Compartir:
No es un salón de belleza, pero se le parece. Antes de partir hacia el último viaje, los difuntos son limpiados y maquillados para que luzcan mejores y alivien tu tristeza.
Mario guardó su auto en su cochera que alquila por un pago mensual. Al salir del galpón, el primer halo de luz solar que logró escabullirse de un grupo de nubes perforó su ojo izquierdo. Metió la mano en el bolsillo interno del saco y extrajo unos RayBan Wayfarer bien oscuros. Los acomodó en su nariz con su dedo índice y caminó unos pasos. Al pasar por un kiosco compró pastillas de menta e ingresó a su trabajo, como todos los días. Saludó a la recepcionista con un beso y le palmeó el hombro izquierdo a un compañero que, al igual que él, vestía un traje oscuro. El hall central estaba repleto de personas. En todos los sillones del lobby había gente sentada. En un sector de la antesala, un grupo de adolescentes conversaba en voz baja. A unos metros, un niño de unos seis años destruía la alfombra con un autito a fricción de los años 40. Desde unos redondos parlantes que se confundían con el decorado sonaba con bajo volumen una versión instrumental de Let it be. Una mujer de unos 50 años salió de una habitación contigua. Sollozaba. El sollozo se transformó en llanto y luego en un desgarrador gemido que parecía salir de su estómago. Abatida, se derrumbó como si hubiese sido golpeada por una piqueta. Murmullos y corridas. Mario advirtió la confusa escena y en una cuestión de segundos estaba arrodillado al lado de la mujer. La ayudó a reincorporarse. Luego le murmuró algo en la oreja. Sobrevino la calma. Mario ingresó a la habitación de donde había salido la señora. Se inclinó un poco y le habló de cerca al marido que permanecía recostado en un sillón de pana. El hombre canoso y de varios años mayor que ella tenía la mirada perdida. Al reincorporarse, Mario caminó unos metros e inspeccionó el féretro. Una joven quinceañera yacía en un cajón de roble barnizado. Parecía que dormía confortablemente. Su rostro rozagante se burlaba descaradamente del dictamen del forense que indicaba que dieciséis horas antes la muchacha había fallecido en un accidente automovilístico. En ese hecho trágico, María no sólo había perdido su vida. La mitad derecha de su cara había quedado engarzada en los hierros de un Volkswagen Bora.
Cinco horas antes, Mario y su equipo de tanatólogos trabajaron contrarreloj para restituirle parte del rostro a la malograda jovencita. Previamente –tal como lo indica la técnica- limpiaron y desinfectaron el cuerpo para liberarlo de cualquier bacteria rebelde que hubiere quedado agazapada. Mediante el uso de ceras especiales, los artesanos modelaron la parte del rostro que María dejó en el desgraciado lecho de muerte. Para no perder ningún detalle, mientras los obreros del maquillaje post mortem esculpían la cara observaban cuidadosamente la última foto que le tomaron a la niña durante la fiesta de sus quince. El trabajo finaliza. María parece sonreír. Los padres de la adolescente estallan en llanto y abrazan con fuerza al autor de la obra. Le agradecen. Lo besan. María no está viva pero parece. El dolor de sus padres es inconmensurable pero ahora es un poco más llevadero. María llegó y se fue bella de este mundo. El objetivo ha sido cumplido con creces.
Cada vez que ingresa un cadáver a la funeraria Flores, Mario y su equipo de profesionales realizan el mismo procedimiento de tanatopraxia, que no es otra cosa que una técnica de conservación de cuerpos que comenzó hacer furor en los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Los soldados caídos en batalla llegaban a América desde Europa en un avanzado estado de descomposición. Era necesario restaurarlos para que sus familiares pudieran verlos, presentables, por última vez.
Mario Figueroa tiene 40 años y dos hijas. Sus ojos se parecen al mar del Caribe y su pelo se asemeja mucho al color de la arena marplatense. Cuando Mario habla transmite tranquilidad y seguridad. Desde hace 13 años su vida está rodeada de muerte. Llegó a la empresa cuando el nuevo siglo se despabilaba y comenzó a desandar un delicado camino en el que pocos se atreverían a transitar. En los 90, durante sus primeros años laborales se pasaba los días contando dinero en la caja de un banco. Pero en el 2000, cuando ingresó a la empresa como chofer de carroza fúnebre, su vida comenzó a cambiar radicalmente. Ahora, Mario se ha convertido en el balsero del río Aqueronte que traslada a los difuntos hacia la otra vida. Los prepara y los presenta de la mejor manera posible para que sus deudos se lleven el mejor recuerdo, antes del último viaje sin retorno.
Son las 11 en punto del lunes 15 de abril. Mario inicia su primer día laboral de la semana e invita a dar un paseo por las instalaciones de la empresa que funciona en la intersección de pasaje Padilla y Junín, dos calles céntricas de la capital tucumana. –En cualquier momento puede ingresar un cuerpo y hay que estar preparado para recibirlo- lanza con admirable naturalidad mientras presiona el botón del ascensor que conduce hacia el tercer piso. Allí funciona el laboratorio de tanatopraxia donde pasa la mayor parte de las horas.
Mientras subimos por el elevador recubierto de metal, Mario cuenta que aprendió la técnica cuando el doctor en tanatopraxia, Mario Lacape, vino a la Argentina para impartir un curso. –Me interesó mucho el tema, y como soy un médico frustrado quise ver de qué se trataba esto. Me mandaron a Guatemala a practicar en la funeraria de Lacape y ahí aprendí mucho- relata con orgullo. Después viajó a España y realizó durante cinco meses un curso en la Universidad de Salamanca. Al parecer, natura dio y Salamanca prestó. Porque, a juzgar por sus colaboradores, Mario se convirtió en poco tiempo en un experto, y de los más reconocidos en el país.
