El Maradona rojo, nuestro secreto para ganar en Rusia

Bitácora Zeta

Mundial

El Maradona rojo, nuestro secreto para ganar en Rusia

Comienza un nuevo mundial para Argentina y se renuevan los rituales de cábalas y amuletos. Conocé la clave esotérica para que Messi termine con décadas de maleficio y vuelva esta vez con la copa.

Hace ya tiempo que espero un Maradona. No se trata esta vez de apelar de nuevo al espíritu mesiánico en el que solemos ampararnos los hinchas. Para llegar al mundial del 94 le pedimos a Diego que nos clasifique, que nos salve de la deshonra deportiva que significaba quedarnos afuera. Ahora, tras pedirle la clasificación, le rogamos a Messi que nos traiga la copa. Y lo cantamos. Y lo viralizamos. Y depositamos décadas de frustraciones futboleras en una sola espalda. La espalda del mejor, eso sí. No debe ser nada cómodo estar en esos botines de los que todos esperan todo ¿Y si es nada? Porque el éxito en el futbol es el resultado tanto de genios individuales como de un conjunto de habilidades colectivas. Pero también es un juego y como tal, territorio del azar. A menos que nuestro equipo sea una constelación ordenada de voluntades que dejan poco lugar a la contingencia, como Alemania. Pero a esos mejor no nombrarlos. Tan lejos como la distancia que separa a la Plaza Independencia de la Plaza Roja estamos de la organización teutona. Pero tenemos a Messi, el redentor o el ídolo que sabremos a su tiempo inmolar. Está claro que venimos de una larga tradición de crucifixiones de mesías malogrados. ¿Acaso nadie ha reparado en la flagrante contradicción entre esos relatos populacheros de las publicidades en los que todo un país unido juega el mundial y la dependencia absoluta en el talento del más talentoso de los nuestros? Hay que dejar que Lionel haga su magia; que juegue a la pelota. Y nosotros hagamos la nuestra, la limitada, escasa y pálidamente esotérica magia que está a nuestro alcance. Por eso es que espero un Maradona; un Maradona rojo, de plástico, de doce centímetros. Y el cartero no lo trae. Y ya empieza el mundial. Y lo necesito. O lo necesitamos.

Para ser honesto, conmigo mismo y con quienes están del otro lado, no hay datos objetivos en el juego hasta ahora desplegado por la selección de Sampaoli que me despierten una confianza desmedida en este equipo. Pero esto es fútbol, nada más alejado de una ciencia exacta. Se trata, acaso, de una cuestión de fe. Y nada peor que pecar contra la esperanza colectiva. Puede que reneguemos de la ausencia de una identidad de juego, del esquema táctico, de los jugadores convocados, de los tatuajes del cinco, del peinado del zaguero. Puede que juremos que esta vez no nos tendrán en vilo, que hay cuestiones mucho más trascendentales y urgentes que atender en el país: la crisis económica, el FMI, el ajuste, la despenalización del aborto. Todo cierto. Pero bastará que ruede la primera pelota para que las certezas se desmoronen junto con los pronósticos, análisis y predicciones. Es el momento que muchos esperamos durante cuatro años. Hasta Eduardo Galeano solía colgar de su puerta un cartel que rezaba “cerrado por fútbol” y suspendía sus actividades a lo largo del mes del mundial. Y nadie se atrevería a cuestionar la sensibilidad y conciencia social del escritor uruguayo. Pero es el fútbol, tal vez la alegría más barata a la que podemos acceder en esta parte del globo terráqueo. Un juego en el que podemos ganar aunque estemos acostumbrados a perder.

Cada mundial es un renovado acto de fe y también un renovado cúmulo de rituales; prácticas paganas de cuya repetición exacta y cíclica parece depender el destino de toda la nación futbolera. Eso, al menos, es lo que creemos. Después de la final del 2014, el pesado sentimiento de frustración que me dejó la derrota estuvo acompañado por una extraña certeza: no había hecho bien todos los deberes del hincha. Por absurdo que suene, me sentí casi tan culpable como Palacios y su equivocada definición aérea, o Higuain y su imperfecto remate a metros del palo. Resulta que, a lo largo del mundial, no había podido sistematizar al menos una cábala. A ninguno de los partidos los vi en el mismo lugar ni acompañado por la misma gente. Con excepción, claro, del último. El partido de la debacle. En este caso, la cábala era la no cábala, la no reiteración del ritual, la desobediencia del mandato de esa liturgia de circularidad borgeana. Al repetir el acto y caer en la cábala canonizada me había traicionado y conmigo había empujado al error a la selección. Así lo sentí entonces. Y no quiero, esta vez, volver a flagelarme con aquel recuerdo. De ahí la idea del Maradona rojo: el Maradona talismán, el Maradona exorcismo, el Maradona amuleto. Tan irracional y lógico como soñar a Garcé levantado la copa.

