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Lo asaltaron para robarle una mochila y recibió un disparo a quemarropa. Albano Sosa estuvo seis días en terapia intensiva y volvió a su casa, pero debe aprender a vivir con una bala adentro del cuerpo.
Eran las tres y cuarto de la madrugada, cuando sonó el teléfono en la casa de la familia Sosa. En el silencio de la noche, el ruido se escuchó como un estruendo. Todo el mundo sabe que una llamada a esa hora, son malas noticias o, en el mejor de los casos, es una broma. Pero no era ningún trasnochado. Franco Sosa llamó para decir que a su hermano Albano Sosa lo habían asaltado, le pegaron un balazo y estaba en el hospital.
Mientras Franco transmitía la peor noticia, su hermano Albano Sosa entraba a la guardia del Centro de Salud. Todavía estaba consciente, pero tenía la vista perdida, como si todo estuviera envuelto en una niebla espesa. La bala le pegó en el hombro, chocó en el hueso, pasó por detrás del corazón, perforó el pulmón izquierdo y se quedó dormida ahí dentro como si estuviese en una bolsa de aire. Los médicos le dijeron que no podían sacarla, que sería peligroso, que era demasiado riesgo intentar una cirugía tan compleja, que lo mejor era no tocarla, y que tendría que vivir para siempre con una bala dentro del cuerpo.
Albano tiene 28 años, pero parece más joven. Es flaco y menudo, como si todavía viviera en el cuerpo de un adolescente. Yésica, su esposa tiene diez años menos (cumplió 18) y juntos están aprendiendo a ser padres de una beba de seis meses, a quien bautizaron con el nombre de Betsabé, en honor a la madre del Rey Salomón. A Albano le gusta trabajar de noche, porque se siente cómodo. En marzo consiguió un puesto en la panadería El Calafate, del barrio Obispo Piedrabuena, donde su hermano Franco trabaja desde hace tres años.
El 29 de agosto de 2012, Albano salió de su casa en la moto a las 2.20 de la madrugada rumbo al trabajo. Como siempre, para ganar tiempo, llevaba el uniforme puesto: pantalón blanco, remera mangas largas blanca, delantal blanco y una gorra también blanca. Por encima usaba una campera que le peleaba con desventaja al frío nocturno del invierno polvoriento y seco de Tucumán.
Entre el barrio Echeverría, donde vive la familia Sosa, y el Obispo Piedrabuena, donde está la panadería, hay unas ochenta cuadras. Ese trayecto suele llevarle unos veinte o veinticinco minutos. Aquella noche, sin embargo, se demoró más de lo habitual sin saber por qué. Al llegar a destino, se bajó de la moto y abrió el portón del estacionamiento, como lo hacían todos los empleados. Cerró la puerta con llave y caminó hacia la parte de atrás del local, por donde entraban los operarios. Guardó la moto en el estacionamiento y caminó en medio de la oscuridad por la vereda. En la nuca tuvo la sensación de que alguien lo estaba observando. Giró la cabeza y miró por sobre el hombro para asegurarse de que nadie lo estaba siguiendo. Un frío helado le subió por la espalda al ver que se acercaba un hombre en medio de la soledad más oscura de la calle a esa hora. El extraño vestía ropa negra y tenía una gorra con visera que le tapaba aún más la cara. No era fácil verle el rostro, pero Albano sabía de quien se trataba. Era «El Santiagueño». Así le llamaban a un joven que iba a pedir pan, tortillas o lo que sea que sobraba, cuando la panadería cerraba la atención al público.
Albano llevaba los guantes puestos y el casco en la mano. Al ver que El Santiagueño se acercaba, empezó a caminar cada vez más rápido. La panadería está en Salas y Valdéz al 1300. Entre el estacionamiento, donde guardó la moto, y el local en el que trabaja, hay unos cuarenta metros. Al doblar en la esquina apareció otro hombre que también avanzaba hacia él. Desconfió y, en ese instante, estuvo seguro de que le iban a robar. Le faltaban diez pasos para llegar al portón de la panadería y escuchó que El Santiagueño empezó a correr, pasó por el costado derecho y se paró de frente a él. Sacó un arma, le apuntó y sin decir nada, le disparó a la altura del cuello. El cómplice estaba del otro lado mirando todos los movimientos sin decir ni una palabra.
