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Rebelde, carismática y curiosa, Isabel Requejo supo cautivar a generaciones de estudiantes de Letras. Este es el legado de la profesora que enseñó el poder transformador de las palabras.
Es sábado de tormentas, de esas que en el sur de la provincia de Tucumán se llevan las casas y la gente. La convocatoria era para las ocho de la mañana pero el diluvio le impidió a la multitud llegar a tiempo; eso y el hecho de que la impuntualidad es casi una matriz cultural en estas tierras de encuentros y desencuentros. De a poco, van llegando grupitos pertenecientes a distintas generaciones de estudiantes de Letras muy lejanas en el tiempo. Los hay muy jóvenes y ya entrados en edad, hay estudiantes que hoy son profesores y, sobre todo, profesores que, como ella, siguen estudiando porque nunca se deja de aprender. Están sus hijos, sus nietos, sus compañeras y compañeros de historias, uno de los changos de La Costanera que alcanzó su diplomatura en la lucha contra el consumo problemático al que ella invitó muchas veces a compartirnos su experiencia, sus colegas en la investigación y la vida; dos dimensiones que para la agitadora se vinculan indefectiblemente. Todos y todas convocados y convocadas la mañana torrencial del primero de diciembre de 2018 en el Anfiteatro cuatro de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT para escuchar la última clase de la Profesora Isabel Requejo, la Chabela para sus allegados, y cuánto mejor así porque si alguien ha renegado siempre de la grandilocuencia es ella. “¿Clase Magistral?” – pregunta y una risa cómplice sobrevuela el salón. “Me invitan a dar una clase con el nombre de un detergente” – rezonga burlonamente y abraza con cariño a su co-equiper de la cátedra de Lingüística General II. Después de tantos años sembrando irreverencias y habilitando la construcción colectiva del saber en un mundo donde el individualismo es la ecuación de nuestros tiempos, la profe se jubila para continuar pensándose con otros sujetos y transitar nuevos caminos.
La manera en la que inician sus palabras de despedida es muy digna de ella: insólita, en principio, perfectamente coherente a medida que transcurren los minutos:
“Ustedes saben que esta clase coincide con la realización del G-20 en Buenos Aires. Esta co-existencia me ha generado interrogantes múltiples. Pensando en la propia historicidad de nuestra carrera desde el inicio en la Facultad, y también pensando en nuestro presente y futuro, traté de representarme, a veces como en ráfagas, como flashes discontinuos, persistentes, experiencias, alegrías y dolores de tantos años compartidos. Desde una tensión entre lo que nuestra memoria recuerda, puede y quiere recordar, pero también de lo que nuestra memoria olvida o no nombra, aunque lo recuerde.
Mientras doy esta clase, en Buenos Aires están reunidos señores y señoras muy poderosos. Algunos se me representan como gendarmes del universo, otros cargan sobre sus abultados historiales y sonrisas cómplices, asesinatos, deportaciones, inmisericordias múltiples. No son todos lo mismo, obviamente, aunque deciden políticas, cuyas letras chiquitas casi nunca conocemos pero que inciden en nuestras vidas, historias, posibilidades y en la de millones de seres humanos en la tierra.
Por eso hacer ciencia, investigar, enseñar-aprender, producir conocimiento científico implica necesariamente estudiar en profundidad las características del orden social en el que vivimos”.
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Nacida en Tucumán hace casi setenta años en una familia que ella reconoce como adinerada, dice que tuvo que desaprender para iniciar el incansable camino del aprendizaje, el verdadero. Porque a menudo nos paramos en medio de la vida y sentimos que lo que hemos interiorizado por años como único es un soplido. En un mundo adultocéntrico, Isabel se detuvo a mirar a los niños y niñas de lugares en los cuales el interés científico ha trazado una cruz por vernáculos, simples, lineales, y una larga lista de prejuicios violentos. La lingüística social focaliza en la complejidad de los procesos del lenguaje y el entramado de relaciones entre las maneras de sentir, mirar, desear, decir. Lejos de entender la lengua como un sistema de signos estático, los lingüísticas dirigen sus ojos hacia las diversas comunidades y las maneras múltiples que estas tienen de comprender el mundo.
Integrante del Centro de Rescate y Revalorización del Patrimonio Cultural (CERPACU), creado en 1985, Isabel Requejo junto a Josefina Racedo, María Stella Taboada y muchas otras personas, iniciaron el camino de la descolonización del saber, de la construcción de un conocimiento científico y una lingüística de y para los pueblos, históricamente minorizados.
