Bitácora Zeta

Es la historia de un amor

La tarde del sábado, mientras me dejaba arrastrar por la euforia, un amigo tuvo la gentileza de recordarme que unos 24 años atrás habíamos visto juntos a la selección argentina avanzar a las semifinales del mundial Italia 90, el día que Maradona erró un penal y Goycochea, más grande que nunca, atajó dos. A ese partido de cuartos de final contra Yugoslavia lo vimos sentados como indiecitos en el piso de la sala de música del Colegio de la Santa Cruz, amontonados frente a un televisor de 20 pulgadas. El recuerdo de ese momento no tiene nada de futbolístico, tenía siete años y poco conocía de copas mundiales, Bilardos, Caniggias y Maradonas. Lo que me quedó en la memoria es un día atípico de escuela, algunos gritos y el olor a madera gastada del piso de aquella vieja casona donde funcionaba entonces el colegio. Como dije, en el recuerdo no hay nada de fútbol. Uno de los grandes momentos de la historia deportiva del país y mi memoria aferrada al olor de un antiguo piso de madera. Claro está que a la memoria uno no la elije, ni la domina, ni le anda diciendo qué y cómo recordar. Tampoco le ordena cuándo volver ni en qué forma. Por eso el sábado, mientras celebraba ese momento que se hizo esperar unos 24 años, lo que volvió no fue ni el penal que erró Diego ni las atajadas del Goyco, ni los festejos, sino aquel piso de madera del colegio.

Si me pongo a indagar en la caótica arbitrariedad de mi memoria, el recuerdo futbolístico que guardo de aquel mundial se reduce a una imagen: el Maradona de la final, el que llora con la camiseta azul empapada de sudor y lágrimas en la entrega de las medallas. Tampoco puedo precisar si ese recuerdo me viene desde entonces o si lo saqué después de Héroes II o de algún otro documental de Italia 90. De lo que si estoy convencido es que, en ese preciso momento y con esa imagen, comencé a amarlo. A él, a la selección y al fútbol. Después vería los videos: los goles del 86, la mano de Dios, el barrilete cósmico, el tobillo hinchado, la puteada a los tanos que nos silbaban el himno, el pase a Caniggia contra Brasil, el penal de Codesal, el saludo negado a Havelange. Como para no amarlo. Pero el romance empezó con las lágrimas de una derrota. De una copa en alto se enamora cualquiera y no los culpo; no hay quizás nada más bello en el fútbol que esa imagen. Pero yo no la vi, lo que yo vi fue a un hombre digno sufriendo en su piel la derrota. Y me enamoré de eso. No de la derrota y lo que ella representa, sino de la grandeza y el sentimiento puesto en algo que, a simple vista y para quien no entiende de estas cuestiones, puede parecer tan banal; tan poca cosa. Y ese romance que comenzó de manera tortuosa, con esa imagen de hace 24 años, se mantuvo hasta hoy como una sucesión traumática de sufrires y fracasos. Porque, por más que duela, es justo admitirlo: hasta hace unos pocos días, yo pertenecía a la generación de hinchas que no vio a la selección argentina pasar de cuartos de final. O bien que la vio, pero de muy niño y sin darse cuenta de lo que estaba viviendo. Hoy, la felicidad es poder conjugar el verbo con toda seguridad en tiempo pasado.

En el camino a esa felicidad hubo muchas tristezas. De las grandes, de esas que duelen y quedan ahí, como llagas insanables. Porque mi madurez como hincha llegó con el mundial de Estados Unidos 1994. En aquellos días, me tuve que bancar el hambre en los recreos del colegio y la abstinencia de los Taclines congelados para comprarme el álbum de figuritas que tenía a Tony Meola, el arquero yanqui, como la uno. Paradójicamente, la que más se repetía en los sobres. En mi casa, mi viejo compró un televisor nuevo, 22 pulgadas y con la innovación del control remoto. También le pedí plata para unos VHS y corrí a lo de un vecino para que me grabara todos los partidos de Argentina en su videocasetera. No sólo vería con entusiasmo de hincha los partidos de la selección, sino que los registraría para no olvidarlos nunca. Y todo porque el tipito de la camiseta mojada de sudor y lágrimas volvía, como un fénix, en una de sus tantas reencarnaciones. Volvía y yo, por fin, lo vería jugar un mundial. Sería espectador, en vivo y en directo, de la leyenda. Y volvió. Y lo vi. Lo vi correr y sudar. Vi la pared y el gol al ángulo. Vi el grito desaforado a la cámara. Vi un nuevo pase al Cani. Vi la gambeta corta a los nigerianos. Y también lo vi llorar otra vez. Y aquella vez yo lloré con él. Y fue la primera y única vez que el fútbol me provocó lágrimas de tristeza; el día de la maldita efedrina y del hachazo en las piernas. Era un nuevo fracaso, uno todavía más doloroso que cualquier derrota deportiva. Porque, para el mundo cruel de los adultos, era mi amor el que estaba errado. Para ellos, yo había elegido creer en alguien a quien ahora llamaban falopero. Un ser poblado de vicios y vaciado de virtudes. Un modelo equivocado. Pero entonces, como en aquella primera vez, yo elegí creer en las lágrimas de Maradona. Y no me equivoqué. Ni entonces, ni ahora. Porque fue esa primera tristeza agria del futbol también mi primera victoria contra los adultos.

Ya sabemos cómo sigue esta historia de frustraciones. Con la selección del pelo corto y sin aritos. La de los muñequitos de la Coca Cola. Con el cabezazo del burrito Ortega a Van Der Sar y el gol agónico de Dennis Bergkamp. Luego vino la selección favorita de Marcelo Bielsa. La que ganaba corriendo. La de la derrota con Inglaterra y la eliminación temprana con Suecia. Después los pibes de Pekerman, con el Messi changuito en el banco de suplentes. La del zapatazo de Maxi Rodríguez en tiempo suplementario. La de los penales errados contra los alemanes. Y otra vuelta de Maradona, esta vez de traje gris y barba, comandando al Messi mejor del mundo. Y otra vez los robots germanos. Y el cuatro a cero. Y un nuevo y amargo adiós. Casi un cuarto de siglo de un amor alimentado por la cruel sucesión de ilusiones perdidas y un recuerdo difuso que huele a madera vieja. Pero todo eso ya es pasado; historia. Hoy estamos de nuevo a horas de jugar una semifinal de copa del mundo. Y no sé ustedes, pero yo pienso aferrarme al recuerdo de estos días felices como quien protege un tesoro. Para que en veinte o treinta años, lo que recuerde no tenga el olor de la madera antigua, sino de la playa de Copacabana o del asado de la previa en lo de mi viejo. Y el eco del himno nacional y del Brasil decime que se siente y del gol que más grité en mi vida. Y el sabor de las lágrimas dejadas en el estadio Mineirao. Y el calor de los abrazos con mis amigos. Y los colores de la plaza Independencia repleta de gente, como las calles en Belo Horizonte o en Porto Alegre o en Río de Janeiro. Hágame caso, agárrese usted también, donde quiera que esté, a los olores, los sabores, los colores y las imágenes que lo rodean en estos días de locura. Apriételas bien fuerte, como a una bandera en el paravalanchas, y no las deje ir, por nada del mundo. Guárdeselas a todas, bien conservadas en la memoria, para usted, para sus hijos y para sus nietos. Porque el recuerdo resguarda al amor del paso del tiempo. Lo mantiene vivo. Y nunca sabe uno cuanto tiempo deberá esperar para volverse a enamorar otra vez.

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