-Yo he sentido el impacto de la bala, pero era como que no me había dolido. Debe ser por la adrenalina o por el mismo miedo. Después él me hablaba, pero yo no le entendía nada, porque estaba aturdido, por el impacto, que sé yo…
Albano pensó que El Santiagueño le pedía lo que llevaba puesto. Se sacó los guantes y le entregó el casco. Todavía estaba consciente, aunque se sentía débil. Trataba de moverse rápido para entregar todo, creía que si demoraba más podría dispararle otra vez. Parecía que se le acababan las fuerzas para moverse y El Santiagueño le ayudó a quitarse la mochila. La campera le quedó enganchada en el puño y no podía desprenderla. Estaba herido y de cuclillas en la vereda. Apoyó una mano en el piso para quedarse sentado, inmóvil. Escuchó que el cómplice del santiagueño gritó: vamos, vamos, vamos y se perdieron en la oscuridad. Toda la escena quedó registrada en la cámara de seguridad de la panadería, pero adentro nadie vio el momento del asalto ni mucho menos cuando le dispararon. Todo sucedió muy veloz. Al notar que estaba solo, se miró el brazo y vio una mancha de sangre en la campera. Se levantó despacio y avanzó los cuatro pasos que le faltaban para tocar el portón de metal en la parte de atrás de la panadería. Con el puño cerrado lo hizo tronar para hacerse oír.
-Escucho la voz de mi hermano por el pasillo, que venía a abrir y le digo: Franco abrí rápido que me han disparado.
El hermano abrió el portón de inmediato y trató de levantarlo tomándolo de las axilas con fuerza, pero notó que era más prudente ayudarlo a sentarse para que no se moviera. Franco no sabía cómo actuar. Estaba nervioso y desesperado. Entonces se dio vuelta hacia adentro del local y gritó para pedir ayuda a sus compañeros. Albano sentía un entumecimiento en el brazo izquierdo, como si tuviera un calambre.
-Había visto un poquito de sangre en la campera. Después mi señora me dijo que estaba bañada de sangre.
A Franco no lo escuchaban desde adentro; entonces corrió a buscar al chofer de la panadería. Los vehículos para el reparto suelen guardarse en un estacionamiento ubicado al frente de donde Albano estaba sentado. Por eso no hubo demoras. Mientras el chofer abría el portón para sacar la camioneta, otro compañero de trabajo ayudó al herido a levantarse y a cruzar la calle hasta la camioneta. Seguía consciente. No veía nada, pero podía escuchar lo que hablaban a su alrededor. Aguanta le decían sus compañeros mientras giraban por la avenida gobernador del campo hacia el Centro de Salud, que era el hospital más cercano.
-Todavía tenía sentido de orientación. No veía nada, pero me acuerdo cuando han dado la vuelta en la rotonda del parque y me acuerdo cuando llegamos al hospital.
Alrededor de las seis, el paciente salió del quirófano a la terapia intensiva. Los padres seguían sin poder verlo. Los médicos, sin embargo, dijeron que estaba bien. Don Francisco, el padre de Albano tomó en cuenta que ya era de día y resolvió que había llegado el momento de hablar con la esposa de Albano, su nuera. En un taxi volvió a la casa del barrio Echeverría y fue directo a buscar a Yésica. Sin demasiadas vueltas, le cantó la noticia directa, fría, seca. Atónita se quedó la joven esposa. Por el susto estuvo dos días seguidos sin poder amamantar a Betsabé.
-Quería ir al hospital, pero no me dejaron. Sabía que tenía que estar con mi hija, pero también lo quería ver a él…
Esas cuarenta y ocho horas sin poder darle la teta a Betsabé fueron un calvario para Yésica. Para colmo, la beba no aceptaba la mamadera. Pasaban las horas y, atormentada por los nervios, no podía recuperar la leche materna. Entonces decidieron que Yésica debía ir al hospital para ver a su esposo herido y apaciguar los nervios. Los médicos observaron la tomografía y vieron el pequeño trozo de metal dentro del pulmón izquierdo. Resolvieron que no se iba a hacer ninguna cirugía y autorizaron el traslado del paciente al sanatorio Pasquini, donde tenía cobertura de la Aseguradora de Riesgos de Trabajo.