La tormenta no ha cesado, pero el aula está llena de gente, de globos, y de sorpresas por venir. Cada persona sentada en el salón tiene alguna historia entrañable con la Isabel. De vez en cuando, alguien le acerca un mate pero ella no se distrae y se toma el tiempo necesario para mirarnos fijo, sonreírnos y hacer alguna mueca cómplice cuando una de sus preguntas corta el aire y nos deja pensando, como siempre. Tiene los ojos pícaros y la mirada penetrante. Lo que la vuelve distinta del común de los docentes es el hábito cariñoso del abrazo, del contacto físico para acompañar sus palabras y hacernos sentir por un ratito dueños y dueñas absolutas de su atención. Hablar de sus colegas la emociona porque en todo lo que relata hay mucho de ellas, por eso cada experiencia acompaña sonrisas nostálgicas y viceversa. Nos cuenta que, en sus orígenes, el CERPACU funcionaba en una pequeña oficina ubicada en el Centro Cultural Virla, en la 25 de mayo entre Córdoba y Mendoza. Tenía sus limitaciones de espacio, pero les permitía llevar adelante una radio con jóvenes de la provincia y pensar en grupo maneras de intervención en articulación con las comunidades para proteger y multiplicar las culturas regionales. Un día, dice la Chabela, se acercó el joven José Cano, quien iniciaba su carrera política y les anunció que necesitaba esa oficina. Las desalojó y fue entonces que se trasladaron al pasillo 100 de Filosofía y Letras. “Todavía no aspiraba a la gobernación de Tucumán, pero miren qué lejos ha llegado”, dice con ironía, como para refrescarnos la memoria y dejar en claro cuáles son los intereses de las clases dirigentes. Desde entonces y hasta ahora, la producción del CERPACU está orientada hacia el respeto y la visibilidad de las culturas de Tucumán y el NOA, en las cuales el lenguaje es una dimensión constitutiva de los sujetos sociales. Uno de los proyectos en los que están trabajando en articulación con la Universidad Nacional de Tucumán, la Universidad de Ecuador y la Universidad Marta Abreu de Santa Clara es la escritura, ilustración y pintura de un libro a cargo de niños, niñas y adolescentes tucumanos, ecuatorianos y cubanos, donde se gestan distintas autorías sociales desde la interculturalidad.
Es conocida la propuesta interdisciplinar del antropólogo colombiano Javier Naranjo: dibujar con palabras un universo contado por niños y niñas de Antioquía. El libro se llamó La casa de las estrellas y revolucionó la sensibilidad de la audiencia, pero también generó una herramienta revolucionaria muy potente: nombrar lo real con palabras propias. Esa conquista inconmensurable fue alimentada por Paulo Freire en Brasil y por estudiosos y estudiosas de la educación popular, la antropología, la sociología, la literatura, los estudios culturales y la lingüística. Una de sus impulsoras en Tucumán hace ya varios años fue Isabel. Cuenta siempre en sus clases que algunas de las preguntas más arrasadoras que le hicieron vinieron de la boca de niños. Las enumera, siempre; las atesora en ese lugar de la memoria donde reposa lo fundante: Isabel. ¿Por qué el cielo es así? Mira, aquí está bien neblinoso, pero allá, sigue saliendo el sol. ¿Por qué, Isabel? Decime, ¿qué hay dos cielos, acaso?; Isabel, ¿por qué hay tantos chicos pobres en la calle? ; Isabel, ¿vos por qué hablas así como aquí no habla nadie? ¿De dónde salen las letras, Isabel? Pero en serio te pregunto.
Una de las definiciones de La casa de las estrellas dice: Iglesia: lugar donde uno va a perdonar a Dios. Esa exactitud dolorosa dialoga con la última de las preguntas que retiene Isabel y que vuelve a repetir en su última clase: Isabel, ¿por qué Dios se llevó a mi abuelita si yo tanto la quería?
Cuando la Chabela entendió que la práctica científica estaba en todas estas preguntas, inició un camino del que no se vuelve, pero la universidad de entonces no consideraba la interdisciplinariedad como una posibilidad. Cuando defendió su tesis de doctorado en la década del noventa, la devolución de su directora pretendió ser una sentencia de muerte: “esto no es una tesis de lingüística, es una tesis de agitación social”. El trabajo que le llevó a Isabel tantos años de re-aprender y re-pensarlo todo se tituló El habla de los niños y adolescentes del Valle de Tafí y lejos de morir, no dejó, hasta hoy, de despertarnos y hacernos florecer. Es que nadie detiene el amor en un solo lugar, como dice un gran poeta. Además, el material que construyeron juntas las investigadoras Isabel Requejo, Josefina Racedo, María Stella Taboada, Zulma Segura y Cecilia Castro ha sido una pieza clave para la sistematización de la Lingüística Social y las Políticas Lingüísticas en Argentina. Los desafíos por ellas encarados habilitaron un cambio de paradigma que puede parecer superficial, pero cuyo valor es incalculable: cada vez son menos las personas que hablan de la Academia y más las que construyen una Universidad pública, gratuita, irrestricta, popular, palabra a la que durante años se le tuvo bronca.
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Conocí a Isabel en 2013. Yo cursaba el cuarto año de la carrera de Letras. Esperaba sus clases con un vértigo juvenil que no me avergüenza. Era mi vecina en Barrio Sur y nos reuníamos a tomar mates en su casa, que ella siempre ofrecía como lugar de encuentro. Yo convivía con otras personas de la Facultad vinculadas a la Agencia de Prensa Alternativa (APA) e Isabel trabajaba junto con estos pibes y pibas y un equipo de psicólogos sociales en La Costanera, una de las villas de emergencia más grandes de Tucumán, que surgió después del cierre de los ingenios durante la dictadura de Onganía. En alguna de esas reuniones, conocí a los chicos del grupo “Ganas de vivir”; uno de ellos recuperado del consumo de paco (residuos de la cocaína) que ahora está sentado a unas butacas de mí en esta clase de despedida.
