El Parque, viaje al fin de la noche

Crónicas de Acá

El Parque, viaje al fin de la noche

Estatuas con historia, poesía y prostitutas, fútbol, café y los besos en Villa Cariño. Un recorrido desopilante por los confines del Parque 9 de Julio, el pulmón contaminado de la ciudad.

Si yo me hago el misterioso y te invito al parque 9 de Julio (la J con mayúscula), a nuestro parque, al parque más grande y hermoso del norte argentino, el mismo parque que vos y todas las familias tucumanas conocemos tan bien, ¿venís?

Estoy hablándote del mismo parque de siempre, fundado el 23 de septiembre de 1916, bajo el gobierno de Luis F. Nougués, en honor al centenario de la independencia. Ha pasado mucho tiempo desde aquel mediodía soleado, corte de cintas, bigotes atusados y galeras al aire. Hoy, rumbo al bicentenario, ¿por cuál camino te gustaría empezar?

Si vos me decís que sí, que aceptás mi invitación, pero yo te aclaro que recién puedo buscarte después de las doce de la noche, recién para llevarte al parque, a nuestro parque, pero a esa hora, ¿vas a seguir diciéndome que sí?

Durante el camino, voy a engatusarte con un poco de historia. Para cortar el hielo, voy a jurarte que hace exactamente un siglo, en un discurso ante el parlamento argentino, se hablaba de la importancia de tener un parque único en Tucumán: “La sentencia de Alberdi ‘Gobernar es poblar’ puede sustituirse con el siguiente postulado: ‘Gobernar es sanear’, porque la higiene realiza la gran obra de hacer utilizable, en el máximum posible, el trabajo del hombre… Es necesario empezar por sanear la ciudad para sanear los cuerpos y las almas”.

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Lo dijo Alberto Soldati, en 1913. Hoy el doctor Alberto es, a secas, una avenida: la Soldati. Sugiero que empecemos a bordear el parque de noche por ahí, en su honor. No vamos a meternos en ninguno de los hoteles cuatro y cinco estrellas. Vamos a cruzar la calle y a memorizar juntos la idea de Soldati: “sanear los cuerpos y las almas”. Para eso necesitábamos un parque. Los cuerpos y las almas, ¿a esta hora?

El escritor Lorenzo Verdasco hablaba sobre el escritor Eduardo Perrone. Le atribuía una frase lacónica sobre Tucumán, luego de ver un cartel que decía Hotel Familiar, cuando en realidad adentro pasaba de todos menos la familia: “¿Ve? Eso es Tucumán. Una cosa por afuera, otra por adentro”. De día, todo el parque es esa gran fachada de sol, café, niños y deportes. De noche, el parque es abandonado por la mayoría de las voces. Queda casi apagado, como si fuera a descansar después de un día ajetreado. El tema es que no todos tienen sueño a la madrugada.

Otros escritores tucumanos, por ejemplo, tomaban al parque como lugar de encuentro. Era un grupo de poetas tucumanos, los malditos del 1900. Eulogio Castro, Mercedes Ledesma, David Cadeneau, ellos y algunos más se reunían en cementerios y luego se trasladaban al por entonces flamante parque, donde las lecturas a la luz de la luna convocaban a espíritus del mal. Castro, Ledesma y Cadeneau murieron antes de los 21 años, y dejaron algunos versos escritos sobre el pasto del majestuoso bosque encantado: “recuerdo las dulces horas / en que en parques y praderas / jugué con mis compañeras / con inocente placer” (Las horas idas, Ledesma); “¿Por qué tienes miedo, amada? / Nadie… nadie nos verá / ni nadie nada sabrá / de esta dulce hora pasada / en la fontana olvidada” (El poema de la fontana olvidada, Cadeneau); “Amor impetuoso bajo del boscaje / libertad arisca, cálido optimismo / de aquella juventud salvaje / que era toda nervios hasta el paroxismo” (Los bueyes, Castro).

