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La aparición del diablo y otros monstruos en la fiesta más popular de Tucumán. El Malevo Ferreyra, las Culisueltas, travestis, animadores, cumbia, pintura y más de 24.000 litros de cerveza en Ranchillos; un pueblo que vive al ritmo de la zafra y el carnaval.
“Que levanten las manos los que quieren hacer el amor toda la noche”
La arenga es de José Luis Salinas, el cantante del grupo Ternura, y abajo del escenario casi todas las manos están arriba. Miles de manos levantadas sin pudor mientras suenan los primeros acordes de “Haciendo el amor”, el clásico tropical de 1994.
Son las 16.30 del primer domingo de marzo en el Club San Antonio de Ranchillos, donde dicen que es la capital del carnaval.
Donde dicen que han visto al diablo.
Y yo he visto al Malevo Ferreyra.
Donde miles se tiñen de colores.
Y miles se emborrachan teñidos de colores.
Donde hay niños que juegan con agua.
Y adultos que juegan con agua.
Donde suena cumbia.
Y se baila cumbia.
Donde nacen amores.
Y se lloran amores.
Donde hay chicos que salen sin remera.
Y chicas que vuelven en corpiño.
Donde hay travestis exuberantes.
Y jóvenes musculosos que se abrazan a ellas.
Donde son las 16.30 y el carnaval recién comienza y hay miles de personas que tienen ganas de hacer el amor toda la noche.
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En la década del cincuenta, los que tenían ganas de hacer el amor toda la noche eran muchos menos y contaban con un sentido del pudor que les impedía hacer público ese deseo. Para los carnavales, los muchachos llegaban al club San Antonio con su mejor traje y la corbata más vistosa. Se sentaban en alguna mesa al costado de la pista y pedían al mozo una cerveza o un vermut mientras espiaban con discreción a las chicas. Si las miradas sorteaban la celosa custodia paternal y cometían la audacia de encontrarse, entonces el galán debía juntarse de valor para pedir al padre de la dama el permiso necesario para sacarla a bailar. Sonaban las orquestas de tango y por el escenario del club pasaban muchos de los músicos del momento: Donato Racciatti, Nina Miranda, Alberto Castillo y Alfredo de Ángelis, entre otros. Se jugaba al carnaval con papel picado. Se bailaba sin apretarse, con las manos en los hombros. Se seducía con disimulo y se amaba con prudencia. Por entonces, nada se decía de diablos ni travestis ni de cumbias, pero el de Ranchillos comenzaba a ser uno de los carnavales más populares de la provincia.
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Afuera del club San Antonio, el paisaje parece una extravagante mezcla de escenario bélico y kermés: hay policías montados a caballos inquietos, vendedores locuaces, caras pintadas de oscuro y remeras rasgadas. Todos envueltos por una tenue nube de humo blanco. La atmosfera se satura de olor a choripán y de músicas. Los parlantes de acá escupen un cuarteto de Carlos “La Mona” Jiménez; los de más allá, ritmos roncos de viejas cumbias. Tres niños se entreveran entre la gente para vender bolsitas con polvos de colores y otros juegan a la guerra. Son ellos los que ahora corretean cubriendo de nieve artificial los rostros de los desprevenidos.
Son las 15 y sólo algunos se acercan a las boleterías del club. La mayoría hormiguea por los ranchos fabricados con cañas y telas a la vera de la calle. En esos improvisados quioscos de ocasión se venden choripanes, sánguches de milanesa, empanadas y cervezas frías. Los clientes comen y beben parados, pero sin prisa. Es un trajín tranquilo que sólo se interrumpe cada tanto por la corrida de alguien que, en vano, intenta escapar de un ataque de nieve. En uno de los puestos, un grupo de muchachos se pasa la botella cuando una adolescente delgada de caderas generosas se pasea frente a ellos y les roba miradas furtivas. La flaca tiene el abdomen tallado al descubierto. Lleva estampada en los bolsillos de atrás de su diminuto short la lujuriosa marca de dos manos que han dejado su huella de pintura. A su paso, la bandera del gauchito Gil que cuelga del techo de uno de los ranchos se agita.
