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“Si tan sólo me pudiese pasar una mitad de dolor para ayudarla”, me decía a mi mismo. Pero no. Los hombres en ese momento somos menos necesarios todavía.
Un día como hoy, pero de 2013, me pasó una cosa así. Y ya nunca más me voy a volver a sentir solo. Esta es la última vez que escribí también. Esa madrugada de domingo, mi mujer me despertó, me movió y con suavidad me dijo al oído:
–Tengo contracciones, creo que ya viene.
Y yo, sumergido en un sueño profundo, me incorporé de un salto automático.
–¡Vamos! –le dije. –¿Segura? ¿Vamos ya mismo, nos vamos? –le pregunté.
Todavía estaba entre dormido e incrédulo.
Movió la cabeza afirmativamente.
–Tranquila entonces –le dije mientras me ponía los pantalones y a oscuras buscaba las medias y las zapatillas.
“El día llegó”, pensaba. Parecía imposible que el día llegara tan rápido. Me miré al espejo un rato. Estaba demacrado. No había dormido ni dos horas, quizás tres. Qué importaba, era lo mismo.
A través del espejo la miraba a mi mujer con la cabeza baja acariciando su panza.
Salimos de madrugada. Y ganamos tanto tiempo porque teníamos nuestros bolsos listos un mes antes.
Salimos despacio, tranquilos, mientras nos tragaba la oscuridad de la Ruta 9. Puse música. Nos unía la ansiedad y la incertidumbre. Sonaba The Game of Love de Daft Punk. Nunca me voy a olvidar de ese disco, porque con ese disco aprendí a manejar. Cada vez que salía con el auto, me acompañaba Random Access Music. Casi las 4 am y la gente salía de los bares y boliches borrachos.
Pensaba boludeces del tipo:
“¿Si cortaron una calle de importante acceso porque un boludo en moto provocó un accidente? No voy a poder pasar».
«¿Si quedamos demorados porque me olvidé el carnet y no creen los policías de tránsito que mi mujer no está embarazada?”
“¿Qué pasa si nos chocan? Todo el mundo anda en pedo a esa hora”.
La hora pico del fin de la noche tucumana y yo con pensamientos de una vieja morbosa.
Llegamos al sanatorio a las cuatro y media de la mañana. Nos mandaron a una habitación. Blanquita, la partera llegó al rato después que nosotros. Controló a Magalí, le tomó la temperatura, tacto, la recostó y luego ella, Blanquita, se sentó en un sillón y ojeó el diario. Luego miró la hora. Por momentos parecía dulce y comprensiva, por momentos parecía estar esperando un trámite. “Que pase rápido este parto, que hoy le prometí al Pocho guiso de lentejas como le gusta a él”, pensaba Blanca seguramente y porque hacía un frío del carajo, justo ese domingo.
De un momento a otro eran las seis y media de la mañana. Pero yo no tenía ganas de un café con leche.
Maga se retorcía como una lombriz dolorida. Cada quince minutos venían, como si fuese un ataque fulminante, las contracciones: con dolor, nausea, vómito y una pequeña paz momentánea. Y otra vez como un patrón musical; dolor, nausea, vómito, dolor nausea vómito, dolor nausea vómito. Blanquita dejaba el diario y le refregaba la espalda y la ayudaba a ir al baño.
–¡No puedo más! –exclamaba Magalí. –¡Que esto acabe pronto! –imploraba Magalí.
La veía sufrir y no podía ayudarla. “Si tan solo me pudiese pasar una mitad de dolor para ayudarla” me decía a mi mismo. Pero no. Los hombres en ese momento, somos menos necesarios todavía. Menos de lo que imaginaba. Y Blanquita, la partera, tenía una extraña sociedad secreta de mujeres con Magalí. Y yo ahí, el que la había embarazado, el responsable de lo que estaba pasando, ese dolor incalculable y la reputísima madre que me parió.
“Si tan solo pudiera compartir el dolor a medias”, me repetía. Pero también pensaba que si eso pasaría no habría nacimientos nunca.
Agarraba su mano y la acariciaba. Ella me apretaba fuerte. Acariciaba su cabello. Le daba palabras de aliento. Pero era inútil todo eso. Estaba al pedo.
A las nueve de la mañana le hicieron el segundo tacto. Tacto, para el que no sabe, es algo que consiste en medir la dilatación de la parturienta con los dedos. “Cuatro”, dijo Blanquita.
–Muy poco. Falta todavía. Seguro que para el mediodía va a llegar a una dilatación más óptima. –dijo Blanquita.