Usar siempre la misma camiseta. De ser posible, la que nos pusimos en el 86, esa que ahora nos sirve apenas de babero. El abuelo otra vez en la reposera de mimbre, aunque esté raída y corra el riesgo de venirse al suelo. Ubicarse del mismo lado del sillón. Despertarse y pisar el suelo por primera vez con el pie derecho, saltando incluso en una pata como hacen los jugadores al salir a la cancha. Desayunar y almorzar exactamente lo mismo. No dudo que hay quienes estarían dispuestos a resignar la tecnología digital para volver al viejo televisor Noblex veinte pulgadas en que Maradona les hizo los goles a los ingleses. O a establecer amnistías con antiguos amigos olvidados para recrear con la mayor fidelidad posible las reuniones de aquellos lejanos días de gloria. Es un mandato implícito de la liturgia mundialista: si el comienzo es con triunfo, hay que repetir con precisión de relojero en el próximo partido los ritos de ese día. Que todo sea, de ahora en adelante, una reversión exacta de aquella jornada, como le sucede a Bill Murray en la película El día de la marmota. Las cábalas futboleras han tenido incluso su canonización literaria en el cuento de Roberto Fontanarrosa 19 de diciembre de 1971, donde unos hinchas de Rosario Central secuestran al viejo Casale, el hombre que nunca vio perder a su equipo frente a ñuls, para llevarlo a la cancha y así ganar el clásico contra todo pronóstico. El negro, que algo sabía de fútbol y de tribunas, comprendía a ese fato de las cábalas como la forma que tienen los hinchas de ser protagonistas del juego, amén de sus discapacidades futbolísticas. Que duda hay de que el partido se jugará en el Estadio Spartak, pero además en Las Talitas, en Barrio Oeste II o en los bares del centro. Lo juega el Messi terrenal, también el Maradona rojo.

No sólo los hinchas se encomiendan a misteriosos poderes supraterrenales, también los propios artífices del juego se vuelcan, a veces incluso con mayor ímpetu que éstos, al esoterismo futbolero. Para ejemplo basta un Bilardo; ese técnico obsesivo y obsesionado con el triunfo que no dejaba nada librado al azar, mucho menos el azar. Para el mundial del 86, el doctor se había convertido en el gurú que guiaba, casi con tanto o más celo que el dibujo táctico, una serie de rituales que sus players repetían al pie de la letra. Lo cuenta Andrés Burgo en El partido, un minucioso relato del match más importante de nuestra historia futbolística. La previa del encuentro contra Inglaterra en México estuvo signada por la recreación coreográfica de un compendio numeroso de ritos supersticiosos que los jugadores venían repitiendo desde el primer partido del torneo: En la concentración de la selección (donde no hay habitación número 13), el mejor jugador del mundo primero se baña, luego se afeita y después tiene que encontrarse con Valdano; Carlos Tapia no necesita afeitarse, pero lo hace igual para cumplir con el ritual; Bilardo visita la pieza de Brown y le pide prestada la pasta dental; en el colectivo que los lleva hasta el estadio todos respetan el orden en el que fueron ubicados originalmente; antes de partir, Maradona debe despedirse del predio con un “hasta luego”; los policías motorizados que los escoltan hasta la cancha son los mismos de siempre: Tobías y Jesús; en el camino deben escuchar tres temas: uno de Sergio Denis, otro de Bonnie Tyler y la canción de Rocky, Eye of the tiger; el colectivo no debe, por nada del mundo, llegar al estadio antes de que termine la canción; ya en el vestuario, Diego armará una especie de golem en el piso con su camiseta, short y medias. Y guarda que alguno se lo toque; antes de salir a la cancha, nadie se mueve hacia el túnel hasta que no suena el teléfono que hay en el vestuario. Suena, pero del otro lado nadie habla. Y así. Como en la épica clásica, los héroes se entregan al designio de los dioses; dioses que parecen necesitar la ofrenda de un orden cíclico imperturbable.

 

 

Se sabe que los ídolos son de barro, pero eso era muchísimo antes de las impresoras 3D; modernos artefactos capaces de replicar el gesto adusto de Maradona en el momento preciso de la entonación de los himnos en el Estadio Azteca y transformarlo en un busto plástico, de 12 centímetros de alto. Y rojo. Rojo como la marea, como la sangre, como la plaza de Moscú, como la revolución. Acaso un tótem mínimo; una pequeña efigie sintética de la deidad futbolera por antonomasia. Estoy convencido de que Messi no necesita de Maradonas rojos, amarillos o verdes, ni de talismán alguno. Él y sus propiedades mágicas son autosuficientes, ya lo ha demostrado. Pero nosotros sí, humildes mortales aferrados al sueño de las gestas deportivas para que vengan a hacernos, por un momento, la vida un poco más alegre. O menos triste. Placebo efímero y evasivo quizás, pero excusa suficiente para tener un carnaval en pleno invierno. Para bailar en las calles. Para abrazar al de al lado, bien fuerte, junto al pecho. Para emborracharse sin culpas. El Maradona rojo que tanto esperaba ha llegado. Y ya empieza el mundial. Y lo necesitaba. O lo necesitábamos. Yo el hereje, yo el ateo, yo el incrédulo, hoy le rezo.

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