A un costado de la calle cerrada al paso de vehículos hay una mujer de ojos cansados. Está sentada detrás de una pequeña mesa verde de madera repleta de bolsitas. Viviana tiene 46 años y vende colores: el rojo, negro y ocre típicos del carnaval. Ha llegado esta mañana en colectivo desde Alderetes junto a Julio, su hijo de 13 años, para ganarse unos pesos con la venta de pinturas. Sus movimientos están reducidos por una enfermedad que le ha afectado los riñones, por eso es el joven quien va de un lado a otro de la calle ofreciendo las bolsitas como un dealer de colores.
Esos polvos de las bolsitas, al mezclarse con algún líquido, forman la pintura característica de los carnavales de Ranchillos. De ahí provienen los colores del carnaval. Colores que, al final de la jornada, tiñen las caras de oscuro. Colores que luego cuestan paciencia y esfuerzo sacarse de la piel. Colores que terminan delatando a los que han salido a carnavalear sin permiso. Cuando no es época de carnaval, esos polvos se utilizan sólo para pintar pisos de cemento. Hace unos días, Viviana compró en la ferretería de su barrio una bolsa de un kilo del colorante a 48 pesos y la fraccionó en casi 200 bolsitas que vende a un peso cada una. En un buen día, cuando no llueve y la calle del club se llena de gente con ganas de pintarse, ella puede volver a su casa con 250 pesos en los bolsillos.
Los que atienden los puestos son casi todos de Ranchillos. La mayoría de ellos trabaja durante el año cosechando caña de azúcar en fincas de la zona, pero ahora no es tiempo de zafra, es tiempo de carnaval y ahí están ofreciendo porrones helados. Me sorprende encontrar entre esos rústicos y masculinos cantos de sirena que invitan a beber, una tonada santiagueña que me pregunta: “¿Qué va a tomar amigo?”. Esa es la estrategia de marketing de Carlos, un joven de 22 años con pinta de cantante de rap y una sonrisa enorme. Detrás de ese gesto comprador hay una vida difícil que no tardará en contarme: Carlos nació en Buenos Aires y nunca conoció a su madre, que lo abandonó con sólo unos días de vida. A los nueve años, un familiar lo llevó a la provincia de Santiago del Estero donde creció como pudo. Se cansó de trabajos muy mal pagados que apenas le permitían subsistir y se vino hace dos años a trajinar los surcos en Ranchillos, donde conoció a su mujer. Aquí, me confiesa antes de perderse entre la gente con su sonrisa y su latiguillo para vender cervezas, encontró la felicidad.
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Mucho antes de convertirse en la capital del carnaval, el porvenir de Ranchillos dependía de la caña de azúcar. En aquellos tiempos dulces, el pulso vital del pueblo crecía al ritmo de la actividad del ingenio San Antonio. La vida del ingenio comenzó en 1910 – al principio con el épico nombre de El Fénix del Norte – y a su final lo decretó el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía en 1966, cuando dispuso el cierre forzoso de 11 de las 27 fábricas azucareras que funcionaban entonces en la provincia. La intervención militar generó una profunda crisis económica y un éxodo masivo. Casi un tercio de la población de la provincia migró para buscar en otros lados el trabajo que en Tucumán se le negaba. La mayoría de esos tucumanos que abandonaron sus tierras fueron a engrosar las villas miserias de Buenos Aires.
Eran tiempos de prosperidad económica para el ingenio y el pueblo de Ranchillos cuando se fundó el club San Antonio, el 24 de noviembre de 1934. Su primer presidente fue Alberto Valentié, un terrateniente de la zona. El ingenio cedió parte de sus tierras y los empleados levantaron con sus manos las paredes del club, al que financiaban con el dinero de la cuota societaria que les descontaban de sus planillas de sueldo. En 1966 el club estuvo a punto de correr igual suerte que el ingenio que le dio vida. Al cerrar la fábrica y cortarse el cordón umbilical que la unía al club, ambos casi desaparecen juntos. Pero los socios compraron el predio cuando el lote se remató y el club siguió funcionando a pesar de la crisis social que atravesaba toda la comunidad. En esos tiempos amargos, hubo una actividad que generaba los escasos ingresos para que el club subsistiera: el carnaval.