El ascensor se detiene en el tercer piso. El olor a formol se enquista en el entrecejo y se mantiene presente durante toda la charla. Las puertas del laboratorio se parecen a las de un quirófano. Y efectivamente es un quirófano. Es una pequeña habitación recubierta de azulejos desde el piso hasta el techo. En una esquina se observa una mesa metálica. Sin llegar a tocarla cualquiera podría inferir que está más fría que la nieve. En el medio del lúgubre camastro hay un agujero donde está conectada una manguera que desemboca en un tacho de 50 litros. –Allí va a parar toda la sangre- advierte. A la misma altura pero sobre el cielorraso, una pequeña viga de hierro colocada horizontalmente sostiene a un grupo de correas con arneses. Al costado de la pieza hay un pequeño lavatorio. Más arriba, una repisa sostiene una cantidad variada de frascos con sustancias de color rojo y azul. Sobre una mesita metálica está desplegada la instrumentación quirúrgica que espera el ingreso del próximo cadáver. Un bisturí, una pinza con puntas cúbicas y una jeringa gruesa de acero reposan sobre una manta celeste. En otro costado de la habitación hay un artefacto que se asemeja muchísimo a una licuadora doméstica. –Parece que ahí traen un cuerpo- sentencia Mario al escuchar el chirrido de una camilla con rueditas que es empujada por un hombre robusto y de pelo enrulado. El cadáver yace oculto bajo un acolchado bordó. Le pide al colaborador que detenga la marcha y levanta la colcha unos treinta centímetros. Es un hombre de unos 85 años que hacía dos horas miraba televisión en la sala de un sanatorio céntrico. Le echa un ojo a un papel y anuncia que el anciano falleció de un paro cardíaco.
Comienza el proceso. Mario se coloca los guantes de látex, se ata un barbijo en la parte trasera de su cabeza y se coloca un delantal descartable, como esos que usan los médicos cirujanos. El cuerpo del anciano es atado a las correas por sus extremidades y es levantado un metro de la camilla. Con precaución y delicadeza el anciano es bajado hacia la mesa quirúrgica a través de un mecanismo motorizado que trabaja como un malacate para mover vehículos atascados en el barro. –Por respeto a la persona, es preferible que esperen afuera- invita Mario, con sutileza, a abandonar el recinto. Explica que el cadáver será lavado y desinfectado. –Cuando esté libre de bacterias vamos a proceder a vaciarle la sangre y a reemplazarla por una sustancia a base de formol- agrega con tono académico. –Haremos una pequeña incisión en la arteria carótida y con un sistema de bombeo vamos a introducir el líquido por una sonda. El fluido tiene eosina, que es una tintura que se asemeja a la sangre y que al transitar por las arterias le da a la piel el aspecto rosado que presenta una persona viva. El líquido sirve para remover la sangre, porque cuando se detiene comienzan a aparecer las livideces por decantación. Se ponen moradas las orejas, las uñas y el cuello- concluye. Mario se quita sus atavíos profesionales y nos propone realizar una recorrida por las instalaciones. Caminamos en silencio. Llama nuevamente al ascensor con su dedo índice. –Es un trabajo difícil pero uno se acostumbra- suelta, con la intención de rebanar con su lengua el tenso momento. –Me acuerdo que una vez me tocó hacer el tratamiento a una chiquita de 11 años que había fallecido de leucemia. La verdad es que no quería hacerlo, pero sus padres me lo imploraron. Con una criatura es distinto. La niñita estaba toda hinchada por las drogas. Cuando terminé el trabajo pude notar en los ojos de sus padres el agradecimiento. Eso es lo que lo reconforta a uno. Porque para eso estamos, para aliviarle un poco el dolor a la gente- reflexiona.
Cuando llegamos a la planta baja, Mario nos conduce hacia el salón de exposición de féretros. En la primera sala hay un catálogo 3D de porciones de ataúdes que están empotrados en la pared y cubiertos por una persiana corrediza, estilo americana. Allí están colocados de acuerdo a la calidad de la madera, de la terminación y del precio. -Si mostramos sólo una parte del cajón la gente se impresiona menos- justifica. –Muchos buscan demostrar su amor de esta manera, pagando el mejor servicio, aún a sabiendas de que el fallecido quizás no se dará por enterado. Creo que pasa por una cuestión de egoísmo. Para sentirse bien uno mismo- asegura. Mario enciende la luz de otra habitación y hay una fila de cajones de extrema calidad, colocados a 45 grados. –Aquel de forma ovalada es la bóveda presidencial. Ese cuesta unos 60.000 pesos- indica. Un recuerdo de la infancia lo invade. Se deja llevar y lo comparte. –Yo tenía 10 años y mi mamá se enfermó de cáncer. Estaba convencido de que ella no se iba a morir. Todo el tiempo lo decía. Mi mamá no se va a morir, repetía y repetía. Finalmente mi mamá se murió. Estuve traumado. No podía ver una carroza fúnebre por la calle. Me tapaba los ojos. Y lo que son las cosas de la vida… Nadie se iba a imaginar que comenzaría a trabajar en esta empresa, trasladando muertos al cementerio.
Suena el teléfono y le avisan desde el tercer piso que el trabajo con el anciano ha finalizado. Requieren su presencia. Mario se despide. Su jornada laboral aún no terminó. En cualquier momento ingresará otro cuerpo y tendrá que hacer su mejor trabajo para atemperar el dolor de una nueva pérdida. En el spa de los muertos, Mario no sólo prepara cadáveres. También restaura el alma de los vivos, hacia el difícil e irremediable camino de la resignación.