Estamos entrando al parque.

La poesía durante el camino realmente ha funcionado. Quedamos sedientos de aventura. Las voces de tus amigas, hablándote mal de mí, han quedado lejos. Es hora de que me agarres de la mano y parque adentro, conmigo. El diseño de los senderos que se bifurcan estuvo a cargo del francés Carlos Thays. No debiéramos perdernos. Nada grave debiera pasarnos.

Empezamos, de acuerdo a lo convenido, por la Soldati. A toda hora hay una mujer sentada en ese banco. A la siesta llega la primera, y a medida que el sol se esconde se suman otras más. Cada una ocupa un banco. La competencia es leal. Ahí, por ejemplo, está la más discreta, vestida con su ropa de misa: una blusa negra apretada al pecho, un saquito por si refresca, la pollera con cierre, y los mismos zapatos tan cambiados de color como de suela. Está sentada en el banco, y aunque no hay policías a la vista, se siente custodiada por nuestros próceres.

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Las estatuas de seis metros fueron colocadas por las manos oscuras del bussismo, en contraposición al criterio artístico de Martín Campero, dos veces gobernador, quien en 1925 había incorporado 33 esculturas, reproducciones de la mitología griega, compradas en Europa por Juan B. Terán. Acá, hoy, ahora no hay Galo Muriente ni Fauno Danzante que proteja a estas chicas Venus. Para ello están Crisóstomo Alvarez, Lamadrid, Colombres o Monteagudo, nombres de calles para ellas, que no saben quiénes fueron. Si intento mencionarles el tema, me espantan. Hablar con un hombre que no tiene pinta de cliente es una pérdida de tiempo. Si no voy a pagar por los servicios, nada. No al menos esta noche, la primera noche, la más jugosa del fin de semana más largo del año.

Es Jueves Santo (acá las mayúsculas siempre fueron importantes). Hay pósters pegados del Papa en algunos bares del parque. Hasta banderas del Vaticano cuelgan de las ventanas que lo bordean. Un vendedor ambulante bajaba por calle Cuba, célebre, hasta hace poco tiempo, por el prostíbulo más conocido de la zona. El vendedor traía algunas estampitas y pocos rosarios con la imagen del Papa. Ha vendido la mayoría. Se lo notaba feliz al vendedor, como a mucha gente en este tiempo de Pascuas.

Sin embargo, no hay ayuno que funcione con otros hombres. Sobre todo con los creyentes de la noche. Les han depositado el sueldo antes del feriado largo. Andan colmados de dinero, buscando en qué gastarlo, como si la billetera llena los incomodara. Los jueves a la noche es la noche permitida para los hombres, como el viernes para las mujeres. Después del plato caliente con los piernas, andan buscando el postre, de paseo con la mano izquierda al volante y la derecha en la bragueta, frotándose exageradamente el bulto de jean. Están famélicos de acción, ciegos por lo prohibido, y llenos de nafta en el tanque. Algunos aparecen en autos destartalados, otros en recién adjudicados, sin patente a la vista. Mejor así, sin patente, porque hace poco pusieron cámaras de seguridad en el parque y qué le digo a mi mujer. Entonces, todo lo que se haga tiene que ser con cuidado, como el arribo lento de este Gacel carcomido con una sola luz prendida, deteniéndose con el motor encendido, la ventanilla baja y el breve diálogo con ella, Estela o Yanet (“Como prefieras”), enfermera de día, Lules, 36 años, quien le dice al conductor lo mismo que a mí: “100 pesos en el auto, 150 en otro lugar”. El conductor se ríe de la oferta y arranca solo. Pero vos y yo nos quedamos con la pregunta: ¿cuál es ese otro lugar?

¿Vos irías a ese lugar?

