El tiempo del deseo

Bitácora Zeta

El tiempo del deseo

Esta es la historia de un amor infantil y de una vieja dicotomía que aún nos interpela: ¿aviones o robots?

Hace un par de años, con esa honestidad y lucidez que sólo se encuentra en la euforia etílica, le dije a un amigo que el mundo se dividía en dos tipos de personas: las que querían tener un reloj transformer robot y aquellos que querían tener un reloj transformer avión.  No era que quería jugarla de sociólogo, ni alentar una nueva polarización entre tantas otras que nos atraviesan a diario, pero estaba convencido de que, si había una grieta, estaba ahí. No se trata, claro, de un binarismo antagónico. No son dos bandos irreconciliables en eterna confrontación como unitarios y federales, peronistas y antiperonistas, menotistas y bilardistas. En tiempos donde estamos aprendiendo a naturalizar, por ejemplo, las sexualidades no binarias, entonces ¿por qué elegir uno u otro? ¿por qué no los dos? La disquisición entre robotistas y avioncistas no reproduce la contienda transformer entre los Autobots y los Decepticons, sino que se trata de una elección del goce lúdico y estético.

A mediados de los ochenta, cuando esos relojes comenzaron a popularizarse, para mí y apuesto que también para la gran mayoría de mis amigos, que eran changuitos de clase media, tener un reloj transformer era todo un lujo. De hecho, muchos nunca llegaron a tenerlo. Como yo, que recién hoy tengo el mío. De la misma manera en que se elige, de una vez y para siempre, un club de fútbol o un gusto de helado preferido, la vida nos presentaba esa encrucijada: aviones o robots. Y esos jets F-16 tenían lo suyo, hay que decirlo, pero me resultaban juguetes belicosos. Los robots, en cambio, gozan de otra plasticidad y simpatía. Si uno les acomoda las piernas y los brazos parecen estar bailando como Travolta en Fiebre de sábado por la noche.

Hoy los chinos les han puesto luces led y parlantes a todo, pero hubo un tiempo en que las cosas cumplían con una sola función: los relojes daban la hora, las linternas alumbraban y los teléfonos servían apenas para hablar con otras personas. Ahora desde un reloj se pueden comprar acciones en Wall Street, ver el funeral de Chimuelo, saber a cuánto cotiza el Baht tailandés o a qué ritmo palpitan nuestros corazones. Parece que finalmente han logrado emular a los relojes que portaban los superagentes en las series de espías. Antes que eso suceda (y ese antes no es tan antes como muchos creen), hubo un tiempo en que nos resultaba muy fascinante que un artefacto cumpliera con alguna otra función además de aquella para la cual fue originalmente creado. El ejemplo paradigmático acaso sea el cuchillo de supervivencia de Rambo que traía una brújula y guardaba dentro del mango un montón de accesorios por si uno se perdía en la selva o se desataba el apocalipsis zombie. Por suerte, ni me perdí en la selva ni aparecieron los zombies porque tampoco tuve uno de esos.

Gracias a ese afán de funcionalidad fue que aparecieron los relojes con luz, con radio, con calculadora y uno que tenía el canto de un gallo por alarma. También los mejores relojes de todos: los que se transforman en robots o en aviones. Lo importante nunca fue la hora, ese conjunto de palitos digitales negros en el pecho del robot. Cuando niño uno cuenta otras cosas como bolillas o figuritas o raspones en las rodillas. Nunca el tiempo. Somos demasiados indulgentes con el transcurrir. Sabemos que los regalos de navidad se abren después de las doce de la noche y que a la siesta no se sale y que a las seis de la tarde pasan los Caballeros del Zodiaco por la tele. Y no necesitábamos un reloj para todo eso. Para muchos, los relojes de aguja eran todavía un misterio a descifrar. Cuando los adultos te regalaban uno de esos, lo hacían con el fin secreto de que te aprendas la hora y te vuelvas cada día un poco más como ellos. El reloj transformer contaba con esa ventaja: siempre seguías siendo niño. Era la excusa perfecta para ir con un robot o un avión a todos lados, todo el tiempo.

 

 

Yo fui niño y no tuve ese reloj. No escribo esto para recriminarles a mis padres por no haberme comprado uno. De hecho, si me lo hubieran regalado seguro corría igual suerte que el resto de mis juguetes. Tuve alguna vez seis años y una gran fascinación por el fuego. Con mi hermano menor como cómplice, decidimos iniciarnos en la piromanía encendiendo un auto Duravit, de esos de caucho que eran prácticamente indestructibles. Una llama llevó a la otra y el fuego terminó por arrasar los juguetes que colmaban la habitación del departamento. Me asusté, corrí y me escondí bajo la cama, mientras mi mamá le hacía frente al incendio que amenazaba con devorarse nuestra casa. Tardé muchos años en perdóname por semejante cobardía. Y aunque el amor de mi vieja no demoró su indulto, crecí lo que me quedaba de infancia con bastante culpa y pocos juguetes. No lo recuerdo ahora, pero mi primer reloj debe haber sido un aburrido reloj de adulto. Acaso eficiente para dar la hora, pero inútil para transformarse en cualquier otra cosa.

Quizás puedo volver al recuerdo traumático de esa pira ardiente que preanunciaba el fin de la infancia para justificar el porcentaje de mi presupuesto que actualmente destino a la compra de dinosaurios y juguetes antiguos. Pero se trataría de un ardid psicoanalítico poco honesto: los compro porque me gustan y siempre me gustaron. Un simple acto de placer capitalista que no necesita de mayores justificaciones. Mucha gente, me atrevería a decir que la gran mayoría, proyectan sus inversiones hacía el futuro: adquieren objetos que posiblemente no necesitan, pero que, confían, después valdrán más. Felices ellos con su goce especulativo. O bien, objetos que cumplen en el presente con alguna de las espectaculares funcionalidades que nos brinda la tecnología actual, como esos relojes que cumplen en nuestras muñecas con las tareas de los teléfonos que llevamos en nuestros bolsillos. Por mi parte, no me interesan las timbas ni esos artilugios (a menos que sean esas zapatillas modernas con luces de colores). Prefiero invertir a contrapelo, pensando en el pasado; en esos objetos inútiles, anacrónicos y obsoletos que, sin duda, hoy serían arrastrados a la hoguera por la ordenada y circunstancialmente famosa Marie Kondo.

A riesgo de que me juzguen como un talibán de la nostalgia, debo decir que no hay cosa que haya deseado tanto ni por tanto tiempo como un reloj transformer robot. Creo que hay algo de mí que se quedó en la persecución de ese deseo largamente pospuesto y que hoy se encuentra en ese reloj rojo de plástico que apenas alcanzo a prender del último ojal de la correa. Como si me hubiese esperado ahí todo este tiempo para darme una oportunidad antes de que mis muñecas se engrosen todavía más. Resulta que me gustan los relojes, pero me he vuelto inmune a ellos: casi siempre llego tarde. Síntoma inequívoco de tucumanidad, puro cuelgue o maña adquirida, soy un impuntual confeso. En mi defensa diré que estoy convencido de que hay que respetar los momentos de los seres y de las cosas. Y mi tiempo y el tiempo del reloj transformer es ahora, en esta era de virtuosismos tecnológicos que nos relega, a ambos, al anacronismo romantizado de nuestro romance anacrónico. Lo sé: llegamos tarde, pero llegamos. En definitiva, sólo era cuestión de tiempo.

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