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Faltan menos de dos horas para que se abran al público las puertas del club y adentro hay gente a la espera del aluvión. Subimos con Florencia, la fotógrafa de la revista, por unas escaleras hasta el primer piso donde está la secretaría. Es una oficina pequeña de paredes blancas castigadas por la humedad. En la menos manchada de las cuatro, cuelga un cuadro con una camiseta de fútbol del equipo de San Antonio. En un rincón, arriba de un viejo armario de chapa, descansan unos cuantos trofeos olvidados. El que nos recibe es Antonio Alberto Pino, presidente del club. Sobre su escritorio hay un plato con restos de milanesa y una botella de Coca Cola Ligth a medias. Hace a un costado lo que parece haber sido un almuerzo fugaz y cruza las manos, ese gesto y el pelo negro prolijamente peinado con una raya al costado, le dan un aire de excesiva seriedad.
La familia Pino lleva casi medio siglo vinculada al club. Antonio me cuenta que su padre, Juan José, integraba la comisión directiva que tuvo que sacar a flote a la institución después del cierre del ingenio. “Esa era la única fuente de trabajo estable de la zona, por eso significó un quiebre económico y un quiebre social para Ranchillos”, me explica. Juan José Pino fue uno de los dirigentes que encontraron en los bailes de carnaval un recurso para mantener con vida al club. Al comenzar la década del setenta fue elegido presidente y mantuvo el cargo hasta el momento de su muerte, 36 años después. El que lo sucedió fue su hijo, a quien tengo sentado ahora enfrente.
– ¿Qué importancia tienen hoy para el club los bailes de carnaval? – le pregunto.
– Nuestra actividad principal es esta y como actividad económica es la única. De lo producido durante los siete bailes el club vive todo el año. Obras, deportes, indumentaria, equipos, jugadores, mantenimiento. Todo es fruto del carnaval.
– ¿Y para la comunidad de Ranchillos?
– Hoy por hoy se ha producido lo que yo llamo un producto local. Si te vas a Famaillá, ellos tienen la empanada. En Simoca, la feria de los sábados. En Tafí del Valle tenés la belleza de los cerros y el festival del queso. ¿Y nosotros qué tenemos? como actividad productiva tenemos la caña de azúcar, al igual que en todo el este de la provincia, y como único producto local el carnaval. Durante tres meses mucha gente vive de esto.
Esa gente que vive del carnaval son unas 150 personas que trabajan para el club en la organización de cada baile. A ellos se suman los casi 200 policías contratados para la seguridad y las más de 150 familias que trabajan en los quioscos que se montan en los alrededores, en los estacionamientos improvisados y los vendedores ambulantes que ofrecen desde vinchas con los nombres de las bandas hasta imitaciones de anteojos de sol. Antonio Pino no da ninguna cifra, pero me asegura que el dinero alcanza para solventar las actividades deportivas de San Antonio y las enumera: fútbol infantil, inferiores y primera división – el club participa en la categoría B de la liga tucumana -, el equipo de básquet que juega en la liga cruzalteña, vóley y hockey, en patines y sobre césped.
El dinero alcanza también para realizar obras de infraestructura. Antonio explica que el club fue creciendo en la medida en que sus carnavales se volvían cada vez más populares. En la década del 70, los bailes de carnaval de San Antonio ya tenían su reputación en la provincia y convocaban a unas 1.500 personas que desbordaban las instalaciones. En los 80 eran más de 4000 las almas que carnavaleaban en Ranchillos. En los 90, más de 7000. Al club entonces no le quedó otra opción que agrandarse. Hoy son casi 15.000 los hombres, mujeres y niños que bailan, juegan y se pintan cada domingo. Para el cierre del carnaval, el escenario principal se traslada a la cancha de fútbol y unas 30.000 personas deliran con las canciones de Carlos “La Mona” Jiménez.