Mi mujer la miró a los ojos y le reclamó que “¿cómo podía ser?, que no iba a aguantar, que era imposible aguantar más”.
Luego llegó el doctor Feler, llegó mi suegra, llegó alguien más que no recuerdo. Me llamaron a la habitación para que baje al primer piso a tramitar y firmar y pagar unas cosas y firmar más cosas.
“Trámites” algo que ningún ser humano está exento de hacer en este mundo.
Más tactos y una hora tras otra con otros tactos. Que llegaba a seis o siete. Nada. Había que dilatar a diez como Maradona o Messi o el culo de Belladona vaya uno a saber.
El doctor hizo un control exhaustivo y dijo que estaba todo perfecto. Pero había que esperar hasta el mediodía y ver que pasaba si dilataba naturalmente. Magalí dijo que no iba a aguantar. El doctor le guiñó el ojo y le dijo:
–Tranquila flaca, ¡vas a poder!
El doctor se fue y dijo que si pasaba algo que lo llamen, que ya volvía. Estaba vestido de jogging y zapatillas deportivas como con siete cámaras de aire. La partera le hizo un tacto una vez más y eran como las once y media de la mañana y el tacto llegó a siete. Y si hasta el mediodía no llegaba a dilatar como corresponde le colocarían una inyección que ayudaría a tener una mejor dilatación.
A las doce y veinte llevaron a Magalí a la sala de preparto. Era una sala toda de acero inoxidable con una camilla que en medio tenia manubrios de ambos lados, supongo que para que la parturienta se agarre y haga fuerza. Y era el horario correspondiente y el doctor no estaba todavía y a mí me llamaron por teléfono para avisarme que vaya a firmar una cosa más que me había olvidado. Guita, era la palabra clave. Más guita. Todo es guita cuando uno está en un Sanatorio.
–¿Puedo ir después del parto, mi mujer está sola aquí en la sala de preparto?
–No, imposible, de ninguna manera –me dijo la secretaria de Feler –tenés que bajar ya mismo a pagar los honorarios del doctor –me dijo la gorda secretaria.
Así que bajé rápido y me cobraron un montón de guita que jamás habíamos arreglado. Pedí una factura, una boleta, un comprobante a ver si por lo menos la obra social me devolvía una parte pero la respuesta fue negativa, me dijeron que la obra social que tenía era pésima y no pagaba nunca, que por eso me cobraban esos honorarios. No tenía tiempo ni de mandarlos a cagar.
Subí por el ascensor y llegué a la sala preparto y ahí estaba el doctor hablando a Magalí que se estaba agarrando muy fuerte de los manubrios de la camilla, se notaba porque las venas de las manos parecían fideos que se cruzaban por sus dedos y tenía los ojos cerrados, supongo que estaba impresionada, o dolorida, o simplemente estaba en trance y solo podía comunicarse con el doctor Feler que ya estaba con las prendas esas verdes que usan los médicos. Y vino una enfermera y me trajo las mismas prendas que el doctor, y yo ya me sentía del equipo.
–Doctor, me cobró una guita que no arreglamos –le pregunté mientras se acomodaba las prendas y limpiaba todo con un líquido. –¿Va a poder hacerme una factura?
–De ninguna manera. Tu obra social no paga nunca. Discúlpame, enserio–me dijo Feler y agregó haciéndose el pelotudo: –¿Presenciás el parto, no es cierto?
Respondí que sí con la cabeza. Luego me olvidé de la ratonería del doctor y me lavé las manos y me puse los guantes profilácticos. El doctor estaba frente a mi mujer. A su costado izquierdo estaba Blanquita y yo a su derecha.
–¡Vamos! ¡Vamos! ¡Fuerza que falta poco Magalí Vamos! –le decía Feler. Blanquita le acariciaba la cabeza a Magalí.
–¡Vamos! –decía nuevamente. Y hacía todo con movimientos muy refinados y lentos. El médico se acercó a mí y me dijo:
–¿Querés recibirla a tu hija? ¿Te gustaría?
Tragué saliva y me agarró una adrenalina igual al momento en que el vagón de la montaña rusa llega a la cúspide para bajar. Dije un sí arrastrado, miedoso y áspero. Pero al fin pensé “¿Cuantas veces más puedo tener una oportunidad así?».
