El miedo huele a gas pimienta

Crónicas de Allá

El miedo huele a gas pimienta

El día que el caos se apoderó del Congreso de la Nación retratado desde la calle por ojos tucumanos.

 


Corren en dirección contraria. Primero parecen pocos, de repente son cientos amontonándose como hormiguitas sobre la esquina de Solís y Avenida Belgrano, en Capital Federal. Si trataras de mirarlos a los ojos no entenderías: lloran. Una señora despeinada, de unos cuarenta años, se aferra a un pañuelo como si fuera un salvavidas. Lo presiona contra su boca y nariz. Hace 32 grados de calor en la ciudad pero ella parece respirar sólo a través del pañuelo. Se apoya en la pared, agitada, mira hacia atrás y retoma el paso. Como ella, demasiados.

Si caminás a contramano del tumulto seguís sin entenderlo. Columnas de humo negro se alzan como cortinas y el miedo tiene olor a pimienta y a quemado. Hay asambleas improvisadas en las esquinas: hombres y mujeres escuchan atentamente pero hay algunos que están solos, que parecen buscarse en los ojos de los otros.

El caos se apoderó del Congreso de la Nación. De la mano de una mujer joven, un hombre de unos setenta años se abre camino entre el contenedor de basura en llamas y se apoya en el bastón mientras tose, escupe, deja salir involuntariamente sus mocos y lágrimas. “Nos tiraron con todo”, dice. Es un jubilado.

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Avenida de Mayo es una batalla campal. Por encima de los gritos, podés escuchar las balas que impactan en el cemento, en los autos y –no querés pensarlo- en los cuerpos. El edificio del Congreso se erige como una montaña inalcanzable que Gendarmería jamás permitirá subir. Hay una muralla negra y transparente que circunda el Palacio Legislativo. Son vallas metálicas pero también soldados entrenados para una guerra civil inexistente. Apuntan, amenazan, disparan. Se llevan personas en camiones y censuran las lentes de las cámaras de periodistas. Sueltan el gas pimienta como si fuera un perfume inofensivo y la ciudad tiene un aspecto fantasmagórico, febril.

Estás ahí pero sabés que es inevitable: hay que correr. La calle San José se transforma en un pasillo interminable y el ardor de tus ojos no te deja ver si tus compañeros siguen estando ahí. Tu campera, remera, pañuelo, pechera o bolso se transforma en una máscara antigás casera. Y te enterás que había que llevar limón y, por algún misterio, pañuelos palestinos para cubrirte la nariz y la boca.

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“Dicen que hay quórum para la sesión”. Te lo informan con mirada sombría. Tus compañeros te recuerdan que aún hay tiempo para echarse atrás. Una vez que reingrese la columna por Avenida de Mayo y 9 de Julio no hay que separarse, detenerse ni distraerse: sólo importa llegar al Congreso. Y ahí es cuando te das cuenta de que el miedo más grande que tenés no es que te gaseen y te lleven preso. Tu mayor temor es darle la oportunidad de que vendan tus derechos a una mayoría de diputados traidores a su pueblo. Una vez que lo tenés en claro, mirás a tu alrededor y sabés que no estás solo. Ves sindicatos, agrupaciones, partidos pero también sentís que detrás de cada insignia política hay un sentimiento profundo, humano, de cruda y recalcitrante injusticia. Justo ahí es cuando te empieza a importar muy poco el color de la pechera y la amplia gama de colores de las banderas y estandartes.

Y caminás. Abrazás. Cantás. Levantás los brazos y pedís por la unidad de los trabajadores hasta que se te seca la garganta mientras el gas recorre tus pulmones y tu saliva cambia de gusto, te obliga a toser. Y cuando se viene la estampida te agarrás muy fuerte de la mano de tus compañeros y no dejás a nadie atrás. Porque, precisamente, estás ahí para evitar que la clase política los deje caer a todos.

No lográs entenderlo hasta que te dicen que los diputados levantaron la sesión y que la reforma previsional  -el robo legalizado a los jubilados- no se aprobará ese día. Ahí te das cuenta de que dentro de unos años vas a contarle a otras generaciones que la lucha en las calles tiene sentido. Que estuviste ahí esa jornada histórica y que defendiste la dignidad de tus viejos, la de tu pueblo.  Aún cuando en medio de esa pequeña victoria te inunde la angustia de saber que lo intentarán de nuevo.

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