Terminamos la charla y Antonio nos invita a una visita guiada por el club. Él es nuestro guía. Por momentos, no puede ocultar ese orgullo de niño que exhibe un juguete nuevo cuando nos muestra una obra reciente o alguna remodelación. Salimos a un balcón desde el cual se aprecia el enorme tinglado. Ahora vacío, parece uno de esos hangares donde duermen aviones gigantescos. Dentro de unas horas, cuando me asome otra vez, sólo veré gente. Un océano ocre de personas que se mueven al ritmo de la cumbia. En el techo cuelgan pequeños banderines de colores y muchas remeras teñidas y sucias. Son la ofrenda que cientos de personas han dejado en las alturas como un recuerdo feliz. “Eso de revolear las remeras al techo se ha vuelto una tradición”, comenta Pino. Me llama la atención una vieja escoba atada con firmeza a la baranda, en una de las esquinas del balcón. Las pajas raídas apuntan al cielo nublado.
– ¿Y eso? – señalo con el dedo a la esquina donde está la escoba.
Alberto se ríe y responde:
– Es una especie de macumba que hacemos acá para alejar a la lluvia.
Es que la lluvia es la peor enemiga del carnaval. El éxito de cada domingo no depende tanto de la cartelera musical o de los vaivenes económicos como del clima. Si llueve, sólo los carnavaleros más devotos se acercan al club.
La visita sigue por la cancha de fútbol y los vestuarios hasta llegar a la última de las innovaciones: un salón de fiestas para 1500 personas que durante los bailes funciona como la más grande de las cantinas. Ahí, y en las otras siete barras, la gente del club batalla para mantener fríos los más de 24.000 litros de cerveza que se venden cada domingo en más de 48.000 vasos de medio litro. Los cajones se apilan en cinco cámaras frigoríficas del tamaño de una habitación y las botellas en más de treinta heladeras. Otro de los sistemas de refrigeración, el más arcaico, consiste en dos piletas de lona repletas de grandes trozos de hielo. La imagen de las botellas escarchadas me genera sed. No una sed cualquiera, sino sed de cerveza, que es la sed que predomina en los carnavales de Ranchillos. Las estadísticas de Pino me lo confirman: de 14 vasos de bebidas que se venden, 13 son cervezas y sólo uno de gaseosa o agua mineral.
Takatakataka
Takatakatakataka
Aparecen las Culisueltas y en el escenario hay siete caderas que se mueven menean baten zarandean mecen sacuden contonean agitan bambolean. Siete caderas y su danza hipnótica.
Las adolescentes se amontonan al pie del escenario y sus cuerpos intentan imitar la coreografía sensual. De pronto, hay miles de chicas en movimiento y miles de chicos que observan esos movimientos.
Si en este momento el cantante de Ternura repitiera su consigna, apuesto a que las manos levantadas serían más, miles más.
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El grito de…
los solteros.
los fiesteros.
los hinchas del santo.
los hinchas del deca.
las chicas vírgenes.
los que no se van a casar nunca.
los que no quieren a la suegra.
los que sufrieron por un amor.
los que esta noche no vuelven a su casa.
los que mañana no van a trabajar.
Las fórmulas se repiten con algunas escasas variaciones en las voces de los cuatro animadores que pasan por el escenario del club. Esas consignas son las que mantienen o encienden el clima de euforia en el público durante las pausas musicales que hay entre los shows. Cuando las escucho, pienso que muchas de ellas son un mensaje antisistema. Los que ahora bailan semidesnudos y gritan extasiados de cumbia y alcohol, mañana volverán a vivir bajo los formalismos de una sociedad que reprime esa manifestación excesiva de alegría. Pero, mientras dure el carnaval, pueden burlarse de algunas estructuras y jerarquías sociales. El carnaval es un tiempo de excepción, una suspensión momentánea del mundo y sus leyes. Es una celebración anárquica, rebelde y desmesurada. Entonces, los que ahora festejan esa breve revolución pueden decir que no quieren a su suegra y que no se van a casar y que, si no quieren, no irán a trabajar al día siguiente. Son libres y, ahora más que nunca, gozan mejor que el dueño; como reza la canción de Ricky Maravilla.