Si ese lugar fuera, por ejemplo, la vieja confitería del lago, ¿irías? En los 60 era el paseo obligado para los enamorados. Tu papá y mi mamá se sentaban en las mesas a tomar whiscolas o gin tonics, veían sus siluetas en el techo espejado y escuchaban recitales de grandes bandas, como Vox Dei. Después se sacaban una foto en el reloj floral y, si tenían suerte, chapaban en Villa Cariño, detrás de La Rural.

Pero nuestro paseo no debiera continuar por la vieja confitería.

Hoy es un lugar peligroso para tiraros al suelo. No tanto por la ausencia de guardia parques, sino porque el piso está lleno de vidrios caídos de aquel techo, vidrios aún filosos, y vos te podés cortar y yo también me puedo cortar, y si nos cortamos, ¿dónde vamos a encontrar una farmacia de turno?

A menos que le preguntemos a Don Horacio, vecino del barrio Sarmiento, a quien ni siquiera debiéramos tratarlo de usted porque a tipos como Horacio, viejos y pajeros, les encanta espiarnos. No necesitan andar desnudos debajo de un piloto ni usar largavistas. Pertenecen a la clase de hombre obscena, capaz de manotearte mientras vas corriendo, y ellos más rápido en sus bicicletas de trabajo. Pero nada les entusiasma más que andar dando vueltas a las 6, descubriendo a las parejitas felices como vos y yo, o a una que recién se conoció en los bailes de Argentinos del Norte o en las fiestas del Hipódromo, donde también se hacen casamientos a los que nunca vamos a ir.

Tampoco debiéramos confiar en los taxistas que te llevan de paseo al parque después de las 4AM. Algunos te hablan como verdaderos guías turísticos de esta ciudad oculta. Te dicen dónde están los travestis, te juran que parecen mujeres, te indican cuál es la más linda, que esa atiende una peluquería en barrio Sur, que aquella vende praliné en la peatonal, y que la otra es la más accesible.

Ahora todos los taxistas tienen colgados cartelitos detrás del respaldo, a la altura de la nuca. Ahí, para alivio del pasajero, dice el nombre del taxista, la foto del taxista, y el número de móvil del taxista. Lo que no te cuenta el cartelito es que son capaces de llevarte con el travesti que elijas al autódromo Nasif Estéfano, cerca de las tribunas, arriba de la escuela para chicos que funciona a la mañana. Tampoco te cuenta el cartelito que mientras llevás a los chicos a la escuela en tu moto es normal encontrar tirada ropa interior, preservativos o toallitas. Mucho menos que el taxista es capaz de bajarse del auto para que tengas tu rato de intimidad con el travesti, mientras él se fuma un cigarro y suelta el humo como Tinto Brass. A la media hora, vuelven a dejarte en tu casa. Todo el servicio extra cuesta 50 pesos. Es un grupo de taxistas conocido como los telomóvil, algo así como un puente rodante entre la oferta nocturna y tu demanda nocturna, una operación tan simple que a veces sale mal, sobre todo cuando vos sos un cliente desvelado, te quedaste dormido y despertás al mediodía, sin celular ni billetera, rodeado de motos que hacen picadas o de albañiles divididos en dos equipos, cada uno con su camiseta del mismo color, jugándose la vida en un partido de fútbol, allá, en la cancha pegada a Lawn Tennis.

A la tardecita del Viernes Santo, empresarios y políticos cocinan sus planes entre cortados bien cargados. Sabemos quiénes son ellos porque hablan bajo, acercándose al oído para ultimar detalles. Los chicos corren por los jueguitos de madera, se caen, lloran, y lloran porque ahora quieren ir al pelotero de Burger. Sabemos que se salen con la suya cuando los suben a una Hilux gris. Los amigos de Juan Pablo Juárez se controlan el pulso en La Pérgola para salir a correr y correr y correr. Sabemos que son ellos porque visten remeras de dry-fit y tienen las pantorrillas marcadas de venas.