Entonces me hizo una prueba de valor. Agarró unas tijeras y cortó algo que no recuerdo bien qué era. Y era un mechón de pelo de mi hija que ya estaba ahí, muy cerquita. Agarré el mechoncito ensangrentado y lo miré y me pasaron todos los recuerdos de la vida. Y recordé mientras agarraba ese mechoncito, de mis hermanitos cuando nacieron y que mi hija, su sobrina ¡Ya venía! Y que capaz que veía en ella a esos bebés, mis hermanitos, que ya son grandes, pero siguen siendo hermanitos, y que la Ernestina me recordaría a ellos y no me desmayé. Y esa era la prueba para pasar frente a mi mujer a la par del doctor a recibir a mi hija Ernestina, a Ernestina Vaca, a Tita, y pasé frente a mi mujer al lado del doctor y nos alineamos con el doctor Feler y empezamos a alentar a mi mujer del mismo modo en que uno está a veces en la Pellegrini alentando a San Martín cuando va solo a la cancha y quiere ver el partido tranquilo.
–Todos se descomponen y se desmayan. –me dijo el doctor en un momento. –Alentemos que queda un poco nada más –me repetía a cada instante Feler.
Y Blanquita masajeaba el vientre de Maga y en un momento empezó a ayudarse con las dos manos a hacer sopapa contra la panza de mi mujer y yo tenía el corazón por explotar de la euforia.
–¡Ya viene, ya sale, vamos! –le dije a Magalí.
–No puedo más, me muero, no puedo más–decía ella entre sollozos.
El doctor me pasó la mano por el hombro y me señaló que la cabecita de mi hija estaba ahí hace rato saliendo y entrando, pero que necesitaba el último esfuerzo de Magalí. Luego Feler miró a Blanquita. Blanquita asintió y se ubicó en diagonal y apoyó la mano izquierda sobre el vientre y con la derecha sobre el dorso de la primera.
–Cuando cuente hasta tres vos pujá ¿correcto? –dijo el doctor a mi mujer.
–Pero yo no puedo…¡ya no puedo más! –gritaba mi mujer.
–No, no, no, de ninguna manera Magalí, si podés, ya es lo último, si podés. ¡Vamos!
–No voy a poder…
–¡Si podés! –dijeron a coro el médico y la partera.
–Voy a contar hasta tres…Y vos hermosa Magalí, vos pujá, ya está tu hermosa hija–dijo Feler–
Y gritó solo él:
–Uno…
La partera tomó envión con la cabeza.
– dos… y…
Y Blanquita se balanceó con todo el cuerpo sobre las dos manos en sopapa al mismo tiempo que el doctor gritó:
–¡¡¡TRES!!!
Magalí provocó un grito desgarrador.
–Vení sacala rápido, ahí está tu hija –dijo Feler.
Y yo la saqué como pude agarrando su cabecita pequeña que colgaba como un pollito. El médico me dijo que me apure y me ayudó a sacarla más rápido.
Blanquita se acordó que no había panceta y de pasada compraría verduras. La sacamos, el doctor y yo, y la apoyamos sobre el pecho de Magalí, ella temblaba. Las dos temblaban. Y mi hija no lloraba. Solo un “Uff ohh”, como un resoplido de cansancio de fatiga.
Tan cansadas las dos.
El neonatólogo llegó y se llevó a mi hija. Otro estaba filmando con un teléfono y yo me di cuenta que había estado de antes.
–¿Qué pasa con mi hija? –preguntaba Maga –¿Qué pasa?–repetía incesante, y seguía con los ojos cerrados.
–Tranquila, tranquila, mamá –decía Feler. –Pasa que tiene que largar el llanto y no llora. Tranquila.
Salí de la sala y le pregunté al médico que qué pasaba, que por qué no lloraba. Y el médico mientras la movía de aquí para allá, sin el menor cuidado, como una bocha de mortadela, me dijo:
–Si no llora va a haber que internarla…
Y Ernestina largó un llanto enorme, un “Buaaaaaaaa” gigante y majetuoso y yo me tranquilicé y el neonatólogo me hizo un gesto con el pulgar arriba y me fui feliz de nuevo a ver a mi mujer a la sala. Y le dije si había escuchado el llanto y sólo movió la cabeza afirmativamente, sonriendo.
–¿Y por qué no la traen? Es hermosa ¿No?
–Sí, dije, es hermosa.
–Muy –agregó el médico. Y pude ver sus zapatillas, eran unas Nike celestes con amarillo. Mucha cámara de aire. Miré el reloj de pared de la sala y marcaba la una menos cinco. La Ernestina nació a las doce cuarenta y cinco. Abracé a mi mujer.
–No sabes qué fresco está afuera –le dije a mi mujer.
Ella ya sabía que tenía un amor para toda la vida, igual que yo.