De los cuatro animadores, Rubén Gallardo es el único nacido y criado en Ranchillos; por eso es el encargado de abrir y cerrar con su arenga festivalera cada domingo de carnaval. Lo encuentro detrás del escenario y me cuenta que arrancó en el oficio de animador por casualidad. Ese debut improvisado fue hace 20 años, cuando le pasaron el micrófono en un cumpleaños de quince. Su tarea esa noche consistía en anunciar los temas que seguían en la lista del dj, pero, de a poco, fue advirtiendo que podía generar un clima festivo con sólo repetir algunas breves consignas. A partir de entonces, comenzaron a llamarlo para animar todo tipo de fiestas en su pueblo y en las localidades vecinas. Ahora, Rubén comparte el oficio de animador con su trabajo como locutor en un programa de radio local y su voz se ha vuelto un sonido familiar en Ranchillos. Para él, animar el carnaval del club San Antonio es jugar en la primera división de los presentadores. “Es la vidriera más importante para nosotros”, me asegura.
Rubén no tiene pinta de fiestero. Es bajo, rellenito y de cara redonda. No viste de forma extravagante y no hay nada en su aspecto que lo señale como el responsable de dirigir la diversión de miles de personas. Sin embargo, en esa especie de liturgia profana en la que hace de maestro de ceremonia, sus proclamas fiesteras son seguidas con fervor desde abajo del escenario. Para él, uno de los secretos para generar ese magnetismo es conocer al público: “A las personas les gustan que los reconozcan y los nombren, o que el animador diga de qué barrios vienen. De esa manera, ellos se sienten identificados”. Cuando le pregunto cuál de las consignas es su favorita, Rubén me explica que la combinación no es azarosa, sino que hay que encontrar el momento preciso para cada una. Esa es la principal habilidad que debe desarrollar un animador: saber cuál es la mejor fórmula para antes o después de cada canción.
En estos momentos, la consigna del presentador Carlín Pérez es: “el que no salta es un gobernado”.
Y abajo del escenario todos saltan y ninguno quiere ser gobernado.
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El carnaval es la máxima expresión de algarabía popular que se conoce. En el siglo XIX, el escritor alemán Wolfgang von Goethe lo definió como “la fiesta que el pueblo se da a sí mismo”. Es la alegría de un pueblo que, por unos días, se gobierna a sí mismo y sale a las calles a festejar ese acto de liberación. Esa era la esencia ritual de las fiestas que los griegos celebraban en honor a Dionisos, de las Saturnales de los romanos y, luego, de los carnavales renacentistas en toda Europa. También es parte de la naturaleza revolucionaria de las Llamadas en el carnaval de Montevideo, cuando los descendientes de esclavos africanos se apoderan de las calles con sus tambores y sus danzas. De los encuentros entre comparsas de indios en el antiguo carnaval salteño y de las Morenadas con las cuales los bolivianos se manifiestan en contra de sus opresores coloniales durante los carnavales de Oruro. Era la libertad que festejaban las criadas en el Virreinato del Río de la Plata al vaciar con paciencia huevos de gallina para llenarlos con agua perfumada y arrojarlos a sus señores. Esa misma libertad era vista muchas veces como una amenaza por los gobernantes y representantes de las clases dominantes, ya que temían que el mundo se quedara dado vuelta con ellos ocupando el lugar de los de abajo. Quizás por eso, Juan Manuel de Rosas, entonces Gobernador de la provincia de Buenos Aires, prohibió los festejos de carnaval el 22 de febrero de 1844 por considerar que “semejante costumbre es inconveniente a las habitudes de un pueblo laborioso e ilustrado”.
Desde su exilio en Chile, Domingo Faustino Sarmiento, su principal antagonista en la arena política, hacía una exaltación del carnaval en un artículo publicado en el diario El Mercurio el 10 de febrero de 1842:
¿Quién ha olvidado aquella alegría infantil en que haciendo a un lado la máscara que las conveniencias sociales nos fuerzan a llevar en el largo transcurso de un año mortal, se abandonan a las inocentes libertades del Carnaval?