Mientras toda la sangre fluye, mientras todo compone el paisaje natural de un parque, otro grupo de albañiles empieza el partido del segundo turno. Este viernes no hubo asado en la construcción y los muchachos juegan livianos, a todo o nada. Porque antes jugaban por la gaseosa. Ahora es por dinero. Si vas al parque cualquier feriado a la tarde te vas a encontrar con un ex jugador de Atlético como estrella del equipo. Cobra $ 300 por partido. Los equipos, incluso, contratan a un viejo árbitro de la Liga. A diferencia de los torneos de barrio, acá nadie corre al árbitro si cobra un penal sobre la hora. Eso sí: no hay ley que impida el patadón de atrás que acaban de pegarle al 11, el sobrino del ordenanza que, nobleza obliga, la pisaba más de lo debido.

Del tumulto al golpe hay un solo paso, y al minuto los hinchas del otro equipo van a meterse a separar y el partido va a reanudarse… Entonces recién ahí, vos vas a enterarte que habrá un solo equipo ganador y que va a festejar el triunfazo en los kioscos del frente, entre las gomerías de Gobernador del Campo, donde venden Quilmes del pico hasta que los cracks aguanten. Los muchachos van a hablar de la patada al sobrino, del golazo del Turco, de la atajada del Mono, de las minas de Lastenia.

Pero siempre habrá dos del equipo que permanecerán en silencio, se quedarán sin crédito en el celular y sin explicaciones que dar. Después del primer cajón, ellos dos se van a mirar como vos a veces me mirás. Yo, mientras tanto, voy a estar en la mesa de al lado, mirándolos cómo se miran. Sólo es cuestión de esperar un poco, comprar algunas fichas para la rockola, reventarla de cuartetos, esperar que todos se vayan a sus casas, a sus familias, a sus realidades de viernes a la noche, y seguirlos a ellos dos, con las medias bajas y la espalda fría, cruzándose de nuevo al parque, por detrás del alambrado del club, al lado del monumento a la Caída del Muro. Ahí van a seguir bajándose la ropa y a intentar corrernos si me acerco con la linterna del celular, o a tirarnos al canal si la fotógrafa los retrata así, juntitos, como en un festejo de gol, pero más amontonados.

Entonces preferible será volver al kiosco, con las botas llenas de barro y césped, pensando que hubiera sido mejor dejar el atuendo de cronista invitado y convertirme en uno más de ellos, aún con la sospecha que siempre levanta el nuevo del grupo, yo, que también tengo cargada la billetera, y pago dos cervezas más, aunque ya sea la promoción de Nortes y mañana la cabeza un pedazo de carne hincada por todos los tenedores del mediodía.

Si has seguido el relato, notarás que todavía no hemos entrado al corazón del parque. Todo lo narrado, salvo por la tibia excursión al autódromo, ha continuado desarrollándose en los márgenes, donde el ambiente es denso, pero aún iluminado por los postes de luz de las cuatro avenidas. Si el clima se pone más pesado, volveremos a pensar en el parque como refugio del calor en las noches del verano, a chuparles el oxígeno a los árboles y a sentirnos más vivos. Aún cuando meterse parque adentro implique un riesgo, más que nada por la hora elegida. Sobre todo cuando aparecen de la nada ciclistas mareados, cuidadores de auto, y otros conocidos de Francisco, el mozo más conocido del parque, casi como el Papa, pero con 58 años, 20 haciendo lo mismo en el mismo lugar, terminando su turno después de la medianoche y yéndose a pie hasta la Terminal. ¿Será el mismo Francisco de mis mañanas de domingo? Hace décadas, ¿cuando los niños jugábamos sobre los suelos de piedra y la Coca Cola de litro duraba toda la sentada?