Al dejar el hospital, Albano fue llevado a la terapia del sanatorio privado. Sus familiares se turnaban para entrar en los dos únicos horarios de visita: una hora al mediodía y otra al atardecer. Grande fue la sorpresa de Albano al ver entrar a la sala a uno de los hermanos que se fue de Tucumán hace diez años para formar familia y vivir en Neuquén. Marcelo viajó más de treinta y seis horas por las demoras del micro durante el trayecto. Apenas se enteró de que su hermano había sido baleado no dudó en dejar a su esposa y a su hijo en Neuquén para volver a Tucumán en una visita relámpago de seis días.
La bala que Albano lleva adentro del cuerpo es un pequeño trozo de metal no más grande que el botón de una camisa. El problema es que está adentro del pulmón. El proyectil le pegó justo en el centro del húmero, que es el hueso superior del hombro. Es el más duro y se une al omóplato por medio de cartílagos, que son tiras de tejido fuerte y fibroso. Cuando recibe un objeto extraño, el cuerpo humano intenta eliminarlo y si no puede lo encapsula; es decir que lo envuelve hasta convertirlo en una pequeña pelota de grasa. Eso sería lo mejor que le podría pasar a Albano. En cambio, si la bala se moviera dentro del pulmón estaría en un grave problema porque el metal podría dañar los tejidos internos.
Mientras estaba en la terapia, Albano fue un paciente disciplinado. Trababa de mantenerse relajado y se aferró a su fe cristiana. A su madre le pidió la Biblia y el libro Mormón, que leía casi todos los días.
Cuando recibía las visitas, impaciente quería hablarles, pero con dos o tres palabras que pronunciaba empezaba a agitarse. En aquel momento tenía conectado un tubo de oxígeno que le ayudaba a respirar. Los primeros en entrar a la terapia, de a uno, fueron sus padres y Marcelo, el hermano que había llegado de Neuquén. Al llegar el turno de Yésica, Albano se quebró. Lloró al ver entrar a su esposa. Entre lágrimas preguntaba por su hija. Los familiares se asustaron y resolvieron restringir las visitas.
Con el correr de los días, Albano mejoró la respiración y dejó de usar el oxígeno, aunque todavía tenía un drenaje en el costado izquierdo del tórax. Después de haber estado nueve días en una cama, le dieron el alta. El 6 de septiembre a la hora de la siesta, se revolucionó la casa de los Sosa en el barrio Echeverría. Toda la familia sabía que ese día, Albano volvía al hogar. En el taxi de regreso lo acompañaban Francisco, su padre, Franco, el hermano que había hecho la llamada telefónica y un primo que no quiso perderse aquel momento. El paciente bajó del taxi, podía caminar solo, pero muy despacio y todavía se sentía mareado ante el menor esfuerzo físico.
-Al entrar a mi casa, me sentía como uno que ha salido un tiempo fuera, que se va de viaje y al volver encuentra las cosas medio raras, pero tenía esa sensación de alegría por estar otra vez en mi casa. Preguntaba dónde estaba la bebé y aunque estaba durmiendo fui a darle unos cuantos besos y abrazos. Después estando solo en mi pieza, obviamente se me han soltado las lágrimas. Ahí me he quebrado y no paraba de llorar…
Pasó un mes del disparo que le cambió la vida. En su habitación, Albano recordó aquella tarde en que rompió en llanto. Estaba sentado en el borde de la cama que comparte con Yésica y Betsabé. Le caían lágrimas de emoción, de bronca, de impotencia, de resignación, de miedo.