Entre todos y todas, diseñaban un dispositivo terapéutico de escritura de las vivencias para que estos jóvenes pudieran ponerle palabras a lo que les pasaba. Tres años después, empecé a dar clases de Lengua y Literatura en el Instituto de menores Julio Argentino Roca y llevé para uno de los talleres el documental que hizo la gente de APA sobre La Costanera. Los chicos me contaron que uno de los pibes que estaba en el documental había estado algunos meses en el Instituto y me embargó una tristeza de esas que sentimos cuando la brecha entre ricos y pobres se vuelve cada vez más grande y se cobra vidas. Muchas de las herramientas que adquirí fueron el resultado del desconcierto, la impotencia y el dolor ante lo que nos lleva puestos. La diferencia está en elegir qué hacer con todo eso y los encuentros con Isabel y tantos jóvenes militantes me ayudaron a re-elaborar mis miedos y transformarlos en acción. Todo lo que podemos llegar a ser es a partir de nuestras experiencias colectivas.
En agosto del 2013, los y las estudiantes de las Facultades de Filosofía y Letras, Psicología y Artes tomamos las instituciones por abusos sexuales cometidos contra compañeras que no estaban siendo esclarecidos. Además, reclamábamos el comedor universitario y el boleto estudiantil, dos pedidos históricos desde los tiempos del Terrorismo de Estado. La toma duró tres meses y gracias a eso, la Facultad de Filosofía y Letras tiene hoy un comedor donde antes funcionaba el Aula Bar. Recuerdo que la Asamblea de Letras aprovechó los cincuenta años de la publicación de Rayuela, la gran novela de Julio Cortázar y en el pasillo 300 pintó murales con dibujos y textos de este autor y de otros y otras autoras de la literatura universal. El trabajo nos llevó cuatro días y estuvimos involucradas muchísimas personas. Cuando cesó la toma, las autoridades mandaron a tapar todo lo que habíamos hecho. Se nos dio permiso para volver a hacerlo, pero lo simbólico del gesto habló por sí mismo. Isabel, que había fotografiado todo lo que hicimos, dio una clase sobre las autorías de la palabra-pensamiento a partir de todo ese proceso. Supe también que en la última clase de Lingüística Social II, en noviembre del año pasado, leyó a modo de cierre el poema de un escritor tucumano muy joven que es también estudiante de Letras. Por eso, quizás, este texto; por eso, la necesidad de recordarla siempre y de seguir pariendo rebeldía.
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El libro Lingüística Social y autorías de la Palabra y el Pensamiento (2005) establece las bases de una mirada profunda sobre los procesos del lenguaje en tanto configuradores intra e intersubjetivos de la identidad. Hoy que la aldea global nos seduce con la ilusión de un mundo donde el idioma sea uno, homogéneo y total, no apto para desertores, estos aportes nos permiten comprender cuán necesaria es la identidad de los pueblos. Defenderlos es apostar por una educación crítica, esa que los representantes del G-20 quieren privatizar para apagarnos.
El germen del concepto de autoría tiene una historia de esas que es mejor escuchar que leer, pero la oralidad es siempre el último orejón del tarro, como se dice en Tucumán cuando algo no le importa a nadie. Era una de esas fiestas eternas en las que las comunidades dejan todo de sí. Celebraban en La Ciénaga, Tafí del Valle, una festividad legendaria: el convite del yerbiao, que consiste en bailar hasta el amanecer mientras se toma en grupo un mate grande, con yerba, azúcar, alcohol y muña muña, para ahuyentar a los espíritus chocarreros y cantarle a la vida. Isabel participaba del festejo y mientras bailaba con Juan Mamaní, un obrero de Los Surcos, el joven le confesó:
“Isabel, usted y yo somos diferentes. Porque cuando usted quiere decirme lo que piensa, lo que siente, usted tiene en su memoria todas las palabras para decírmelo, en cambio yo, cuando quiero decirle lo que pienso, así, cuando por las tardes estoy sentado fuera de mi casa, mirando el cielo, y veo que se esconde el sol y todo cambia, yo no encuentro en mi memoria las palabras para decirle lo que siento”.
A veces un acto fortuito es una maravilla, una cuchillada, una puerta que se abre para siempre. Así, la autoría de Juan, así, la posibilidad de Isabel de abrazar lo imprescindible y hacerlo brotar.
Después de treinta años de escuchar, mirar, reír, dudar, arrepentirse y agitar, después de haberle dejado a la Facultad de Filosofía y Letras un mar de fueguitos y a tantas personas una infinidad de colores y sonrisas, Isabel emprende nuevos trayectos y yo quiero preguntarle si mamá es un sustantivo propio, si es lo mismo morir que ser asesinada y adónde van todos los barriletes que soltamos cuando tropezamos sin querer. Después de todo, la agitadora nos enseñó que toda aparente respuesta no es más que una nueva pregunta.