¿Quién es que no ha saboreado en aquellos tiempos felices, el exquisito placer de vengarse de una vieja taimada que nos estorbaba en los días ordinarios, el acceso al oído de sus hijas, bautizándola de pies a cabeza con un enorme cántaro de agua, y viéndola hacer horribles gestos, y abrir la desmantelada y oscura boca, mientras los torrentes del no siempre cristalino líquido descendían por su cara y se insinuaban por entre sus vestidos? ¿Quién no se ha complacido contemplando extasiado las queridas formas que hasta entonces se substraían tenaces al examen, viéndolas dibujarse a despecho del empapado ropaje, en relieves y sinuosidades encantadoras?¿Quién que tenga necesidad de decir dos palabras a su amada, no echa de menos aquella obstinada persecución con que separándola del grupo de las que hacían acuática defensa del carnaval, la seguía por corredores, pasadizos y dormitorios, hasta cerrarle toda salida, y verla al fin escurriendo agua, y con las súplicas más fervientes, pedir merced al mismo con quien antes no la había usado ella, y dejarse arrancar acaso un pequeño favor como precio de la capitulación acordada?.
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El diablo anda suelto para el carnaval, a eso lo saben todos en la puna jujeña. En la quebrada, el carnaval comienza con el desentierro simbólico del diablo, que se representa con un pequeño muñeco (Pujllay en quichua). De esa alegre ceremonia participan también otros diablos mayores; hombres y niños disfrazados con trajes de colores y capas brillantes de espejos y lentejuelas, con cuernos y largas colas. Hombres y niños que abandonan sus penas cotidianas y se entregan a la felicidad extraordinaria del carnaval. Como relata el poeta humauaqueño Fortunato Ramos: «El diablo encabeza los carnavalitos de la comparsa y es obligación que sea alegre durante el carnaval, no hay diablos tristes ni diablos dormidos. Sí, diablos machados y diablos sueltos. El diablo contagia la alegría y la tentación al hombre, también a la mujer; y en los nueve días y las nueve noches, casi no duerme; porque, de ésta, no hay otra».
En Ranchillos también está el diablo. Un diablo rojo con tridente y cola ensortijada que ríe pintado en la pared de la entrada principal del club San Antonio. Es la versión divertida del otro diablo; el diablo maléfico que apareció a comienzos del año 2010 para pronosticar muerte y sufrimiento. La competencia entre los distintos bailes de carnaval de la provincia puede ser tan tenaz que incluye acciones de guerra psicológica para alejar al público del club rival. Años antes, se difundió la teoría prejuiciosa y absurda de la existencia de un grupo de travestis que pinchaba con agujas infectadas de HIV a los que carnavaleaban en San Antonio. Esa vez, el rumor comenzó a propagarse de tal forma que, en poco tiempo, no hubo en Tucumán quien no tuviera algún pariente o vecino que pudiera dar fe del hecho. Lo que esos parientes y vecinos escucharon fue que otros parientes y vecinos dijeron que otros parientes y vecinos vieron la siguiente escena: El folclorista salteño conocido como “El chaqueño” Palavecino le contó a Mirtha Legrand en su programa de televisión que había visto al diablo entre el público en los carnavales de Ranchillos. Fue el mismo rey del averno quien le anunció que ese año ocurriría una terrible tragedia en el club San Antonio. Lo cierto es que nunca hubo catástrofe ni otros diablos distintos de aquellos miles que ahora bailan en cueros, borrachos y con la misma sonrisa dibujada que el diablito en la pared.
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Sé que lo vi. Que nadie me lo contó. No recuerdo si fue la primera o segunda vez que fui a los carnavales de Ranchillos, hace seis o siete años. En mi memoria el dato es impreciso, pero la imagen inconfundible. A la figura la reconocía de los noticieros de televisión y de las fotos en los diarios. La estampa de caudillo, las frondosas patillas blancas y el bigote oscuro a tono con la camisa, el pantalón claro y el sombrero Panamá. Al mito lo conocemos todos los tucumanos. Acá Mario Oscar Ferreyra es simplemente “El Malevo”. El hombre por el que piden los que piden mano dura. El represor violento que la leyenda transformó en un héroe oscuro.