Dormir con una bala en el pulmón no debe ser fácil. Pero Albano ya se acostumbró. Los médicos le aconsejaron reposo. Tiene prohibida cualquier actividad física. Los especialistas calcularon que la recuperación le llevará unos seis meses. Los primeros días le costaba respirar. Para recuperar su ritmo pulmonar, los médicos le dieron un trabajo cotidiano y de bajo presupuesto: inflar un globo. El ejercicio consistía en aspirar profundo, retener el aire un segundo y exhalar para inflar el globo. Así varias veces hasta reventar el globo. Al principio, ni se movía, pero con el paso de los días fue adquiriendo más y más fuerza para llenar de aire los pulmones.
La primera vez que reventó un globo se sintió feliz. Estaba aliviado. Ganó confianza en la recuperación y se convenció de que podía recuperarse. Después de un mes de aquella noche desgraciada, Albano se siente mejor, todavía sigue haciendo el ejercicio del globo, perdió la palidez que tenía en el rostro y recuperó semblante en la piel.
El Santiagueño fue detenido por la Policía. Sin embargo, su mayor preocupación sigue siendo si alguna vez vuelve a encontrarse con él frente a frente. En Tucumán, la inseguridad es un problema serio. En el último año y medio, cinco personas fueron asesinadas en asaltos en la vía pública. Elda Hovannes (54 años), Iván Sénneke (19), Constanza González (14), Marcela Aragón (35), y Gonzalo Barrionuevo (24), perdieron la vida a manos de delincuentes que le dispararon con armas de fuego para robarles una mochila, las zapatillas, un celular, o una cartera. Los tucumanos tomaron conciencia de que, en el momento menos pensado, pueden ser víctimas de un robo por migajas y que los delincuentes usan las balas. No hay respeto por la vida. En las estadísticas, Albano fue un caso único: recibió un balazo, pero vivió para contarlo.
Por la mañana, a veces, o por la tarde, dependiendo del clima, Albano sale dar dos o tres vuelta a la plaza del barrio Echeverría. Los médicos le aconsejaron que caminara de a poco hasta retomar mayor actividad. A dos cuadras de su casa está la plaza que recorre despacio, y ocultando la ansiedad, hasta que aparece la agitación. Quienes lo ven en la calle, se sorprenden por la rápida recuperación. A simple vista, Albano no parece un hombre convaleciente. Habla normal, camina a buen ritmo, y se muestra entusiasmado por estar cada vez mejor.
-De acuerdo a mi creencia religiosa es que no estaba señalado para morir. Lo veo como que tengo otra oportunidad, como que hay muchas cosas que me faltan hacer todavía. Cuando estaba en la terapia pensaba mucho, todo el tiempo… pensaba que tengo una familia y Dios me ha dado otra oportunidad, a lo mejor hay algo que no estoy haciendo bien. Incluso hay gente que es bastante buena y muere sin… y le pasan cosas feas y uno no encuentra explicación para eso…
Los domingos suele engancharse con el fútbol. Al igual que su padre, Albano es hincha de Racing y de Atlético Tucumán. La buena campaña de “La Academia” lo ilusiona y lo mantiene pegado frente al televisor. Yésica, su esposa, prepara el mate en bombilla, mientras Doña Rosa sirve pastafrola con harina especial porque ella es celíaca. En la mesa también hay pan con manteca y mermelada. Afuera la llovizna de los primeros días de octubre le impide salir a caminar a la plaza del barrio. Albano toma una tostada de pan francés y comienza a embadurnarla con mermelada. Disfruta comer hasta que recuerda la advertencia de los médicos de no engordar. Le dijeron que eso sería un problema teniendo la bala en el pecho. Yésica le advirtió que está más gordito.
