientes. Mientras charlamos, unos metros a sus espaldas, aparece el pequeño tren del parque precedido por el sonido de la bocina que se mezcla al chirrido metálico de las ruedas en las vías. Es su último recorrido. Va cargado de niños inquietos y adultos hastiados. En la avenida, algún auto que pasa nos toca bocina y alguien se asoma por la ventanilla a gritarnos algo que no entiendo. En verano, suelen arrojarles bombuchas con agua; en época de fiestas, petardos.

A Carlos lo reconocen y saludan con respeto. Lo llaman el doctor. Le cuentan que los policías que pasan por ahí ya no las molestan y preguntan por el desarrollo del juicio de Marita Verón. Fernanda lo conoció a fines de 2010, cuando se lo presentó otra travesti que trabaja en el parque. “Él nos explicó bien: a ustedes cuando las lleven no firmen nada, me llaman o me mandan un mensaje y estoy ahí a los diez minutos. Entonces eso era lo que hacíamos. Nos llevaban y al rato él venía a la comisaria”, me contará ella luego.

Fernanda tiene 27 años y es una de las travestis más jóvenes entre las que trabajan en el parque. Las más viejas – alguna de hasta casi 50 años – le habían aconsejado que no les pague a los oficiales. “Qué vas a trabajar para la policía”, le dijeron. Por eso, cada tanto, la detenían los efectivos de Leyes Especiales. Los policías de la comisaría onceava, en cambio, no la llevaban presa. Ellos utilizaban un método más efectivo de recaudación que consistía en esperar a que la recoja un cliente para luego intimidarlo. “El curro de ellos era el siguiente: paraban el auto, le pedían los papeles, lo miraban al tipo y le decían: Ah, usted es casado y está con una travesti. ¿Qué hacía el hombre? Se asustaba porque le decían que lo iban a llevar a la comisaría y que se iba a enterar su familia. Entonces el tipo les entregaba toda la plata que tenía. Eran pícaros”, me explica.

Ahora los policías no la acosan, pero presiente que volverán cuando no esté Garmendia para defenderlas. Volverán como, después de la lluvia, vuelven el calor y los mosquitos.

*****

A Fernanda no le gusta la noche.

Ella prefiere disfrutar del sol, andar en bicicleta y meterse en la pileta. Es lo que hace cuando no está en el parque, trabajando. Me lo confiesa la tarde en que nos juntamos a tomar una gaseosa en el bar que está en la esquina de la avenida Avellaneda y San Juan.

Me cuenta también que a los trece años les dijo a sus padres que era gay. Su madre intentó que fuera a un psicólogo para que recapacitara, pero ella se negó. Estaba convencida de lo que quería. Por eso a los 17 años comenzó a vestirse como mujer y desde los 20 se inyectó las hormonas femeninas que le dieron la apariencia que tiene ahora.

– ¿Cómo decidís hacerte travesti? – le pregunto.

– Me gustó mucho ese mundo ¿me entendés? Desde afuera lo ves y te gusta, pero una vez adentro ya es más difícil. Me gusta esto de vestirme de mujer. Que los chicos me digan que soy re linda. Pero también está la discriminación. Muchos se te ríen.

– ¿Eso te molesta?

– Me doy cuenta de la situación, pero eso no me afecta para nada. Siempre hay una sonrisa y una buena cara que te suben la autoestima.

En 2004 su familia dejó la casa donde vivían en Villa Mariano Moreno para mudarse a la provincia de Río Negro en busca de mejores posibilidades laborales. Fernanda se quedó en Tucumán y al poco tiempo perdió todo contacto con sus familiares. Había comenzado a prostituirse.

– ¿Qué te ha enseñado la calle?

– La calle te lleva a ser como sos ¿me entendés? Antes era re tonta. Era estúpida. Ahora tengo desconfianza, creo poco en la gente. Yo ya sé quién me miente y quién no. A eso me lo dio la calle.

– ¿Hasta cuándo crees que vas a vivir de esto?

– No sabría decirte. Pienso que será cuando ya no me de más el cuerpo. Porque todo pasa por ahí. Nuestro cuerpo es nuestra empresa. Cuando mejor se nos vea, más dinero vamos a ganar.

– ¿Y qué hacen las travestis una vez que dejan la calle?

Hay un silencio largo que resulta incómodo para los dos. Fernanda toma un sorbo de gaseosa y después intenta una respuesta:

– Algunas aprenden parapsicología, tiran las cartas. Otras venden ropa o ponen una peluquería.

– Y a vos ¿qué te gustaría?

– A mi me gustaría volver de nuevo con Pablo, el chico con el que estuve cuatro años en pareja. Pero por ahora no, porque la calle es lo que tengo y sería muy egoísta de mi parte si lo busco para que esté conmigo y lo haga pasar por esto. Yo sé que hubo amor, que siempre lo va ha haber. El día de mañana, cuando no trabaje más de esto, lo buscaría y le diría: venite conmigo, no trabajo más. Mientras tanto, la calle es lo que hay.

Salimos del bar y es de noche. La acompaño por la calle Guatemala hasta la esquina. Fernanda se va a trabajar. Una cuadra más allá la espera el parque en penumbras y me pregunto qué hay después de esa oscuridad.

Quizás más oscuridad.

Quizás nada.

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