Sé que lo vi al costado del escenario, un tanto alejado de la muchedumbre. El gesto marcial. Impoluto de pintura. Ajeno a la algarabía que lo rodeaba. Me resultó tan fuera de contexto que entonces lo creí una presencia espectral. No había en su rostro ni un mínimo gesto de felicidad, pero me pareció que se divertía. Sé que nunca conocí una mirada tan feroz.
Todos los movimientos parecen sincronizados a la perfección. Cinco personas se mueven como hormigas que cargan instrumentos, parlantes y amplificadores. Mientras los plomos preparan el escenario a velocidad de escudería de fórmula uno, el presentador anuncia que ya viene, ya llega, ya está. Entonces una combi estaciona detrás del escenario y los músicos bajan corriendo en fila india. En minutos están tocando la intro. El presentador dice que es el más grande y que ahora sí. Pero él sigue en la combi, escuchando la presentación. Afuera hay un cordón de hombres de seguridad y de curiosos. Los flashes rebotan en sus anteojos oscuros. Él sonríe. El presentador comienza a decir su nombre artístico. Él camina entre la seguridad y los curiosos. No se apura ni se detiene. Sigue sonriendo. El presentador ha terminado de gritar Monstruo Sebastián estirando la o y la ene. Él está arriba del escenario. Hay una ovación histérica. Él sonríe de nuevo. Posa con el micrófono. Hay suspiros. Él comienza a cantar. Hay una nueva ovación. El público canta. Él canta. Durante media hora será gigante.
El Monstruo ha perdido bastante la forma y un poco la voz, pero quizás nada de su natural carisma. Parece un viejo dandi: traje negro, camisa de seda roja abierta en el pecho y pañuelo blanco en el bolsillo del saco. Parece también la última versión de Elvis Presley, gordo y con movimientos pesados de dinosaurio, como si cargara sobre los hombros todo el peso de su leyenda. Quizás lo sea, el último Elvis de la cumbia romántica:
Perdona si te hago llorar
perdona si te hago sufrir
pero es que no está en mis manos
pero es que no está en mis manos
me he enamorado, me he enamorado
me enamoré.
Hay miles de teléfonos celulares que brillan como luciérnagas. Hay chicas, chicos, señoras y señores apretados con las manos en alto y los ojos cerrados. Hay una enfermera del servicio de emergencia y una policía como hipnotizadas, con las miradas vidriosas. Hay mujeres en corpiño que revolean sus remeras, alzadas en hombros de muchachos fornidos. Hay, delante de la multitud de cuerpos pintados, una adolescente parada sobre la base de la valla que se estira para ver al escenario. Rompe en llanto y se lleva las manos a la cara. No ha parado de llorar, con las manos cruzadas, como si rezara, como si sufriera de felicidad.
El Monstruo se va.
Y la adolescente se seca una última lágrima.
Hace algunas horas que es de noche, pero no importa. No les importa a los que han dejado sus remeras en el techo del tinglado y vuelven a sus casas mojados, con el torso desnudo. No les importa a los que acaban de encontrar unos billetes arrugados y manchados para una última cerveza. No les importa a los que ya no tienen billetes. No les importa a los que tienen la cara teñida de negro. No les importa a los que ríen borrachos. No les importa a los que lloran borrachos. No les importa a las chicas vírgenes. Ni a los que mañana no van a trabajar. Ni a los que no se van a casar nunca. Ni a los que sufrieron por un amor.
Les importa, quizás, a los que ahora se entrelazan en un beso eterno. A los que tienen ganas de hacer el amor toda la noche. Les importa porque, mientras sea de noche, mientras no llegue la mañana con sus luces delatoras, mientras el mundo conserve tanto exceso de alegría, seguirá el carnaval.