Cuando una persona se ve obligada a suspender su rutina de trabajo y disminuye su actividad por razones de salud, lo que aumenta es la cantidad de pensamientos que le vienen a la mente. Lo único que hay para hacer sin esfuerzo es pensar. Albano piensa y piensa y sigue pensando. Por su cabeza pasa de todo, dice. A veces piensa que el asalto no sucedió en la forma en que pasaron las cosas. Piensa que El Santiagueño no le dispara. Piensa que él le hace frente y lo golpea con el casco y logra quitarle el revólver. Piensa que antes del tiro, él entrega todo lo que lleva puesto. Piensa que tiene tiempo de decirle que vaya al día siguiente para darle más cosas a cambio de que no le dispare. Piensa que si hubiese entrado más temprano, o más tarde. Piensa en su hermano Franco y en que si hubiese sido al revés, cómo hubiese reaccionado él al abrir el portón y verlo herido en el piso. Piensa en que podría haber muerto…
-Los médicos me han dicho que faltó muy poquito para que la bala toque la columna, que si tocaba la columna, no caminaba más…
Muchos recuerdos le vienen a la memoria. A veces son malos recuerdos, como aquella vez que volvía de la panadería en la moto y chocó a un perro. El accidente ocurrió en mayo de este año, a plena luz del día, cerca del hospital Avellaneda, donde se cruzó el animal y Albano terminó de narices en el pavimento. Llevaba puesto el casco y sólo tuvo algunos raspones en las rodillas y los codos. Unos albañiles que escucharon el estruendo de la caída, lo ayudaron a levantarse, mientras el perro aullaba de dolor, pero seguía su camino con una marcada renguera.
Un niño de cinco años, travieso y juguetón, se pasea por la casa. Es el sobrino de Albano y el más inquieto por saber qué le pasa a su tío. Ambos armaron un juego de complicidades a partir de aquella vez en que Albano le dijo que por tener una bala en el pecho, los médicos lo convertirán en mitad robot, mitad humano. Una mañana, al volver de un estudio médico, Albano regresó a su casa con los cables pegados en el pecho y su sobrino al verlo así quedó pasmado. Tal vez creyó que su tío iba a ser mitad robot. Por eso varios días después, el chico jugaba con los auriculares del celular y no encontró mejor idea que pegarse los cables en el pecho tal como le había visto a su tío.
Por trabajar de noche, Albano aprendió a dormir de día; al revés de su familia. Regresaba de la panadería a las ocho de la mañana y, si no había ningún trámite pendiente, iba directo a la cama. Solía levantarse al mediodía para almorzar con su esposa y ayudar un poco con las cosas de la beba. Después volvía a la cama hasta la hora de la cena, aunque a veces se pasaba de largo durmiendo hasta la una de la madrugada, cuando se preparaba, otra vez, para ir a la panadería. Así es la vida de quienes trabajaban de noche: duermen de día.
Todavía no sabe si podrá volver a trabajar a la panadería, mientras tanto, la aseguradora de riesgo de trabajo se hace cargo de todos los gastos médicos y del salario mensual. La parte más pesada del laburo de Albano es cargar las zorras, que son las estructuras metálicas donde se sostienen las medialunas y las tortillas para el reparto en las demás sucursales de El Calafate. No sabe si algún día volverá a mover las zorras hasta la camioneta o si, en cambio, estará asignado a otra área de la panadería para no hacer esfuerzo físico que ponga en riesgo su salud. Por ahora sigue el tratamiento con puntualidad. Los médicos dirán más delante de acuerdo a lo que muestren los estudios. Albano recuerda que en la primera tomografía que le hicieron podía verse la bala en el pulmón y todo el trayecto que hizo desde que le pegó en el hombro hasta que pasó por detrás el corazón. Quienes lo conocen se sorprenden de verlo tan recuperado. Cuando camina por la plaza, todos lo tratan como el hombre que tiene una bala en el pecho. Parece acostumbrado, pero día a día sigue aprendiendo a vivir con ese pedacito de metal en el cuerpo. La última vez que lo visité en su casa, Albano estaba ansioso porque esperaba el turno para un cateterismo. Es que, en el trayecto, la bala le dañó una arteria. Los médicos lo esperaban para colocarle un stent, que es un pequeño tubo de malla de acero, dentro del conducto sanguíneo. Le pregunté cómo se sentía sabiendo que llevaba una bala en el cuerpo y, sonriendo, respondió:
-Mi único lamento es que quizá cuando entre a un banco o vaya al aeropuerto suene la alarma, no me dejen pasar y tenga que explicarle al guardia que llevo una bala adentro mío y encima no me crean…