Es Francisco quien permite que lo acompañe durante la caminata, unas diez cuadras en zigzag, como todas las noches de su vida, algunas de ellas en “las que he visto cada cosa…” Hago un silencio para que hable Francisco. Pero él ha aprendido a ser discreto. Por eso no menciona propinas, política, ni otros asuntos de Estado que ha escuchado mientras servía mesas durante todo este tiempo. Sí, en cambio, aceptará con gusto contarme dónde duermen los Soria, una familia de Tafí Viejo, que después de la crisis del 2001 se quedó en la calle y hace unos meses vive debajo del puente, camino a la facultad, bañándose en el lago o en la fuente si está llena, secando la ropa en las rejas. También me contará Francisco cómo esquiva zombis que llegan de La Costanera, hombres o mujeres sin edad, caminando con sus cuerpos torcidos, la ropa al revés, flotándole en los cuerpos flacos y quemados por el paco, el dolor que provoca otro silencio en Francisco.

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Todo eso y algunas cosas más pero nada, siempre según Francisco, tan particular como Omar, el ciego que habla, sentado debajo de las moras, ahí nomás de la fuente más grande del parque, la que da hacia Benjamín Aráoz. Porque resulta que el ciego Omar habla, y habla, y habla… a veces con su madre, a veces con su hijo. Son monólogos totalmente coherentes en cuanto a la dicción, al tono y al contenido de sus palabras, salvo el pequeño detalle de que ni su madre ni su hijo ni nadie está sentado a su lado, escuchándolo.

Ahora Francisco y yo pasamos cerca de Omar. Francisco me está pidiendo con las manos que bajemos la marcha de nuestros pasos, entonces somos dos hombres parecidos al primer hombre en la luna, flotando sobre el planeta ciego de Omar, lo más silenciosos posible, pero descubiertos por el oído aguzado del ciego Omar, enojado, gritándonos que lo dejemos en paz. Entonces Francisco me dice que le hagamos caso. Y yo me enojo con Francisco. No se lo digo porque ha sido amable a esta hora, pero no lo acompaño hasta la Terminal, no cruzo la rotonda con él. Lo despido, serio, porque Francisco podría haberle dicho al ciego Omar que no se preocupara, que era Francisco con un amigo, y yo podría haber grabado las cosas que decía el ciego Omar y eso sería lo más importante de todo este viaje por las noches del parque.

De hecho, acepto que la aventura por el parque se ha terminado cuando Francisco se pierda por El Bajo. Han quedado muchas zonas sin recorrer, como el Rosedal, el camping municipal, los alrededores de Filosofía y Letras. Pero esos no dejan de ser lugares con un cartel o un punto de referencia. Hay un parque 9 de Julio que sigo sin conocer, vive escondido detrás de los cientos de árboles plantados hace años, cada uno con su propio ruido a la hora de la noche más silenciosa, es el rumor de sus copas que parecen susurrarnos un secreto, tan fácil de conocer como el parque mismo, un lugar de recreo a la luz del día, y otro lugar a oscuras, a tientas sobre el suelo de césped y de barro, un mundo a veces inalcanzable, rápido como la figura del equipo, fugaz debajo de las luces a la altura de la casa Thays, de la casa Colombres, o de los nuevos vagones del Trencito, todos y cada uno de ellos hermosos lugares, recomendados paseos que empezarán a funcionar en unas horas, cuando salga el sol.

Será la hora cuando todos los personajes de la noche se escondan del día. Cuando muchos de ellos sean reemplazados por los personajes del día. Cuando algunos personajes sean los mismos, reconociéndose en el camino, entre las estatuas de la mitología griega, las compradas por Terán, todos escondidos en sus anteojos negros de mentira. Es fácil reconocerlos. Yacen echados en el pasto, mientras los chicos juegan con pelotas inflables y los últimos volantines, mientras las suegras toman mate y los bollos vuelan de las parrillas, mientras una avioneta surca el cielo, despacito, con una voz de parlante roto, invitándonos al circo del frente, otra clase de circo, 2 x 1, malabaristas y payasos, un circo acaso más familiar, de día, y por ende más natural para la concurrida platea de alegres espectadores.

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